CAPÍTULO 3

Nastia escrutó las caras de los jóvenes reunidos en el aula. Los quince estudiantes de la academia de Moscú, vestidos de uniforme, con el pelo cortado casi al rape e impecablemente afeitados, le parecían todos iguales. El día anterior había dado una clase práctica para otro grupo del mismo curso y no encontró a nadie cuyo modo de pensar estuviese a la altura del problema número 60.

Dedicó los primeros diez minutos a un rápido resumen del material teórico, después de que trazó sobre la pizarra el croquis de un accidente de tráfico.

– Tomen nota: la declaración del conductor… las declaraciones de los testigos A… B… C… D… Su cometido: explicar las causas de las discrepancias entre las declaraciones de los testigos y determinar cuáles se acercan más a la realidad de los hechos. Tienen hasta el descanso. Durante la segunda hora analizaremos las respuestas.

Cuando sonó el timbre anunciando el recreo, Nastia salió al rellano de la escalera, donde estaba permitido fumar. Se le acercaron algunos estudiantes de su grupo.

– ¿Trabaja en Petrovka? -preguntó un chico muy bajito al que Nastia le sacaba la cabeza.

– Sí, en Petrovka.

– ¿Dónde ha estudiado?

– En la universidad.

– ¿Qué graduación tiene? -seguía indagando el renacuajo.

– Comandante.

Por unos instantes se instaló el silencio. Luego otro estudiante, un rubio corpulento con una cicatriz apenas visible que le cruzaba una ceja, se unió a la conversación.

– ¿Se viste así adrede, para que nadie lo adivine?

La pregunta desconcertó a Nastia. Sabía que, tal como solía vestirse, aparentaba muchos menos años que sus treinta y tres. Aunque ese día, en lugar de los tejanos de rigor, llevaba una falda recta y formal, y había sustituido la camisa de franela y el grueso jersey por un cisne de lana blanco y una chaqueta de cuero, seguía pareciendo una chiquilla, con la cara sin maquillar y la larga melena rubia recogida en una coleta. Nada más lejos de su intención que esforzarse por parecer más joven, se vestía simplemente de manera que le permitiera sentirse más cómoda. Maquillarse le daba pereza y ordenar su cabello largo en un complicado peinado hubiera sido un disparate, ya que siempre andaba luciendo tejanos y bambas. Por otra parte, Nastia no se pondría por nada del mundo otra clase de ropa, más «seria». Primero, porque hacia la noche casi siempre tenía las piernas hinchadas, debido a que, por lo general, llevaba una vida sedentaria y tomaba demasiado café. Segundo, padecía de mala circulación y, como consecuencia, era muy friolera; los tejanos, camisas y jerseys le permitían estar cómoda y calentita, y para Nastia era lo único que contaba. Pero sería cuando menos ridículo ponerse a explicarle todo esto al rubio.

– ¿Que adivine qué? -contestó con otra pregunta.

– Que… que es… -El estudiante rubio pensó un segundo y se echó a reír-. ¡Vaya planchazo, qué idiota soy!

«Bien por el muchacho -aprobó Nastia para sus adentros-. Éste discurre. Es cierto, sería absurdo empeñarse en vestirse de modo que todo el mundo supiera a primera vista cuál es tu oficio. Teniendo en cuenta que en el nuestro convendría aprender a ser un camaleón: hoy tienes treinta y cinco, y mañana, veintisiete. Si en este grupo no hay nadie mejor, pediré que para el período de prácticas nos manden a éste. Por lo menos, es capaz de reconocer sus errores y de echarse atrás a tiempo, que ya es algo.»

Al terminar el descanso, Nastia entró en el aula y notó que el corazón le latía aceleradamente. De año en año, cuando le tocaba escoger al estudiante que iría a pasar las prácticas con ellos, la esperanza de encontrar la perla escondida en medio de un pajar y el temor de pasarla por alto la ponían nerviosa. Echó una ojeada a la lista del grupo y procedió a escuchar respuestas. Eran las de siempre, moderadamente correctas pero las más de las veces superficiales, que no se apartaban del resumen del suceso que Nastia había expuesto a los estudiantes al inicio de la primera hora. Daban la impresión de no haber prestado atención a la clase teórica y de no haber leído el libro de texto. «Ni que estuvieran cumpliendo una condena en el presidio -pensó Nastia, molesta de tanto escuchar respuestas desganadas y aburridas-. Ni que esto fuera un trabajo de esclavos. ¿Acaso alguien les ha forzado a ingresar en la academia? Han venido a estudiar aquí por su propia voluntad, han superado las pruebas de selectividad, han ido cumpliendo con la educación física, han ido aprobando los exámenes. Y ahora, de repente, parece que todos esos estudios no les han servido de nada. Y pensar que dentro de seis meses, ese "retén" se incorporará a la policía de Moscú. El favor que nos hacen…»

– Mescherínov, su respuesta, por favor.

