CAPÍTULO 1

– ¡Paren! ¡Paren! ¡Quieto todo el mundo! De momento, todo va muy mal.

El director segundo Grinévich batió las palmas irritado y se volvió hacia la joven que estaba sentada a su lado.

– ¿Lo ves? -dijo con voz quejumbrosa-. Esas niñas bonitas son incapaces de hacer nada a derechas. A veces me desespero, me parece que mi obra será un fracaso. Sea cual sea la imagen que pretendan dar, se empeñan en enseñar al público lo que mejor saben hacer. ¡Larisa!

Una joven alta y esbelta, embutida en una malla oscura, se acerco al borde del escenario y se sentó allí con gracia, dejando colgada una pierna y colocando la rodilla de la otra junto al pecho.

– Larisa, ¿quién eres? -le preguntó Grinévich con severidad-. Interpretas el papel del perro mestizo, fruto de amores prohibidos entre un fox-terrier y un pequinés. Debes ser juguetona, amable, cariñosa, algo exaltada. Pero lo más importante es que seas pequeñita. Pequeñita, ¿me explico? Pasitos cortos, nada de gestos amplios con las manos. ¿Y tú qué me muestras? ¿Al galgo ruso? Por supuesto, te viene bien para exhibir tu cuerpazo. Esto, querida, no es un concurso de belleza, aquí tu cuerpo no le interesa a nadie. No quiero ver tu pechuga turbadora sino a una diminuta perrita sin raza. ¿Está claro?

Larisa escuchó al director segundo frunciendo el entrecejo y balanceando el delicado pie.

– Pero si tengo pechos, ¿qué quiere que haga? ¿Que me los corte para interpretar el papel de ese perro? -replicó con acritud.

– ¿Quieres que te explique lo que tienes que hacer? -contestó Grinévich en tono reconciliador-. Olvidarte de que eres guapa, éste es el único secreto. Ve a trabajar. ¡Ira!

Larisa se levantó despacio y se dirigió hacia el fondo del escenario. La opinión que en esos momentos le merecía el director segundo Guennadi Grinévich estaba escrita con letras de ruego sobre su bonita espalda, mientras que los signos de puntuación de la feroz invectiva quedaban nítidamente marcados por el movimiento provocativo de las redondas caderas y de los torneados hombros. El sentido general era que algunos, omitamos señalar con el dedo quiénes en concreto, se prodigaban tanto en consejos de olvidarse de la propia belleza por la única razón de que ellos mismos eran unos auténticos cardos.

La nueva víctima de las críticas de Grinévich bajó del escenario de un salto y se inmovilizó, la espalda apoyada contra aquél.

– ¿Qué pasa, Guena, también yo lo hago mal? -preguntó con angustia.

– Irochka, bonita, en la vida real tienes un gran corazón. No cabe duda, es una virtud enorme, y todos te queremos mucho por eso. Pero ocurre que interpretas el papel de una hembra de doberman que es un mal bicho increíble. Sin embargo, a la hora de emplear tus malas artes de perra para aclarar tus relaciones con otros personajes, tú te cortas. Nunca dejas de ser Irochka Fedúlova y te da vergüenza esa perra, que se porta con tanta grosería y abuso. Sientes pena por todos aquellos a los que has hecho daño, y se nota demasiado. Disimula tu modo de ser, ¿vale? Cuando salgas al escenario, olvídate de cómo eres en la vida real, olvídate de lo que te han enseñado tus papas. Para esas perras eres su cabecilla, eres la más fuerte, sabes consolidar y mantener tu autoridad y tu poder. Eres un mal bicho, con todas las de la ley, y ni se te ocurra avergonzarte por eso. No intentes hacer a tu protagonista mejor de lo que el autor la ha hecho. ¿De acuerdo?

Ira subió al escenario en silencio y Grinévich volvió a dirigirse a su acompañante:

– ¿Qué opinas, Anastasia? ¿Crees que tal vez no debí meterme en esto? Desde que fui estudiante de la Escuela de Teatro tenía este sueño, montar un espectáculo que representase la vida de los perros. Estuve delirando con esta idea, era como una enfermedad. Al final encontré al autor, le convencí para que intentase escribir la obra, luego tuve que suplicarle casi de rodillas que la modificase para adaptarla a mi idea. Después hubo que camelar al director para que accediese a ponerla en escena. Tantos años, tantas fuerzas malgastadas. Y todo para descubrir que los jóvenes actores no saben interpretar lo que se les pide.

