CAPÍTULO 10

Algo había cambiado imperceptiblemente en el rostro del coronel Gordéyev. En las últimas semanas andaba mustio, indiferente a todo, incluido el trabajo de su departamento, se quejaba con frecuencia del dolor de cabeza y de corazón. Pero ese día, Nastia vio que en los ojos apagados del jefe se encendía una luz nueva, vio centellear en ellos la vehemencia. «El Buñuelo se ha olido la presa», pensó.

Durante el día anterior y la mañana de ése, Víctor Alexéyevich había hecho lo imposible. Había conseguido averiguar muchas cosas interesantes sobre el gerifalte del partido que en 1970 había ordenado amañar el caso de Támara Yeriómina suprimiendo toda mención de los dos estudiantes que en el momento del asesinato se encontraban en el lugar de los hechos.

Al parecer, Alexandr Alexéyevich Popov, padre de dos hijos bien pudientes y abuelo de tres nietos ya casi adultos, terminaba sus días en una residencia de ancianos. Se rumoreaba que sus relaciones con la mujer eran todo menos cordiales y que, en su día, Alexandr Alexéyevich había estado a punto de divorciarse de ella para casarse con otra, con la que ya había tenido un hijo. La legítima, sin embargo, recurrió al procedimiento de probada eficacia en aquellos tiempos: el marido descarriado retornó al redil guiado por la mano dura del partido y, con el sigilo de rigor, se echó tierra al asunto. No obstante, Popov, haciendo gala de su nobleza de espíritu, nunca dejó de ayudar al hijo extramatrimortial en la medida de sus fuerzas y posibilidades y, si bien no logró salvarle del servicio militar, sí pudo matricularle en un centro de estudios superiores de prestigio.

– Me gustaría saber -musitó Nastia- si era a su hijo a quien quería proteger cuando suprimió a los testigos de la causa criminal…

– Vas por buen camino -asintió Gordéyev-. Si ese Smelakov tuyo no se confunde debido a lo avanzado de su edad, los testigos en cuestión se llaman Grádov y Nikiforchuk. Por desgracia, el experto Rasid Batyrov ha muerto hace mucho, de manera que no podemos contrastar este dato. De momento adoptemos como hipótesis de trabajo el que uno de ellos era el hijo ilegítimo de Popov. Ahora escucha con atención, pequeña. Lo que viene a continuación es aún más interesante.

Gordéyev colocó delante de sí los informes del seguimiento de dos hombres: del joven que había entrado en el piso de Kartashov y del individuo que había ido a la clínica a indagar.

Saniok, alias Alexandr Diakov, al salir de casa de Kartashov fue directamente al colegio, a un colegio de enseñanza secundaria común y corriente, que por las noches arrendaba su sala de educación física al club El Varego. No se pudo averiguar qué fue lo que hizo en el colegio pero, unos veinte minutos después de marcharse él, del colegio salió otro hombre, que fue identificado aunque no en seguida. Se trataba de un tal tío Kolia, también conocido como Nikolay Fistín, director de El Varego, cuyos antecedentes penales incluían dos condenas por delitos de desorden público y lesiones. Ya que nadie más salió del colegio hasta el amanecer, se podía concluir con seguridad que era al tío Kolia a quien había ido a ver Saniok. También al tío Kolia se le «acompañó» a casa.

En cuanto al hombre que intentó controlar a Nastia en la clínica, nada fue tan sencillo. Al parecer, tenía experiencia y era cauteloso, por lo que burló la vigilancia sin esfuerzo y como quien no quiere la cosa, sin comprobar siquiera si le seguían. Lo cual significaba que siempre actuaba de este modo, independientemente de que se supiera vigilado o no. Como resultado, lo único que Nastia y Gordéyev tenían de momento en su haber era la descripción de las curiosas relaciones que el hombre en cuestión mantenía con las cabinas públicas.

La noche anterior, Víctor Alexéyevich había obtenido de la Oficina Central de Empadronamiento la lista de todos los Nikiforchuk y Grádov residentes en Moscú.

– Hay menos Nikiforchuk que otros, me ocuparé yo de ellos -dijo el coronel-. A mi edad, trabajar demasiado perjudica la salud. Tú encárgate de los Grádov, y luego haremos la criba.

Le tendió a Nastia un mazo de hojas impresas.

– Partamos del supuesto de que el hijo de Popov no pudo nacer después del año cincuenta, ya que en el setenta ya había hecho el servicio militar y estaba cursando estudios superiores, pero tampoco antes del cuarenta y cinco, porque Popov llegó a Moscú al terminar la guerra y antes de la guerra residía en Smolensk. El asuntillo del hijo extramatrimonial tiene, como denominación de origen, la ciudad de Moscú, me he enterado. En teoría, su amiguete debe de tener la misma edad, tres años arriba o abajo. En el año setenta no podía tener menos de dieciocho, por lo tanto, nació, como muy tarde, en el cincuenta y dos.

Nastia recogió las listas y se marchó a su despacho. Desparramó sobre la mesa montañas de informes estadísticos y materiales de análisis, abrió el cajón central y guardó allí a los centenares de Grádov. Le hubiese gustado cerrar la puerta con llave, como era su costumbre, para poder trabajar tranquilamente, pero era consciente de que ese día precisamente no debía encerrarse. Que entren todos los curiosos, que vean que está preparando para Gordéyev el informe mensual de turno sobre los asesinatos perpetrados en el territorio de la ciudad y los índices de resolución.

Curiosos, lo fueron todos. Bueno, quizá no todos pero sí muchos. En el curso de las dos horas siguientes por su despacho desfilaron, como mínimo, diez compañeros, y a cada uno Nastia le contó pestes de los médicos, que en un tris estuvieron de ingresarla en el hospital; pestes de Olshanski, quien no tenía ni idea de qué hacer con el caso de Yeriómina y encima le amargaba la vida a Nastia; pestes de Gordéyev, quien le había reclamado el informe analítico para el día siguiente; pestes de sus botas, que dejaban pasar agua, por lo que siempre tenía los pies mojados; pestes de la vida en general, que estaba tan achuchada que para qué la quería… Todos asentían con cabeza, se condolían de ella, le reclamaban café, le pedían cigarrillos y no la dejaban trabajar. Cada vez que se abría la puerta, a Nastia apenas si le daba tiempo para cerrar el cajón con un movimiento enérgico del torso. Suerte que al menos no hubo llamadas por la línea exterior.

Cuando la puerta empezó a entornarse una vez más, Nastia pensó que, con toda seguridad, acabaría con el tórax lleno de moretones. Entró Gordéyev.

– ¿Por qué no coges el teléfono? Chernyshov lleva horas tratando de hablar contigo.

Nastia miró el aparato extrañada.

– No ha sonado ni una vez.

Descolgó el auricular del teléfono exterior, se lo acercó al oído y se lo tendió a Gordéyev.

– No hay línea. Silencio sepulcral.

Víctor Alexéyevich corrió hacia la puerta ágilmente y echó la llave.

– ¿Tienes un destornillador?

– ¿Cómo quieres que lo tenga? -le dijo Nastia boquiabierta.

– Boba -dejó caer el Buñuelo, pero en su tono no había malicia-. Tijeras sí tendrás.

Echó una ojeada al enchufe, luego, manejando hábilmente las tijeras, desmontó el teléfono.

– Muy bonito -ponderó escudriñando unos daños apenas apreciables a simple vista en los alambres-. Sencillo y elegante. ¿Te apetece divertirte un poco?

– ¿Para qué? Si yo ya sé quién lo hizo. También usted lo sabe.

– Qué importa lo que sepamos. ¿Y si estamos equivocados? Mírenle, es el más inteligente, el más astuto, el más afortunado, se sale con todo lo que se propone o lo que sus amos le ordenan, mientras que nosotros le decimos amén a todo y le consentimos que nos lleve al matadero como ovejas sin uso de razón. Va siendo hora de que le demos un tironcito a sus neuronas, para que no se le ocurra recelar. Es un profesional experimentado, sabe perfectamente que sólo sobre el papel todo va como una seda, pero en la vida real siempre hay algo que falla, algo que se tuerce. Que se entretenga, que se devane los sesos: ¿cuándo ha cometido un error?