Faltaban ocho minutos para el final de la clase. Nastia ya había decidido que no encontraría a nadie mejor que el rubio de la cicatriz, el de la autocrítica. Iba a escuchar su respuesta y, siempre que demostrara ser capaz de ligar cuatro palabras, daría la elección por consumada. No era nada del otro mundo, desde luego que no, pero se le podría entrenar y enseñar algunas cosas.

– Lo más probable es que aquí las particularidades psicológicas no tengan nada que ver -habló Mescherínov-. Los testimonios de los testigos difieren entre sí porque se les ha sobornado y dicen lo que les han ordenado.

A Nastia le subieron los colores a la cara. ¿Sería posible? ¿Sería posible que hubiese encontrado su perla, al muchacho que había sabido salirse del estrecho marco del preámbulo teórico y buscar la solución del problema en un plano completamente diferente? ¡Ay, qué suerte! Luchando por controlar su voz, para que no delatase su alegría y ansiedad, le preguntó:

– ¿Para qué cree usted que lo habrán hecho?

– Por ejemplo, para enredar y alargar la investigación. El conductor podía representar un estorbo para alguien, y se ha querido limitar la libertad de sus movimientos por todos los medios. El planteamiento del problema nos dice que la víctima ha fallecido, ¿verdad? Entonces, es casi seguro que el encausado ha firmado un documento que le obliga a no abandonar la ciudad. Unas declaraciones testimoniales tan contradictorias provocarían que la investigación se prolongase hasta el día del juicio final, y esto sería una garantía de que el conductor culpable no saliese de la ciudad. Y mucho menos del país.

«¡Magnífico! Has hecho algo más que resolver el problema número sesenta. Has demostrado que tienes buena imaginación, no hay más que ver esta tremenda historia que te has inventado sobre la marcha. Y encima te acuerdas de las clases de criminología y de que existe el código penal. ¡Muy inteligente!»

– Gracias, Mescherínov, puede sentarse. La clase ha terminado. Faltan dos minutos para el recreo y, a modo de despedida, voy a decirles algo. Los conocimientos de su grupo producen una impresión penosa. Para la graduación faltan seis meses, de los cuales uno estará dedicado a las prácticas y otro a la tesina. Difícilmente podrán mejorar, no les queda apenas tiempo. No dudo de que se prepararán bien para los exámenes del Estado, de que lo aprenderán todo y aprobarán. Pero la pereza mental es un vicio peligroso. Por desgracia, en su mayoría, ustedes incurren en este vicio. Tal vez no todos aspiren a convertirse en buenos inspectores o jueces de instrucción y lo único que pretenden es conseguir el diploma de jurista y las estrellas de teniente. No me refiero a estos estudiantes. Pero los demás deben tener en cuenta que si pensar les da pereza, no conseguirán nunca nada y no podrán resolver los crímenes. Buenos días.

Una vez en el pasillo, Nastia alcanzó a Mescherínov, que se dirigía a la cantina, y le cogió del codo.

– Espere un momento, Mescherínov. ¿Tiene ya el destino para las prácticas?

– Distrito Norte, la comisaría Timiriázev. ¿Por qué?

– ¿Qué le parecería hacer las prácticas en la PCM, en el Departamento de la Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves?

Mescherínov se quedó inmóvil, los ojos levemente entornados clavados en Nastia. Daba la impresión de estar reflexionando intensamente, sopesando todos los pros y los contras. Luego asintió brevemente con la cabeza.

– Me parecería muy bien si eso es posible. Pero en el Departamento de Alumnado ya han formalizado todos los destinos.

– Yo me encargaré de esto. Lo único que necesito es su conformidad.

– Estoy de acuerdo. Pero ¿por qué lo hace?

Por segunda vez en dos horas, este chico ponía a Nastia en un aprieto. «Ya veo que no eres un chaval corriente, amigo -pensó turbada-. Cualquier otro en tu lugar no cabría en sí de contento, diría que sí sin pensarlo ni un segundo. Tú, en cambio, tienes que hacer cábalas, echar no sé qué cuentas, plantear preguntas. Creo que serás un buen detective. Ha sido una suerte dar contigo.»

