CAPÍTULO 15

– ¡Quieto, César! -dijo una voz autoritaria al otro lado de la puerta cuando Lártsev llamó.

Se oyeron unos pasos y la puerta se abrió de par en par. En el umbral estaba aquella misma mujer.

– Hola, buenas tardes, ¿me reconoce? Nos hemos visto en las reuniones de padres del colegio número 64. ¿Se acuerda de mí? Soy el padre de Nadia Lártseva.

La mujer profirió un gemido, se tambaleó y tuvo que apoyarse en la puerta.

– Querrá decir su padrastro, ¿no? -precisó ella.

– No, no, soy su padre. ¿Por qué dice que soy su padrastro?

– Pero cómo es posible… -parpadeó perpleja-. Yo creía que el padre de Nadia…

– ¿Qué es lo que creía? -inquirió Lártsev con dureza, entrando en el recibidor y cerrando detrás de sí la puerta.

La mujer prorrumpió en sollozos.

– Perdóneme, por amor de Dios, perdóneme, sabía que esto no iba a acabar bien, lo presentía… todo ese dinero… lo presentía.

Los sollozos interrumpían continuamente su balbuceo inconexo mientras cogía un frasco de valocordín, disolvía unas gotas del clásico remedio contra la taquicardia en un vaso de agua y se lo bebía con tragos espasmódicos. No obstante, al final Lártsev pudo ordenar sus palabras sueltas en algo semejante a un relato. El año anterior, un hombre se le acercó para pedirle que asistiera a las reuniones de padres del colegio número 64, en concreto, de la clase donde estudiaba Nadia Lártseva. Dijo ser el padre de Nadia y que se había separado de la mujer a las malas, hubo un escándalo bestial, la ex no quería ni oír hablar de él y no le dejaba ver a la niña. Pero tenía tantas ganas de saber al menos algo de su hija, de cómo le iba en el colegio, cómo se portaba, qué problemas tenía, cómo andaba de salud. Parecía tan sincero, un padre tan devoto y tan dolido, que fue imposible decirle que no. Y menos cuando le ofreció una buena remuneración por aquel servicio nada complicado.

– ¿Quién es? -preguntó Lártsev.

– No lo sé -respondió Natalia Yevguénievna, y se echó a llorar de nuevo.

– ¿Cómo ha dado con usted?

– Estábamos haciendo cola en una tienda. Había mucha gente, empezamos a charlar, me explicó sus problemas familiares… Y nada más. No he vuelto a verle. Me llama por teléfono.

– ¿Y cómo le paga?

– Deja el sobre con el dinero en mi buzón al día siguiente de cada reunión. Por la noche, después de la reunión, me llama, le cuento todo aquello de lo que me he enterado y al día siguiente el sobre está en el buzón. Tiene que entenderme -sollozó Dajnó-, soy cazadora, y cazar cuesta muchísimo dinero. Necesito un coche para llevar el equipo, necesito armas, municiones, licencias… No puedo prescindir de la caza, me moriría. He nacido en Siberia, en una reserva natural, mi padre era montero, me acostumbró a la caza desde que llevaba pañales. Si me la quitan, me asfixiaré aquí en la ciudad.

Dajnó se justificaba, se llevaba cada dos por tres la mano al corazón, tomaba medicinas, sollozaba y moqueaba. Estaban sentados en un salón espacioso pero poco acogedor, lleno de muebles dispares, obviamente comprados en momentos distintos y al azar, y ajenos a cualquier unidad de propósito o de estilo. Todas las paredes del gran piso de tres habitaciones estaban cubiertas de trofeos de caza y armas. En el umbral de la puerta que comunicaba el salón con el recibidor, yacía majestuoso el enorme doberman de purísima sangre llamado César.

– Trate de tranquilizarse, Natalia Yevguénievna -le dijo Lártsev suavizando la voz-. Para empezar, vamos a intentar recordar todo cuanto sabe sobre ese hombre. No tenga prisa, tómese el tiempo que necesite para pensar.

– ¿Qué interés tiene por aquel individuo? -preguntó Dajnó con repentina suspicacia.

– Verá, Natalia Yevguénievna, han secuestrado a mi hija y él es quien ha organizado el secuestro.

– ¡¿Qué dice?! -Dajnó volvió a agarrarse del corazón-. Dios mío, qué horror, qué horror -plañó hundiendo la cabeza entre las manos y balanceándose en la silla-. Toda la culpa es mía, tonta de mí, cómo pude ser tan confiada, me dejé seducir por la pasta, le creí al canalla ese…

Y vuelta a empezar: sollozos, medicinas, agua, palabras de arrepentimiento, los golpes en el pecho. Lártsev sentía una profunda pena por esa mujer, ya nada joven, a la que las luces de una gran ciudad al principio habían atraído como a una mariposa tonta y luego la quemaron. Una chica criada en una reserva natural siberiana había empezado a sofocarse en la inmensa ciudad de piedra, llena de humo y suciedad, y durante todos esos años la caza había sido su única evasión, el sorbo de frescor y pureza de la naturaleza.


Para ir a casa de Dajnó, Lártsev había cogido el metro en Universidad y cuando hizo el transbordo a la línea Circular, los agentes de seguimiento le perdieron. Era la hora punta, las muchedumbres se arremolinaban, se empujaban, les cerraban el paso, se agolpaban delante de las numerosas paradas de venta de libros y prensa que proliferaban en los túneles y pasadizos.

– Volvamos de prisa a la Sociedad de Cazadores -ordenó el más bajito y de más edad.

Su compañero, un muchacho moreno y simpático, maniobró con agilidad y se incorporó al torrente de gente que le venía de frente en dirección opuesta, cuidando de abrir paso al agente de más edad.

La jornada laboral había terminado, la empleada de la Sociedad de Cazadores que había atendido a Lártsev se había ido a casa. Los agentes le pidieron su dirección al guardia, avisaron del patinazo a Zherejov en Petrovka y se marcharon zumbando a Kúntsevo. Les costó Dios y ayuda convencer a la mujer de que subiera en el coche para regresar a su lugar de trabajo. Ella, sin ocultar su enojo, abrió la caja fuerte y tiró las fichas sobre la mesa.

Había hecho planes concretos para esa noche y esos extraños policías, que andaban persiguiéndose unos a otros, no le merecían otra reacción que una ira sorda.

– ¿A quién buscaba? -preguntó el muchacho alto educadamente mientras ojeaba las fichas con las fotos de las cazadoras.

– No lo sé. No tomó notas. Examinó las fichas y eso fue todo.

– Por favor, haga memoria, tal vez miró una ficha más tiempo que otras, tal vez le preguntó algo o tuvo alguna duda. Cualquier detalle puede ser importante para nosotros.

– No hubo nada de eso. Simplemente estudió todas las fichas con atención, dio las gracias y se marchó.

– Entonces, ¿puede ser que no haya encontrado lo que buscaba? ¿Qué impresión le dio?

– Se lo pregunté y me dijo que sí, que lo había encontrado. ¿Piensan tenerme aquí mucho tiempo todavía?

– Nos iremos en seguida, sólo vamos a anotar las direcciones. Oye -dijo de pronto el muchacho al agente mayor-, fíjate, la mayor parte de esas mujeres trabajan aquí mismo, en la sociedad. Si Lártsev no se ha quedado aquí para hablar con una de ellas, significa que la que le interesa es sólo socia. Mujeres que trabajan en otros sitios hay pocas.