– ¿Seguro que no saben? -preguntó con escepticismo Anastasia Kaménskaya, que llevaba observando a los actores con atención desde que había empezado el ensayo-. Comprendo que estés preocupado pero es algo que no se aprende sino que cada uno tiene que llegar a percibirlo a partir de sus propias experiencias. En esto no les pueden ayudar ni el director ni el pedagogo. Hay que enseñarles a desenamorarse de sí mismos, de su físico, de su personalidad, pero no olvides, Guénochka, que esto va contra la naturaleza humana. Si te hubieras molestado en leer algo sobre psicología y psicoanálisis, te habrías enterado de que la completa negación de las virtudes y de la valía propias es síntoma de una mente enferma. Una persona sana y normal debe amarse y respetarse. Sin caer en el egocentrismo, por supuesto, sino dentro de límites razonables. Quieres que fuera del escenario tus actores tengan personalidades con sus lados buenos y complejos pero que nada más salir de los bastidores se despojen de esa armazón interior y se conviertan en el barro que tú puedas moldear a tu antojo. ¿Es esto lo que pretendes? Te sugiero que incluyas en la nómina de la compañía a un psicólogo.

– Bueno… a lo mejor… creo que tienes razón -balbuceó Grinévich, que había escuchado a Nastia sin dejar de observar a los actores encima del escenario-. Aunque no estoy seguro de que sea correcto desde el punto de vista del arte dramático. ¡Víctor! ¡Sergadéyev! ¡Ven aquí!

Un joven musculoso, que interpretaba el papel del labrador retriever negro, bajó del escenario, se dejó caer pesadamente sobre una butaca de la primera fila y se secó la cara y el cuello con una toalla.

– ¿Qué pasa, Guen? -dijo jadeando un poco-. ¿He vuelto a hacerlo mal?

– Has vuelto a hacerlo mal. No entiendo por qué no te sale la escena con el caniche cojo. ¿Hay algo que te estorba?

Víctor encogió los poderosos hombros empapados en sudor.

– No lo sé. No acabo de comprenderlo. Yo soy joven y tonto, el caniche es viejo y cojo. Soy inconsciente de que soy más joven y más fuerte, y le persigo por todo el escenario como si fuera mi igual. Pero el caniche tiene su pequeño orgullo y no quiere que se vea lo que le cuesta jugar conmigo. Sólo cuando se derrumba exhausto debo darme cuenta y avergonzarme. Es así, ¿no?

– Así es. ¿Qué te estorba pues? ¿No sabes cómo hacer ver que te da vergüenza?

– No se trata de eso. Simplemente no siento la vergüenza. Oye, Súrik corre por el escenario con tanta ligereza que, cuando se desploma, no sé por qué pero no me da lástima.

Súrik, que interpretaba el papel del caniche viejo y cojo, en realidad era un atleta medio profesional, corría con ligereza y elegancia, y cuando se caía y quedaba inmóvil, daba la impresión de fingimiento y burla.

Grinévich miró a Anastasia con ojos llenos de desesperación.

– ¡Otro que tal! Estamos en las mismas.

Nastia no era actriz, y su actividad profesional no tenía nada que ver con el teatro. Años atrás había vivido en la misma escalera que Guena Grinévich, en el mismo rellano, y desde que el hombre empezó a trabajar en teatro, iba a ver los ensayos con cierta regularidad, tres o cuatro veces al año. Iba con un solo propósito: mirar y aprender cómo los mínimos matices mímicos y de plástica corporal intervenían en la encarnación de los personajes más variados. Grinévich no tenía nada en contra de esas visitas, por el contrario, se ponía muy contento cuando su vieja amiga venía al teatro a verle. Bajito, con incipiente calvicie y cara de trol feo pero risueño, Guennadi llevaba muchos años secretamente enamorado de Nastia Kaménskaya y estaba muy orgulloso de que hasta el momento nadie lo hubiese adivinado, ni siquiera la propia Nastia.

– Todos mis actores son Madonnas y Van Dammes -prosiguió él retomando sus malhumorados gruñidos-. Se aman a sí mismos por guapos y por deportistas más de lo que aman el oficio de actor y el teatro. Cómo no; después de tantos años de trabajo tenaz, entrenamientos, sudor, disciplina y regímenes, les sabría mal si nadie lo viese ni lo valorase. ¡Descanso, media hora! -gritó.

Grinévich y Nastia fueron a la cafetería, donde cada uno se tomó un café insulso y tibio.

– ¿Qué hay de tu vida, Nastiusa? ¿Qué tal te van las cosas en casa, en el trabajo?

– Lo mismo que antes. Mamá está en Suecia, papá sigue dando clases, de momento no piensa jubilarse. Una persona mata a otra y por alguna razón no quiere que se la castigue por esto. No hay nada nuevo en mi vida.

Grinévich le acarició una mano con un movimiento breve.

– ¿Estás cansada?

– Mucho -asintió Nastia con la cabeza, la vista fija en la taza.