– Nosotros, como todo el mundo, andamos escasos de personal -le contestó a Mescherínov-. Toda ayuda nos parece poca. Y si contamos con un estudiante en prácticas que es un joven espabilado, miel sobre hojuelas; aunque sólo esté con nosotros un mes.

– ¿Me cree espabilado? -preguntó el muchacho sonriendo-. Es agradable oírlo. Después de que nos ha puesto verdes a todos…

Y la comandante de policía Anastasia Kaménskaya sintió vergüenza.


– ¿Te he despertado? -La voz de Andrei Chernyshov resonó en el auricular.

Nastia encendió la luz y miró el reloj, faltaban cinco minutos para las siete. Faltaban cinco minutos para que sonara el despertador.

– Sí, me has despertado, sádico maldito -gruñó ella-. Me has robado cinco minutos de mi precioso sueño.

– Nunca entenderé cómo puedes vivir así, Nastasia. Me he levantado hace una hora, he sacado a pasear a Kiril, he hecho mis ejercicios al aire libre, ahora me encuentro lleno de fuerzas y fresco como una rosa, y tú allí, roque. ¿De veras estabas durmiendo todavía?

– Claro que sí.

– Entonces, perdona. ¿Estás despierta del todo? ¿En condiciones para recibir información?

– Adelante.

Nastia se apoyó en el codo, encontró una postura cómoda y se colocó el teléfono sobre el pecho.

– Pues escucha. Primero, el programa de la cuarta cadena «Navegando a la deriva» fue emitido el 22 de octubre a las 21.15 horas y terminó a las 21.45. Segundo, la madre de Victoria Yeriómina era, en efecto, alcohólica pero a Vica no la mandaron al orfanato porque tuvieran que someterla a la desintoxicación forzosa sino porque había sido condenada por el artículo ciento tres, por homicidio con alevosía. Es cierto que la sentencia incluía el tratamiento forzoso de su alcoholismo. También es verdad que murió a causa de una intoxicación de alcohol industrial pero no fue en un centro médico-laboral sino en una penitenciaría de alta seguridad.

– ¿Por qué de alta seguridad? ¿No era su primera condena?

– Era la segunda. La primera vez había sido encarcelada por un robo. Por cierto, Vica nació en la prisión, mientras la madre cumplía aquella primera condena. En el orfanato no queda apenas nadie del personal de entonces pero tienen una educadora que lleva trabajando allí muchos años. Sostiene que no le dijeron la verdad a Vica para ahorrarle un nuevo trauma. Ya tenía suficiente con saber que su madre era alcohólica. Y que murió de esa forma tan horrible. Ahora, tercero, lo peor de todo. ¿Estás preparada?

– Estoy preparada.

– Valentín Petróvich Kosar, quien disfrutaba de numerosas amistades en el mundo de la medicina, ha fallecido.

– ¡¿Cuándo?!

– Agárrate, Nastasia, creo que nos hemos metido en un buen berenjenal. A Kosar le atropelló un coche. No hubo ni testigos ni declaraciones, no hubo nada. El cuerpo se hallaba tendido en la calzada, lo encontró un automovilista que pasaba por allí. Lleva el caso la comisaría del distrito Suroeste. De momento no conozco detalles, pienso acercarme por allí hoy mismo.

– Espera, Andriusa, espera -dijo Nastia haciendo una mueca de dolor y apretando la mano libre contra la sien-. Tengo una verdadera empanada mental, no entiendo nada. ¿Cuándo murió Kosar?

– El 25 de octubre.

– Necesito pensarlo. Date una vuelta por el distrito Suroeste, yo iré al despacho, informaré al Buñuelo, luego pasaré a ver a Olshanski. Nos vemos alrededor de las dos. ¿Qué te parece?

– ¿Dónde?

– Supongo que querrás dar de comer a Kiril al mediodía.

– Bueno… me gustaría, por supuesto.

– Recógeme a la una y media frente a la estación de metro Chéjov, iremos a tu casa, le darás de comer al chucho y luego lo sacaremos a pasear. Sabes, tengo la impresión de que correteamos de un lado a otro sin rumbo fijo, llamamos a las puertas y ni nosotros mismos entendemos qué es lo que buscamos. Basta ya de ajetreos, ahora toca sentarnos y pensar un rato. ¿Estás de acuerdo?

– Quién lo sabrá mejor que tú, es de ti de quien dicen que eres un ordenador andante, no de mí. Hasta ahora he sido para ti algo así como el chico para todo.

– ¿Pero qué dices? -se espantó Nastia-. ¿Estás enfadado conmigo? Andrei, bonito, si me he expresado mal…

– Déjalo, Nastasia, uno ya no puede decirte nada. Tu sentido del humor no es nada madrugador, tú ya estás despierta y tu sentido del humor sigue planchando la oreja. A la 1.30, el metro Chéjov. Hasta luego.