– Ya es algo -se alegró el agente mayor-. Buen chico, la cabeza te carbura. De prisa, vamos a hacer una lista de las direcciones, planeamos el recorrido y le pedimos refuerzos a Zherejov.

La primera dirección, según su plan, era un piso en la calle Domodédovo, la segunda, en la Lublín, con lo que habrían cubierto la parte sur de Moscú, para luego avanzar, pasando por el centro, primero hacia oriente y luego al norte. Las señas de Natalia Yevguénievna Dajnó -un piso en la avenida Lenin- ocupaban el tercer puesto de su plan de visitas. Eran las 19.40 horas.


Hacia las siete de la tarde, Serguey Alexándrovich Grádov reconoció al fin que las cosas estaban muy mal. Cuando, alrededor de las dos y media, se despidió de Arsén y, sentado en el bar, intentó ordenar más o menos las ideas, tuvo una súbita revelación. ¡Todo aquello era un malentendido! Arsén había mencionado a Nikiforchuk, y Grádov se asustó tanto que perdió toda capacidad de razonar y, sobre todo, de oponer resistencia a Arsén. Pero ahora, al repasar los detalles de la conversación, recordó que éste le había echado en cara sus excesivas iniciativas. ¿A qué se refería? El, Grádov, no se había permitido actuar por iniciativa propia. Se trataba de un error, de un error fastidioso, que debía ser rectificado, después de que Arsén retomase el contrato y acabase con el asunto. Tenía que hablarle con toda urgencia.

Serguey Alexándrovich salió del bar rápidamente, se metió en el coche y fue a casa. Desde allí llamó varias veces a cierto número y se puso a esperar la llamada de retorno, para convenir el lugar y la hora de la cita. Sin embargo, la llamada nunca se produjo. Repitió el intento pero el resultado fue el mismo. Grádov empezó a ponerse nervioso, telefoneó a un amigo del Ministerio del Interior para pedirle que averiguara el nombre del abonado del número que le interesaba. La respuesta no se hizo esperar y fue desconcertante: el número en cuestión no estaba asignado a nadie y figuraba en la lista de números disponibles desde hacía cinco años.

Había otra vía, la misma que le había conducido hacia Arsén inicialmente. Serguey Alexándrovich llamó al hombre que le facilitó su primer contacto con la Oficina.

– Piotr Nikoláyevich, soy Grádov -dijo de prisa-. Dígame cómo puedo encontrar a su amigo rápidamente.

– ¿Grádov? -preguntó una voz con un tono bajo y lleno de perplejidad-. No me acuerdo. ¿Quién le ha dado mi teléfono?

– Pero qué dice, Piotr Nikoláyevich, le llamé hace dos meses y me dio el número de un hombre que iba a ayudarme a resolver cierto asuntillo delicado. Ahora me urge hablar con ese caballero.

– No sé de qué me está hablando. Tal vez se ha equivocado de número.

Grádov no podía ni sospechar que Arsén, precavido y astuto, había llamado a Piotr Nikoláyevich nada más terminar de hablar con él y le había dicho:

– Si su protegido se atreve a buscarme, explíquele que es un error por su parte.

Horrorizado, Serguey Alexándrovich pensó que todo estaba perdido. No encontraría a Arsén. Nunca. Le quedaba una última esperanza. Esta última esperanza era Fistín.


Seriozha Grádov había crecido como un niño mimado y agasajado. Le causaba profundo sufrimiento el que todos sus amigos tuvieran padres permanentes, mientras que el suyo era algo así como un turista; y aun así cada vez que se producía una de sus raras visitas, la madre enviaba al niño a jugar en el patio. El padre siempre llegaba cargado de regalos, juguetes y golosinas, la madre le amaba con locura y no dejaba de repetir: «Nuestro papá es el mejor, lo que ocurre es que simplemente tiene otra mujer y dos hijos a los que, como hombre honrado que es, no puede abandonar.» El padre, a su vez, no dejaba de repetirle a Seriozha: «Hijo, si algo sucediese, siempre te ayudaría, no te abandonaré en la adversidad, cuenta conmigo, tú y mamá sois mis seres más queridos.» Con frecuencia, Seriozha hacía las típicas travesuras de niño o adolescente pero nunca fue castigado por ellas, todo lo contrario, papá y mamá, sintiéndose culpables ante el hijo por no poder ofrecerle una familia normal, se encargaban de reparar los daños y jamás le reñían sino que se hubiese dicho que hasta le compadecían.

Con los años, Seriozha desarrolló una total incapacidad y desgana de pensar en las consecuencias de sus actos, de anticipar siquiera el futuro más inmediato. Lo hacía todo como mejor le parecía, concediendo a los padres el honroso deber de enmendar sus acciones precipitadas y, en ocasiones, temerarias. El resultado fue lo que los psicólogos llaman disociación afectiva del pensamiento. En situaciones de estrés, el cerebro le fallaba a Seriozha, el chico no conseguía razonar con lucidez y comenzaba a desbarrar, de obra y de palabra. Lo malo era que el menor cambio de situación que requiriese atención, reflexión, reacción y toma de decisión podía causarle el estrés. La menor tensión psicológica le resultaba inaguantable.

Después de que Serguey cumplió el servicio militar, papá le apañó la admisión en el Instituto de Relaciones Internacionales. En el IRI estudiaban principalmente hijos de altos dignatarios, que tenían suficientes influencias para matricular a sus vástagos en seguida después de cursar los estudios secundarios, por lo que estudiantes que hubiesen hecho el servicio militar había pocos. Éstos llamaban la atención con su madurez, conocimiento de la vida cuartelera, chistes subidos de color, conversaciones sobre mujeres y borracheras, y unos modales adquiridos en su época de «abuelos». Todo el mundo buscaba su atención, les respetaba, les hacía caso.

En su entorno más inmediato, Serguey destacó particularmente a Arkady Nikiforchuk porque no se le parecía en nada. Arkady, hijo de un diplomático, se había criado en el extranjero, su infancia había transcurrido entre libros, un piano de cola y el aprendizaje de idiomas. Había crecido tratando casi exclusivamente con su madre y cociéndose en el escaso jugo de la reducida colonia soviética. Terminó el colegio en Moscú y en seguida fue admitido en el instituto. Al descubrir la libertad de la vida estudiantil, Arkady se encontró influido en todo y para todo por Grádov, y se desmelenó por completo. Sus padres volvieron a marcharse al extranjero, donde permanecerían varios años todavía, dejando a la disposición del hijo el piso y proveyéndole regularmente de dinero y modelitos de última moda.

Después de lo ocurrido en el bosque, Grádov y Nikiforchuk resolvieron sin apuros el problema de pagos al marido de la víctima vendiendo algún que otro trasto de los que los padres le enviaban a Arkady. Sin embargo, Grádov, que no tenía posibilidad de pedir dinero a la madre, no quería contraer una deuda eterna con su compinche rico.