– ¿Tal vez te aburre ese trabajo?

– ¡Pero qué dices! -Nastia alzó los ojos y dirigió al director segundo una mirada de reproche-. ¡Cómo se te ocurre decirlo! Mi trabajo me cansa terriblemente, es muy sucio, tanto en el sentido directo como figurado, pero me gusta. Ya sabes, Guena, sé hacer muchas cosas, incluso ganaría bastante más si trabajase como traductora, sin hablar ya de dar clases particulares. Pero no quiero trabajar en nada más.

– ¿No te has casado?

– ¡La preguntita de rigor! -se rió Nastia-. Me la haces cada vez que nos vemos.

– ¿Y cuál es la respuesta?

– La respuesta también es de rigor. Ya te lo he dicho: en mi vida no hay nada nuevo.

– ¿Pero tienes a alguien?

– Ya lo creo. A Liosa Chistiakov, el de siempre. La presencia de rigor.

Grinévich dejó de lado la taza y miró a Nastia con mucha atención.

– Escucha, ¿no crees que te aburre la monotonía de tu vida? Hoy no me gustas nada. Es la primera vez que te veo así y te conozco desde… si mal no recuerdo…

– Veinticuatro años -le ayudó Nastia-. Cuando os mudasteis a nuestra casa, yo tenía nueve y tú, catorce. Tenías que ingresar en el Komsomol justamente entonces pero al cambiar de domicilio también tuviste que cambiar de colegio, y en el nuevo te dijeron que no te conocían de nada y no podían avalar tu admisión en el Komsomol. De modo que todos ingresaron cuando estudiaban octavo y tú tuviste que esperar hasta noveno. Te dio una angustia terrible.

– ¿Cómo lo sabes? -se asombró Guennadi-. En aquel entonces no hablábamos casi nunca, para mí eras una pequeñaja. Recuerdo muy bien cómo nos hicimos amigos cuando nuestros padres nos compraron cachorros idénticos, de la misma camada. Pero antes de aquello creo que no estuve ni una sola vez en vuestro piso.

– Pero tus papis sí. Y nos lo contaban todo de ti. Lo del Komsomol, lo de la chica del décimo curso, lo del examen de física.

– ¿Qué examen? -se desconcertó el director segundo.

– Al que no querías presentarte. Tomaste una ducha caliente, te lavaste el pelo y saliste en pijama y descalzo al balcón cubierto de nieve, en pleno febrero. Tus padres te pillaron allí.

– ¿Y qué pasó?

– Nada. Tenías una salud de hierro, así que tuviste que presentarte al examen.

– ¡Caray! -exclamó Grinévich, que se desternillaba de risa-. No recuerdo nada de eso. Oye, por casualidad, ¿no estarás mintiendo?

– No estoy mintiendo. Ya sabes que tengo buena memoria. En cuanto a que me aburre la monotonía de mi vida, te equivocas. Yo no me aburro nunca. Siempre hay cosas en que pensar, por monótona que sea la vida de una.

– Y sin embargo, te veo algo baja, Nastasia. ¿Alguien te ha hecho enfadar?

– Ya se me pasará -respondió sonriendo con tristeza-. El cansancio, las tormentas magnéticas, el alineamiento de los planetas… Todo pasará.


¿Había algo más absurdo que unas vacaciones en noviembre? En los meses de nieve se podía esquiar, en marzo y abril el sol vivificante de las playas del Cáucaso devolvía las fuerzas al cuerpo debilitado por la avitaminosis invernal. Indiscutiblemente, tenía sentido hacer vacaciones en cualquier mes desde mayo hasta agosto, o en setiembre y octubre, en la llamada temporada de terciopelo de los litorales de los cálidos mares del sur. Pero ¿qué se podía hacer en noviembre? Noviembre era el mes más desangelado de todos, cuando la gracia dorada del otoño había desaparecido ya y la inminencia de la llegada de días fríos, oscuros y largos se volvía dolorosamente obvia. Noviembre era el mes más triste, ya que la lluvia y el barro, que en marzo y abril auguraban el calor y los placeres, en vísperas del invierno sólo traían congoja y desconsuelo. No, ninguna persona en su sano juicio cogería las vacaciones en noviembre.

La inspectora jefe de la Policía Criminal de la DGI, Dirección General del Interior, de Moscú, comandante de policía Anastasia Pávlovna Kaménskaya, de treinta y tres años de edad y diplomada en Derecho, conservaba su sano juicio en perfecto estado. No obstante, le tocaba irse de vacaciones precisamente en noviembre.