Nastia devolvió el teléfono a su sitio y, desmadejada, arrastrando los pies, se dirigió al cuarto de baño. El alma se le caía a los pies. Hacía unos días había descubierto cierto «algo», que ahora iba creciendo y consolidándose por días, pero no tenía ni la más remota idea sobre lo que tenía que hacer con ese «algo».


A medida que pasaban los días, Víctor Alexéyevich Gordéyev se estaba volviendo más huraño. Su cara, de ordinario redonda, estaba demacrada y grisácea, sus movimientos eran cada vez más lentos, la voz, más seca. Con creciente frecuencia, todo lo que tenía que decir a un interlocutor era «eso es, eso es», lo cual significaba que, una vez más, en lugar de escuchar lo que le explicaban, estaba absorto en sus pensamientos.

Cuando celebraba las reuniones operativas matutinas apenas oía lo que él mismo decía, ocupado como estaba en escrutar los rostros de sus subordinados mientras pensaba: «¿Es éste? ¿O ése? ¿O aquel de allá? ¿Cuál de ellos?»

Creía que ya sabía cuál de los inspectores se había pasado al mundo del crimen pero que se negaba a admitirlo. Al mismo tiempo, si no era ése en quien estaba pensando, entonces sería algún otro, y la idea resultaba todo menos reconfortante. Gordéyev trataba igual a todo el mundo y, fuese quien fuese el traidor, descubrirlo le causaría el mismo padecimiento. Se debatía entre deseos contradictorios: por un lado, le hubiese gustado compartir sus sospechas con Kaménskaya pero, por otro, involucrarla no le parecía conveniente. No cabía duda, Nastasia era inteligente, observadora, tenía buena memoria y una mente lúcida, resultaría mucho más fácil aclarar las cosas si contase con su ayuda. Pero al mismo tiempo, Víctor Alexéyevich era consciente de que, si le hablaba de sus sospechas, luego a ella le sería muy difícil tratar con ese hombre, colaborar y discutir con él cualquier asunto, por ajeno que fuese a su trabajo. Además, Nastia podría delatarse y alertar al traidor, quien por el momento estaba seguro de encontrarse a salvo.

Durante la reunión no le preguntó a Nastia sobre el estado de la investigación del asesinato de Yeriómina. Ella supo interpretarlo correctamente, regresó a su despacho y se armó de paciencia esperando que el jefe la invitara a pasar. No habían transcurrido ni diez minutos cuando Gordéyev llamó por el teléfono interior y dejó caer una sola y breve palabra: «Ven.»

– Víctor Alexéyevich, le pido su autorización para que Misha Dotsenko hable con ese hombre.

Nastia tendió a Gordéyev una cuartilla sobre la que había anotado los datos de Solodóvnikov y las preguntas que requerían respuestas lo más exactas posible. Misha Dotsenko tenía tal habilidad para «trabajarse» la memoria de la gente, suscitando asociaciones de ideas, que a veces con su ayuda un testigo llegaba a acordarse, con precisión de minuto, de los detalles más nimios de sucesos acaecidos hacía muchísimo tiempo. Nastia confiaba en que Misha conseguiría establecer la hora a la que Solodóvnikov había llamado a su compañero de promoción Borís Kartashov. Este dato permitiría definir con exactitud el intervalo de tiempo en el cual había sido grabado el mensaje que faltaba de la cinta.

– De acuerdo. ¿Qué más?

– También hay que volver a interrogar al psiquiatra a quien había consultado Kartashov. Tengo que hablar con él yo misma.

– ¿Por qué?

– Porque he sido yo quien ha entrevistado a Kartashov, me acuerdo de todos los detalles de la conversación y, para detectar divergencias entre las declaraciones de ambos, tengo que ser yo también quien hable con el médico. En cualquier caso, lo que me ha contado Kartashov difiere mucho de lo que recoge el protocolo del interrogatorio del doctor Máslennikov.

– ¿Sospechas en serio de ese pintor?

– Muy en serio. Además, esta hipótesis no es peor que las otras. La comprobación de las primeras dos ha llevado tres semanas. Estoy de acuerdo con que aquellas dos hipótesis eran más trabajosas. Según los datos del DVYR, ninguno de los clientes extranjeros de Yeriómina se encontraba en Moscú a finales de octubre, con la única excepción del último, el holandés, pero Olshanski no pone en duda su coartada. De todas formas, no podemos comprobar a fondo actos irracionales realizados en estado de psicosis aguda. No queda más remedio que esperar que alguna información aflore por casualidad pero es muy posible que nos jubilemos antes de que eso ocurra. Sin embargo, no acabo de creerme la historia del trastorno mental de Yeriómina. Víctor Alexéyevich, tengo motivos para pensar que no estaba enferma y que su sueño robado es una patraña.