La idea de quitarse de encima al insaciable chantajista fue suya. Conocía a Támara Yeriómina y no le costó nada convencer a Vitaly Luchnikov, tras pagarle la cuota de turno, de que les acompañara a tomarse un trago y a charlar un rato a casa de «una potranca muy ardiente». En poco tiempo emborracharon a Támara hasta la inconsciencia y la metieron en la cama. Luchnikov les dio más trabajo pero al final lograron llevarlo a él también hasta el lecho de Támara. Turnándose, le cosieron a cuchilladas utilizando el cuchillo de cocina. Luego se sentaron en la cocina y esperaron a que Támara volviese en sí. Nikiforchuk estaba inquieto, se removía en su asiento como un azogado, quería marcharse cuanto antes pero Serguey empleó su autoridad para explicarle lo imprescindible que era esperar a que Támara descubriese el cadáver y montarle una escena para persuadirla de que había sido ella la que, borracha perdida, había matado al chaval. Si no lo hacían, cualquiera sabía en qué iría a parar todo aquello.

– No podemos dejar la situación descontrolada -pontificaba con aire de suficiencia Grádov, sirviéndose patatas y cortando otra rebanada de pan.

El asesinato que acababan de cometer no le había quitado apetito. Ni siquiera prestó atención a la hija de tres años de Támara, Vica, que jugaba quietamente debajo de la mesa, refunfuñando a propósito de sus problemas de niña.

Tuvieron que esperar un rato largo. Al final, desde la habitación llegaron sonidos, al principio confusos pero que pronto se transformaron en aullidos animales. En el umbral de la cocina apareció Támara, verde de terror y con las manos ensangrentadas. La sangre goteaba de sus dedos y ella, mirando con perplejidad su mano, la restregó con un movimiento como suspendido en el tiempo contra la blanca pared estucada. El espectáculo fue tan monstruoso que Arkady apenas pudo reprimir las ganas de vomitar. No quería quedar mal ante su mejor amigo y, para dar pruebas de dominio de sí mismo, cogió del aparador una tiza verde de sastre y dibujó una clave de sol sobre las rayas de sangre que habían quedado en la pared. En aquel momento su ocurrencia le pareció graciosa e insólita, y se rió con satisfacción. Ya podía estar orgulloso de sí.

A continuación todo sucedió tal como Serguey había pensado. Gritando: «¡Qué has hecho, zorra, le has matado!», salieron disparados al rellano para atraer la atención de los vecinos y crear, según la expresión de Grádov, un estado de opinión. Llegó la policía, los jóvenes prestaron declaración, y sólo entonces Arkady cayó en la cuenta:

– Han tomado nota de nuestras direcciones y del instituto. ¿Y si se les ocurre mandar algún papel diciendo que acostumbramos a entretenernos con alcohólicas asesinas? Nos expulsarán en menos de lo que se dice.

Era algo que Grádov no había tenido en consideración. Pero no se asustó en exceso. Tenía a papá, que en último caso les sacaría del apuro.

Serguey empezó por contarle a papá la misma historia que a los funcionarios de policía. Pero Alexandr Alexéyevich Popov conocía a su hijo demasiado bien para tragarse el cuento.

– ¿Lo habéis hecho vosotros? -preguntó sin ambages.

– Equilicuá. ¿Cómo lo has adivinado? -respondió Serguey mirándole a los ojos desafiante.

Había perdido todo escrúpulo y la continua impunidad de que disfrutaba en el pasado le había liberado del último vestigio del miedo a la ira paterna.

El padre le explicó a su hijo con frases llenas de sentido, expresivas a la vez que muy concretas, que estaba equivocado y que había cometido una fechoría gorda. Sin embargo, prometió ayudarle. Y le ayudó.

Después de terminar la carrera, los caminos de Serguey Grádov y Arkady Nikiforchuk se separaron. Alexandr Alexéyevich había ascendido en el escalafón del partido y logró que a su hijo le ofrecieran un puesto en el Comité Municipal de Moscú del PCUS. Las esperanzas de Serguey de conseguir trabajo en el extranjero no prosperaron porque le daba pereza aprender idiomas raros, mientras que el inglés que llevaba chapurreando desde el colegio y un francés macarrónico que mal que bien había asimilado en las aulas del IRI no le permitían contar con ninguna perspectiva real. Serguey se contentó con aceptar el puesto del comité y, sin prisas, se dedicó a construir su carrera en el partido. Al llegar la perestroika ya contaba con numerosas relaciones útiles y había inventado un modo fácil de ganar divisas, al organizar en París un grupo de literatos y traductores jóvenes y hambrientos, a los que suministraba materia prima para su tratamiento literario y creación de estridentes thrillers.

Después del fallido golpe de estado de 1991, cuando un partido murió definitivamente y en su lugar empezaron a salir como hongos nuevos partidos y partiditos en grandes cantidades, Serguey Alexándrovich, afianzado sobre una buena base de pecunio convertible, se dedicó con entusiasmo a escribir una nueva página de su vida. Y entonces se cruzó en su camino, tras muchos años de ausencia, Nikiforchuk…

Arkady había vivido los dieciocho años que habían transcurrido desde que terminó la carrera de una forma muy diferente. En el último curso se casó con una estudiante del mismo instituto, una morena bajita y delgadita, de pechos pequeños y seductores, y grandes ambiciones, hija de muy buena familia y dotada de muy mal genio. Después del incidente en el bosque, el joven evitaba instintivamente a mujeres de aspecto típicamente ruso -robustas, de pelo claro, ojos grises y cara redonda-, le resultaba simplemente insufrible la sola idea de tocarlas, sin hablar ya de acostarse con ellas. El propio Arkady -alto, elegante, de cara guapa y dulce- atraía a las chicas, pero de todas las pretendientes escogió a la que menos se parecía a aquella belleza rusa, Lena Luchnikova. Nikiforchuk, quien desde pequeño estaba acostumbrado a aprender idiomas extranjeros, en el instituto estudió holandés, lo que uno o dos años más tarde le ayudó a ser destinado a los Países Bajos en calidad de representante de uno de los grupos del Ministerio de Comercio Exterior. La mujer estaba encantada. Todo salía tal como se lo había imaginado cuando decidió casarse con Arkady. Tuvieron una niña.

Pero la carrera de Arkady, que había arrancado con tantos bríos, de repente se encalló. Se emborrachaba, se dejaba llevar por el abatimiento, escuchaba música triste y reflexionaba sobre el sentido de la vida, la culpabilidad y paparruchas similares. La mujer empezó a preocuparse, pretendía convertirle en diplomático y consideraba que el chico debía currárselo complaciendo a la gente pertinente y frecuentando recepciones; él, en cambio, no hacía más que mamarrachadas. Luego, en una recepción de altísimos vuelos, Nikiforchuk agarró una melopea de aupa, hizo gansadas y dijo despropósitos; en resumen, se comportó de forma improcedente. Sus encendidos y beodos discursos se centraron en un tema principal: nosotros, los aquí presentes, tan ahítos y boyantes, afectamos que todo va de la mejor de las maneras cuando en realidad cada uno de nosotros ha llegado hasta donde está pisando cadáveres y no hay ninguno libre de pecado. En veinticuatro horas le organizaron el regreso a Moscú. Le cancelaron el visado de salida del país y ya podía decir adiós a los viajes al extranjero, por lo que la mujer, sin pensárselo dos veces, cogió a la hija y todo lo que habían comprado mientras vivían juntos y abandonó tranquilamente el nido conyugal. Corría el año 1977. Hacia 1980, las borracheras de Arkady le merecieron el despido del Ministerio de Comercio Exterior, y a partir de entonces subsistía haciendo traducciones para la editorial Progreso (que publicaba obras de propaganda soviética para su difusión en el extranjero). Cuando, en 1981, sus padres regresaron del extranjero para quedarse definitivamente en Rusia, su vida se volvió del todo insufrible. No había sabido ganar dinero para comprarse un piso propio, por lo que estaba obligado a escuchar cada día los lamentos y reprimendas paternas. Aguantó todo lo que pudo, luego se casó con una camarera y se marchó a vivir con ella. En todos esos años sólo había visto a su amigo del alma, Serguey Grádov, una vez, en 1983, durante la reunión de la promoción del setenta y tres, donde charlaron un rato e intercambiaron teléfonos, tras lo cual Arkady titubeó y, discretamente, abandonó la fiesta. No tenía nada de qué presumir.

