CAPÍTULO 16

Ocho años atrás… Arsén la llamó y, sin disimular su satisfacción, le comunicó:

– Natalia, le he encontrado a un granujilla encantador. Trece años, listísimo, perfectamente sano física y mentalmente, una cabecita despejada de bobadas y dislates intelectuales. Vaya a verle, la directora la espera.

Sin perder un minuto, Natalia Yevguénievna se arregló y fue volando al orfanato situado en una provincia vecina. La directora, que había recibido previamente una gratificación por dejar examinar al niño a médicos y psicólogos que vinieron de Moscú expresamente para verle, recibió a Natalia con los brazos abiertos y le enseñó encantada toda la documentación de Oleg Mescherínov.

– Es hijo de muy buena familia -se apresuró a informar la directora del orfanato, ya que se había aludido con mucha claridad a los honores y premios que la esperaban si Dajnó accedía a adoptar a Oleg-. Sus padres eran científicos, doctores en ciencias, hace dos años murieron durante una expedición al Pamir. En su familia, nadie padecía enfermedades crónicas, nadie consumía alcohol. El niño recibió buena educación, su carácter se formó armoniosamente, es de natural reposado y conciliador. A decir verdad, Oleg es el chico mejor educado y el más considerado de todos cuantos tenemos aquí. ¿Quiere que le llame?

– Llámele -se dejó convencer Dajnó.

Estaba muy nerviosa. Natalia Yevguénievna era suficientemente sensata para darse perfecta cuenta de que estaba obligada a aceptar a ese niño aun cuando no le gustase en absoluto, porque se trataba de una orden de Arsén. Por más que todo tuviese apariencias de una sincera preocupación por su bienestar, por más que se le presentase como ayuda en su búsqueda del hijo adoptivo, Natalia no quiso engañarse. Comprendía muy bien lo que ocurría.

Aunque el muchacho no le gustase, le adoptaría de todos modos y con esto asumiría una pesada carga hasta el resto de sus días.

La puerta se abrió suavemente y en el despacho de la directora entró un adolescente alto, ancho de hombros, de pelo rubio, mirada serena y mentón voluntarioso.

– Buenos días -dijo sin asomo de timidez-. Soy Oleg Mescherínov. La directora me ha dicho que quería verme.

De un golpe de vista, Natalia Yevguénievna apreció tanto la tensión lacerante como el esfuerzo de voluntad en absoluto pueril que le costaba al adolescente reprimir o, cuando menos, ocultar su emoción.

– Buenos días, Oleg -le sonrió-. Supongo que te habrán dicho que me gustaría adoptarte. Pero, por supuesto, necesito tu consentimiento. Así que, decide tú si quieres ver nuestra casa y conocernos mejor a mí y a mi marido, o si te parece suficiente que conteste a todas tus preguntas aquí y ahora.

– ¿Tiene hijos? -preguntó sin venir a cuento Oleg.

– No -respondió Dajnó.

– Entonces, si me adopta…

– … serás hijo único -terminó por él Natalia Yevguénievna.

– Estoy de acuerdo con la adopción -contestó con firmeza el muchacho.

– Pero si no sabes nada de mí -dijo la mujer desconcertada-. Ni siquiera has preguntado cómo me llamo, a qué me dedico, dónde trabajo… ¿Estás seguro de que quieres tomar la decisión ahora mismo?

– Tengo muchas ganas de llamarla mamá -dijo Oleg con un hilo de voz, y la miró con valentía directamente a los ojos.

En ese instante, Natalia Yevguénievna comprendió muchas cosas sobre el adolescente de trece años que respondía al nombre de Oleg Mescherínov. No todo, quizá, pero mucho, muchísimo. «Ya entiendo por qué Arsén te ha llamado granujilla. Lo eres en efecto, y más que granujilla, todo un granujón. Eres un granuja listo, muy preparado y precoz. A tus trece años ya eres buen conocedor de la naturaleza humana. Se nota que vivías bien en tu hogar paterno, estabas cómodo y a gusto, te querían, te mimaban, te arropaban, te atiborraban de regalos. O tal vez, no te mimaban ni te arropaban sino que respetaban tus aficiones y pequeñas manías, te ahorraban los sermones, no te martirizaban con la superprotección, no estaban pendientes de cada paso tuyo, no te daban la lata con naderías. Has crecido tranquilo y voluntarioso, sabes con máxima precisión qué es lo que quieres en la vida y estás dispuesto a obtenerlo cueste lo que cueste. No amabas a tus padres con un amor irracional y abnegado por el mero hecho de que fueran tus padres. Los amabas como se ama la buena mesa, un sillón cómodo, un buen libro. Para ti eran la fuente de la comodidad y del confort, y cuando murieron y el destino te llevó al orfanato, decidiste hacer todo lo posible con tal de volver a encontrarte cuanto antes en el seno de una familia, volver a contar con un plato de sopa casera, un lecho blando y ropa elegida a tu gusto. Me has preguntado si tenía hijos. Es evidente que te importa ser hijo único para recibir nuestra atención y cariño sin tener que compartirlo con nadie. No nos dedicamos a obras de caridad, somos un matrimonio sin hijos, lo cual significa que podrás dictarnos las reglas del juego, y nosotros las asumiremos sin decir ni pío. ¿Te apetece llamarme mamá? Esto está bien pero no creas que me he derretido al oír la palabra y que he perdido la capacidad de razonar con serenidad. Eres demasiado inteligente para tu edad. Y más granuja de lo que corresponde a tus años. Pero descuida, te adoptaré. Porque siento que somos de la misma sangre…»

– Me alegra que nos hayamos gustado mutuamente -sonrió blandamente Natalia Yevguénievna-. Espero que pueda realizar todos los trámites con rapidez y, si no cambias de opinión, dentro de dos o tres días estaremos viviendo bajo el mismo techo. Pero ¿sabes una cosa, Oleg? Las decisiones tan apresuradas me dan miedo. Deberías reflexionar un poco. Y si te echas atrás, sabré comprenderte y no lo tomaré a mal.

– No me echaré atrás -contestó el chico en voz baja y con gesto grave.

– Bien, pues entonces vamos a decirnos adiós por ahora y me ocuparé del papeleo para formalizar la adopción. Tan pronto como esté todo arreglado te sacaremos de aquí. Hasta pronto, Oleg.

– Hasta pronto… mamá -articuló el muchacho con cierto esfuerzo y, con más soltura, añadió-: ¿Puedo darle un beso?

«¡Menuda sinvergonzonería! -se admiró Dajnó ofreciéndole a Oleg una mejilla-. ¿Dónde lo habrás aprendido, bonito? Una cosa está clara, te comportas como el sueño encarnado. Cualquier mujer que quiere adoptar un niño desea que ese niño haga exactamente lo que tú estás haciendo.»

Mientras conducía con pulso firme el coche por la carretera, pensó en lo que le iba a decir a su marido. Tenía que darle la impresión de que era su opinión la que contaba aunque Natalia Yevguénievna ya había tomado la decisión de adoptar a Oleg. Su corazón no se estremecía de ternura por el chico, como tantas veces había anticipado al imaginarse a un querubín de cabellos ensortijados con hoyuelos en las mejillas y ojitos azules, que, despedía el aroma de leche e inocencia infantil.

Oleg despedía el aroma de voluntad, mente fría y peligro. Pero su marido no tenía por qué saberlo.

Cuando entró en casa, le encontró embelesado delante de la televisión, mirando el fútbol.

– ¿Dónde has estado? -preguntó con indiferencia sin apartar la vista de la pantalla.

– Ahora te lo contaré -contestó Natalia Yevguénievna sonriendo misteriosamente-. Vamos a esperar al intermedio y hablaremos. Entretanto, voy a cenar.

Lo había calculado todo: el marido, agradecido por la comprensión con que trataba su pasión futbolera, se mostraría dócil y sumiso.

– Hoy he estado en un orfanato -empezó con cautela cuando el marido aprovechó el descanso para reunirse con ella en la cocina.