– De todas formas, no lo entiendo. -Nastia se encogió de hombros-. ¿Qué esperaba? Pude haber descubierto que el teléfono no funcionaba hacía tiempo. Ha sido pura casualidad que yo no tuviera que llamar a nadie.

– ¿Y qué habrías hecho al descolgar y no oír el tono?

– No lo sé. Probablemente le pediría a alguien que lo mirase, a ver qué pasaba.

– ¿A quién, exactamente?

En los labios de Nastia retozó la risa.

– Tiene toda la razón, Víctor Alexéyevich, se lo habría pedido justamente a él. Primero, porque su despacho está al lado, puerta con puerta. Segundo, todos sabemos que entiende de aparatos y de electrodomésticos. Los demás no paran de llevarle molinillos de café, secadores de pelo, maquinillas de afeitar y otros chismes, para que se los repare. Por cierto, tiene un juego de destornilladores, se los deja a todo el mundo. De una forma u otra, mi teléfono no se le escaparía.

– Eso, eso mismo -convino Gordéyev-. Lo miraría y te diría que el problema es tan complicado que no se puede arreglar así como así, que hace falta una pieza especial que tiene en casa y que mañana te la traerá para reparar el aparato. Pero que hoy estarás incomunicada.

– Ya. No quiere que alguien me llame desde fuera. Y no se trata de uno de nuestros compañeros, que tienen una decena de números para encontrarme, entre otros, el suyo, Víctor Alexéyevich, sino de algún testigo o alguien por el estilo, alguien que normalmente sólo dispondría de un número, el de este despacho. Yo, por mi parte, en caso de necesidad podría llamar desde otro teléfono. Víctor Alexéyevich, ¿de quién cree usted que quiere protegerme? ¿De Kartashov?

– Todo es posible. ¿Tienes una botella?

– ¿Cómo dice?

El asombro le arqueó las cejas a Nastia.

– Una botella. De licor. ¿Qué clase de detective eres, Kaménskaya? No vales para nada. No tienes destornillador, no tienes botella. Vale, ahora te la traigo.

Minutos más tarde, en el despacho de Nastia empezaron a entrar sus compañeros. Muchos no estaban en el edificio, pues, como es sabido, un detective se gana la vida pateando las calles. Pero se habían reunido unos siete. El último en llegar fue Gordéyev, que con aire de solemnidad sostenía en las manos una botella de champán y una bolsa de plástico en cuyo interior unos vasos tintineaban elocuentemente.

– Amigos míos -anunció con mucho sentimiento-, hoy celebramos una pequeña fiesta, la onomástica de todas las que recibieron el nombre de Anastasia, santa y mártir. Puesto que nuestra Nastasia se niega a celebrar su cumpleaños, felicitémosla el día de su santo. Vamos a desearle que siga igual de joven e inteligente durante muchos años.

– E igual de perezosa -sugirió Yura Korotkov.

Todos a una prorrumpieron en carcajadas. El Buñuelo descorchó el champán y llenó los vasos.

En este momento sonó el teléfono.

– Es papá.

La voz que Nastia escuchaba en el auricular pertenecía a Andrei Chernyshov:

– Felicidades, hija mía.

El hombre no se contuvo y soltó una risita.

– Gracias, papi. -Nastia sonrió beatíficamente-. Me alegra mucho que te hayas acordado. Yo y Lioska hemos apostado a que se te olvidaría… Claro, una botella de coñac. Llama aquí cada media hora y pregunta si me has felicitado o no… No, papi, fui yo la que pensé que no te ibas a acordar. Así que ha ganado él…

A estas alturas de la conversación, Andrei, desde el otro lado del hilo, se mondaba de risa.

– He perdido. -Nastia compuso el gesto trágico-. Tendré que estirarme y comprarle el coñac.

– ¿Qué pasa? ¿Te da pereza ir a la tienda? -comentó Korotkov.

Todos estallaron en risas, terminaron el champán, hicieron cola para darle un beso a Nastia y regresaron a sus despachos. Pero por mucho que escrutase uno de aquellos rostros, no descubrió en él ni rastro de sorpresa, temor o perplejidad. No vio nada. Ni una palidez repentina, ni un sonrojo febril. Su sonrisa no era forzada, la voz no le tembló. Así que ¿no era él? ¿Quién, entonces? Había estado pendiente de una sola cara, sin molestarse en mirar las otras. Mal hecho.

De nuevo sola, se sentó en la silla y apoyó la cabeza en las manos. Así que eran dos. El Buñuelo tenía razón desde el principio, cuando le dijo que podían ser varios, o tal vez todos. En aquel momento, Nastia no había tomado en serio sus palabras y cuando descubrió a uno, se precipitó en concluir que era el único, que no había otros. Había vuelto a equivocarse. Eran dos. Dos. «Dos como mínimo», rectificó. Ahora estaba dispuesta a admitir que había otros. ¿Lo eran todos? Dios mío, ¡qué idea tan monstruosa!

Consiguió dominarse y volver a las listas de los habitantes de Moscú que llevaban el apellido nada raro de Grádov. Meticulosamente tachó de la lista a los que no cumplían con el requisito de la edad. De repente, algo le hirió los ojos. Nastia los entornó. Debajo de los párpados cerrados, por la negra oscuridad pululaban repugnantes moscas amarillas. La tensión que le provocaba su vaivén hizo que los ojos le lagrimearan. Humedeció un pañuelo con el agua de la botella que tenía encima de la mesa, echó la cabeza atrás y se lo puso sobre la cara. Su frescor le trajo algo de alivio.

Tiró el pañuelo mojado sobre el radiador y clavó la vista en el Grádov de turno, nombre y patronímico: Serguey Alexándrovich, domiciliado en… Había algo en esta dirección que no le gustaba. Pero bueno, ¿qué le pasaba hoy? Era una dirección completamente normal: la calle, la casa, la escalera, el piso. No era ni peor ni mejor que las demás.

Volvió a cerrar los ojos y trató de pensar en algo diferente. En Lioska, en los fenomenales pollos asados que hacía su padrastro, en el coñac que no iba a comprar… La avenida Federativni, número… Fuera, extraña dirección, largo de aquí, no me distraigas. Debería llamar por si acaso a papá, no descartaba la posibilidad de pasar luego por su casa. Tampoco vendría mal avisar a Lioska, para que dijera a todos cuantos le llamasen por la noche que estaba en casa de su padre y que volvería tarde… La avenida Federativni, número… La avenida Federativni…

Una oleada de calor se propagó por su cuerpo, las mejillas le ardieron, el sudor le humedeció las manos. Nastia descolgó el teléfono interior.

– Víctor Alexéyevich, ¿está solo?

– Sí. ¿Qué ocurre?

– Será mejor que vaya a verle.

Al entrar en el despacho de su jefe, tragó saliva espasmódicamente. El nerviosismo la volvió afónica y sus palabras sonaron broncas y susurrantes:

– ¿Verdad que me ha mencionado el domicilio del director del club El Varego?

– Verdad. Te he leído el informe de observación completo.

– ¿Avenida Federativni, número dieciséis, escalera tres?

– ¿Has venido aquí para hacer demostraciones de tu fenomenal memoria?

– En esa casa vive un tal Grádov Serguey Alexándrovich, nacido en el año cuarenta y siete.

El Buñuelo se arrellanó en el sillón, se quitó las gafas y se metió la patilla en la boca. Luego, sin prisas, se levantó y echó a andar arriba y abajo por el despacho, al principio lentamente, luego más y más de prisa, rodeando la larga mesa de conferencias como una pelota rebotada, apartando de su camino todas las sillas que encontraba. Cuantas más vueltas daba Víctor Alexéyevich, más intenso se volvía el brillo de sus ojos, más sonrosada se ponía su calva y con más firmeza se apretaban sus labios. Al final se paró, se dejó caer en un sillón situado junto a la ventana y estiró las cortas piernas.