A medida que en Rusia fueron apareciendo empresas mixtas, la situación de Arkady mejoró un poco, pues empezaron a llamarle para servicios de intérprete en diversas negociaciones, tanto las serias como las que no lo eran tanto.

En 1991, una vez más, le pidieron que atendiera a un empresario holandés durante su estancia en el país. Nada más llegar, el holandés le echó el ojo a una secretaria muy guapa llamada Vica, que servía café y licores, y al concluir la parte oficial, la invitó a cenar. También invitó a Arkady, ya que sin su ayuda no iba a poder entenderse con la chica. En el restaurante todos cogieron trompas monumentales y después el extranjero los llevó a su hotel, donde ocupaba una suite de dos habitaciones. Mientras éste se daba un revolcón con Vica, Nikiforchuk descabezó un sueñecito en el sofá de la habitación de al lado. El holandés salió de la alcoba con una sonrisa de cansancio en el rostro y le ofreció a Arkady las sobras de la mesa del gran señor. La muchacha era increíblemente atractiva y Arkady, maldiciendo para sus adentros su propia debilidad y luchando con la repugnancia que se inspiraba a sí mismo, aceptó la proposición. Vica le evocaba a alguien vagamente, y le preguntó su apellido esperando recordar dónde pudo haber tropezado con ella.

Al oír el nombre de Yeriómina se estremeció y sintió que se le encogía el corazón, pero en seguida se consoló pensando que era un apellido común y corriente y que se trataba de mera coincidencia.

Pero superar el interés enfermizo que sentía por Vica no fue nada fácil, por lo que Arkady se brindó a acompañarla a casa, subió a su piso y se quedó allí hasta el amanecer. A mitad de la noche, la joven despertó con sudores fríos, chillando y llorando; bajó de la cama de un salto, llenó un vaso de agua, se lo bebió de un trago y le contó a Nikiforchuk el sueño recurrente que tanto la asustaba. Luego comenzó a sollozar, a sacudirse en espasmos histéricos, y a vomitar. Mientras, Arkady le enjugaba las lágrimas y pensaba horrorizado que Grádov y él tenían la culpa de haberle estropeado la vida y haber trastornado la mente a la muchacha. Le invadían una compasión torturadora por Vica y una vergüenza no menos dolorosa. Tras veinte años de remordimientos, aquélla fue la gota que colmó el vaso.

A la mañana siguiente llamó a Grádov y empezó a desvariar: le dijo que su deber era ayudar a Vica, que eran culpables de haberle roto la vida, que habían cometido un pecado gravísimo. Grádov consiguió tranquilizar por un tiempo al viejo compañero.

– Valiente ayudante estás tú hecho -le objetó Serguey Alexándrovich cariñosamente-, si no puedes pasar ni un día sin darle al frasco. Primero, vamos a ponerte en orden a ti y luego ya pensaremos qué podemos hacer por la chica. Te llevaré a ver a mi médico, te coserá una ampolla de aquellas que si se te ocurre beber una gota de alcohol, la palmas. ¿Sabes a qué me refiero? Ese tratamiento que se está haciendo tan popular. Cuando te desintoxiques, tomaremos alguna decisión.

Durante un tiempo, sus razones surtían efecto pero luego a Arkady le dio por llamar a Grádov por las noches, cada vez más a menudo, para exponerle sus delirantes ideas de quitarse de en medio y dejar escrita una carta de arrepentimiento, o ir a confesarse con un sacerdote, o contárselo todo a Vica e implorar su perdón. Grádov comprendió que Nikiforchuk se estaba volviendo peligroso. La decisión que adoptó Serguey Alexándrovich fue, como siempre, drástica y brutal.


– Bueno, ¿cómo está? -preguntó Arsén en voz baja, estremeciéndose frioleramente y soplando sobre las ateridas manos para calentarlas.

La habitación estaba sumida en tinieblas, el electrocardiógrafo zumbaba suavemente y sus plumillas trazaban líneas enigmáticas en las que estaba encriptada la respuesta a la pregunta.

– De momento no está mal -contestó el médico desprendiendo los sensores del cuerpo de la niña y guardando el aparato en el maletín-. El pulso está bien; los tonos cardíacos, limpios.

– ¿Seguirá mucho tiempo así? -inquirió Arsén.

– Cómo se lo diría… -titubeó el médico dubitativo-. Dígame qué quiere y le explicaré cómo conseguirlo.

Miró a Arsén a la cara con gesto servicial, para lo cual tuvo que inclinar fuertemente la cabeza, ya que el viejo era mucho más bajito que él.

– No se esfuerce por complacerme -contestó Arsén desabridamente-. Usted es médico, tiene que decirme con la máxima claridad cuánto tiempo podemos seguir administrándole el fármaco a la niña sin poner en peligro su salud. Déme el plazo límite y tomaré la decisión oportuna.

– Verá usted… -vaciló el médico.

Tenía muchas ganas de agradar a Arsén y trataba de adivinar la respuesta que éste deseaba oír.

– Así en general… Todo depende del estado de la actividad cardíaca… En realidad, habría que saber si su salud es buena, si ha soportado recientemente alguna enfermedad grave.

– No se vaya por las ramas -se enfadó Arsén-. Me resulta mucho más fácil colaborar con su mujer. Siempre valora con precisión tanto la situación como sus propias posibilidades y no tiene miedo a defender sus opiniones. Usted trabaja para mí como especialista y debe tener criterio propio. Si pudiera resolver los problemas médicos yo solo, no le pagaría el dineral que me cuestan sus servicios. Así que haga el favor de ganarse su sueldo. Por ejemplo, acaba de ponerle una inyección. ¿Cuánto tiempo durarán los efectos?

– Doce horas.

– ¿De manera que mañana a las ocho de la mañana habrá que poner otra?

– Bueno… En principio, sí.

– ¿Qué significa «en principio»?

– Empieza a ser arriesgado. Una nueva dosis puede matarla. Ya no despertaría.

– Vaya, por fin hay algo de claridad -rezongó Arsén-. Pero también puede suceder que un pinchazo más no le haga daño, ¿verdad?

– Desde luego. Ya le he dicho que depende de su estado de salud, del corazón…

– Bien, pues la situación se presenta de este modo -resumió Arsén-: mañana por la mañana, usted examina a la niña y me comunica si es posible administrarle otra inyección. Si es posible, se la administra. Si no, yo decidiré si la despertamos o si seguimos con el tratamiento. Por la mañana dispondré de información suficiente para adoptar la decisión.

– Pero se da cuenta de que después de la inyección de mañana la niña puede… -el médico se cortó y tragó saliva convulsivamente.