A decir verdad, al principio la idea de tener vacaciones en otoño se le había presentado bajo un aspecto muy diferente. Por primera vez en su vida, Nastia iba a pasarlas en un balneario, un balneario muy caro por cierto, un balneario que se preciaba de sus excelentes servicios y tratamientos terapéuticos. Pero dos semanas más tarde tuvo que marcharse porque en aquel balneario se había perpetrado un asesinato, a causa de lo cual se vio obligada a entablar relaciones complicadas y enrevesadas, primero con la policía criminal de aquella ciudad, y luego con la mafia local. La resolución de aquel asesinato, a primera vista nada llamativo, condujo al descubrimiento de una serie de crímenes tan monstruosos que Nastia salió huyendo del acogedor balneario sin esperar la detención de sus protagonistas, quienes, como supo entonces, eran justamente aquellos con los que había entablado relaciones de cierta amistad. Resultado: noviembre, vacaciones, mal humor, peor sabor de boca, en pocas palabras un abanico de amenidades.

Al salir del teatro, Nastia enfiló sin prisas por la avenida hacia la boca de metro, tratando de decidir antes de subir en el tren adonde ir: a su casa o a la del padrastro. Tomó la decisión a tiempo y fue muy original: iría al trabajo. ¿Para qué? No tenía ni idea.

Su jefe, Víctor Alexéyevich Gordéyev, por extraño que parezca, estaba en su despacho, por lo que las descabelladas aspiraciones de Nastia estaban abocadas a hacerse realidad. Si Gordéyev no hubiera estado allí, cualquiera sabe cómo hubiera terminado aquello. Pero Víctor Alexéyevich se encontraba sentado a la mesa del despacho, mordisqueando con dedicación la patilla de las gafas, lo cual era indicio de una profunda cavilación.

– Víctor Alexéyevich, ordéneme interrumpir las vacaciones -le pidió Nastia Kaménskaya a bocajarro.

Después de volver del balneario, ya había hablado con el jefe, quien estaba al tanto de la malograda epopeya de su recreo y terapia. Además, Gordéyev la quería, valoraba y comprendía. Tal vez la comprendía mejor que nadie.

– ¿Qué te pasa, Nástenka, Stásenka, no acabas de reponerte? -preguntó con compasión.

Nastia asintió en silencio.

– Vale, cuenta que a partir de hoy estás reincorporada al trabajo. Ve a ver a Misha Dotsenko, dile que te pase el material sobre el cadáver de Yeriómina. Luego recuérdame que tengo que dar el parte sobre tus vacaciones al Departamento de Personal. Que no se te olvide, si no, perderás estos días. Quién sabe, luego pueden venirte bien.

Nastia fue a ver a Dotsenko, recogió los informes, se encerró en su despacho y se puso a leerlos. El caso fue abierto a partir del hallazgo del cadáver de una mujer joven. La fallecida no llevaba encima documentación ni ningún otro objeto que permitiese establecer su identidad. Había muerto por asfixia, unos cuatro o cinco días antes de practicarse el examen forense. Con el fin de identificar a la interfecta fueron revisadas todas las denuncias de desapariciones de mujeres jóvenes que habían salido de sus casas y nunca regresaron sin que se conociera razón alguna que justificase su ausencia. Entre todas las denuncias fueron seleccionadas las que describían a la desaparecida como una mujer de pelo negro largo y de estatura entre 168 y 173 centímetros. Había catorce denuncias que reunían tales requisitos. Los denunciantes fueron invitados a identificar el cadáver y el noveno de ellos declaró que la fallecida era Victoria Yeriómina, de veintiséis años de edad, empleada de la empresa que éste dirigía. Había sido él mismo quien presentó la denuncia, ya que Vica era huérfana, fue criada en un orfanato y no tenía ni marido ni otra familia. La instrucción del caso se llevó a cabo como consecuencia de la demanda oficial presentada por la empresa donde había trabajado la víctima.

Otros documentos contaban que el lunes 25 de octubre Victoria Yeriómina no se presentó en su lugar de trabajo. Sin embargo, su ausencia a nadie le pareció demasiado preocupante, pues todos sabían que Vica empinaba el codo y solía correrse unas juergas cuyas secuelas luego le impedían acudir al trabajo. Cuando faltó también al día siguiente, decidieron llamarla, por si le había ocurrido algo. Nadie contestó al teléfono, lo que les llevó a la conclusión de que había agarrado una cogorza considerable. El miércoles 27 de octubre, el novio de Yeriómina, Borís Kartashov, telefoneó a la empresa para preguntarles dónde estaba Vica. Después de llamar a las amiguitas de la joven y visitar el apartamento de ésta (Kartashov tenía las llaves), se dieron cuenta de que realmente había sucedido algo. Kartashov fue corriendo a la policía pero allí le dieron la respuesta habitual: no existían motivos de alarma, había que esperar unos días más, era una chica joven, solía emborracharse, no tenía familia a su cargo… Con toda seguridad, volvería a casa sana y salva. Por si acaso, le advirtieron que, de todos modos, no se admitiría la denuncia, pues era la empresa la que tenía que presentarla.