– ¿Y el motivo? Si Kartashov está involucrado, ¿cuál es su motivo?

– No lo sé. Y quiero intentar averiguarlo. Pero nos resulta difícil hacer algo mientras trabajamos solos, yo y Chernyshov. Avanzamos pasito a pasito.

– A mí me parece que no avanzáis en absoluto -gruñó Gordéyev-. Todo ese tantear, comprobar, dar palos de ciego y… ¿qué habéis obtenido? Ni para un alivio. ¿Te has puesto en contacto con la comisaría del distrito donde vivía Yeriómina?

– Bueno… en realidad… -balbuceó Nastia.

Quien estuvo desde el principio a cargo de la búsqueda de la desaparecida Yeriómina en la Comisaría era el capitán Morózov, por lo que le encargaron también colaborar con el grupo que investigaba el asesinato. En los primeros días, Nastia intentó confiarle algunas tareas pero Morózov le explicó en términos que no podrían ser más claros que, además de ese asesinato, perpetrado, por cierto, en un lugar desconocido y, probablemente, en otro distrito de Moscú o en sus afueras (Morózov, sólo estaba obligado a ocuparse de crímenes cometidos en su circunscripción), tenía que investigar dieciocho atracos, dos decenas de robos de coches, una infinidad de asaltos a mano armada, peleas y unos cuantos asesinatos sin resolver, de los que Petrovka se había desentendido y que le tocaba apañar mal que bien a él sólito. Los cometidos que Nastia le encomendaba a Morózov los cumplía sin ganas, sin prisas y de aquella manera. En cambio, demostró una rara habilidad para darle esquinazo, de modo que encontrarse con el capitán no le resultaba nada fácil. Pasados tres o cuatro días, Nastia dejó de buscarlo, y a partir de entonces ella y Chernyshov apechaban con el descomunal trabajo solos.

Pero Kaménskaya nunca había sido ni quejica ni acusica, por lo que se limitó a mascullar algo ininteligible por toda respuesta a la pregunta del jefe.

– Ya veo -murmuró el Buñuelo, que había comprendido el problema al instante-. Tendré que llamar a la comisaría y meterles un varapalo. Pon a Morózov a trabajar, no te andes con miramientos. ¡Cualquiera diría que tiene más trabajo que Chernyshov! Pasado mañana viene el estudiante, te ayudará. No tengas inconveniente en utilizar a nuestros chicos. Lo único que te pido es que lo hagas a través de mí. ¿Entendido? A través de mí exclusivamente. Soy el jefe, soy quien reparte tareas, y punto. No tengo por qué rendirle cuentas a nadie. Tú, en cambio, no podrás darles la callada por respuesta si se ponen a hacer preguntas, ¿a que no?

– Así es, no podré. Creerían que se me han subido los humos.

– Eso es, eso es -cabeceó el coronel pensativo.

Nastia comprendió que volvía a olvidarse por unos segundos de la conversación, se levantó de la mesa y recogió sus apuntes.

– ¿Puedo irme, Víctor Alexéyevich? -medio anunció, medio preguntó ella.

– Eso es, eso es -repitió Gordéyev, y de repente dirigió a Nastia una mirada extrañísima y en voz muy baja le dijo-: Ten mucho cuidado, Stásenka. Eres la única que me queda.


A diferencia de Gordéyev, el juez de instrucción Olshanski se deshizo en sonrisas al saludar a Nastia pero puso trabas a la mayor parte de sus requerimientos. Nastia tenía pocas dudas en cuanto a las causas de su hostilidad. Durante la primera semana de incoar la causa del asesinato de Yeriómina, los que trabajaban con el juez eran Misha Dotsenko y Volodya Lártsev. Mientras Konstantín Mijáilovich trataba a Dotsenko con indiferencia, Lártsev era uno de sus favoritos, por lo demás, merecidamente. A Olshanski y Lártsev les unía también una amistad personal, cada uno había estado varias veces en casa del otro, y sus mujeres eran buenas amigas. Cuando, hacía un año y medio, la mujer de Lártsev y su niño recién nacido murieron de sobreparto, y Volodya se quedó solo con su hija de diez años, fueron los Olshanski quienes le ayudaron a superar el dolor y a encauzar más o menos otra vez su vida.