Arsén levantó un poco la cabeza y fijó sus ojos, pequeños y muy pálidos, en la cara del médico. La pausa se prolongaba y el silencio fue mucho más expresivo y amenazador que las palabras más duras y denigrantes. Al final, el brillo colérico de sus ojos se apagó y la cara del viejo recobró su aspecto anodino y corriente.

– ¿Cómo se encuentra el emperador? -preguntó casi alegremente, estudiando el horario de trenes de cercanías que había extraído del bolsillo.

– ¿César? Está fenomenal. Come por dos, da la lata con sus caprichos por tres, y en lo que respecta a la mala baba, la que tiene alcanzaría para diez chuchos.

En la voz del médico resonó un alivio indisimulado. No sólo quería agradar a Arsén, también le tenía un miedo cerval.

– No le preguntaré por su hijo, estoy al tanto de sus asuntos. ¿La esposa sigue con buena salud?

– Gracias, estamos bien todos.

– Aquí hace fresquito -observó Arsén estremeciéndose otra vez de frío-. ¿No se nos va a resfriar la niña?

– Está bien abrigada. Por lo demás, conviene mantener el ambiente fresco. En una habitación demasiado caldeada, el sueño inducido por psicotrópicos se soporta peor -aclaró el médico competentemente-. Como ve, aquí sólo hay un radiador, y es más que suficiente. En cambio, en la habitación de al lado, donde están sus chicos, hace mucho más calor. Allí hay dos radiadores y, además, tienen enchufado el infiernillo constantemente, están todo el tiempo hirviendo el agua para el té.

– Está bien, amigo mío, tengo que irme. -Arsén acababa de elegir el tren y tenía prisa-. Mañana a las ocho examinará a la niña, espero su llamada a las ocho y cuarto. Si decido no continuar con las inyecciones, les dirá a los guardias que la lleven a la ciudad y que la dejen en el jardín, ellos saben cuál.

– ¿Y si…? -preguntó el médico acobardado.

– Entonces, le pondrá la inyección. Y quítese de la cabeza todas esas tonterías que le preocupan.

Arsén salió de la habitación, bajó del porche y pisó la nieve fresca, que crujió bajo sus pies. Allí, en el campo, el invierno había llegado de veras, la nieve no se derretía nada más pisarla los viandantes y las ruedas, sino que se extendía como un manto de azúcar blanco y sólido. El viejo sabía que, desde el campamento de pioneros, el campamento infantil, abandonado en invierno, hasta el apeadero se tardaba exactamente veintitrés minutos caminando a paso normal. Había emprendido el camino justo veintitrés minutos antes de la llegada del tren para no permanecer ni un segundo esperando en el andén, para no dar la nota sin necesidad.

Como siempre, la conversación con el médico le dejó la sensación de cierta leve aprensión. El hombre, diligente pero también pacato y servil, aunque sin lugar a dudas leal, a Arsén le gustaba mucho menos que su mujer. Ésta sí que era un auténtico hallazgo. Realmente valía su peso en oro. No obstante, no podía prescindir del médico, tenía que atarle corto pero sin espantarle. Le había resultado útil a la hora de decidir qué hacer con la niña. Arsén se daba perfecta cuenta de que soltar a Nadia sería peligroso, ya tenía uso de razón y podía ayudar a detectar alguna pista que condujese hacia él. Pero al mismo tiempo devolverla era preciso para mantener la influencia que tenía sobre Lártsev y, recientemente, sobre Kaménskaya. La idea de drogar a la niña resolvía el problema de la mejor manera: no veía nada, no oía nada, por lo que se la podría dejar marchar sin correr el menor riesgo, y al mismo tiempo el desobediente de su papá comprendería que, si no se comportaba, la próxima vez la suerte de la niña sería distinta. La experiencia demostraba que las cosas nunca llegaban hasta el punto de necesitar recurrir a esa próxima vez; un padre insumiso se volvía blando, pues el terror experimentado durante la ausencia de su retoño le acompañaba hasta el final de sus días. El secuestro de Nadia Lártseva era el quinto en la historia de Arsén y de su Oficina, y contar con un médico en semejantes situaciones era absolutamente imprescindible.

Arsén pisó el andén en el momento en que las puertas automáticas del tren se abrían justo delante de él. Entró en el vagón, donde la calefacción funcionaba a tope, se sentó en un rinconcito, apoyó la cabeza en la pared y entornó los ojos.


El coronel Gordéyev estaba reflexionando sobre las noticias que Oleg Mescherínov le había traído tras visitar a la viuda de Arkady Nikiforchuk. El día anterior, el 29 de diciembre, Víctor Alexéyevich había recibido la primera información sobre el hombre que junto con Grádov protagonizó el episodio ocurrido en el piso de Támara Yeriómina. Lástima que el instructor Smelakov no se acordase del nombre del instituto donde estudiaban aquellos jóvenes a los que tuvo que «borrar» con tanta urgencia de los informes de la causa criminal. Mientras Nastia «calculaba» a Grádov, a quien había identificado gracias a que sus señas coincidían con las de un implicado en el caso de Yeriómina y, mientras otros recababan sus datos, indagaban dónde había estudiado la carrera y buscaban a su compañero de estudios, Nikiforchuk, el tiempo se les había ido volando. Contabilizado de forma normal, no habían pasado más de unas cuantas horas, una verdadera minucia. Pero para los funcionarios operativos estas pocas horas se transformaban en un abismo infranqueable, que ni el propio Gordéyev sabría superar, pues cuando a su mesa llegaron los documentos fechados dos años atrás sobre el hallazgo del cadáver de Arkady Nikiforchuk, Nastia ya estaba confinada en su casa y no podía llamarle. Ahora Víctor Alexéyevich lo lamentaba sinceramente porque dichos documentos contenían un detalle de importancia crucial. Entonces, dos años atrás, la muerte de Nikiforchuk fue considerada accidental. ¿No morían acaso tantos y tantos alcohólicos al no poder hacer frente a la atracción irresistible del licor, a pesar de las serias advertencias del médico especialista en desintoxicación, que les había colocado bajo la piel la ampolla antialcohólica? Los funcionarios de la policía habían trabajado a conciencia pero no lograron detectar enemigos del traductor borrachín, y los motivos económicos tampoco parecían probables. Pero ahora, ese detalle, sumado a todos los acontecimientos de los últimos dos meses, arrojaba una luz nueva sobre las circunstancias de la muerte de Arkady.

Éste había sido el motivo por el que el día anterior el coronel Gordéyev mandó al estudiante Mescherínov a entrevistar a la viuda del fallecido.

Víctor Alexéyevich no podía saber que después de recibir la orden, Oleg llamó a Arsén, al que informó detenidamente.

– Ve allí pero, antes de decirle nada a Gordéyev, llámame y te daré instrucciones -ordenó el viejo.

Aquella noche, Mescherínov no encontró a la mujer en casa, era camarera y no salía de trabajar antes de la una y media de la madrugada. El estudiante no se atrevió a molestarla en el trabajo por un motivo tan delicado. Se presentó en su casa a la mañana siguiente, aclaró todo lo que le interesaba y se lo contó con vívidos detalles a Arsén. En esos momentos, el jefe de la Oficina ya estaba enterado de que Gordéyev había llamado a Kaménskaya para quejarse de las fuertes presiones que recibía desde arriba. La información sobre Nikiforchuk no hizo más que reafirmarle en su propósito de romper con Grádov y abandonarle a su propia capacidad de encontrar la solución a sus apuros.