– ¿Por qué has ido sin mí? -preguntó su esposo mirándola con disgusto.- No eres tú sola la que quiere adoptar. También me concierne a mí.

– Perdona, cariño, es que me habías dicho que hoy tenías una operación complicada. No quería molestarte. ¿Sabes?, he visto a un chico extraordinario. Espabilado, independiente, sano, bien educado. Pero, además, ha sufrido una tragedia horrible, perdió a los dos padres a la vez, de modo que su situación anímica no es nada sencilla… En una palabra, no sé qué decisión tomar. ¿Qué me aconsejas? Haremos lo que tú digas.

– ¿Cuántos años tiene el chico?

– Trece.

– ¿Tan mayor es? -se sorprendió el marido.

– Encontrar a un niño de menos edad es más difícil -explicó Natalia con paciencia-. Recordarás lo que hemos padecido cuando buscábamos a un pequeño. En cambio, con los adolescentes todo es más fácil, casi nadie quiere adoptarlos. ¿Qué me dices, pues?

El marido hizo un montón de preguntas a las que Natalia ofreció respuestas explayadas. En un momento se dio cuenta de que el hombre estaba hecho un lío: como era su costumbre, deseaba complacerla y decir lo que ella quería oír pero no acababa de comprender qué era, exactamente, lo que quería que dijera. ¿Le gustaba el muchacho o no? ¿Quería adoptarle o estaba buscando un pretexto para renunciar a la idea? A su vez, Natalia se abstenía de manifestarle su verdadera intención respecto a Oleg para que su esposo, Dios no lo quisiera, no concibiese la sospecha de que le estaba presionando para imponerle su propia decisión. Pero, con sinceridad, ¿le gustaba Oleg Mescherínov a ella misma? Natalia sabía con certeza que el chico no tenía nada en común con la imagen de hijo que ella se había formado y acariciado en lo hondo de su alma atormentada por esperanzas frustradas. Pero también sabía otra cosa: Arsén había elegido al muchacho personalmente, y le había elegido para un destino muy determinado.

La tarea que se le encomendaba a Natalia consistía en educar al chico conforme a las indicaciones de Arsén, llevarle primero a ayudar a Arsén, luego a pensar como él y, más tarde, a combatir a su lado. Que Oleg le gustase o dejase de gustar, que si quería o no ser su madre, eso era lo de menos. Lo único que importaba era que el chico demostrase ser apto para asumir el destino que Arsén le tenía reservado. Natalia no había ido al orfanato a elegir a un niño; se trataba de un juego ritual basado en la fórmula de «ayudarla a adoptar un niño» y celebrado con el fin de tapar un poco el tremendo cinismo de su alianza con Arsén. Había ido al orfanato para valorar al candidato al puesto de funcionario de las fuerzas del orden público que colaboraría con las estructuras criminales. Bueno, el candidato había obtenido una puntuación alta. Ahora faltaba llevar a cabo un juego ritual más, esta vez los jugadores serían ella y su marido, y el guión rezaba; «Eres el más importante de nosotros dos, te toca tomar la decisión a ti.» No se debía ofender al marido de ninguna de las maneras, Arsén se lo había recalcado, y la propia Natalia era perfectamente consciente de ello. El marido era un calzonazos, bailaba al son que le tocaban, bastaba recordar cómo ella misma, con un poco de energía y tesón, había llevado al matrimonio a ese joven guapo, cobarde y soñador. ¡Sí, ella, Natalia, una de las estudiantes menos atractivas, por no decir más feas, de su promoción, que además no tenía ni dinero ni piso en Moscú! Así que tenía que andar con pies de plomo para evitar alejar o enfadar al marido si no quería que se convirtiera en presa fácil de otra mujer. El hombre sabía demasiado para permitirle escaparse del hogar familiar, o mejor dicho, de las garras depredadoras de Arsén. Máxime cuando el marido tenía una profesión tan útil y valorada como la de anestesista. Arsén no podía prescindir de un especialista en este ramo, mientras que buscar y sobornar a uno nuevo sería algo complicado y no exento de peligro.

«Hay que darle a entender que el muchacho me ha gustado, si no, no acabará nunca de decidir nada», pensó Dajnó, y dijo:

– Sabes, a ese chico hay que tratarle con mucho cariño, para ayudarle a superar el drama emocional que ha vivido. Creo que podría hacerlo. ¿Qué opinas?

Y el marido exhaló un suspiro de alivio…

…Hacía seis años… Natalia corre por la resbaladiza acera, jadeando de emoción y ternura. Sobre su pecho, bajo el abrigo de astracán, se estremece un bultito tibio y diminuto, el cachorro que acaba de comprar. Ha escogido entre toda la carnada justamente a ese cabezón porque, nada más verle, sintió una cálida ola de adoración loca expandirse por sus entrañas.

– ¡Mira a quién te he traído! -exclamó triunfalmente irrumpiendo en casa y soltando las solapas del abrigo.

Sobre la cara de Oleg se lee una perplejidad indiferente; luego, un educado interés. Los perros no le gustan. No obstante, media hora más tarde se arrastra de rodillas, junto con Natalia, delante del cachorro, se admira, le habla con voz atiplada, le hace cosquillas con los dedos en la barriguita, le besa en la prominente frente, en los húmedos hocicos.

– Mamá, ¿puedo sacarlo a pasear?

– Puedes, hijo mío, pero será dentro de unos meses. Es demasiado pequeño, no debe andar por la calle, antes tenemos que vacunarle.

– ¿Me dejarás que le dé de comer? Compraré libros sobre perros y lo haré todo estrictamente conforme manda la ciencia. ¿Me dejarás?

– Claro que sí, hijo mío -sonríe Natalia Yevguénievna, que se ha percatado del cambio repentino de la actitud del chico.

«Primero, no le gustan los perros, ahora ya lo sabe, pues al principio, durante unos instantes no ha podido disimular su disgusto a propósito de la aparición de un nuevo miembro en la familia. Segundo, quiere ser el único objeto del amor y las atenciones, y el hecho de la llegada al piso de un nuevo ser que requiere mimos y cuidados no le hace ninguna gracia. Pero ha sabido disimularlo. Ha podido disimularlo. A sus quince años es capaz de pisotear a su verdadero ser para transformarse en el que desea ver su madre adoptiva. Un imitador. El sueño hecho realidad. Éste llegará lejos…»

… Hacía cuatro años… Natalia Yevguénievna camina hacia casa con una enorme mochila sobre las espaldas. Su marido nunca ha aprobado su afición. En realidad, le trae absolutamente sin cuidado a qué aficiones dedica su tiempo libre la mujer, pero las consecuencias… La carne que trae a casa de cada cacería hay que cortarla, a los conejos hay que despellejarlos y a los patos desplumarlos. Es un trabajo duro, sucio, sangriento; cuando termina, la cocina, desde el suelo hasta el techo, está cubierta de sangre y trocitos de vísceras. El olor a carne aún tibia es muy peculiar, acostumbrarse a él tampoco es fácil. El marido nunca ayuda a Natalia a preparar la carne, simplemente se va a ver a los amigos o la víspera de la cacería pide en la clínica que le asignen una guardia ese día.

Al instalarse Oleg en casa, todo esto ha cambiado. El chico escucha con vivo interés sus relatos sobre las cacerías, hace preguntas, comparte las emociones de la madre, contiene el aliento en momentos especialmente dramáticos, la consuela con palabras adultas cuando un día Natalia se confunde en la oscuridad, mata de un disparo a un cisne y se disgusta tanto que ni siquiera trae a casa las piezas cobradas, sino que se las deja a los monteros. Pero lo más importante es que no se escaquea del trabajo sucio de la cocina, ayuda a Natalia a cortar y preparar la carne, la repasa quitando los últimos pelos y plumas, limpia los charcos de sangre, lava las paredes y el mobiliario de la cocina. En ocasiones, ella observa a Oleg con el rabillo del ojo cuando él se relaja y se olvida de controlar la expresión facial, y se da cuenta del esfuerzo que le cuesta ocultar la repugnancia que le produce ver y oler la sangre. Para los asuntos de caza de la madre es un ayudante valiente y sacrificado. Esta vez, Natalia Yevguénievna trae a casa un jabalí.