– Me ocuparé yo de Grádov, no te metas en eso, te viene demasiado ancho. Voy a enterarme de a qué se dedica, e iré a verle. Tu misión consistirá en reflexionar sobre qué le puede provocar ese miedo tan espantoso. Evidentemente, no es porque hace cinco lustros presenció un crimen. Aquí hay algo más… Espera, no. He cambiado de idea. No voy a ver ni a Grádov, ni al viejo Popov. Lo haremos todo de otro modo. De un modo completamente distinto.

– ¿Está absolutamente seguro de que ese Grádov de la avenida Federativni es el que buscamos?

– No te pases de lista conmigo, Nastasia, también tú estás segura, si no, no habrías venido zumbando a preguntarme la dirección del tío Kolia. Pero a última hora lo sabré a ciencia cierta. Averiguarlo no es nada complicado. Ahora dime, ¿has visto alguna vez que un caso parado y no resuelto fuese objeto de una investigación activa?

– La ley establece… -empezó a decir Nastia.

Pero Gordéyev no la dejó terminar:

– Lo que establece la ley lo sé tan bien como tú. ¿Y en la práctica?

– Un caso parado va a la caja fuerte o al archivo, la gente suspira con alivio y hace lo posible por olvidarlo como si hubiera sido una terrible pesadilla. Ocurre a veces que reabren un caso si el inculpado es procesado por otro crimen y de pronto decide confesar pecados pasados. Pueden darse otros motivos pero las más de las veces es pura suerte.

– Exactamente. Cuando un caso está parado, no lo toca nadie. Por eso ahora mismo voy a llamar a Olshanski y le pediré ordenar la suspensión de la causa criminal del asesinato de Yeriómina desde el momento en que venza el plazo de dos meses desde el día de su apertura, conforme a lo establecido por la ley.

– Nos queda una semana entera… -refunfuñó Nastia disgustada.

– Qué importa. El papeleo puede esperar pero las habladurías empezarán hoy mismo. Ya me encargaré yo de poner al corriente a toda la cofradía policíaco-judicial. ¿Comprendes adónde quiero llegar?

– Sí que lo comprendo. Únicamente me temo que lo de Olshanski no prospere. Es demasiado rígido para cerrar un caso mientras exista una hipótesis realista y tan prometedora.

– Estás subestimando a Kostia. Cierto que es un tipo malhablado, que su traje no ha visto la plancha en lo que va del siglo y que no se limpia los zapatos. Tiene un montón de defectos. Pero es un hombre muy inteligente. Y como juez de instrucción es muy inteligente también.

– Pero no consiente a nadie que tome decisiones por él. Tiene una verdadera chifladura con eso de la autonomía procesal.

– Pero si yo no pretendo arrebatársela. Él sólito adoptará la decisión. No pienses que es más tonto que nosotros.

Víctor Alexéyevich se frotó las manos satisfecho y le guiñó un ojo a Nastia.

– ¿A qué viene esa cara de luto, hermosa? ¿Crees que no conseguiremos nada? No temas, incluso si no conseguimos nada, adquiriremos alguna experiencia, que tampoco nos viene mal. ¡Venga ya, alegra esa cara!

– ¿De qué voy a alegrarme, Víctor Alexéyevich? Esta historia del teléfono…

– Lo sé -dijo Gordéyev con rapidez y repentina sequedad-. Yo también me he dado cuenta, no soy ciego. Pero es un motivo de reflexión, no de lágrimas. A propósito, no se te olvide devolverme el teléfono, se lo he pedido prestado a Vysokovsky por un par de horas bajo mi palabra de honor. No quería tener tratos con ese roñoso pero su aparato era del mismo modelo que el tuyo. ¡Arriba ese ánimo, Nastasia! Vamos, ¡una sonrisita!

– No puedo, Víctor Alexéyevich. Mientras pensaba que se trataba de una sola persona, sentía amargura y dolor. Desde que he comprendido que son dos, tengo miedo. Es una situación completamente distinta, ¿se da cuenta? Y no la encuentro nada divertida ni esperanzadora, de aquí que, a diferencia de usted, no puedo ni bromear ni sonreír.

– Yo ya he gastado todas mis lágrimas, Stásenka -contestó el coronel en voz baja-. Ahora no me queda otra cosa que hacer que sonreír. Cuando me di cuenta de que había más de uno, todo cambió al instante. Si antes me decía: «Has de aclarar quién es el que juega con dos barajas, apártalo del departamento y, en general, de la policía, y todo volverá a su cauce», hoy se me ha ocurrido una idea muy diferente. Si son dos o más, la situación se escapa a mi control, de manera que, por más vueltas que le dé, yo solo no conseguiré hacer gran cosa. De mí no depende nada. Si resulta que lo de esos dos es una coincidencia, un accidente, el asunto tiene arreglo todavía. Pero si no es así, si se trata de una organización que se nos ha infiltrado, entonces sería absurdo intentar siquiera combatirla. No me quedará más remedio que jubilarme.

– ¿Y abandonar todo cuanto ha ido creando con tanto amor y con tanto trabajo?

– He sido un idealista, creía que el trabajo bien hecho y honrado era algo que dependía exclusivamente de nosotros mismos, de nuestra habilidad y deseo. He fomentado y cultivado en vosotros ese deseo y esa habilidad, y nadie podrá decir que mis esfuerzos no hayan fructificado. Acuérdate de todos los casos que en los últimos dos años hemos llevado a los tribunales y que antes se desmoronaban como castillos de naipes. Ningún abogado ha podido tumbar nuestros casos porque cada uno de nosotros lleva en su interior a un letrado aún más severo y puntilloso, y hemos aprendido a ver cada prueba, cada hecho, con sus ojos como condición previa. Cierto, he conseguido lo que me había propuesto. Pero mi obra, mi hijo bien amado carece, como resulta, de vitalidad, porque niños sanos y normales no sobreviven en nuestro entorno por definición. Los niños son buenos pero las condiciones de su vida no son las más indicadas. Por el momento, esos niños son incapaces de aguantar la presión de los estímulos materiales y están abocados a morir. Por triste que resulte comprenderlo, es así.

– Pero ¿y si a pesar de todo se trata de una casualidad que no tiene nada que ver con ningún sistema? ¿O si se trata de un sistema que es posible desmontar por completo, aniquilar? -sugirió tímidamente Nastia, a la que no le hacía ninguna gracia la perspectiva de perder a un jefe como el Buñuelo.

Había sido el Buñuelo quien, tiempo atrás, la encontró en el Departamento del Interior de un distrito para invitarla a trabajar en Petrovka, y la trajo aquí expresamente para que pudiera ocuparse de lo que sabía y más le gustaba hacer, del trabajo analítico. Ningún otro jefe jamás la habría autorizado a pasar largas horas en su despacho estudiando cifras, hechos, pruebas, fragmentos de informaciones, ordenando esas migajitas de tal manera que formasen complicados ornamentos… Sin mencionar ya el afecto puramente humano que le inspiraba el Buñuelo, ese gordinflón divertido y calvo, o el profundísimo respeto que sentía por el coronel de policía Gordéyev.

– Desengáñate, pequeña. Por supuesto que intentaremos hacer cuanto esté en nuestra mano, si no, no valdríamos un pimiento, pero no conviene confiar en el éxito. Trabajaremos sin pensar en el resultado final, que ya es evidente y no está a nuestro favor, sino concentrándonos en el propio proceso. Ya que conocemos el resultado de antemano y no podemos alterarlo, nos sentiremos más libres, cometeremos errores, cuantos más, mejor, pero aprenderemos de ellos. Hay que saber sacarle el máximo partido a cualquier situación.