«Pero menudo canalla nos ha salido nuestro Serguey Alexándrovich», reflexionaba con una sonrisa Arsén, escuchando el relato escueto y conciso del estudiante. No contento con haberle ocultado aquella antigua historia del asesinato de Luchnikov, tampoco dijo una palabra de su cómplice. Se había creído que el viejo Arsén era tonto. El jefe de la Oficina estaba acostumbrado a que la gente que solicitaba sus servicios confiase en él ciegamente, lo mismo que los enfermos confían en su médico. ¿A qué persona normal se le ocurriría ocultarle al médico la mitad de los síntomas de su dolencia y luego esperar que la ayudase a ponerse bien? Si Grádov era incapaz de comprender algo tan elemental, iba aviado si pensaba que la Oficina y él mismo, Arsén, le resolverían sus problemas.

– Puedes contarle a tu superior todo tal como es -concedió su generoso permiso a Oleg.

Si el coronel Gordéyev hubiese sabido la verdad, probablemente hubiese encontrado la situación cómica: al cometer el error de confiar en el estudiante, el resultado era que obtenía la información fidedigna. Pero en aquel momento la ignoraba, por lo que no se detuvo a reflexionar sobre las complicadas peripecias de la lucha entre la verdad y la mentira.

Lo que había contado la viuda de Nikiforchuk era que durante el mes anterior a su muerte, Arkady bebía más de lo habitual y con frecuencia llamaba por las noches a un tal Serguey, lloraba y mencionaba un nombre, Vica. La mujer no sabía quiénes eran Serguey y Vica, y hacía dos años buscarlos entre los millones de habitantes de Moscú no habría tenido sentido. Además, ¿para qué iba a hacerlo, si la muerte de Arkady, a primera vista, no se debió a ningún designio criminal? Aparte de esto, contó que en numerosas ocasiones su marido había intentado hablarle de niños.

– ¿Tú crees… -le preguntaba-…que los niños de tres años entienden lo que ocurre a su alrededor? ¿Crees que cuando crecen se acuerdan de lo que les pasó cuando eran pequeños? Tú, por ejemplo, ¿recuerdas cómo eras a la edad de tres años?

¿Cuál era la causa de un interés tan fervoroso en la psicología infantil? Arkady nunca se lo explicó aunque una vez mencionó que le gustaría saber si su hija iba a recordarle cuando se hiciera mayor. Su primera mujer, tras llevarse a la hija y formar una nueva familia, había borrado a Arkady de la vida de la niña por completo.

La explicación le pareció perfectamente convincente a la segunda mujer pero no satisfizo en absoluto a Gordéyev, quien, al obtener el curriculum detallado del frustrado diplomático, se percató en seguida de que en el momento del divorcio la hija de Nikiforchuk no tenía tres sino sólo un año y medio.

Pero el detalle más significativo fue la identidad del transeúnte que fortuitamente descubrió él cadáver de Nikiforchuk en un rincón oscuro junto al edificio de una estación de metro. Tropezó por casualidad con un hombre inmóvil que yacía tendido en el suelo, quiso ir corriendo a llamar a una ambulancia pensando que tal vez aún seguía con vida pero, al ver un coche patrulla que pasaba por la calle, agitó las manos y pidió ayuda a los policías. El nombre del transeúnte era Nikolay Fistín.

Víctor Alexéyevich fue a ver a Zherejov. Ya no había tanto trajín en su despacho, pues el cadáver de Morózov había sido levantado, los expertos forenses habían cumplido con sus funciones y se habían marchado dejando tras de sí un olorcillo a reactivos químicos.

– ¿Qué hay de Lártsev? -preguntó el coronel desde el umbral.

– Estuvo en la Sociedad de Cazadores y Pescadores, luego los chicos le perdieron de vista, ahora intentan darle alcance.

– Pasha, ha encontrado algo. Está buscando a alguien concreto. Manda más gente detrás de él. Hay que cubrirle. La desesperación puede volverle insensible al peligro.

– Lo haré -asintió Zherejov lacónico.

– ¿Información de la doctora Rachkova?

– No hay nada sospechoso. Vive con su marido, que está jubilado. Es aficionado a la filatelia. No se observa una bonanza económica excesiva de la familia. No hay nada a qué agarrarse.

– Bueno, será que estoy con la mosca detrás de la oreja. He perdido el olfato del todo. Ahora, otra cosa, refuerza la vigilancia de Fistín. Puede resultar muy interesante.

– Víctor, ¿te das cuenta de lo que dices? -preguntó Pável Vasílievich contrariado-. ¿Dónde quieres que encuentre a más gente? Esto no es una mina de recursos. Si esta investigación la controlase el ministro, nos asignarían tantos efectivos y medios técnicos cuantos quisiéramos. Pero este caso no le preocupa ni al jefe de la PCM. ¿Qué quieres, que te saque agentes de la nada? Hoy, para vigilar la situación en casa de Anastasia y cumplir tu encargo de investigar a la doctora Rachkova, he tenido que suprimir la vigilancia de Fistín. Ahora necesitas gente para ir detrás de Lártsev. Esto te lo arreglaré. Pero, dónde encontrar agentes de seguimiento para Fistín, que me aspen si lo sé. Goncharov ya me ha mandado hoy a paseo tres veces, y cada vez con un destino más lejano y más imaginativo. Y por cierto, Víctor, tiene toda la razón. No tenemos un plan claro de la operación, a decir verdad, no tenemos ningún plan, estamos dando palos de ciego, nos retorcemos sin tener la menor idea de lo que nos puede suceder en el instante siguiente. Pero estas dificultades sólo nos conciernen a nosotros dos. No es de extrañar que Goncharov esté que eche chispas. No paramos que confundir a sus hombres, cancelamos tareas antes de acabar de cumplirlas…

– Un día de estos te voy a matar -se enfureció Gordéyev-. Y morirás siendo lo mismo, un burócrata y un pesado. ¿Es que no conoces a nadie en las comisarías? ¿Acaso acabas de llegar a Moscú y no tienes amiguetes? Llama, suplica, ve de puerta en puerta, promete una cisterna de vodka y un camión de fiambres, llórales, pero consigue que dentro de media hora haya gente enfilando a Fistín. Eso es todo, Pasha, levantamos la sesión. Sé que te repatea ir en contra de lo permitido, y que lo que menos te gusta es tener que pedirle a alguien que se salga de lo que disponen las ordenanzas. Al diablo con tus gustos y tus disgustos. Considéralo una orden. Si algo se tuerce, yo daré la cara.

Pável Vasílievich, apesadumbrado, lanzó un suspiro y tendió la mano hacia el teléfono.


Los chicos que el tío Kolia envió a vigilar a Arsén miraron desconcertados el tren que abandonaba el apeadero. Su misión consistía en averiguar dónde vivía el viejo, pero éste, al despedirse del tío Kolia, se fue a la estación de Yaroslavl y subió en un tren de cercanías. Los muchachos le siguieron hasta la parada en que bajó. Caminando a paso firme, el viejo enfiló por un camino completamente desierto, en dirección al bosque. Seguirle de cerca hubiera sido arriesgado, por lo que pararon, junto al andén, a una gorda cargada de bolsas que acababa de bajar del mismo tren.

– Oiga, ¿es por allí por donde se va al pueblo? -le preguntaron señalando con las manos el camino por el que se había alejado Arsén.