El enorme animal le salió, sencillamente, al encuentro. Natalia le disparó desde unos veinte pasos de distancia y le dio justo en la frente, pero el impulso seguía propeliéndolo hacia adelante, y la media tonelada de su mole amenazaba con arrollar a la mujer. Dajnó no recordaba haberle disparado por segunda vez y no entendía en absoluto cómo, en su estado de ofuscación aterrada, había conseguido darle en el ojo. En cambio, sí recordaba muy bien el miedo que había sentido. Las piernas seguían temblándole incluso ahora, cuando estaba sentada en la cocina bebiendo té junto con Oleg. Desde luego, hubiera preferido algo más fuerte que el té pero no creía conveniente tomar alcohol delante de un joven de diecisiete años. Por algún motivo le atemorizaba la idea de que la viera débil.

– ¿Has pasado mucho miedo, verdad, mamá? -preguntó Oleg buscando la mirada de Natalia con la suya.

– Sí, hijo, a decir verdad, mucho. Sigo sin volver en mí -confesó la mujer.

Oleg se levantó, abrió la nevera y sacó una botella de vodka ya mediada.

– ¿Nos atizamos un lingotazo, eh, mami querida? Necesitas relajarte, si no, luego no podrás dormir -dijo el hijo mientras buscaba en el armario unas copas y preparaba unos bocadillos para acompañar el trago.

– Gracias, Oleg -suspiró la mujer agradecida-. Tenía unas ganas tremendas de tomarme una copa pero me daba vergüenza.

Oleg dejó el cuchillo, se acercó a Natalia, apretó la mejilla contra la suya.

– Soy tu hijo. Delante de mí no debes avergonzarte nunca, ¿me oyes? Porque eres mi madre y para mí siempre serás la mejor, la más digna, la más justa, la más sabia, hagas lo que hagas.

– Gracias, mi cielo. -Le atusó con ternura la abundante cabellera rubia, le acarició el cuello, el hombro-. Aprecio mucho esta actitud tuya. Pero ¿no crees que no deberías beber conmigo?

– Primero, beber a solas es indecente, es un indicio de alcoholismo -se rió Oleg-. Y segundo, me asusté tanto como tú al imaginar lo que pudo haber sucedido. Tienes mucho coraje, madre, pero por favor, cuídate. No quiero perderte.

Natalia Yevguénievna sentía físicamente cómo se desdoblaba su alma. Una mitad comprendía que todo aquello no era sino una hábil interpretación teatral, una imitación de lo que el interlocutor de Oleg esperaba ver y escuchar en cada momento dado. Era un joven excepcional, un psicólogo sutilísimo que sabía captar el estado anímico de los demás y afinar al instante su línea de comportamiento de acuerdo con las expectativas más exigentes, con los modelos más elevados. No era casualidad que todo el mundo, sin excepción, le adorara. En los cuatro años no había habido ni un acto, ni una palabra que reprocharle.

¡Pero la otra mitad de su alma tenía tantas ganas de creer que todo aquello era verdad, que en efecto Oleg era un hijo solícito, atento, tierno, que idolatraba a su madre, que tenía talento, entereza, honradez y decencia!

«Lo que te ocurre, es que se te cae la baba con él -no dejaba de decirse a sí misma Natalia Yevguénievna-, no es de fiar, sabes perfectamente qué y cómo es. Es tu pupilo, que nunca llegará a ser tu hijo. Sólo está jugando a ser hijo amantísimo con tal de obligarte a ser madre cariñosa.» Pero apetecía tanto creer en el sueño hecho realidad…

…Hacía tres años… Por primera vez Natalia llevó a Oleg a practicar el tiro. Solía ir a entrenarse sola, el hijo vivía según sus propios horarios y practicaba el tiro a horas y en sitios distintos. Natalia Yevguénievna sólo se enteraba de los éxitos deportivos de Oleg por sus propias palabras y por los diplomas y copas que traía a casa con cierta frecuencia. Además del tiro al blanco, también practicaba natación y lucha libre y jugaba al ajedrez.

Los resultados del entrenamiento conjunto la dejaron atónita. No era que Oleg disparase bien. Disparaba mejor que ella. Pero lo que más impresionó a Natalia Yevguénievna fue la sensación inédita de entusiasmo provocado por el hecho de que alguien la superase en el tiro. En su círculo de amistades no tenía iguales, siempre había sido la primera, la mejor, la campeona, el no va más.

Y la idea de que tarde o temprano llegaría alguien que batiría sus récords no le hacía ni pizca de gracia. Ese alguien apareció de forma del todo inesperada, y mucho más inesperado aún resultaba el hecho de que esto le diera ganas de llorar de alegría. Sólo los verdaderos maestros y padres amantes sabían alegrarse de que su criatura les hubiera superado.

– Gracias, hijo -balbuceó abrazando a Oleg y ocultando el rostro para que nadie viera sus lágrimas.

– ¿Por qué me das las gracias? -se sorprendió el joven.

«Por brindarme la oportunidad de experimentar esta increíble sensación de alegría y orgullo de ti. Porque creo que te quiero de verdad», pensó Dajnó. Pero en voz alta lo echó a broma:

– Por no dejar en mal lugar el honor de una madre campeona.

– Pero qué dices, mami, me queda todavía un buen trecho que recorrer para poder compararme a ti. Hoy simplemente he caído de pie, todo ha sido pura carambola. No podré repetir ese resultado. Aunque me he esforzado mucho, te doy mi palabra. Siempre he querido parecerme a ti, tus resultados son para mí un ideal y voy a luchar por alcanzarlo…

… Hacía un año… Natalia Yevguénievna le fue infiel a su marido por primera vez. Y no sólo le fue infiel sino que se había enamorado locamente, se había enamorado hasta el punto de abandonar, a veces, toda cautela.

Tarde o temprano tenía que ocurrir. Había llevado a su amigo al chalet, convencida como estaba de que el marido estaba haciendo guardia y el hijo dando clases en la Academia Superior de Policía. Cuando en el porche resonaron pasos y voces, Natalia se quedó de piedra. Su marido no debía enterarse de la existencia del amante, pues sería una catástrofe para todos. Cuando todavía estudiaban en la universidad, Natalia supo inculcarle la noción de que poseía unas dotes sexuales extraordinarias y, tocándole esta fibra, rápidamente convirtió a su compañero, primero en amante, luego en novio y, más tarde, en marido. En realidad, el hombre no tenía nada de qué presumir en este aspecto y, lo que era peor todavía, no sólo carecía de habilidad sino que tampoco quería aprender. Para qué, en efecto, iba a aprender nada si su mujer le aseguraba que todo le salía fenomenal y no podía estar mejor.

Al verse atrapada en las redes de su propia mentira, Natalia aguantaba con paciencia la ceremonia del débito conyugal, sin dejar de fingir entusiasmo y gozo, ya que tenía muy presente lo siguiente: cualquier cosa antes que la ruptura y el divorcio. No, no sería en absoluto admisible, el hombre sabía demasiado sobre la Oficina y le hacía demasiada falta a Arsén. En caso de conflicto tendría que ser eliminado.

Natalia Yevguénievna hizo acopio de su descomunal valor, se puso la bata y salió del dormitorio al vestíbulo. En el umbral estaban Oleg y una simpática señorita ataviada con un largo abrigo de piel y una bufanda color verde esmeralda, echada al desgaire sobre los hombros. El gesto de la señorita era indisimuladamente burlón. Natalia y su amigo habían venido en el coche de éste, y la circunstancia de que delante de la casa estuviera aparcado un coche extraño y una mujer de mediana edad hubiera salido del dormitorio sofocada, con la bata a medio abrochar y la cara descompuesta por el pánico no se prestaba más que a una interpretación. Obviamente, a la señorita le parecía divertida la idea de que esa mujer nada joven ni atractiva tuviese un encuentro amoroso al igual que los tenían los jóvenes, poseedores de cuerpos esbeltos y hermosos.