Pero la muerte de la mujer no había cambiado sólo la vida privada de Lártsev. También afectó a su rendimiento. Volodya ya no era capaz de entregarse al trabajo por completo y de currar de sol a sol, tal como lo había hecho antes. Ahora tenía más preocupaciones y dolores de cabeza, el tiempo le cundía mucho menos porque durante el día trataba de resolver algunos problemillas del piso y de la compra, pasar por casa para comprobar que todo estaba en orden, marcharse antes para controlar a la hija mientras ésta hacía los deberes y prepararle todas las comidas para el día siguiente. Los colegas se mostraban compasivos ante su dolor y le perdonaban muchas cosas; y más teniendo en cuenta que lo que se resentía de sus cuitas era el volumen del trabajo desempeñado pero en absoluto su calidad. No obstante, Konstantín Mijáilovich Olshanski, que tomaba muy a pecho todo cuanto concernía a su amigo, se ofendía con la menor alusión al hecho de que en ocasiones el rendimiento laboral de Volodya ya no era lo que había sido. Nastia no se sentía nada feliz con el papel de chivo expiatorio que le había tocado interpretar en esta ocasión.

– Las conclusiones peritales de la cinta no están listas todavía -le anunció Olshanski nada más cruzar ella el umbral.

Nastia se había llevado de la casa de Kartashov, además de la última casete, también las dos anteriores, que contenían mensajes grabados, fuera de toda duda, por la propia Vica, y había pedido al juez de instrucción remitir al experto sus preguntas sobre la naturaleza de la inexplicable pausa y sobre si en la última cinta había grabaciones de una voz idéntica a las muestras número 4, 11 y 46 de las dos casetes anteriores. Si decidía desconfiar de Kartashov, desconfiaría de él totalmente, decidió Nastia. Por consiguiente, había que comprobar cada detalle, empezando por el principio. Al oírle decir que las conclusiones peritales no estaban disponibles todavía, dejó escapar un suspiro de desilusión.

– Lástima. Contaba con tenerlas ya. Pero da lo mismo, Konstantín Mijáilovich, hay que seguir investigando a Kartashov.

– Estoy de acuerdo -asintió Olshanski inclinando la cabeza-. ¿Alguna propuesta?

– Varias. En primer lugar, hay que volver a interrogar a esa amiga de Yeriómina, Kolobova, y al psiquiatra. Luego, hablar otra vez con los padres de Kartashov y con todos aquellos que fueron interrogados al comienzo de la investigación.

Había estado a punto de decir: «Con todos aquellos a los que había interrogado Lártsev», pero se mordió la lengua a tiempo.

El juez de instrucción torció el gesto.

– ¿Adónde pretendes ir a parar con estos interrogatorios? Hazme el favor, explícame qué preguntas vas a hacerles que no se les hayan hecho antes?

«Las preguntas serán las mismas pero mucho me temo que las respuestas sean diferentes», dijo Nastia para su capote pero volvió a contenerse.

– El caso está en punto muerto -continuaba entretanto el juez-, sin novedades de ningún género, aunque tú no paras de crear apariencias de actividad y vuelves a hacer una y otra vez lo que ya ha sido hecho. ¿Dónde está tu famosa capacidad analítica? Con la de cosas que me han contado de ti, con la de elogios que he oído, no acabo de ver por ninguna parte tus dotes excepcionales. Como detective eres común y corriente, del montón. Así que seamos claros, Kaménskaya. Puedes tomar a mal lo que te he dicho pero está basado rigurosamente en mis observaciones. Si hay algo que he pasado por alto, la culpa es enteramente tuya. Te lo he advertido, ¿no?, que no se te ocurra jugar a secretitos. Venga, confiesa de una vez, ¿qué es lo que me ocultas?

La paciencia de Nastia había llegado a su límite. «No, no soy Greta Garbo -pensó-. Nunca podría ser actriz. Sólo puedo ser yo misma, soy incapaz de fingir más de cinco minutos.» Decidió decir la verdad.