– No, el pueblo está allá -contestó la mujer parlanchina-. Allí, adonde han señalado ustedes, no hay nada excepto un campamento de pioneros.

– ¿Está lejos el campamento?

– A media hora andando. Aunque ustedes son jóvenes, puede que tarden algo menos.

– Gracias, comadre -se despidieron educadamente los chicos.

La decisión que tomaron fue sencilla. Ya que no podían seguir a Arsén de cerca porque el camino estaba desierto y no tenía sentido seguirle desde lejos porque había anochecido y no se veía ni gota, había que dejarle solo y, pasado un tiempo, acercarse al campamento. De todas formas, no podía ir a ningún otro sitio que no fuera el campamento.

Su cálculo se probó equivocado. Al llegar hasta el campamento y después de aguantar el frío unos treinta minutos, los chicos vieron al viejo salir y encaminarse, a paso firme y seguro, hacia la estación. Le dejaron alejarse para que no pudiese oír el rechinar de sus pisadas sobre la nieve y, adaptándose al compás marcado por Arsén, le siguieron. El error se hizo patente cuando en la lejanía se oyeron el silbido del tren y el triquitraque de las ruedas. En ese momento, Arsén se encontraba a unos treinta metros del andén, pero los chicos mucho más lejos. Aligeraron el paso y, aprovechando el ruido del tren que se acercaba, echaron a correr. Pero a pesar de todo llegaron tarde. En el último segundo les cerró el paso otro tren, que iba en dirección contraria. Tras una breve discusión, los chicos del tío Kolia regresaron al campamento, recorrieron silenciosamente todas las edificaciones y detectaron en el bloque administrativo a dos hombres sentados a oscuras en el despacho del director. De hecho, en ninguno de los edificios había luz, a excepción de en dos cuartos, donde habían advertido un tenue reflejo de estufas eléctricas encendidas.

– Qué puñetas será esto -dijo perplejo encogiéndose de hombros el muchacho pelirrojo y bajito, que respondía al nombre de Slávik, en un pasado campeón de carreras de coches-. ¿Cuántos habrá allí dentro? ¿Tres, o cuántos?

– Creo que son dos -susurró dubitativo su compañero, un rubio fofo y bajito también, esforzándose por ver a través de la ventana el interior débilmente iluminado-. Cualquiera sabe, está oscuro como boca de lobo.

– Esos tíos me dan mucho respeto -apreció Slávik-. ¿Se esconden de alguien o qué?

– O qué, o qué -le remedó el rubio enfadado-. Quizá no se esconden sino que vigilan a alguien. O si no, se han emboscado y están esperando.

– ¿Esperando a quién? -se preocupó Slávik-. ¿A nosotros o qué?

– Vaya con el merluzo. ¿Eres capaz de abrir la boca sin decir «o qué»?

– Anda y que te zurzan -dejó caer apáticamente el antiguo corredor de coches-. ¿Qué hacemos ahora?

– Tenemos que llamar al tío Kolia, que nos lo diga -contestó el rubio ajustando la posición del subfusil oculto bajo su holgado anorak-. Tampoco vendría mal papear algo. De todas formas, el viejo se nos ha escurrido, así que no hay prisa. Qué más da que el tío Kolia nos lea la cartilla ahora o un par de horas más tarde.

– En esto tienes razón -observó Slávik-. Nos calentará las orejas, eso seguro.

Volvieron hasta el apeadero, fueron al pueblo y encontraron la estafeta de correos, desde donde llamaron a Moscú.

El tío Kolia se mostró sumamente disgustado pero no quiso perder el tiempo con monsergas. El que hubieran perdido al viejo cascarrabias estaba muy mal. Pero que, en cambio, hubieran dado con los hombres de éste mejoraba las cosas. ¿Qué le había dicho Arsén de sudarle las manos y de mancharse el pantalón? Que se entere, pues, de que Kolia Fistín no olvidaba las ofensas. Y que no sólo no las olvidaba sino que las hacía pagar. Por supuesto, a Nikolay le habría gustado ajustarle las cuentas a ese viejo repugnante y taimado pero de momento no era lo más importante.

Lo importante era darle un susto a Arsén, hacerle ver que el tío Kolia era hombre de recursos, que Fistín no era ni tan bobo ni tan primitivo como parecía a primera vista. Lo importante era meterse en el bolsillo al renacuajo calvorota y obligarle a cumplir lo pactado con el amo. Salvar al amo y fortalecer su propia posición, ésta era la tarea prioritaria.

– Regresad a la ciudad. Aquí cogeréis el coche y a dos hombres más e iréis al campamento y lo pondréis en orden. Ojo con dejar basura, limpiadlo todo bien y lo que tengáis que tirar tiradlo en el bosque, donde la nieve está alta -ordenó.

Se mirase por donde se mirase, la imaginación de Fistín era todo menos prodigiosa, matar a un hombre y esconder el cadáver en el bosque era lo máximo a lo que llegaba.


Por enésima vez, Natalia Yevguénievna Dajnó echó unas gotas de valocordín en el vaso, sin olvidarse del sollozo pertinente, y con frialdad pensó que su visita no debía abandonar el piso. La acuciaba la necesidad de comunicarse con Arsén pero mientras estaba sola, mientras su marido e hijo no volviesen a casa, eso sería imposible. Iba a tener que seguir mareando la perdiz hasta que llegasen. Desgraciadamente, la situación llevaba visos de prolongarse por un tiempo indefinido. Su marido se había marchado al campo, allí donde Arsén tenía a la hija de Lártsev y podía tardar lo suyo en volver. En cuanto al hijo, sólo Dios sabía cuándo se dejaría caer por casa, podía ser que dentro de un minuto, podía ser que a media noche.

Notaba que el espectáculo le estaba saliendo bien y que el desgraciado del padre le había creído. Tenía un olfato extraordinario, detectaba la agresividad y desconfianza lo mismo que un animal, lo que le permitía valorar cada situación sin error posible y fijar el límite exacto, rebasado el cual correría un grave riesgo, pero que podía apurar para realizar maniobras. Esta cualidad suya la destacaba especialmente Arsén, quien no se cansaba de repetir:

– Cuando Dios repartía el sentido de la mesura y la facultad de asumir riesgos razonables, usted, no me cabe duda, estuvo a la cabeza de la cola. Y gracias a la caza ha adquirido la paciencia y habilidad para percatarse del peligro. Por eso tengo una confianza absoluta en su olfato.

Natalia Yevguénievna era, en efecto, originaria de Siberia, había nacido en la familia del montero de una reserva natural, en esto no le había mentido a Lártsev. En Moscú estudió la carrera de medicina, se graduó con la beca Lenin, concedida por sacar sobresalientes en todos los exámenes durante todos los años de estudios; practicó el tiro al blanco, representó a su facultad en varias competiciones y las ganó todas; siguieron los años de interna, de residente, el doctorado, el traslado a la clínica del KGB. Se casó con un compañero de estudios, cuya carrera seguía un curso mucho menos brillante y quien trabajaba de anestesista en una de las clínicas municipales. Natalia, como oficial del KGB, ganaba mucho más que su marido, con lo que él quedó en una situación subordinada, que se fue volviendo más y más pronunciada debido a la debilidad del carácter de éste y a una fuerza moral extraordinaria de la mujer. Había un solo fallo, no tenían hijos. Natalia Yevguénievna, aprovechando sus amistades en el mundillo médico, se sometió a todos los tratamientos habidos y por haber pero no sirvieron de nada. Sin perder esperanza de dar a luz a un hijo propio, el matrimonio Dajnó intentó adoptar, pero su petición fue denegada porque carecían de una vivienda adecuada: compartían su apartamento de ambiente único con el padre anciano del marido y aunque estaban en la lista de espera para mudarse a un piso más grande, su turno no llegaría antes de diez años como mínimo.