La empresa denunció la desaparición el 1 de noviembre, y dos días más tarde, el 3, Vica Yeriómina fue hallada asesinada en un bosque a 75 kilómetros de Moscú, cerca de la carretera de Savélovo. Según las conclusiones del forense, la muerte no pudo haberse producido antes del 30 de octubre. Dicho en otras palabras, mientras Borís Kartashov removía cielo y tierra, mientras los empleados de la empresa se encogían de hombros y la policía se esforzaba por desentenderse de la denuncia de la desaparición, Victoria estaba viva todavía y, si hubiesen empezado a buscarla a tiempo, quizá la habrían encontrado antes de que fuera asesinada.

Nastia echó en falta varios documentos. Todos los informes redactados después de incoarse la causa criminal habían sido remitidos al juez de instrucción de la Fiscalía de Moscú Konstantín Mijáilovich Olshanski. Lo único que Nastia tenía a su disposición eran copias del expediente de la desaparición, que sólo recogía informaciones obtenidas a partir de la admisión de la denuncia y hasta el momento del descubrimiento del cadáver. No era mucho pero incluso ese minúsculo caudal informativo debía ser analizado a fondo. En la cabeza de Nastia fueron aflorando preguntas y más preguntas.

¿Por qué una empresa sólida, que pagaba a sus empleados una parte del sueldo en dólares y gozaba de buena reputación en el mundo de los negocios, mantenía en nómina a una secretaria indisciplinada y dada a la bebida? ¿Podía ser que la mencionada secretaria sometiese a chantaje a la dirección de la empresa para asegurarse un trabajo cómodo y un ingreso fijo pagado en divisas? ¿Pudo haber sido ésta la causa de su muerte?

¿Por qué el novio de la víctima no empezó a buscarla hasta el 27 de octubre, el miércoles, aunque, a juzgar por los testimonios de los amigos de Vica, nadie tenía noticias suyas desde el sábado 23? El viernes, día 22, Yeriómina estuvo trabajando, lo confirmaron todos los empleados de la empresa, a las 17.00 horas la jornada laboral terminó, y todos se reunieron en el pequeño salón de banquetes para cerrar con una pequeña fiesta amistosa un ventajoso acuerdo con unos socios extranjeros. Al terminar la celebración, Vica se fue a casa, adonde uno de los extranjeros la acompañó en su coche. Al parecer, Vica llegó a su destino sin novedad, puesto que a las once de la noche de aquel día habló por teléfono con una amiga con la que quedó en verse el domingo y a la que Vica no mencionó que tuviera previsto salir de Moscú. ¿Se encontraba sola en su apartamento mientras hablaban? El ejecutivo que la había acompañado a casa afirmaba que había intentado hacerse invitar a un café pero que la muchacha dijo estar cansada y le prometió que la próxima vez sí tomarían café juntos; el hombre, que la acompañó hasta el ascensor y se despidió con un beso en la mano de la señorita, tuvo que conformarse con esta promesa y se marchó. ¿Estaba mintiendo o decía la verdad? ¿Cómo podía comprobarlo?

Después de las once de la noche del viernes empezaba el silencio más absoluto. Victoria Yeriómina no llamó a ninguno de sus amigos, no se dejó ver en ninguno de los sitios donde se la conocía, tampoco estuvo en casa, ya que allí nadie cogía el teléfono. Pero en el caso de que, a pesar de todo, sí estuviera y simplemente no contestara a las llamadas, ¿por qué lo haría? ¿Dónde pasó una semana entera, del 23 al 30 de octubre? ¿Acaso estaba tan borracha que no pudo llamar a nadie, ni al trabajo ni al novio?

Cuando Nastia emergió de sus reflexiones y de la contemplación de los papeles faltaba poco para las ocho de la noche. Llamó por el teléfono interior a Gordéyev.

– Víctor Alexéyevich, ¿quién lleva el caso de Yeriómina?

– Tú.