Después de pasar la noche en blanco, Andrei Chernyshov no se sentía nada bien. A diferencia de Nastia, acostumbrada al insomnio, Andrei, que antes de acostarse solía sacar al perro a pasear, por lo general no adolecía de trastornos de sueño, dormía como un tronco, y cuando algo le impedía pegar ojo, se sentía débil y le dolía la cabeza. No obstante, tras dejar a Serguey Bondarenko en manos de la mujer de éste a primera hora de la mañana, Chernyshov venció el deseo de marcharse a casa y acostarse, y se fue a cumplir una nueva misión encomendada por Kaménskaya: encontrar a la familia de la víctima, aquel hombre a quien Támara Yeriómina, borracha, había asesinado hacía veintitrés años. Resultó que poco antes de fallecer, Vitaly Luchnikov, el interfecto, se había casado, pero después del entierro, la joven viuda abandonó Moscú para instalarse en la provincia de Briansk, donde residían unos familiares de su difunto marido que se mostraban dispuestos a ayudarla a criar al niño que estaba a punto de venir al mundo. En Moscú no quedaban familiares ni del propio Luchnikov ni de su esposa, ya que ninguno era originario de esta ciudad sino que habían ido allí en su día para trabajar con permiso de residencia provisional.

Tras estudiar el horario de trenes, Andrei decidió que sería más cómodo hacer el viaje en coche. Lo malo era que no tenía para la gasolina, puesto que parte de su liquidez se la había «comido» el borracho Bondarenko, a quien había sido preciso poner sobrio e interrogar antes de que ciertos benefactores anónimos le abriesen los ojos, tal como lo habían hecho con Vasili Kolobov. Al final, después de resolver el problema económico, Chernyshov enfiló por la carretera de Kíev con rumbo a la provincia de Briansk.

Llegó a la casa de Elena Luchnikova hacia las diez de la noche. Le abrió una joven monísima, un mohín de justa indignación impreso sobre su lozana carita. Al parecer, estaba esperando a alguien más, porque, al ver en el porche a Andrei, la expresión de su rostro cambió en un santiamén, de enfadada a hospitalaria.

– ¿Viene a vemos a nosotros? -preguntó.

– Si son ustedes Luchnikov, entonces sí. Quería ver a Elena Petrovna.

– ¡Mamá! -gritó la joven-. Tienes una visita.

– Pensaba que era Denís, que venía a buscarte -se oyó una voz grave, profunda-. Nina, no tengas a la gente esperando en el umbral, diles que pasen.

Nina abrió de par en par la puerta que conducía a una cocina espaciosa y llena de luz, que olía a pan recién horneado y a finas hierbas. Una mujer robusta, de mirada límpida, rostro bello y bondadoso y una gruesa trenza enrollada alrededor de la cabeza, estaba sentada delante de la mesa haciendo calceta.

Al saber quién era y de dónde venía, la señora de la casa no mostró ni sorpresa ni disgusto. Andrei tuvo la inexplicable sensación de que llevaba tiempo esperando que alguien le preguntara sobre las circunstancias de la muerte de su marido. La sensación fue tan sorprendente que Andrei decidió que no daría la conversación por concluida sin antes preguntar si era cierta.

Cuando Nina se marchó a dar una vuelta con el novio (lo cual no dejó de sorprender a Chernyshov, pues hacía frío, caía aguanieve y había anochecido; tal vez en realidad no iban a pasear sino a casa de algún amigo; y si el amigo en cuestión tenía suficiente buen criterio, sería él quien saldría a dar una vuelta, y no los novios), Elena Petrovna, sin hacerse de rogar, le contó lo ocurrido en el año setenta. Hablaba en voz baja, reposada y bien entonada, como si estuviera leyendo un libro familiar pero sumamente aburrido y tan pesado que no le producía más que cansancio.

Lena conoció a Vitaly Luchnikov en el sesenta y nueve, cuando él fue a su residencia a ver a un paisano. Trabajaban en fábricas distintas y vivían en extremos opuestos de Moscú, sus encuentros resultaban complicados e incómodos: ella compartía la habitación con otras cinco mujeres; él, con cuatro hombres. No era que estuviera especialmente enamorada de Vitaly o que se desviviera por sus huesos pero le alegraba verle. Aguantaron el invierno como pudieron, hicieron frente a la primavera ventosa y húmeda y la llegada del verano les facilitó mucho las cosas. Cada uno por su parte procuró hacer coincidir sus turnos, y en los días libres salían de la ciudad para pasear por algún bosque. Durante una de esas excursiones, Lena, amodorrada por el tibio sol, se quedó adormilada a la sombra de un árbol; entretanto, Vitaly decidió aprovechar el sueño de la amiga para coger unas setas.

Lena despertó al sentir posarse sobre su rostro una mano. Abrió los ojos, quiso incorporarse pero alguien la sujetó obligándola a seguir tumbada en la tierra.

– Quieta, quieta, tontita, no te muevas. No te dolerá. Ya verás cómo te gusta -le dijo con guasa una voz desconocida.

Tensó las cuerdas vocales para llamar a Vitaly pero sólo un mugido ininteligible escapó de su garganta: una mano extraña le estaba tapando la boca. Luego le propinaron un golpe en el plexo solar, otro en el vientre y el dolor la hizo perder el conocimiento. Cuando volvió en sí, uno de los jóvenes la estaba violando mientras otro le sujetaba las manos. Al verla abrir los ojos, la agarró por los hombros, la levantó y la dejó caer de modo que su nuca golpeó el suelo. Volvió a sumergirse en la oscuridad. Al recobrar el conocimiento, vio que estaba sola. El sol empezaba a declinar y Lena comprendió que había pasado mucho tiempo. «Pero ¿dónde se ha metido Vitaly?», pensó horrorizada. El miedo por su novio fue más fuerte que el terror de lo que acababa de pasarle a ella. «Seguramente, cuando regresó, los atacó y le mataron. Es tan blando, tan indefenso, cómo iba a poder con esos animales.»

Lena se desgañitó llamando a Vitaly pero el chico seguía sin aparecer. Al principio le daba miedo alejarse del lugar donde su amigo la había dejado dormida debajo de un árbol, seguía pensando que volvería por allí a buscarla. Cuando la noche ya se le echaba encima, llegó hasta la carretera y se encaminó hacia la estación de ferrocarril. Lena, que había dicho adiós a su heroico enamorado, no dio crédito a sus ojos cuando vio a su amigo sobre el andén.

– Los he seguido -le susurró Vitaly nervioso, secando las lágrimas que empañaban la mirada clara de la chica.

– ¿A quiénes? -tardó en comprender Lena.

– A esos que… Que te…

– Dios mío -sollozó ella-, tenía miedo de que te hubieran matado. Gracias a Dios que no se te ha ocurrido pelear con ellos. De prisa, vamos a la policía.

– ¿A la policía? ¿Para qué?

– Los has seguido, ¿no? Vamos a contarles lo que ha pasado, que los detengan y los metan en la cárcel. ¡Hijos de puta!

– ¿Estás loca? -murmuró Luchnikov indignado-. Nos ha sonreído la suerte y tú me hablas de policía.

Mientras esperaban el tren, Vitaly le explicó a Lena su grandioso proyecto. Había seguido a los dos jóvenes que habían violado a su amiga y decidió hacerles chantaje. Era mucho mejor y más eficaz que denunciarles a la policía. Si actuaban con habilidad, podrían sacarles a los dos dinero suficiente para sobornar a quien hacía falta y así obtener derecho a adquirir un piso en Moscú. Entonces podrían casarse. Mientras siguieran viviendo cada uno en su residencia, ninguna de las cuales admitía matrimonios, no podían ni soñar con ser felices juntos.

– Incluso si tuviera dinero para la entrada del piso, no podría comprarlo porque llevo en Moscú menos de cinco años -le explicaba con paciencia Vitaly a Lena, que seguía sollozando-. Tendría que pagar un soborno tan exorbitante que no me quedaría nada para el piso.

Lena le escuchaba distraídamente y pensaba que Vitaly, por quien se había asustado hasta el punto de olvidarse de su propia desgracia, había permanecido escondido en los matorrales observando cómo dos canallas pegaban y violaban a su chica, calculando el provecho que iba a sacarle a todo esto. Pensaba que la había dejado inconsciente en medio del bosque para seguirles a la ciudad y averiguar dónde vivían. Cierto, a pesar de todo había vuelto a buscarla, aunque de noche, cuando ya había oscurecido y estaba muerta de miedo, pero sí regresó…

Al principio el proyecto pareció funcionar. Las primeras cuotas, cantidades pequeñas, llegaban con regularidad cada dos semanas.