– Konstantín Mijáilovich, los protocolos de los primeros interrogatorios son una chapuza de la peor especie. Comprendo lo desagradable que le resulta oírlo, sé que Lártsev es su amigo íntimo. Créame, hace varios años que le conozco, le tengo en gran estima y me merece máxima confianza y afecto. Pero en la situación actual, las emociones, ya sean suyas o mías, entorpecen el curso normal de la investigación. Hemos de reconocer que Lártsev tenía prisas, que quería hacer las cosas en el menor tiempo posible y que su trabajo es una chapuza que necesitamos deshacer y rectificar. Como consecuencia, se ha desperdiciado un tiempo que pudo haber sido aprovechado mucho mejor. ¿Qué importa, pues? ¿Acaso tenemos que darnos de cabezazos contra la pared? Lo hecho, hecho está. Volodya tiene una vida difícil, hagamos la vista gorda y procuremos enmendar lo enmendable. Aunque hay cosas que ya es tarde reparar. Se lo ruego encarecidamente, no haga la vista gorda, no finja que todo está como debe estar. Usted, mejor que nadie, puede apreciar que los protocolos de los interrogatorios están por debajo de la mínima. Es un juez de instrucción con experiencia, es imposible que no se haya dado cuenta. ¿Quiere un ejemplo?

– No. Soy un juez de instrucción con experiencia y soy capaz de verlo yo solo. Pero, Anastasia, hazme el favor, dejemos que esto quede entre nosotros. No te prometo que me anime a hablar con Lártsev pero si alguien tiene que hacerlo, más vale que sea yo. No le digas nada a Gordéyev, ¿quieres? Tenía que haberles interrogado a todos yo mismo, nada más ver estos condenados protocolos, pero confié en Volodka; que le zurzan, maldita sea. Pensé que no sería posible que se le hubiese escapado algo importante. ¿Tienes alguna idea de cuántas causas tengo abiertas en este momento? Veintisiete. ¡Cómo iba a poder interrogar a toda esa gente por segunda vez!

En pocos instantes, Olshanski pareció haber envejecido. Su deslumbrante sonrisa se había apagado y la desesperación le empañó la voz.

– ¿A qué venía entonces oponerse a la segunda ronda de interrogatorios que le propuse? -preguntó Nastia en voz baja-. Se daba cuenta de que yo tenía la razón. ¿Quería salvaguardar la reputación de Lártsev?

– ¿Y tú qué habrías hecho en mi lugar? ¿No querrías proteger el buen nombre de un amigo? Que los funcionarios de las fuerzas del orden público se rijan sólo por los intereses de la causa sólo ocurre en las películas. Somos humanos, cada cual tiene sus problemas, una familia, padece enfermedades y, por cierto, incluso se deja llevar por los sentimientos. Por el amor, entre otras cosas. ¿Sabes una cosa? Buscarse problemas es mucho más fácil que resolverlos. Bien, pues, Anastasia, hagamos las paces y pongámonos a trabajar. ¿Quién llevará a cabo los interrogatorios?

– Chernyshov, Morózov y yo. Tal vez también Misha Dotsenko.

– ¿Morózov? ¿Quién es?

– Trabaja en la comisaría Perovo, es el distrito del domicilio de Yeriómina. Colabora con nosotros.

– Morózov, Morózov… -musitó el juez pensativo-. Este nombre me suena… Espera un momento, ¿cómo se llama? ¿No es Yevgueni, por casualidad?

– Sí, Yevgueni.

– ¿Un fortachón con la cara coloradota y la nariz un poco así, como aguileña?

– Ese mismo. ¿Le conoce?

– No es que le conozca mucho pero alguna vez he tratado con él. Te las hará pasar moradas.

– ¿Por qué?

– Es un borrachín y un gandul como pocos. Y al mismo tiempo un creído. Piensa que es el único que se mata trabajando y que nosotros aquí no damos ni golpe. Aunque todo esto es puro mal genio, en realidad no es nada tonto y sabe lo que hace… cuando hace algo, claro está. Lo normal es que se las ingenie para escurrir el bulto.

– Ya me las apañaré, Konstantín Mijáilovich, no tengo mucha elección. Usted mismo acaba de decirlo, esto no es una película sino la vida pura y dura. ¿Dónde voy a encontrar veinte inspectores espabilados, que hagan en una escapada lo que se les ordene, que recaben en un solo día cuanta información sea precisa y se la traigan por la noche al investigador para que pueda formarse una opinión lo más completa posible? Esas cosas no ocurren, usted lo sabe mejor que nadie. Nosotros vamos recogiendo migajitas, granito a granito, vamos a paso de tortuga, avanzamos poquito a poco. Pero yo me dedico únicamente a este asesinato, no llevo otros casos. Mire la de expedientes que tienen que investigar otros, todos al mismo tiempo. Así que hasta el gandul de Morózov me será de ayuda. No me meta miedo.

– Pero si sólo te lo decía porque ha salido en la conversación…


Al salir de la Fiscalía de Moscú, Nastia se encaminó hacia el metro. Le había producido un gran alivio el poder discutir con Olshanski sobre Lártsev y así reducir la creciente tirantez de sus relaciones con el juez de instrucción. Pero a pesar de esto sentía tristeza. No habría podido decir quién le inspiraba más lástima en esos momentos: Lártsev, Olshanski o ella misma.