La respuesta sorprendió a Nastia tanto que a punto estuvo de dejar caer el auricular. En todos los años que llevaba trabajando en el departamento de Gordéyev se dedicaba casi exclusivamente a elaborar análisis de los casos que investigaban los sabuesos del jefe. Los chicos recorrían la ciudad, desgastaban zapatos y se hacían callos en los pies buscando testigos y pruebas, montaban operaciones ingeniosas, se infiltraban en grupos criminales, participaban en la detención de delincuentes peligrosos. Pero toda la información obtenida como resultado de aquellas correrías se la traían diligentemente, cual hormiguitas, a Kaménskaya y, exhalando un suspiro de cansancio, se deshacían de sus cargas nada más cruzar el umbral. Luego Nastasia ya se aclararía sola entre todos aquellos hallazgos, sabría qué hecho correspondía guardar en qué estante y qué etiqueta colocarle; valoraría el peso de cada migaja de la información, su fiabilidad y certeza, decidiría si un dato u otro tenía que ver con algún caso abierto o si convenía «meterlo en la nevera», y cuando sí tenía que ver con un caso, apreciaría su fiabilidad y decidiría cómo comprobarla. Nastasia enchufaba su ordenador personal, que no funcionaba con la corriente eléctrica sino con el café y los cigarrillos, y al día siguiente o, como mucho, dos días más tarde, explicaba qué hipótesis se podía probar, a quién había que interrogar, qué se tenía que aclarar en el curso del interrogatorio, etcétera. Una vez al mes, Nastia revisaba todos los casos de asesinato, lesiones corporales graves y violación, y redactaba un resumen analítico para Gordéyev. Gracias a estos resúmenes, Víctor Alexéyevich no sólo detectaba los errores y fallos típicos de la investigación de crímenes graves sino que también se enteraba de nuevos métodos y procedimientos de recogida de pruebas e identificación de los malhechores, así como de lo más importante: las novedades en la comisión de los propios crímenes, su organización, realización e incluso motivos.

El cometido de Anastasia Kaménskaya era el minucioso trabajo analítico y, al preguntar al jefe quién estaba a cargo del caso del asesinato de Victoria Yeriómina, había esperado oír dos o tres nombres de sus compañeros, a los que llamaría esa misma noche. Había esperado oír cualquier cosa menos ese «tú».

– ¿Puedo pasar a verle? -preguntó.

– Te llamaré -fue la breve respuesta de Gordéyev, y Nastia comprendió que no estaba solo en el despacho.

Cuando por fin la invitó a pasar y Nastia entró en el despacho de su superior, le encontró de pie delante de la ventana, dando golpecitos contra el cristal con una moneda, pensativo.

– Tenemos un gran problema, Stásenka -le dijo sin volverse-. Uno de nuestros chicos no juega limpio. Quizá incluso sean varios. Quizá todos. Menos tú.

– ¿Cómo lo sabe?

– No he oído esta pregunta.

– No la he hecho. Me refería a otra cosa: ¿por qué menos yo? ¿A qué se debe tanta confianza?

– No es confianza sino puro cálculo. No tienes oportunidades de trampear, ni tratos directos con la gente. Podrías hacer mal un trabajo pero esto no sería de mucha ayuda para el que quisiera sobornarte. Supongamos que finges no haber sacado conclusiones correctas, haber pasado por alto algo importante, algo crucial para el caso. ¿Cómo puedes estar segura de que el inspector que lleva la investigación falle también, que no saque esas conclusiones y también pase por alto ese dato crucial? No, bonita, eres peligrosa por lo que haces. Pero tu inactividad, incluso deliberada, no cambia nada. Para la gente que paga sobornos no eres nadie.

– Muchas gracias -repuso Nastia con una media sonrisa-. Así que resulta que confía en mí por interés y no por amor. Vale pues.

Gordéyev se volvió y Nastia vio que su cara estaba retorcida por un dolor tal que sintió vergüenza.

– Sí, confío en ti por interés y no por amor -declaró su jefe ásperamente-. Y hasta que encontremos un remedio a nuestro mal, tengo que olvidar lo buenos que sois todos vosotros y cuánto os quiero. Me resulta insoportable la idea de que uno de vosotros esté jugando con dos barajas, porque os aprecio y respeto, porque fui yo personalmente quien os introdujo en el departamento, quien os ha enseñado y formado. Todos sois mis hijos. Pero tengo que borrar todo esto de mi corazón y atenerme a mi interés para que el amor o la simple simpatía no me dejen a oscuras, para que no me cieguen. En cuanto superemos este mal momento, volverá el amor. Pero no antes. Ahora hablemos de trabajo.

Víctor Alexéyevich se apartó de la ventana despacio y se sentó a la mesa. Era bajito, ancho de hombros, de barriga prominente y cabeza redonda y casi calva. Los subalternos le llamaban cariñosamente el Buñuelo, mote que Gordéyev llevaba desde hacía unos treinta años y que tanto sus colegas como los criminales transmitían escrupulosamente de generación en generación. Nastia le miró y pensó que el apodo cariñoso se avenía mal con su aspecto en ese momento, cuando, henchido de dolor, daba la impresión de una pesadez plomiza.