– Lo importante es no espantar al cliente -divagaba Vitaly con aire grave mientras contaba y recontaba el dinero y lo metía en un sobre para llevarlo a la caja de ahorros-. Si les hubiera exigido los cinco mil de golpe, les habría dado un telele y correrían a llorar ante sus padres. Les habrían contado unas bolas como unas casas, y nosotros tendríamos la culpa de todo. ¡Quién iba a hacernos caso! Vivimos con permisos provisionales, no somos dignos de confianza. ¿Comprendes? En cambio, tal como lo he montado, cada dos semanas me traen un pellizco y no tienen ni idea de en qué se han metido. A veces lo sacan de su dinero de bolsillo, sus viejos están forrados, se dan la gran vida, a veces piden prestado a los amigos, a veces venden algo que no les hace falta o camelan a sus padres para que les den para comprarle un regalo a la novia. Por un lado, no quieren ir a la cárcel; por otro, a primera vista no parece que les pida demasiado.

El fácil comienzo de la dudosa empresa les llenó de ilusiones y, dos meses más tarde, a primeros de octubre del setenta, Lena y Vitaly se casaron aunque continuaron viviendo cada uno en su residencia.

Un día a finales de noviembre, cuando Vitaly se había ido a cobrar el pago de turno, Lena esperó en vano al marido. A primera hora de la mañana, unos policías vinieron a verla y le contaron que Vitaly estaba muerto, que una prostituta borracha le había asesinado en su propia cama. Al día siguiente se presentó el juez de instrucción y le preguntó a qué había ido Vitaly a casa de una alcohólica, Yeriómina, si la conocía de antes y, en general, a qué sitios tenía previsto acudir aquel día su marido. Lena, por supuesto, no le dijo ni una palabra ni de los violadores ni del dinero, y en cuanto a Támara, era pura verdad que nunca antes había oído su nombre.

Al concluir la instrucción y el proceso, Lena Luchnikova estaba ya de ocho meses. Los padres de Vitaly, que habían venido para asistir al juicio, al volver a casa la llevaron con ellos a la provincia de Briansk. El traslado no entusiasmó a Lena pero no se atrevió a negarse. Se creía responsable de la muerte de su marido. Si no le hubiera hecho caso y hubiera avisado a la policía, éste no habría podido reclamarles dinero a los violadores y, por tanto, no habría ido aquel día a cobrar, no habría conocido a aquella terrible mujer, no habría entrado en su casa y no hubiese acabado asesinado. Este razonamiento le parecía a Lena coherente y lógico, y por eso aceptó marcharse junto con los padres de Luchnikov, pues se sentía con la obligación de consolarles en su solitaria vejez, ayudarles en casa y darles la alegría de ver crecer a su nieto o nieta (esto ya no dependía de ella), ahora que habían perdido al hijo.

Cuando Nina cumplió doce años, Elena Petrovna se casó en segundas nupcias con el director del colegio local de enseñanza secundaria. El matrimonio fue feliz pero breve. Sólo habían vivido juntos seis años, cuando el conductor borracho de un camión KamAZ lo estrelló contra la cerca de su casa y el vehículo se precipitó en el jardín. Los médicos no pudieron salvar a su marido…

– Sabe usted, mi vida se me antoja una sucesión de accidentes, cada uno de los cuales tiene por finalidad echarme en cara una nueva culpa -sonrió con tristeza Luchnikova, sirviéndole a Andrei más té y rellenando de mermelada su platillo-. Me creo culpable también de la muerte de mi segundo marido. Aquella mañana estaba reparando el porche, yo llevaba un mes repitiéndole que el peldaño de abajo estaba podrido y que tenía que sustituirlo, y aquella mañana le obligué a hacerlo casi a la fuerza. Estaba desmontando el peldaño y yo miraba desde arriba. Por qué demonios tenía que importarme el maldito peldaño… A veces me da por pensar en las tonterías con que algunos nos destrozamos la vida.

– Elena Petrovna, ¿de veras no sabía dónde conoció su marido a Támara Yeriómina?

– De veras. Antes de hablar con el juez de instrucción, nunca había oído su nombre.

– ¿Y a Grádov y Nikiforchuk?

– ¿Qué pasa con Grádov y Nikiforchuk?

– ¿Ha oído antes estos nombres, por casualidad? ¿Eran quizás amigos de su marido?

– Qué amigos -suspiró Elena Petrovna Luchnikova con aire de cansancio-. Más bien eran sus enemigos. Eran aquellos a quienes Vitaly chantajeaba. ¿Cómo se ha enterado de que se trata de ellos? No creo que le haya mencionado cómo se llamaban.

– ¿Por cierto, por qué no me lo ha dicho? Me lo ha contado todo con tanto detalle pero ha omitido los nombres. ¿Alguien le ha pedido callar? ¿Acaso ha recibido amenazas, Elena Petrovna?

– ¡Pero qué dice, buen hombre, soy muy poca cosa para que alguien me pida algo, y mucho menos para que me amenace! -dijo Luchnikova agitando la mano-. Simplemente no acababa de decidir si tenía que dar nombres o no. Llevo casi medio año esperando que alguien caiga en la cuenta, que empiece a hurgar en el pasado, que saque a relucir los trapos sucios. A nuestros periodistas les encanta hacer eso, venderían a su madre con tal de acusar a alguien. He pasado medio año preparándome para esta conversación pero no he sabido decidir si convenía hablar de él. Me da miedo, es político, aunque de quinta fila, y las venganzas no me van. Ni siquiera sé por qué se lo he mencionado. Quizá porque me lo ha preguntado de forma distinta de cómo me lo imaginaba.

– ¿De quién está hablando, exactamente? Eran dos.

– Pues de quién va a ser, de Grádov, claro está, de Serguey Alexándrovich. Desde que le vi por televisión hace seis meses estoy esperando a que alguien venga a verme para condenar su alma diabólica. Durante esos seis meses, mientras él se estaba preparando a luchar por el escaño en la Duma, yo pensaba en esta conversación. Y ahora cada uno ha recibido lo que esperaba, cada uno lo suyo.

Camino de la comisaría de policía local, Alexei fue reflexionando sobre la absurda unión de Lena y Vitaly Luchnikov, una unión en la que no había ni ternura, ni pasión, ni amistad, sólo la deprimente soledad de un habitante de la zona rural que se lanzaba a la conquista de Moscú y se aferraba convulsivamente a los estandartes que en aquellos tiempos simbolizaban el éxito: el permiso de residencia permanente, un piso, una familia. ¿Qué mantenía a una persona al lado de otra? ¿Qué las obligaba a continuar juntas?


Arsén estaba fuera de sí de furia. Esa pipiola, ese mal bicho, le había cogido desprevenido. Había fingido ser un corderito inocente, enferma hasta la médula de los huesos, hasta la última célula del cuerpo, mientras, por lo bajinis, esa palomilla sin hiel buscó y encontró, contra todo lo previsto, a Bondarenko. Claro, el responsable de que eso hubiera ocurrido, el que la había dejado escabullirse de la clínica aquel día, se lo iba a pagar caro. Esto no quedaría así. Pero de momento era lo de menos, más adelante tendría tiempo para decidir a quién castigar y con quién mostrarse clemente. Ahora lo crucial era cortarle a esa rata el oxígeno y hacerlo de manera que se le quitaran las ganas de respirar hondo para siempre.

Consultó la libreta de teléfonos e hizo dos llamadas breves. Para trabajar con Bondarenko había tenido que recurrir a la gente del distrito Oriente de Moscú. El propio Arsén tenía en sus manos todos los hilos que conducían a la Dirección General del Interior de la ciudad, a Petrovka, 38. Cuando Arsén sólo estaba ideando y empezando a crear su organización o, como solía llamarla, la Oficina, quiso darle la mayor envergadura posible. El proyecto era sencillo y cristalizó cuando, haciendo la cola de todos los días en una lechería para comprar nata y queso fresco, escuchó esa frase mil veces oída, familiar desde tiempos inmemoriales y que por eso mismo pasaba casi inadvertida, que dejó caer la descocada y oronda dependienta:

– ¡Ustedes son muchos y yo estoy sola!