Entre las suaves tinieblas del bar, tres hombres mantenían una charla tranquila. Uno bebía agua mineral; los otros dos, café con algún licor. El más joven había rebasado la cuarentena, el mayor tenía sesenta y tres años cumplidos; los tres parecían gente respetable y su porte rezumaba dignidad. Ninguno fumaba, cuidaban su salud, y ninguno elevaba la voz.

– ¿Qué hay de lo nuestro? -preguntó el de la edad intermedia de los tres, un hombre corpulento de facciones distinguidas que lucía un caro traje inglés.

– Dispongo de datos merecedores de toda confianza, según los cuales nuestro hombre tomará parte en la investigación del caso. De manera que no tienen por qué preocuparse, no se producirán nuevos fallos -le contestó el hombre mayor, bajito, de cara surcada por arrugas y ojos claros y penetrantes.

Por supuesto, tenía nombre y apellido, pero por alguna razón sus comensales nunca hacían uso de ellos, optando por llamarle simplemente Arsén.

– Confío en usted -intervino en la conversación el más joven de los presentes, fornido, feo, con los dientes superiores protegidos por fundas de hierro-. No me gustaría perder gente, tengo un equipo de primera.

– ¿Qué te crees que eres para tu famoso equipo, su padrino Chernomor (1)? -se regodeó Arsén-. No temas, tío Kolia, a tus chicos nadie les tocará un pelo mientras se porten bien.

(1) Fortachón malvado a la cabeza de un ejército de forajidos, protagonista de un cuento de inspiración folklórica de A. S. Pushkin, quizá más conocido en Occidente en su versión operística, Ruslán y Ludmila, de M. Glinka. (N. del T.)

El hombre de dientes de hierro sonrió. Tenía una sonrisa peculiar, que traía al recuerdo las barras de labios de tinte por contacto: la barra podía ser de color amarillo limón o de un verde ponzoñoso pero, una vez aplicada, producía un tono frambuesa o un delicado lila. Daba la impresión de que el tío Kolia adosaba a su cara la sonrisa de alguien valiente y seguro de sí mismo pero, al adherirse a sus labios, esa sonrisa transparentaba desconfianza y suspicacia.

– Esto aparte -dijo el hombre del traje inglés, que se empeñaba en meter baza-, ¿cuál es la situación de nuestro asunto?

– La cosa está prácticamente parada, así que no se caliente más la cabeza -dijo Arsén torciendo el gesto desdeñoso-. La niña, por más que revuelva, no avanza ni un palmo; por cada paso que da hacia adelante tiene que dar otros dos atrás. Que siga currándose el folio, para eso le pagan, se ponga como se ponga, está a años luz de la verdad.

– ¿Y si se acerca?

– Para eso tenemos a nuestro hombre pegadito a su vera, para que la controle. En cuanto se meta donde no la llaman, le pararán los pies y se nos avisará sin mayor dilación. Ha pasado casi un mes y no ha sucedido nada grave. Tenemos que aguantar hasta el 3 de enero. Si antes del 3 de enero no encuentran nada a lo que agarrarse, el caso quedará parado, le darán carpetazo al asunto y entonces seguro que ya nadie hará nada más. Tienen trabajo para dar y tomar. No pueden permitirse ocuparse de casos cerrados.

– ¿Habrá necesidad de que intervengan mis chicos? -preguntó el hombre conocido como tío Kolia.

– Cuando la haya, te avisaré. De momento, que se queden quietecitos. No sea que les pille la policía, Dios no lo quiera. Sobre todo, ese… cómo se llama… el que conduce tan de prisa.

– ¿Slávik?

– Ese mismo. Dile que deje el coche en el garaje y que coja el metro. Si no, en el momento menos pensado algún guardia le parará, a ese mamón puñetero.

– Me haré cargo -asintió con la cabeza el tío Kolia-. ¿Algo más?

– Nada más. Cuando te necesite, te lo haré saber, ten por seguro que no me cortaré en molestarte.

Arsén echó un vistazo al reloj y se puso en pie. Siguiendo su ejemplo, sus acompañantes se levantaron de la mesa. Sin prisas, los tres se encaminaron hacia la salida. El más joven, el tío Kolia, subió en un Zhigulí de aspecto corriente, el «traje inglés» se marchó al volante de un Volga beige y el hombre mayor y enjuto de carnes, Arsén, se dirigió, tiritando de frío debajo de su gabardina, a la parada de trolebús.

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