– Oleg, acompaña a la visita al salón, ofrécele algo de beber y ve al estudio de papá. Tenemos que hablar -dijo Natalia Yevguénievna con frialdad.

Se sentó en el hondo sillón del estudio del marido e intentó ordenar sus pensamientos. Costara lo que costara, tenía que poner a Oleg de su parte, prometerle todo cuanto le pidiera con tal de asegurar su silencio. Tal vez apañaría a toda prisa alguna milonga, aludiría a una misión que le había encomendado Arsén.

Oleg entró en el estudio y se paró en silencio delante de la mujer.

Durante unos breves instantes se quedaron mirándose sin decir palabra, pero ese lapso fue suficiente para que el joven comprendiera el estado de la madre y apreciara la situación. Se hincó de rodillas delante del sillón y le cogió la mano a Natalia.

– Madre, me alegro mucho por ti. ¡En estos años nunca te he visto tan guapa, con esta luz en los ojos! Eres una mujer extraordinaria pero ¿qué te ha dado la vida? Un marido aburrido, un trabajo tedioso, al pesado de mí. Nuestro papá es un hombre maravilloso, es bondadoso, honrado, tranquilo, pero tú necesitas, al menos de vez en cuando, distraerte, si no, esto sería un muermo. Palabra de honor, me encanta que hayas encontrado a un hombre que sepa valorarte a ti, tu inteligencia, tu belleza, tus grandes cualidades. Y puedes estar absolutamente segura de que mi padre no se va a enterar de nada. Es más, si en adelante puedo serte útil en algo, cuenta conmigo.

En este mundo no ha nacido aún una mujer que no ceda ante el halago. La cuestión está en la sutileza de tal halago. Un joven canalla estupendo. El sueño de una madre hecho realidad.

Un mes atrás:

– ¿Lo has consultado con Arsén?

– Sí. Ha dicho que tengo que ir de mediocre pero de mediocre fiable, serio. Negarme a pasar la práctica en la PCM sería estúpido, llamaría demasiado la atención. Pero hay que conseguir que el informe sobre mi práctica sea bueno y, sin embargo, que en su momento, dentro de seis meses, no quieran incluirme en la plantilla.

– ¿Por qué?

– El tío Arsén me necesita en el distrito Norte. Aunque haga prácticas en la PCM me destinarán al distrito Norte. Tiene sus planes.

– Bueno, el tío Arsén lo sabrá mejor…

Una semana atrás:

– Amansa el trote, hijo mío. No debes parecer demasiado listo. A juzgar por la información a la que hemos tenido acceso, Kaménskaya es más lista de lo que parece. Ándate con ojo, no sea que te destape.

– ¿Quieres decir que hay que bajar las revoluciones?

– Eso mismo.

– ¡A sus órdenes, mi general! Es increíble el olfato que tienes, mami…


Los disparos sonaron simultáneamente. Lártsev se desplomó, Oleg descendía deslizándose sobre la jamba hacia el suelo. Natalia Yevguénievna apenas tuvo tiempo de comprender lo que estaba ocurriendo cuando llamaron a la puerta. César reaccionó de inmediato, ladrando con rabia. El marido tenía las llaves, así que no podía ser él. No pensaba abrir a nadie más.

El timbre volvió a sonar, César ladró más fuerte, luego alguien aporreó la puerta, y se oyeron los gritos:

– ¡Abran, policía!

Unos segundos más tarde, los golpes se hicieron más fuertes, y Dajnó comprendió que la policía, que se presentaba como por arte de magia, estaba rompiendo la puerta. ¿Qué hacían allí? ¿Acaso Oleg…? ¿Se había equivocado, pinchó, despertó sospechas y vino a casa trayendo detrás el rabo que le habían colocado? ¡Oleg, hijo, cómo has podido!

Tenía ganas de aullar. Había visto la muerte demasiadas veces, como médica y como cazadora. Oleg estaba muerto, no le cabía duda. Oleg, su pupilo, quien con el tiempo se había convertido para ella en un hijo de verdad, al que había amado como se ama a un hijo, quien la había hecho vivir momentos tan intensos de felicidad y orgullo maternos que hasta resultaban insoportables, quien le dio la oportunidad de conocer el encanto especial de la amistad y el compañerismo entre la madre y el hijo. Esos años le habían proporcionado más alegrías que todos los anteriores de su vida. Ya nunca nadie sabría apoyarla en minutos de duda, consolarla en los de angustia, decirle en el momento oportuno las palabras necesarias con tanto tino como Oleg lo había hecho. Y aunque no hubiera sido verdad, aunque todo hubiera sido una interpretación ágil y habilidosa, lo importante era que ¡había sido, había sido! ¡Y había estado tan bien!…

Pero, además de Oleg, también existían su marido, ella misma y unos treinta años de vida por delante, que habría que pasar en condiciones normales, y no en el calabozo.

La puerta, destrozada, cayó con estrépito. Los ladridos de César se habían vuelto histéricos y broncos. Natalia Yevguénievna tenía ganas de gemir y llorar. Sintió un dolor punzante en el pecho y perdió el conocimiento.


A última hora del 30 de diciembre, Nastia comprobó con satisfacción que el juego que habían ideado ella y el Buñuelo había dado resultados. El hombre del barítono agradable llamaba cada poco, se disculpaba por no poder enviarle a Alexandr Diakov, le preguntaba si necesitaba alguna cosa más para llevar el asunto a su término y no planteaba exigencias de ningún tipo. El agudo oído de Nastia captaba en su voz una creciente tensión que, por lo demás, su interlocutor disimulaba con notable destreza. De momento, todo seguía el rumbo que ella había planeado: la espera se dilataba, por su parte había manifestaciones continuas de una disposición total a colaborar con el fin de salvar la vida, amenazada por el iracundo Lártsev.

El gélido terror que la había dominado durante los últimos días se derritió bajo los rayos abrasadores de la tensión inhumana que le producía a Nastia la nueva e inesperada situación. Hubiese hecho gustosa cualquier cosa con tal de que a Nadiusa Lártseva no le pasase nada. Cualquiera. Que el crimen siguiese sin resolver, que los criminales quedasen impunes, que la echasen del trabajo, cualquier cosa antes que perjudicar a la niña.

Pero Nastia no hubiese sido Nastia si hubiese dejado que sus emociones anularan su preocupación profesional por completo. ¿Había alguna forma de resolver el crimen a pesar de todo? ¿Había alguna forma de hacer todo lo posible e imposible por la niña y, al mismo tiempo, trincar por lo menos a un asesino?

La solución de un problema generaba la necesidad de resolver otro. Junto con Liosa había trazado varios esquemas que permitían mantener la comunicación obviando el contacto directo. El mejor fue, a su modo de ver, aquel que contaba con la complicidad de varios funcionarios de una sucursal de la compañía telefónica (según sus cálculos, hacían falta cuatro personas como máximo) y un ayudante más, que viviese en el área que dicha sucursal atendía. Aunque Nastia se había dedicado a buscar solución a este problema sólo para matar el tiempo, la entristeció el haber alcanzado una conclusión que confirmaba sus peores sospechas. Montar un sistema así con el único fin de impedir la investigación de un caso criminal aislado hubiera sido tan absurdo como dedicar años a tejer un tapiz de complicado diseño con el único fin de utilizarlo un día para recoger en él las bolsas de basura que había que sacar fuera de casa. De manera que Lártsev no iba descaminado al afirmar que se trataba de un intermediario que no tenía ningún interés particular en el caso de Yeriómina.

¿Quién era ese intermediario? ¿El director del club El Varego, entre cuyos subordinados estaba Diakov? Era muy posible. Grádov le conocía, eran vecinos de escalera, parecía lógico que en caso de apuro extremo Serguey Alexándrovich le pidiese ayuda precisamente a él. Pero si no era él, ¿quién, entonces? ¿Y qué papel interpretaban en todo esto Fistín y sus varegos?