– A la vista de lo que acabo de decirte, no quiero confiar el caso del asesinato de Yeriómina a nadie más que a ti. De aquí que me alegra saber que quieres interrumpir tus vacaciones. Es un caso asqueroso, despide una peste que se nota a la legua. La empresa, los dólares, el banquete, los socios extranjeros, una secretaria guapetona a la que encuentran estrangulada y con marcas de tortura, su extraño novio bohemio… no me gusta nada de todo esto. Hasta que averigüe cuál de nuestros chicos se ha dejado comprar por los delincuentes para que no resuelva asesinatos, te ocuparás del caso de Yeriómina. Si no lo resuelves, al menos tendré la seguridad de que se ha hecho todo lo posible. Ve mañana por la mañana a la Fiscalía, para que Olshanski te deje ver el expediente, y podrás empezar.

– Víctor Alexéyevich, yo sola no podré hacer nada. ¿Está de broma? ¿Dónde se ha visto que un inspector investigue un asesinato a solas?

– ¿Quién dice que vas a trabajar sola? Hay policía criminal de la DGI de la provincia, hay comisaría del distrito donde Yeriómina estaba domiciliada y donde se abrió el expediente de su desaparición. Hay colaboradores de nuestro departamento a los que puedes encargar misiones a través de mí, sin descubrirles las cartas. Piensa, espabila. Tienes buena cabeza, va siendo hora de que adquieras experiencia.


Ese día, el 11 de noviembre, Nastia Kaménskaya, al salir del trabajo pasadas ya las nueve, decidió ir a dormir al piso de sus padres, que quedaba mucho más cerca de Petrovka, 38, la sede de la Policía Criminal de Moscú, que su apartamento. Además, así podría contar con una cena caliente, ya que su padrastro, Leonid Petróvich, a quien Nastia llamaba a sus espaldas simplemente Lionia, era un hombre que, al contrario que ella misma, no conocía la pereza a la hora de ocuparse de las cosas de la casa. La prolongada estancia en el extranjero de su mujer, la profesora Kaménskaya, no había afectado ni a la limpieza ni al orden en que se mantenía el piso, ni a la presencia en el menú diario de platos nutritivos y ricamente guisados.

Aparte de la cena, Nastia tenía otro motivo. Al fin se había decidido a hablar con el padrastro -a quien llamaba papá y amaba sinceramente desde que tenía uso de razón- sobre un asunto nada sencillo y sumamente delicado. Pero iniciar la conversación resultó ser casi tan difícil como lo había sido decidirse a mantenerla. Nastia fue aplazando el momento entreteniéndose en saborear sin prisas el asado, en preparar cuidadosamente el té, en fregar los platos larga y metódicamente, frotando a conciencia las ollas y las sartenes. Pero Leonid Petróvich conocía a su hijastra suficientemente bien como para darse cuenta de que tenía que echarle una mano.

– ¿Qué es lo que te corroe, pequeña? Venga, cuéntamelo.

– Papi, ¿no crees que mamá tiene a alguien en Suecia? -soltó Nastia sin mirar al padrastro.

Leonid Petróvich mantuvo un largo silencio mientras daba vueltas por la habitación, luego se detuvo y la miró con calma.

– Sí, lo creo. Pero también creo que, primero, a ti no tiene por qué importarte y, segundo, no es ninguna tragedia.

– ¿Qué quieres decir?

– Te lo explicaré. Tu mamá se casó joven, quizá recuerdes que se casó con un compañero de colegio. Justo, justo acababa de cumplir los dieciocho años. Se casaron porque ibas a nacer tú. Aquel matrimonio estaba condenado al fracaso desde el primer día. Mamá se divorció de tu padre antes de que cumplieras dos años. ¡Una estudiante de veinte con una cría a su cargo! Pañales, enfermedades infantiles, excelentes notas en los exámenes, el posgrado, la tesis, una labor científica original, artículos, conferencias, viajes de trabajo, el doctorado, las monografías… ¿No te parece demasiado para una mujer? Yo poco podía hacer por ella, estaba trabajando en la policía, salía de casa a primera hora, regresaba a las tantas, mamá tenía que darnos de comer y cuidarnos a los dos. Incluso cuando fuiste lo suficientemente mayor para ayudar en casa, no te obligó ni a hacer la compra, ni a pelar patatas ni a pasar la aspiradora por las alfombras, porque se daba cuenta de lo que disfrutabas leyendo, estudiando matemáticas e idiomas, y estaba convencida de que dar a la niña una posibilidad de entrenar el cerebro era mucho más importante que acostumbrarla a llevar la casa. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la vida que tu madre ha tenido? Ahora, que ha cumplido los cincuenta y uno, sigue siendo guapísima aunque sólo Dios sabe cómo ha podido conservarse tan bien con la vida que lleva. Cuando le ofrecieron ir a trabajar a Suecia, por fin obtuvo la oportunidad de conocer la vida tranquila y, por así decirlo, bonita. Sí, sí, una vida bonita, no pongas esa cara, te lo ruego, no hay nada malo en esto. Ya sé que no te hizo ninguna gracia cuando mamá aceptó prorrogar su contrato para quedarse un año más en el extranjero. Crees que no nos quiere, que no nos echa de menos, y esto no te gusta. Nástenka, mi niña querida, simplemente se ha cansado de nosotros. Empezábamos a aburrirla. Claro, esto, más que nada, se aplica a mí. Pero da igual, dejémosla que descanse. Se lo ha merecido. E incluso si tiene allí una historia, enhorabuena. También esto se lo ha merecido. Siempre he sido un buen marido pero una nulidad como amante. Hará unos veinte años que no le regalo ni flores ni presentes sorpresa, nunca he podido ofrecerle viajes a lugares interesantes porque mi tiempo libre y el suyo no coincidían prácticamente nunca. Y si ahora tiene todo esto allí, en Suecia, enhorabuena. Se lo ha ganado.