Por aquel entonces ya estaba claro que los grupos criminales que actuaban en el territorio de la ciudad contaban legiones. Las estructuras criminales que operaban en la periferia no tenían nada que envidiarles y, además, siempre escogían Moscú para sus ajustes de cuentas. Bien entendido. Todos ellos estaban muy interesados en que los deplorables resultados de sus frecuentes reyertas no diesen pie ni a la policía ni a los tribunales a exigir responsabilidades penales a ninguno de ellos. El soborno, el chantaje y otros elementos de su arsenal, que les permitían coaccionar a los jueces de instrucción, detectives y criminólogos, eran moneda corriente; pero ya en aquel entonces Arsén comprendió lo que iba a pasar después. Después, vaticinaba él, cada grupo criminal que se preciase querría contar con su propio funcionario en la PCM y con su propio juez de instrucción en la Fiscalía. Se sucederían intentos desordenados y caóticos de fichar colaboradores en las fuerzas del orden público pero la distribución cuantitativa de los que deseaban obtener ciertos servicios y de los capaces de prestárselos impediría alcanzar acuerdos amistosos. Arsén echó sus cuentas y el simple cálculo le confirmó que no habría detectives y jueces para todos.

De aquí que entre esas dos partes numéricamente desiguales habría de interponerse un mediador. Al día siguiente, Arsén llegó al trabajo y se puso manos a la obra con el fin de llevar a la práctica su teoría de atención al cliente procedente del mundillo criminal. Extrajo de un gran armario veinte carpetas de fichas personales de los funcionarios del Comité de la Seguridad del Estado, el KGB. El examen inicial y somero de las fichas ya le permitió detectar entre los primeros veinte funcionarios a siete que tenían motivos para sentirse ofendidos y, para más inri, ofendidos injustamente. Sus hojas de servicio mencionaban traslados incomprensibles a cargos inferiores y órdenes de sanciones chapuceramente amañadas. Tampoco escaparon a su atención otros detalles: ascensos de rango fuera de tiempo, la periodicidad irregular de pruebas de recalificación, vacaciones anuales concedidas a finales de otoño o a principios de primavera y miles de otros indicios que le permitían juzgar, desde su experiencia de oficial de carrera, si a un funcionario se le daba luz verde o si le ponían trabas en el camino. Estudió con especial interés las hojas de servicio de aquellos a quienes de un día a otro les iban a «ofrecer» que se jubilaran.

Dos meses y medio más tarde, el primer grupo de «intermediarios» estaba listo para desempeñar su labor. Entre sus clientes se encontraban grandes mafiosos, miembros de aquellos grupos del crimen organizado con los que se enfrentaba el comité. Los criminales que habían pactado con el grupo de intermediarios ya no tenían por qué preocuparse de seguir el curso de la investigación de un crimen, de buscar modos de acceder a los funcionarios operativos y a los jefes de éstos. Todas estas tareas, así como una multitud de otras, las asumió un personal que Arsén había seleccionado con amor y escrúpulo. Conocían como la palma de la mano la plantilla de las subdivisiones del comité pertinentes, sabían a quién y con qué podían «tentar», a quién y cómo sonsacar la información deseada sobre el curso del trabajo de un caso u otro. Se fijaban en testigos susceptibles de prestar declaraciones «erróneas» y aconsejaban sobre la mejor manera, y más eficaz, de presionarlos para que, como por arte de magia, sus testimonios dejasen de apuntar a los culpables. Los intermediarios -y aquí radicaba el quid de la cuestión- estaban muy pendientes de que grupos que perseguían intereses opuestos no intentasen fichar a los mismos funcionarios del comité, ya que un conflicto de esta naturaleza no conduciría a nada bueno ni a los intermediarios ni a los elementos criminales que se beneficiaban de sus servicios.

El trabajo marchaba viento en popa, y poco a poco Arsén fue dando más vuelo a su idea con tal de poder aplicarla a una escala cada vez más amplia, extendiendo su alcance a las fuerzas del orden público, organismos cuyas plantillas del momento incluían a sus amigos del KGB, empleados como jefes de personal o como comisarios políticos. Estaba vislumbrando las perspectivas radiantes de la creación de un sistema inmenso, que alcanzaría hasta el último confín del país, de intermediarios que servirían de enlace entre los criminales y todas las instituciones de defensa de la ley, los tribunales y fiscalías incluidos. No tenía la menor duda de que sus cálculos eran correctos: el número de peces gordos del crimen estaba creciendo a velocidad de vértigo mientras que, de momento, nadie mencionaba la necesidad de ampliar las plantillas del aparato policial y judicial, por lo que en un caso extremo, todo se reduciría a alguna insignificante «inyección de sangre nueva» al estilo de las que ya se habían producido en épocas anteriores y que nunca habían influido de forma significativa sobre el estado de la lucha contra la delincuencia y la resolución de crímenes. La demanda siempre superaría a la oferta, a condición de que tal demanda surgiera de forma espontánea. Por su parte, Arsén y su Oficina se encargarían de armonizar la demanda y la oferta…

En teoría, todo prometía ir como una seda. Pero en la práctica tuvo que decir adiós al resplandor azul de sus sueños y conformarse con un color más discreto pero también más seguro. Arsén no tardó en comprender los inconvenientes de una organización única: existía un alto riesgo de quemarse si fallaba un solo eslabón. En pro del hermetismo de la trama había que subdividirla en grupúsculos pequeños, cada uno de los cuales se encargaría de un organismo policial o jurídico concreto y respondería ante unos pocos coordinadores, que formarían la cúspide. Arsén lamentó tener que renunciar a su sueño -el pulpo cuyos tentáculos abarcasen el sistema íntegro de la detección e instrucción de los crímenes sujetándolo totalmente-, pero tras meditarlo a fondo tuvo que reconocer que el sistema de pequeños equipos independientes resistiría mejor los desagradables imprevistos y cataclismos sorpresa. Puesto a escoger entre el poder absoluto y la seguridad, optó por esta última. De hecho, lo que más le gustaba de su idea no era la envergadura sino la esencia, lo oportuno de su concepto de márketing, tan en boga en aquellos tiempos. Prefirió, pues, que su idea cobrase vida, aunque fuera una vida compartimentada, manejada por muchas manos, pero vida. Arsén no era nada ambicioso, no buscaba ni fama ni dinero, y tampoco le atraía el poder. Desde siempre, lo único que le había interesado en serio era manipular a la gente, tirar de los hilos invisibles que sostenía en sus manos y cuya existencia nadie sospechaba, y observar con deleite cómo cambiaban destinos y carreras.

Qué militar no sabe cuánto poder se concentra en manos de los jefes de personal. Un jefe de personal puede hojear el expediente de uno y «pasar por alto» cierto engorroso papelito, como también puede mirarlo con cristal de aumento y entonces ese uno en su vida verá publicarse la orden de su ascenso. Un jefe de personal puede «olvidarse» de la demanda de presentar el expediente de uno, emitida por una instancia superior interesada en ofrecerle un puesto atractivo, que comporta incremento de atribuciones y de sueldo. O simplemente puede «extraviar» tal demanda, o si no, colocarla encima de la mesa, clavar en ella una mirada pensativa, ora sonriendo, ora frunciendo el entrecejo, y entretanto ir cavilando sobre algún problemilla de familia, todo antes que atenderla, es decir sacar el expediente de la caja fuerte, meterlo en un sobre y mandarlo por mensajero a la instancia demandante. El individuo ansioso de cambiar de lugar de trabajo se pone nervioso, sus nuevos superiores, que nada más ayer le invitaban con tanto interés a trabajar para ellos, que tantas ganas tenían de contar con su colaboración, van perdiendo interés, se van olvidando del candidato y en el momento menos pensado contratan a alguien más, nada inferior y cuyo expediente, por si fuera poco, llega dos horas después de pronunciarse la magnánima sentencia: «Bien pues, tenemos que ver su hoja de servicio, los avales…» ¿Hay acaso alguna duda respecto a cuál de los dos recibirá la orden de traslado y cuál seguirá donde está ahora? ¿Acaso hay alguien que ignore la clase de vida que le espera al que se queda? Iba a marcharse, a punto estuvo de llevar su hoja de servicio al nuevo trabajo pero en el último momento le rechazaron… ¿Por qué? ¿Cuál ha sido la razón por la que se ha frustrado el ascenso? ¿Se han puesto a hurgar y han encontrado algo? Y cosas por el estilo. Pero a veces todo ocurre de otra manera, el candidato al ascenso trae corriendo al jefe de personal la demanda de presentar el expediente, se arroja a sus pies, le ofrece una botella o alguna cosilla de valor, le suplica y le implora para que se digne encontrar la carpeta con sus papeles y desplazar las posaderas hasta el asiento del coche oficial.