A Nastia la corroía la incertidumbre sobre el tiempo que podría seguir entreteniendo al intermediario con sus exigencias de traerle a Diakov. Tarde o temprano, su engaño saldría a la luz. Le daba miedo sólo pensar en lo que pasaría luego.

Sasha Diakov había sido detenido y puesto a buen recaudo en el momento de coger el tren que debía llevarle lejos de Moscú. Los policías que le habían estado vigilando fueron informados de que Saniok andaba avisando a todo el mundo de su inminente ausencia, que se prolongaría de tres a cuatro meses. Un prófugo no se comportaría de este modo, decidieron, todo parecía anunciar que se quería quitar a Diakov de en medio y se estaba preparando el terreno para evitar que alguien empezara a buscarle en seguida. Por eso siguieron al jovencito hasta el tren, dando posibilidad a sus acompañantes, si los hubiera, de comprobar que había ocupado su asiento sin novedad, y un minuto antes de ponerse el tren en marcha le sacaron por una plataforma cerrada al pasaje a las vías del otro lado del andén.

Cuando Gordéyev empezó a cantarle a Nastia por teléfono baladas sobre «alguien que nos está presionando desde arriba», comprendió en el acto que también el Buñuelo había intuido la posibilidad de un intermediario y había hecho un intento de sembrar la discordia entre éste y Grádov. Por su parte, Nastia trató de provocar un choque entre el intermediario y Fistín, al obligarles a buscar, sin esperanza alguna de encontrarle, a Diakov. Mientras andaban en su busca, se podía considerar que la niña estaba a salvo de peligro. Siempre que, por supuesto, no le hubieran hecho nada después de llevársela. Pero la noticia de que Diakov estaba detenido podía salir a la luz en cualquier momento, y el intermediario se daría cuenta de que Nastia estaba tomándole el pelo. No podía ignorar por mucho tiempo el hecho de la detención del joven, que se había producido antes de que Nastia quedara incomunicada. En ese momento, su única esperanza era Gordéyev el Buñuelo, quien tal vez sabría evitar que se fíltrase la información sobre Diakov, aunque sólo Dios sabía cómo iba a conseguirlo si el intermediario tenía sus agentes sentados poco menos que en cada despacho de Petrovka, o como mínimo, en cada planta y en cada subdivisión. «A lo mejor no son tantos -se decía para animarse-, a lo mejor el susto ha llevado a Lártsev a exagerar su número, desde luego que los hay, de esto no hay ninguna duda, pero el contingente de esos monstruitos no puede incluir a tantísima gente.» Entretanto, la búsqueda de Diakov proseguía, y eso le infundía cierta esperanza. Por lo menos, le daba tiempo de inventar alguna treta más que la ayudara a seguir con dilatorias.

Ni se le pasaba por la cabeza la idea de que tenían a la niña drogada y que todo estaba desarrollándose «con altísima precisión en sentido inverso». Si a la mañana siguiente Diakov continuaba sin aparecer, Arsén daría la orden de administrarle una inyección más. Diakov representaba un peligro sólo potencial, mientras tanto, necesitaba mantener pulsada la clavija que le permitía presionar a Lártsev. Para la niña, la inyección de la mañana podía resultar la última. Si Nastia Kaménskaya lo hubiese sabido…


La noche del 30 al 31 de diciembre, Nikolay Fistín salió corriendo de casa, se montó en un Zhigulí común y corriente y a toda prisa fue a la calle Obreros Metalúrgicos, donde vivía Slávik, el corredor de coches. Hacía media hora le habían llamado los chicos a los que había ordenado ajustarles las cuentas a los hombres de Arsén agazapados en el campamento, abandonado en invierno, y le comunicaron con perplejidad que habían encontrado allí a una niña enferma.

Al principio creyeron que estaba dormida pero no lograron despertarla. A todas luces, estaba inconsciente.

«Una rehén -se espantó Fistín-. Ahora te daré la vida, renacuajo apestoso. ¡A ti sí que te meterán el zapatazo en los morros!»

– Llevad a la niña a casa de Slávik, que vive solo -ordenó el tío Kolia.

Había pasado la noche junto a la pequeñaja, buscando el modo de hacerla volver en sí, pero sus esfuerzos no sirvieron de nada. Su pulso era lento aunque firme. No abría los ojos y no daba señales de oír su voz.

Por la mañana, Nikolay consideró llamar una ambulancia, y lo único que frenó ese impulso fue la ausencia de una explicación convincente: qué niña era ésta y cómo había ido a parar al piso de Slávik.

Contarles lo del campamento equivaldría al suicidio: allí había más sangre que en un matadero. Se podría decir que la habían encontrado en la calle pero parecería demasiado raro y no era de descartar que avisaran a la policía, Dios no lo quiera. A Fistín no le iría nada bien entablar tratos con la policía precisamente en esos momentos.

Estaba sucumbiendo a la exasperación, cuando, poco a poco, la niña empezó a regresar a la vida. Hacia las nueve de la mañana abrió los ojos e intentó decir algo aunque sus labios sólo emitieron un silbido ininteligible. El tío Kolia se animó un poco. No tenía ni idea sobre cómo ayudar a la niña pero había leído en alguna parte que a los enfermos que se encontraban bajo los efectos de la anestesia (no le cabía duda de que se trataba de una anestesia o de algo por el estilo) había que darles de beber en abundancia, para que el fármaco saliese del organismo junto con el líquido. Tenía preparadas varias botellas de agua mineral, que Slávik había comprado por orden suya al amanecer.

Después de alternar el agua con un té caliente y muy azucarado, llegó a escuchar las primeras palabras de la niña:

– ¿Dónde está papá?

– ¿Quién es tu papá, corazoncito? -preguntó Fistín con cariño.

– Es policía -susurró la niña-. Trabaja en Petrovka, en la policía criminal. Llame a papá, dígale que venga a buscarme.

– En seguida le llamo -prometió Nikolay con entusiasmo-. Dime el teléfono y cómo se llama tu papá.

No iba a desperdiciar esta ocasión. La rehén de Arsén era hija de un funcionario de la policía. Así que éste era su modo de proceder. Bueno, pues ahora sería él, Fistín, quien ocuparía el puesto de Arsén para mandar sobre los policías y dictarles su voluntad con tal de ayudar al amo. Si conseguía ponerse de acuerdo con los sabuesos, Grádov no olvidaría mientras viviese que el tío Kolia triunfó allí donde el maldito carcamal había fracasado.

Marcó el número que la niña le había dicho pero nadie cogió el teléfono.

– Entonces, hay que llamarle al trabajo -murmuró ella con un hilo de voz, y le dio otro número.

Pero el papá de Nadia tampoco estaba en el trabajo.

– Estará más tarde -le comunicaron a Fistín-. ¿Quién pregunta por él?

– Un amigo. Habíamos quedado en que le llamaría esta mañana.

– Deje su número de teléfono, le llamará.

– Lo tiene -mintió el tío Kolia-. ¿Sabe a qué hora puedo encontrarle?

– No podría decírselo, no lo sé.

Nikolay le sirvió a Nadia otra taza de té caliente y dijo para tranquilizarla:

– No te preocupes, pequeña, tu papá ha salido por asuntos de trabajo. Cuando vuelva, le llamaremos y vendrá a recogerte.

Pero la niña se sentía mal, tenía vómitos, diarrea, a ratos su cara se volvía azul y su pálida frente se perlaba de sudor. Evidentemente, los remedios medicinales caseros no eran suficientes. Pero en el trabajo del papá seguían contestando:

– No ha llegado todavía, estará más tarde.