– Entonces, ¿no sientes nada de celos?

– No, ¿por qué?, claro que los siento. Pero dentro de unos límites razonables. Verás, somos muy buenos amigos. Ya lo sé, nuestra relación no tiene nada de romántica pero llevamos juntos veintisiete años, así que comprenderás… Somos amigos, cosa que a nuestra edad cuenta mucho más. ¿Tienes miedo de que nuestra familia se descomponga?

– Tengo ese miedo.

– Bueno… Una de dos, o mamá encontrará todo cuanto aquí le falta y no volverá a casa, o se divorciará de mí para casarse en Suecia. ¿Qué cambiará esto en tu vida? ¿Que mamá no estará en Moscú? Ahora tampoco está aquí y no hay forma de saber cuándo le vendrá en gana volver. Y otra cosa, dímelo con el corazón en la mano: ¿es que tanto necesitas tenerla a tu lado? Perdona, pequeña, te conozco desde hace tanto tiempo que tengo algo que decirte al respecto. No te hace ninguna falta que mamá viva en Moscú, lo que te molesta es que no le importe vivir lejos de ti. En cuanto a nosotros dos, no dejarás de venir a verme sólo porque haya dejado de estar casado con tu madre, ¿a que no?

– Por supuesto que no, papi. Para mí eres mi verdadero padre. Te quiero mucho, muchísimo -dijo Nastia con tristeza.

– Yo también te quiero a ti, pequeña. Pero no juzgues a mamá. Y a mí tampoco, por cierto.

– Ya lo sé -dijo Nastia asintiendo con la cabeza-. ¿Me la presentarás?

– ¿Es preciso? -se rió Leonid Petróvich.

– ¡Tengo curiosidad!

– Bueno, si tienes curiosidad, te la presentaré. Pero debes prometerme que no vas a preocuparte más.


Nastia no pudo conciliar el sueño hasta la madrugada, pues no paraba de darle vueltas a lo que su jefe, Gordéyev, le había contado. Que la policía se dejara corromper por la mafia no era nada nuevo. Pero mientras esto ocurría a los demás, en otras subdivisiones, en otras ciudades, parecía un hecho de la realidad objetiva que había que tener en cuenta y que no convenía olvidar a la hora de analizar las informaciones y adoptar decisiones. Pero cuando algo así sucedía a su lado, en su propio departamento, y se trataba de sus amigos, el problema perdía su cariz oficial y analítico para convertirse en un conflicto moral y psicológico. Y para resolverlo no bastaba con encontrar una sola respuesta. ¿Cómo trabajar a partir de ahora? ¿Cómo tratar a los compañeros? ¿De quién sospechar? ¿De todos? ¿Tanto de aquellos que no acababan de caerle bien como de los que le resultaban simpáticos y por quienes sentía un sincero afecto? Y, si notaba algo sospechoso en el comportamiento de uno de los compañeros del departamento, ¿qué tenía que hacer? ¿Ir con el cuento al Buñuelo? ¿O callárselo, cerrar los ojos y repetir que no había visto nada? ¿O tal vez debía apartarse, decirse a sí misma que no se traicionaba a los amigos aunque no tuviesen razón y dejar que les ajustasen las cuentas los enemigos? Entonces, ¿quién era enemigo dada la situación? ¿Los inspectores de Asuntos Internos? ¿O, a pesar de todo, el que hacía favores a los criminales en detrimento de la justicia? Dios mío, ¡cuántas preguntas! Y ni una sola respuesta…

Загрузка...