El coche oficial, por otra parte, está esperando en la puerta, de manera que el expediente no viajará por la vía habitual de mensajería castrense, que suele remolonear, sino que llegará a su destino al instante. Los nuevos superiores firmarán la orden sin dilación y el candidato rival no tendrá tiempo de apuntarse al juego… Los que trabajaban en los departamentos de personal disponían de muchas argucias y oportunidades, y Arsén llevaba muchos años haciendo uso de ellas y contemplando con fruición los espectáculos interpretados a partir de los guiones que él había redactado. No perseguía ni deseaba un placer mayor en la vida. Por ello, al asumir nuevas funciones, tampoco anheló ni la fama ni el vil metal. Compartió plácidamente su creación con sus ayudantes más directos. Antes de proceder al reparto, estuvo reflexionando largamente sobre el trozo del pastel que dejaría para sí, y eligió la DGI de Moscú. No sabría decir por qué. La palabra «Petrovka» ejercía sobre él un extraño hechizo, evocaba el romanticismo de su juventud. Había que ver esto. En toda la inmensidad del país sólo había cuatro direcciones o, mejor dicho, cuatro organismos que cualquier habitante de la multimillonaria URSS conocía no sólo por su nombre sino también por sus señas. El Kremlin, la Plaza Vieja (1), la Lubianka y Petrovka. Eran cuatro direcciones sagradas, cuatro símbolos del poder, pujanza y sabiduría universal. El Kremlin y la Plaza Vieja no le concernían, en cuanto a la Lubianka, la frecuentaba a diario. Así fue como Arsén se hizo cargo de las relaciones criminales con los funcionarios de Petrovka, 38 y siguió ocupándose de ellas cuando la URSS se desmoronó. Todo el mundo se olvidó de la Plaza Vieja; el Kremlin perdió su reclamo mágico; la Lubianka se cubrió de ignominia inextinguible, su plantilla fue primero reducida, luego, sacada al poste de la vergüenza, más tarde, reformada y, finalmente, borrada de la faz de la tierra, y se inventaron nuevos nombres para tapar sus restos mortales. El encanto de Petrovka, en cambio, había sobrevivido… No, Arsén no se había equivocado, hizo buena elección en su día…

(1)Antigua sede del Comité Central del PCUS. (N. del t.)

Después de su cita nocturna con Serguey Alexándrovich, Arsén dio la orden de seguir a Bondarenko, por si acaso. Aunque de creer las informaciones de Grádov, nada anunciaba una desgracia, en su interior Arsén siempre estaba preparado para lo peor. Por eso, cuando le comunicaron que a primera hora de la mañana Bondarenko había regresado a casa en un coche conducido por Andrei Chernyshov, comprendió en seguida que Kaménskaya le había dado esquinazo. Al primer pronto intentó calcular dónde pudo haber pasado el día anterior y de qué le había dado tiempo enterarse. Y sólo entonces, de golpe, se acordó de Kartashov.

Resultaba que Kartashov no había ido a la redacción de la revista Cosmos porque hubiese encontrado la nota sino porque le había mandado allí esa mosquita muerta. ¿Cuál era la conclusión? La conclusión era que no existía ninguna nota, que todo había sido una trampa, cuya finalidad era pillar a todos los interesados en borrar el rastro de la oscura historia.

Arsén no recibió el comunicado sobre el encuentro de Bondarenko con el detective Chernyshov hasta última hora de aquel día. Cuando estaba organizando el sistema de comunicaciones de su organización, Arsén se enfrentó con un problema nada sencillo: ¿a qué debía dar prioridad, al hermetismo o a la rapidez de acceso a la información? Tras una larga reflexión optó por el hermetismo. El sistema de comunicaciones y de transmisión de datos era sencillo y seguro pero requería buena memoria y una gran precisión. Era cierto que a veces esto significaba que las noticias llegaban con algún retraso. Y qué, reflexionó, todo tiene su precio, ya que en este mundo no hay sitio para la perfección.

Arsén ya estaba enterado de que, por algún inexplicable motivo, el truco del teléfono de Kaménskaya no había funcionado. Por otro lado, teniendo en cuenta los nuevos datos sobre el encuentro de Bondarenko con Chernyshov, aquello ya no tenía importancia. Sin embargo, le dio que pensar. Primero, había fracasado en su intento de encontrar la nota en el piso de Kartashov. El propio Kartashov les brindó una explicación perfectamente razonable, y no había motivos para culpar al hombre del departamento de Gordéyev de haberles proporcionado informaciones sin contrastarlas antes. Luego, nada menos que al día siguiente, otro hombre, que también trabajaba en Petrovka, les suministró resultados erróneos de la comprobación de la presencia de Kaménskaya en la clínica. Y ahora se producía esa historia con el teléfono, que carecía de explicación posible. Tres fallos de tres hombres diferentes, tres fallos prácticamente simultáneos. Uno de los tres era un traidor, no le cabía duda. Pero ¿cuál de ellos?

Sin pérdida de tiempo, Arsén acudió a ver al tío Kolia. Como era su costumbre, empezó dando rodeos y luego, con suavidad, condujo la conversación hacia la cuestión clave.

– ¿Recuerdas comprobar si te siguen?

– Sí.

– ¿Controlas a tus chicos?

– ¿A qué viene esto? -torció el gesto el tío Kolia-. En los dos años no he pinchado ni una vez.

– No has pinchado pero pincharás -masculló agoreramente Arsén-. Ya llevan siguiéndote dos días. Lo mismo que a tu chaval, aquel que no pudo encontrar la nota en casa de Kartashov.

– ¿A Saniok?

– Tú sabrás mejor que yo a quién mandaste allí. ¡Cómo has podido bajar la guardia hasta este punto, Chernomor de pacotilla! Por culpa de tu negligencia…

– No le comprendo -le interrumpió calmosamente el tío Kolia-. Si lo sabía, ¿por qué no me avisó en seguida? Pero si ni usted lo sabía, entonces no entiendo cómo puede reprocharme nada. Creo que habíamos acordado un reparto de tareas. Nosotros seguimos sus indicaciones y usted nos garantiza la seguridad… Y deje de bufarme. Después de dos condenas en los campos esto no me impresiona.

En su fuero interno, Arsén tuvo que conceder al menos parte de razón a su interlocutor. Era cierto, el tío Kolia no respondía de la seguridad, que era de la incumbencia de Arsén. ¡Pero la dejadez debía tener algún límite! Al fin y al cabo, un mercenario no podía confiarse por completo a los cuidados de un padrino, que le iría detrás limpiando las porquerías que dejaba a su paso.

– No eres quién para indicarme qué es lo que sé y qué tengo que hacer -respondió Arsén secamente-. Eres un inútil si no te has dado cuenta de que tu chaval juega a dos barajas.

– ¿Por qué lo dice? -el asombro del tío Kolia no era fingido.

– Porque, amigo mío, le ha sido demasiado fácil salir del piso de Kartashov. Había entrado en casa ajena, le contó al dueño un montón de mentiras y se fue de allí de rositas, sin haber hecho nada de lo que se le había ordenado. Al día siguiente resulta que el dueño, de buenas a primeras, se pone a indagar justamente sobre aquello de que habla la nota. ¿No te da que pensar?