Paulatinamente, Fistín fue despidiéndose de la idea del enchufe que le facilitaría el acceso a un funcionario de la policía criminal. Tenía la impresión de que la niña se iba a morir de un momento a otro y que necesitaba sacarle al menos algún provecho. Una migajita cualquiera. Era preciso hacerlo cuanto antes, mientras aún era posible salvarla. No iba a dejarla morir. Bueno, si no podía pactar con la policía, tenía que intentar negociar con Arsén. Canjearía a la rehén por una promesa de cumplir el contrato y sacar de apuros al amo.

Nikolay fue corriendo al club, ya que no podía comunicar con Arsén desde ningún otro sitio. En varias ocasiones había intentado llamar desde otros teléfonos pero fue inútil. Sólo una llamada hecha desde el club tenía por consecuencia el que al cabo de un rato Arsén la devolviese. Fistín se dio mucha prisa, pues las horas a las que se podía llamar estaban estipuladas con precisión. Cuando se trataba de transmitir un comunicado urgente, tenía que llamar seis minutos antes de una hora par en punto. El reloj marcaba las 13.45 horas. Si no conseguía llamar dentro de nueve minutos, no recibiría respuesta hasta dentro de dos horas. Pero si llegaba a tiempo, hablaría con Arsén al cabo de unos veinte minutos.

El tío Kolia llegó a tiempo. Marcó el número a las 13.54 horas, según el reloj digital colocado encima de la mesa del cuartucho situado detrás de la sala del gimnasio.

A las 14.15 sonó el teléfono, y Fistín descolgó el auricular con un gesto brusco.

– No me digas que has encontrado a Diakov -dijo la voz burlona del viejo.

– No se lo digo. He encontrado a su rehén. Y tengo una proposición que hacerle. Le devuelvo a la niña, creo que le hace mucha falta para su negocio. A cambio de esto, usted termina el encargo de mi jefe.

– ¿Qué niña? -el asombro de Arsén no parecía fingido-. ¿Qué desvarío es éste?

– La niña del campamento de pioneros -se regocijó el tío Kolia-. Además, los que la custodiaban han cobrado su merecido. Tardará en dar con ellos. ¿Qué me dice pues, acepta mi proposición?

– No sé nada de ninguna niña ni de ningún campamento de pioneros -articuló Arsén en voz baja y bien entonada-. Y te diré otra cosa, Chernomor, vete a tomar viento, ¿quieres?

Las palabras fueron pronunciadas con la misma entonación con que en las mejores casas inglesas se decía: «Hoy hace un tiempo precioso, ¿no le parece?»

Los pitidos del auricular devolvieron a Fistín a la realidad. Otro resbalón, pensó con exasperación. Se había resignado a que nunca iba a comprender a Arsén ni su forma de actuar. Ahora lo único que le preocupaba era ayudar al amo y a la niña al mismo tiempo. Por lo que decidió regresar a la casa de Slávik para intentar, una vez más, dar con el papá policía de Nadia.


Nada de lo que Fistín le había dicho cogió de nuevas a Arsén. Por la mañana, al no recibir la llamada del médico, fue al campamento y examinó el escenario de la carnicería. La niña había desaparecido. Para comprender que aquello no era obra de la policía sino del tío Kolia y sus chicos no hacía falta tener ni dos dedos de frente. La policía le habría tendido allí una emboscada.

En cuanto Arsén volvió a casa, Natalia Dajnó le llamó para contarle la tragedia del día anterior. Oleg estaba muerto. Lártsev, gravemente herido.

Natalia y su marido habían pasado la noche en Petrovka, donde les habían interrogado, preguntando sobre cada detalle de lo ocurrido. La mujer tuvo la presencia de ánimo y sangre fría suficientes para echarle toda la culpa a Oleg. Dijo que Lártsev había venido a verle a él, no a ella. ¡Para qué, no lo sabía. Lo único que le dijo fue que necesitaba hablar con Oleg y se quedó esperándole durante dos horas sin darle explicaciones. Qué más daba, ahora que el muchacho ya no estaba con ellos.

– ¿Crees que Lártsev saldrá con vida? -preguntó Arsén.

– Es poco probable. Las lesiones son demasiado graves. Aunque la operación sea un éxito, permanecerá inconsciente una semana como mínimo, y luego le concederán la invalidez permanente -dio su opinión autorizada la antigua cirujana.

– Bueno, así que disponemos de una semana como mínimo para que tú y tu marido soltéis las amarras -resumió Arsén-. Si dentro de una semana, Lártsev está en condiciones de contar lo que sea, no les servirá de nada. De acuerdo, bonita, por la tarde tendré aclaradas todas las cuestiones, entonces decidiremos cómo hay que actuar. Después de comer, avisa al técnico para que desconecte aquel número. Y dile a Valera que ya no necesitamos escuchar las llamadas de Kaménskaya.

Valera era el ingeniero en jefe de la sucursal telefónica y también comía del pesebre de Arsén.

A la luz de los últimos acontecimientos, Arsén dejó de preocuparse de Nadia. Si Lártsev quedaba fuera de juego por mucho tiempo o, tal vez, para siempre, a él, Arsén, la niña no le hacía ninguna falta. Que Fistín hiciera con ella lo que le saliese de los mismísimos. Esa tarde, el número que utilizaban para comunicar con él tanto el tío Kolia como el amo de éste, Grádov, dejaría de funcionar. Grádov había pasado toda la tarde anterior dando la lata a la gente de la Oficina pero Arsén no le devolvió ninguna de sus llamadas. El pictórico de Serguey Alexándrovich había intentado incluso utilizar a sus amiguetes de la policía para averiguar qué número de teléfono era aquél y dónde estaba instalado pero Natalia Dajnó, como siempre, supo ponerse a la altura de las circunstancias. En aquella sucursal era la única responsable de la asignación y el registro de números disponibles, como también era la única en atender demandas oficiales. Tenía toda la documentación en regla, nadie iba a detectar o reparar en nada jamás. En un principio, podría haberse desconectado el número el día anterior, pues Arsén acostumbraba a hacerlo inmediatamente después de finalizar el trabajo de turno, pero esta vez había necesitado mantener la comunicación abierta, por si Fistín conseguía dar con Diakov. Ahora aquel teléfono ya no le hacía ninguna falta.

Aun en el caso de que la policía detuviese a Fistín o a Grádov, que era justamente lo más probable, nadie podría identificar al misterioso Arsén, y contasen lo que contasen en Petrovka, parecerían unas auténticas engañifas inventadas sobre la marcha con el fin de quitarse su parte de culpa y responsabilidad.

Sin embargo, la conversación con Fistín había molestado a Arsén en serio. ¿Quién se había creído que era ese chorizo? ¡Se permitía regatear sus condiciones! Se pasaba de listo. Maldita escoria humana con dentadura de hierro. Hacía demasiado que no pasaba por el trullo, se le había olvidado que tenía reservado allí un sitio junto a la letrina.

Arsén bajó a la calle, llegó hasta la cabina más próxima, descolgó el auricular y marcó el 02.

– Han secuestrado a la hija de su compañero, del comandante Lártsev. Lo hizo Nikolay Fistín, delincuente habitual que ha cumplido dos condenas y tiene domicilio en la avenida Federativni, número 16, bloque 3 -y colgó.


La llamada telefónica sobre la hija de Lártsev fue recibida en Petrovka antes de que el tío Kolia hubiese tenido tiempo de salir del club. El servicio de seguimiento comunicó que había pasado toda la noche y la mañana siguiente en la calle Obreros Metalúrgicos. De inmediato, un grupo de apresamiento fue enviado a aquella dirección. Una hora después de hablar con Arsén, Nikolay Fistín y el dueño del piso, el corredor de coches Slávik, estaban detenidos, y Nadia Lártseva era trasladada al hospital.


Serguey Alexándrovich Grádov llevaba buscando al tío Kolia desde primera hora de la mañana del 31 de diciembre. Antonina le dijo que había salido a mitad de la noche y no había vuelto.

– En cuanto llegue, dígale que me llame de inmediato -le pidió Grádov.