La desgracia visitó a Natalia Yevguénievna de forma fulminante. Un día, tras concluir un nuevo tratamiento, torturadoramente doloroso, conoció el veredicto final: nunca sería madre. Esa clase de esterilidad no la curaba nadie, en ninguna parte del mundo, y cualquier intento ulterior de tratamiento no haría más que minar su salud sin aportar resultado alguno.

Pasó la noche llorando, por la mañana se tomó un puñado de tranquilizantes y se arrastró al trabajo. Su cabeza estaba a punto de estallar, le dolía el corazón, cada poco las lágrimas le saltaban a los ojos, la vida parecía haber perdido todo sentido. Y, lo que faltaba, fue a verla el adjunto del jefe de uno de los directorios, de fisonomía enrojecida y abotargada por excesos etílicos, olor a resaca y voz cavernosa de mandamás. El angelito tenía dolores en el costado. «Bueno, ahora tienes dolores, mañana no los tendrás», pensó con ira la cirujana Dajnó prescribiéndole al general un fármaco para el cólico renal y diciéndole que volviera dentro de tres días.

El general volvió al cabo de tres días, algo más pálido pero despidiendo el mismo persistente olor a alcohol. Y se murió. Allí mismo, en el despacho de la cirujana Dajnó. Resultó que el general padecía de apendicitis, que pronto se transformó en peritonitis, la cual el hombre había aguantado durante los cuatro días, combatiendo el insoportable dolor con el clásico remedio popular de renombrada eficacia. El veredicto de la comisión médica proclamaba que los síntomas de la apendicitis estaban presentes en el momento de la primera visita del enfermo, pero que la doctora Dajnó no realizó las pruebas pertinentes y prescribió un tratamiento incorrecto, incurriendo en negligencia manifiestamente grave, que ocasionó el óbito del paciente. La privación de libertad asomó en el horizonte, más cercana cada día, Natalia Yevguénievna podía sentir ya su aliento sobre su cara. Y entonces apareció Arsén.

– Puedo ayudarla, Natalia Yevguénievna -le dijo con cariño-, es buena persona, una doctora magnífica, pero la suerte le puso la zancadilla y usted tropezó. Son los criminales de verdad, los canallas redomados, los que tienen que ir a la cárcel, y no la gente decente que ha sufrido una desgracia. ¿Está de acuerdo conmigo?

Dajnó asentía con la cabeza en silencio y se enjugaba las lágrimas.

– Hoy la ayudo a usted, mañana me ayudará usted a mí, ¿le parece? -continuaba entre tanto Arsén-. Los dos juntos sacaremos de apuros a buenos y dignos ciudadanos. Si se une a mi lucha, tendrá un piso como Dios manda y le echaré una mano con la adopción. El niño que adoptará no será un niño cualquiera, con no se sabe qué genes de padres alcoholizados, sino el más sano, el más listo, el de más talento que se pueda encontrar. Aunque no será un recién nacido sino un adolescente, puesto que tenemos que estar seguros de su salud, de su psique y de su intelecto, y cuando se trata de niños pequeños es fácil equivocarse. Además, dispondrá de posibilidades de dedicarse a la caza, que tanto le gusta. ¿Qué me dice pues, acepta?

Desde luego que aceptó. Cómo no iba a aceptarlo. Arsén nunca reclutaba a nadie sin haberle estudiado antes. Todo cuanto había averiguado sobre Natalia Yevguénievna Dajnó probaba fuera de toda duda que la mujer era justo lo que buscaba. Iba a ser una combatiente fiel. Y no se equivocó.

Después del incidente con el general tuvo que abandonar la práctica de la medicina. Arsén la colocó en el Departamento de Registro y Explotación de una de las sucursales moscovitas de la compañía telefónica. El sueldo era de pena pero Arsén le pagaba sus encargos particulares con tanta generosidad que los sueños más largamente acariciados de Natalia Yevguénievna y su marido pronto se hicieron realidad. Aparecieron un hermoso piso, el coche, escopetas caras, luego les siguió el chalet, en el que se volcaron, invirtiendo el dinero necesario para convertirlo en un auténtico palacio enclavado en el seno de la naturaleza. No era que Natalia Yevguénievna no sintiera interés por su piso de la ciudad, simplemente no creía conveniente alardear de su prosperidad ante las amistades moscovitas.

El chalet, en cambio, recibió los cuidados más esmerados del matrimonio. Los esposos Dajnó también educaron a su hijo en consonancia con las exigencias de Arsén…

Natalia Yevguénievna echó una mirada al reloj. Ya eran casi las nueve. ¿Cuánto tiempo más iba a poder darle la tabarra al agente operativo sin despertar sus sospechas? Ya eran dos las veces en que había estado «al borde de un desmayo», una tercera sería demasiado, no acostumbraba a tensar tanto la cuerda. Había que intentar tirar a Lártsev de la lengua.

– Su mujer estará desesperada -dijo con tono culpable-. Nunca podré perdonármelo… No hay nada peor que el dolor de una madre.

– Mi mujer murió -la cortó Lártsev-. A pesar de todo, Natalia Yevguénievna, vamos a probar una vez más a restablecer todo lo que sabe sobre ese hombre.

Una llave raspó la cerradura, se oyó un portazo.

– ¿Estás en casa, mamá? -oyó Lártsev.

La voz le pareció vagamente conocida.

Se volvió hacia la puerta y su mirada tropezó con la cabeza disecada de un ciervo colgada en la pared. En ese preciso momento se dio cuenta de que había cometido un error monumental e irreparable. La mujer con la que llevaba dos horas hablando no podía ser cazadora. Las lágrimas, los gimoteos y desmayos que le había servido en abundancia no eran propios de una mujer acostumbrada a pasar varias horas de paciente espera en un bosque invernal, sola, al acecho de un jabalí que saldría de entre los árboles para abalanzarse sobre ella; de una mujer que durante una cacería de patos navegaba en la barca por un cañaveral de tallos de dos metros de altura, donde sería fácil desorientarse y perderse; de una mujer que destripaba y desangraba habitualmente las piezas cobradas. Tampoco el perro que estaba en este piso era de caza sino policial, un doberman con pedigrí, que desempeñaba las funciones de un guardaespaldas y estaba adiestrado para proteger al amo e impedir que una visita indeseable entrase en casa. Un cazador de verdad, si podía permitirse un perro, tenía, claro estaba, un podenco, un setter o alguno de los terriers. Si un cazador tenía un doberman, esto significaba que en su vida había cosas mucho más importantes y peligrosas que la caza… Él, Lártsev, había caído en la trampa. Consternado y abatido, cegado por el miedo por su hija de once años, había remoloneado demasiado en dejar intervenir al profesional que llevaba dentro.

Lártsev sacó la pistola pero Oleg Mescherínov, que acababa de entrar en la habitación, tuvo tiempo de descolgar de la pared un fusil. Los dos disparos sonaron simultáneamente.

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