– Vamos a ver, ¿qué insinuaciones son éstas? -preguntó el tío Kolia, que hacía esfuerzos por no levantar la voz.

– Son insinuaciones de que tu mozalbete se ha ido de la lengua. Y una de dos, o bien lo sabes y quieres encubrirle, es decir me engañas a mí y a Serguey Alexándrovich, tu amigo del alma, o bien eres un completo idiota y has dejado que un mocoso te tome el pelo. En cualquiera de estos dos casos te mereces un castigo.

– Es curioso cómo lo presenta. ¿Y qué me dice de su hombre, aquel que le había comunicado que Kartashov estaba de viaje? ¿Piensa castigarle a él también? ¿O le basta con tenerme a mí de cabeza de turco?

– No te preocupes de mi hombre. Tú debes responder de ti y de tus chicos. A partir de hoy no habrá más encuentros. Nos comunicaremos sólo por teléfono y sólo con un filtro doble. Mañana por la mañana voy a comprobar si tu teléfono está intervenido; por si acaso, de momento será mejor que no lo utilices.

– Venga, Arsén, menos lobos, ¿vale? ¿Por qué diablos va a pinchar nadie mi teléfono?

– Porque mucho me temo que a tu chaval le pusieron un rabo en el momento en que salió del piso de Kartashov. Y tú ni siquiera crees oportuno asegurarte de que no te siguen, ni que fueras un ángel sin mácula. Bueno, considera que te he dado el repaso, ahora hablemos de negocios.

El tío Kolia escuchó con atención, sin distraerse, sin hacer preguntas superfluas. Por un lado, a Arsén le parecía de perlas, no aguantaba tener que explicar sus ideas y contestar a las preguntas. Pero por otro, la docilidad del tío Kolia, dispuesto a cumplir a rajatabla todo lo que se le decía, sin molestarse en entender el sentido último de la orden, le daba mala espina. Sin captar el sentido, creía Arsén, sería incapaz, en caso de que las cosas se torciesen, de tomar una decisión acertada. Pero también era verdad que, cuando alguien comprendía todo lo que una orden implicaba, llegaba a saber demasiado y se volvía peligroso…


Cuando sonó el teléfono Nastia se estremeció pero Liosa Chistiakov descolgó sin mirarla siquiera. Había desistido de volver a verla hablar por teléfono algún día.

– Supongo que Anastasia Pávlovna no está, como de costumbre -dijo la voz familiar, la misma con la que Liosa estuvo conversando la noche anterior-. Así que le rogaré que sea tan amable y le diga que he llamado y que esta vez le sugiero que vuelva a leer la obra de Jack London, en particular, los cuentos incluidos en el quinto volumen.

– ¿Pero qué quiere que le diga, exactamente? ¿Que vuelva a leer el volumen cinco?

– Quiero que le diga que cada paso suyo traerá una cola de disgustos.

– ¿Qué clase de disgustos?

– Los mismos de los que habla Jack London. Que le lea.

Se oyeron pitidos breves: había colgado. Por reflejo, Liosa miró el reloj. No, no había conseguido entretener a su interlocutor para que la conexión superase los tres minutos, como le había pedido Nastia. El identificador de llamadas recién instalado no mostraba ningún número porque su comunicante había utilizado una cabina pública.

– Perdona -le sonrió a Nastia con expresión dolorida-. No ha salido pero lo he intentado. Ha dicho que te aconseje que vuelvas a leer el volumen cinco de las obras completas de Jack London. Y que cada paso tuyo traerá una cola de disgustos.

Inmóvil, Nastia se sentaba delante de la mesa de la cocina, asiendo con las dos manos una cucharilla de alpaca que había estado a punto de colocar sobre el platillo y se olvidó de hacerlo cuando comprendió quién llamaba. Tenía la sensación de que las manos y los pies se le habían entumecido hasta el punto de desaparecer. Necesitaba hacer acopio de fuerzas, ponerse en pie, llegar hasta la puerta del apartamento, luego hasta la escalera, luego hasta el piso de Margarita Iósefovna, necesitaba llamar por teléfono y preguntar… Ay, Señor, qué camino más largo, qué difícil iba a ser recorrerlo, nunca reuniría la energía necesaria, se derrumbaría antes de cruzar el umbral y nunca más llegaría a levantarse. Al diablo con el teléfono, que escuchen si quieren. Incluso era mejor así, rectificó en seguida, sería tonto no hacer esa llamada desde su propia casa. Ese hombre acababa de transmitirle una información y lo lógico era que la comprobase de inmediato. Además, si no la oyesen telefonear y solicitar tal comprobación, se darían cuenta de que acostumbraba a utilizar el teléfono de algún vecino.

Nastia marcó el número de Chernyshov de prisa. Luego miró, sin verle, a Liosa, que continuaba de pie junto a la cocina y repetía por cuarta vez la misma pregunta:

– ¿Quieres que te traiga el volumen cinco de Jack London?

– ¿Eh? ¿Cómo dices?… No, gracias, no hace falta.

– ¿No sientes curiosidad?

– Siento miedo.

– ¿Por qué?

– Porque, sin duda alguna, se trata de Los favoritos de Midas. Y esto significa que cualquier testigo al que me acerque morirá sin remedio.

– ¿Seguro que sin remedio? -preguntó Liosa incrédulo, sentándose despacio sobre un taburete y quitándole de los dedos la cucharilla de alpaca, que Nastia seguía asiendo con fuerza.

– Pronto lo sabré.

– ¿Y si te equivocas? Tal vez en ese volumen haya otros cuentos que tienen que ver con esta situación.

Nastia movió la cabeza con gesto de desesperanza.

– No, lo recuerdo bien. De pequeña leí y releí aquel volumen una decena de veces como mínimo.

– ¿Y si se trata de otra edición? ¿Y si su volumen cinco incluye otras obras completamente distintas?

– Liósenka, cariño, no te molestes en tranquilizarme. Se trata de esta edición, de ninguna otra, porque la tengo colocada en mi librería en el lugar más visible. El que entró en mi piso se acercó a la librería y se fijó en ella. Ya verás quién tiene razón cuando llame Andrei.

Sentados en la cocina, esperaron la llamada de Chernyshov en silencio. Liosa se entretuvo haciendo un solitario, Nastia pelaba meticulosamente las patatas. Se había quedado tan absorta en sus pensamientos que sin darse cuenta llenó hasta los bordes una enorme olla de tres litros. Entonces se llevó las manos a la cabeza y se volvió hacia Liosa:

– Mira qué horror. ¿Qué hacemos ahora con tanta patata?

– Cocerla -respondió sin inmutarse el doctor en Ciencias Chistiakov, alegrándose para sus adentros de que Nastia, por un momento al menos, se olvidara de sus lúgubres pensamientos.

– No podremos comerlas todas.

– No tenemos por qué. Esta noche cenaremos, y el resto de patatas nos servirá un día para hacer una tortilla y otro para acompañar alguna carne.

– Cierto -sonrió Nastia con perplejidad-. Ni se me había ocurrido. No suelo cocinar para más de un día.

– Lo que te sucede es que no cocinas nunca, así que déjate de disculpas. Dame aquel perol.

– ¿Para qué?

– Para no esperar hasta que esté lista toda la calderada. Herviremos en el perol las patatas para la cena, y el resto que se vaya haciendo. ¿Lo pillas?

– Qué sencillo… ¿Qué me pasa, Liosik? Me patinan las neuronas. No entiendo las cosas más elementales.

– Estás cansada, Nastiusa.

– Es verdad, estoy cansada. ¿Pero por qué no llama?

– Ya llamará, ten paciencia.

Cuando por fin llamó Andrei, Nastia estaba en un tris de sucumbir a un ataque de histeria.

– ¿Qué has averiguado? -dijo jadeante.

– Nada en particular. Hay ocho cadáveres pero ninguno tiene nada que ver con nosotros. Cinco incendios, y tampoco están relacionados con nuestro caso.

– Andriusa, estoy muy asustada. ¿Qué tengo que hacer? ¿Se te ocurre algo?

– De momento no pero mañana se me ocurrirá. Pasaré a buscarte a las ocho.

– De acuerdo.

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