Pasaban las horas, Nikolay seguía sin aparecer, tampoco se encontraba en el club y nadie sabía dónde andaba. Los malos presentimientos carcomían a Grádov, comprendía que todo cuanto estaba ocurriendo tenía que ver con la negativa de Arsén a cumplir el contrato. Alrededor de las cinco de la tarde llamó, una vez más, a casa de Fistín.

– Serguey Alexándrovich -sollozó Antonina desde el otro extremo del hilo-, la policía ha detenido a Kolia.

En momentos de pánico Grádov era incapaz de pensar con claridad, y precisó varios minutos para darse cuenta de que Kolia Fistín era el último linde que le separaba de las fuerzas del orden público. Si habían detenido a Nikolay, Grádov sería el siguiente. Fiel a su arraigada costumbre, Serguey Alexándrovich intentó elegir entre la gente de su entorno a alguien en quien podría confiar y a quien podría encargar arreglar la situación. Desde su primera infancia contaba con papá, que era todo un padrazo y había protegido a Seriozha hasta casi el día de su boda, luego aparecieron secretarios, asesores, subalternos, ayudantes, lameculos y, al final, Arsén. Toda esa gente le repetía al unísono: «Descuide, nos hacemos cargo de todo, todo quedará de la mejor manera.» Ahora tenía que encararse con un hecho desagradable: nadie, nunca más, iba a apechar con sus problemas.

El pensamiento siguiente que se le pasó por la cabeza a Grádov fue la pregunta: ¿era la situación de veras tan complicada e insoluble como le parecía? ¿Y si se desentendía y si se olvidaba de ella? Aunque careciera de solución, no le amenazaba con nada terrible. Unos cuantos minutos de intensa reflexión más llevaron a Serguey Alexándrovich a la poco halagüeña conclusión de que no escaparía ni a la detención ni a la cárcel. Sí, el tío Kolia era un chucho devoto pero esto no remediaba nada. ¿Qué podía hacer, llevado por su lealtad infinita, un hombre tan corto de luces?

Variante primera: encerrarse en un mutismo altivo y no prestar declaración.

Pero para los sabuesos de Petrovka, quien calla otorga, y tal comportamiento significaría que aceptaba todos los cargos. Aquella gente no se dejaba engañar con el gesto de inocencia ultrajada. Si callas, tienes miedo a declarar, y si tienes miedo a abrir el pico, es que quieres ocultar algo. O encubrir a alguien.

Variante segunda: el tío Kolia se descuelga largando trolas ingeniosas, asume todas las culpas y, como resultado, Grádov no tiene la menor relación con nada de lo ocurrido. Sería ideal salvo por el detallito de que Nikolay, servil pero necio, era simplemente incapaz de inventarse una mentira ágil, atinada y coherente. De manera que no cabía esperar que la segunda variante tomase cuerpo.

Tercera: Fistín, el hijo de puta de la peor ralea, el cabrón desagradecido, se pone a cantar de plano desde el primer momento y suelta todo cuanto sabe sobre Grádov. Bueno, en este caso todo está claro y no hay lugar para una segunda opinión.

Pensándolo bien, era evidente que de las tres posibles variantes sólo dos tenían visos de realidad, y cualquiera de las dos le conduciría a la detención y los tribunales. Así que también esto estaba más claro que el agua.

Pero tal vez la detención y los tribunales no eran tan espantosos. Tal vez sobreviviría a ellos.

Serguey Alexándrovich Grádov sabía con toda seguridad que no soportaría ni el calabozo ni el trullo. Esto, ni pensarlo. El primer timbre de alarma sonó cuando tenía once años y le mandaron por primera vez a un campamento de pioneros situado en un suburbio de Moscú. En aquella época era un buen campamento, uno de los mejores, frecuentado por los hijos de la élite del partido, y conseguir allí una plaza no era nada fácil, ni siquiera para el papá de Seriozha. El primer día, al entrar en el retrete, Seriozha vio el agujero en el suelo rebosante de inmundicias, respiró la mezcla de aromas de la lejía, orina y heces, y vomitó. Cuando la necesidad le apretó tanto que no pudo aguantar más, repitió el intento pero el desenlace fue aún peor: además de vomitar, se orinó encima. Cada minuto de su estancia en el campamento de pioneros se transformó para el niño en tormento, los demás chicos se burlaban de él, le llamaban «cagón», varias veces le hicieron «el cuarto oscuro», golpeándole todos a la vez por la noche cuando las luces estaban apagadas. Seriozha no podía comer, la fetidez del retrete le perseguía por todas partes, incluso en el comedor, y sentía náuseas constantemente. Tampoco podía atender debidamente las necesidades de su cuerpo, cada vez tenía que aguantar hasta el último momento y entonces plantearse la terrible elección: la vomitona en el retrete o la fuga para intentar llegar hasta un bosquecillo cercano, o si no, la búsqueda de un rincón apartado en el recinto del campamento, lo que implicaba el riesgo de ser visto y, más tarde, atrozmente humillado delante de todo el mundo a la hora de pasar la lista. Todos los demás problemas palidecían al lado de éste, crucial, y eso que no eran pocos. Seriozha era incapaz de vivir dentro de un grupo, ser como los demás, levantarse a la misma hora que todo el mundo, marcar el paso dentro de las filas ordenadas de chicos durante la clase de educación física, ponerse firmes cuando se pasaba la lista, comer las repugnantes y acuosas gachas o los miserables trocitos de nervios y cartílagos condimentados con grasa sintética y llamados «ragout» o «boef à la Stroganoff».

Diez días más tarde, los padres se llevaron a Seriozha del campamento. La impresión había resultado tan fuerte que nada más oír la palabra campamento, el niño empezaba a temblar con todo el cuerpo.

Cuando llegó el momento de hacer el servicio militar, Serguey estaba ya muy robustecido tanto física como moralmente. Ya no vomitaba al ver y oler la letrina cuartelera y conseguía tragar la comida de la cantina, con lo que se ahorró mofas y humillaciones. Pero daba lo mismo. Había sentido y padecido cada uno de los minutos de aquellos interminables dos años de la mili. Además, quiso la mala suerte que en la unidad donde había sido destinado, los «abuelos» tuvieran un poder absoluto, que le causó no poco sufrimiento adicional.

Tras soportar el infierno castrense, Serguey se dijo con rotundidad: «Cualquier cosa antes que la cárcel.» El terror a la prisión le acompañó a lo largo de su vida adulta, y con el tiempo no sólo no se debilitó sino que, todo lo contrario, cobró renovada intensidad. La flamante libertad de prensa había traído consigo una oleada de publicaciones, tanto de ficción como reportajes, que contaban cómo era la vida en una penitenciaría.

Impulsado por una curiosidad enfermiza amasada con el miedo y la aversión, Grádov leía las espeluznantes revelaciones sobre los usos y costumbres de los centros dedicados a la rehabilitación laboral de la población reclusa y se estremecía al descubrir que todo resultaba aún peor de lo que hubieran podido pintarle sus peores pesadillas. Luego, el tío Kolia, trullero con veteranía, se lo confirmó: todo era tal y como se contaba pero, en realidad, mucho más monstruoso aún, porque había cosas de las que no se escribía, pues mencionarlas daba algo así como vergüenza. Por ejemplo, que en la celda de preventivos se encerraba a treinta o cuarenta detenidos a la vez, que tenían que dormir en tres turnos y utilizar la letrina delante de todo el mundo.

No había nada más en este mundo que le inspirara a Grádov tanto pavor como la cárcel. Cuando su sombra se dibujó en el horizonte por primera vez, mató a Vitali Luchnikov sin pensarlo dos veces. Con sus propias manos metió en prisión a la desdichada Támara Yeriómina. Al lado del miedo que le socarraba las entrañas, estos actos le parecieron nimiedades minúsculas e insignificantes. La sombra de la condena se presentó por segunda vez cuando el degenerado de Arkady empezó a darle la vara con sus delirios sobre la necesidad de arrepentirse y confesarlo todo. También a éste tuvo que apartarle de su camino, para que no molestara.

Luego, la amenaza se encarnó en la hija de Támara, Vica. Grádov la eliminó también a ella, rompiendo así, una vez más, el hilo que se había tendido entre él y la odiosa prisión.

Ese día, el 31 de diciembre, la víspera de un nuevo año, 1994, Serguey Alexándrovich comprendió de repente que volvía a buscar a quién más podía asesinar para escapar de la trena una vez más. Pero resultaba que ya no había nadie a quien matar, excepto a sí mismo.

La lista de las cualidades negativas de Grádov sería larga, ya que era un hombre profundamente inmoral. Pero sus detractores más rigurosos no podían menos de reconocer que aquella lista no incluía la indecisión.

Dos horas más tarde, sentado en un sillón de su acogedor y bien caldeado chalet, Serguey Alexándrovich Grádov, quien había matado con sus propias manos a Vitali Luchnikov y a Arkady Nikiforchuk y había organizado los asesinatos de Vica Yeriómina y Valentín Kosar, dirigió una última mirada al cañón de la pistola que sostenía en la mano y cerró los ojos despacio. Lo había llevado dentro de sí durante veintitrés años. Nunca le había atormentado el arrepentimiento, nunca le había remordido la conciencia, lo único que le preocupaba a veces era el temor a que un día el horrendo secreto de lo ocurrido en el piso de Támara Yeriómina saliese a la luz. La mitad del secreto había muerto, junto con Arkady, hacía dos años. La otra mitad iba a morir ahora.

Unos segundos más tarde oprimió el gatillo con suavidad.


Hacia el mediodía del 31 de diciembre, Nastia tuvo que hacer grandes esfuerzos por no perder la calma. El intermediario no había vuelto a llamar ni una sola vez, no tenía noticias de Gordéyev y se sentía desorientada, sin la mínima noción sobre lo que estaba ocurriendo.

Estaba tumbada sobre el sofá, de cara a la pared, tratando de dominar la tiritona producida por los nervios, y repasaba sus conjeturas. ¿Qué pudo haber sucedido? ¿Se habían enterado de la detención de Diakov? Entonces, cabía esperar que, de un momento a otro, llamasen a la puerta, y en el apartamento irrumpiese Lártsev, enloquecido, pistola en ristre. ¿Qué otra cosa podía haber pasado?

Para colmo de males, el teléfono no paraba de sonar: amigos y conocidos le deseaban feliz año nuevo. Cada nuevo timbre de teléfono la hacía estremecer como si hubiera recibido una descarga eléctrica, el corazón no le cabía en el pecho, el sudor le humedecía las palmas de las manos. Pero «ellos» seguían sin llamar…

Hacia las ocho de la noche, al fin el Buñuelo dio señales de vida. Su voz sonó triste.

– ¿Cómo estás, Stásenka?

– Voy tirando -contestó tan tranquilamente como pudo-. ¿Y ustedes?

– Mal. Zhenia Morózov está muerto. Tu estudiante, Oleg Mescherínov, también. Volodya Lártsev está herido de gravedad, me temo que no salga de ésta.

– Dios mío…

El suelo se movió bajo sus pies y Nastia tuvo que apoyarse en el armario para no caer.

– Qué horror. ¿Qué ha ocurrido, Víctor Alexéyevich?

– Es largo de contar. Oye, pequeña, coge a tu genio pelirrojo y ven aquí. Mi Nadezhda Andréyevna se ha pasado el día entero guisando y horneando, hay comida para un regimiento, sea como sea, hoy es fiesta.

– Víctor Alexéyevich, no puedo, palabra de honor.

– Sí que puedes, Stásenka. Ya nadie te vigila.

– ¿Cómo?… No me diga que… -balbuceó atónita.

– Te digo. Fistín está detenido; la hija de Lártsev, en libertad; y el diputado de la Duma Nacional Serguey Alexándrovich Grádov ha decidido su suerte él sólito, sin esperar nuestra ayuda.

– ¿Es decir?

– Se ha pegado un tiro.

– Entonces, ¿ya está? ¿Todo ha terminado?

– Todo ha terminado. No de la forma que nos hubiese gustado pero ha terminado. ¿Por qué callas?

– Estoy llorando -apenas pudo articular Nastia, hecha un mar de lágrimas.

La tensión inhumana la había soltado de sus garras, y sobrevino la reacción.

– De acuerdo, llora un poco. Pero luego vestíos y venid hacia aquí. Entonces discutiremos todo eso.


La celebración de la Nochevieja que tuvo lugar en casa del coronel Gordéyev fue triste. Víctor Alexéyevich, su mujer, Nastia y Liosa se tomaron una copa de champán y hurgaron sin interés con los tenedores en los platos llenos de suculentos guisos. Nadie intentó aparentar siquiera que las cosas estaban como debían estar. Nadezhda Andréyevna, con sus treinta años de experiencia como mujer de un detective, no necesitaba explicaciones para entender lo que pasaba y a la primera oportunidad se levantó de la mesa.

– Desahóguense, hablen; entretanto, Liosa y yo vamos a ver una película. Me han prestado unos vídeos de no sé qué ganadores de Oscars.

Nastia levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Liosa. El hombre tenía el gesto crispado.

– Que Lioska se quede -le pidió a Gordéyev-. Tiene derecho a saber.

Nadie se atrevía a empezar la conversación. Tanto Nastia como Víctor Alexéyevich sentían pena y amargura.

– Diakov y Fistín han prestado declaración -dijo al fin Gordéyev-. Diakov es un chaval, todo lo que tiene son los músculos. En lo que se refiere al episodio del piso de Kartashov, sigue en sus trece, sostiene que un desconocido le dio las llaves, prometiendo pagarle si le traía la nota que tenía que encontrar en el piso de Kartashov. En cuanto a todo lo demás, se atiene al esquema habitual: «No sé, no me acuerdo, no he visto.» Como siga así, no tenemos nada de qué inculparle, si por lo menos dijese lo mismo que había contado a Kartashov, que había ido para robar el piso, se le podría acusar de intento de robo con allanamiento de la morada. En cambio, el allanamiento de la morada con el fin del robo de una nota, ¿qué queréis que hagamos con esto? Viacheslav Kuzin, en cuyo piso han encontrado a Nadia, es propietario, como resulta, de un coche cuya pintura es idéntica a la del vehículo que atropello a Kosar, así que podríamos empezar a tirar de este hilo, a ver si desmadejamos todo el ovillo. Fistín, esto ya son palabras mayores. Se ha puesto a regatear, ha prometido entregarnos a un tal Arsén omnipotente, que había organizado todos los asesinatos y el secuestro de la niña. Esto nos lo dice ahora, para proteger a su amigo Grádov. Cuando le comunique que Serguey Alexándrovich se ha quitado de en medio, veremos con qué sale entonces. Desde luego, no hemos encontrado a ningún Arsén.

– Pero existe -medio preguntó, medio afirmó Nastia.

– Y que lo digas -suspiró Gordéyev-, pero vete tú a saber dónde buscarle. Se ha desvanecido como un fantasma al amanecer. El número que Fistín utilizaba para llamarle no existe. Nuestra única esperanza es Lártsev. Si vive, tal vez nos cuente algunas cosas. Por ejemplo, ¿para qué fue a casa del estudiante? ¿Por qué se liaron a tiros?

– El estudiante era un infiltrado de Arsén -dijo Nastia con rotundidad-. Ahora estoy absolutamente segura. Fue él quien hizo un molde de mis llaves, cuando regresé de Italia y mencioné a Brizac por primera vez. También fue a ver a la viuda de Kosar, se llevó la libreta de su marido y no me la entregó porque en la libreta estaban anotados los teléfonos de Bondarenko. Me mintió, dijo que la había perdido.

– ¿Y qué, pues? ¿Qué buscaba Lártsev en su casa?

– Tal vez, Lártsev se había enterado de que Oleg trabajaba para ese escurridizo Arsén y pensó que tenía que ver con el secuestro de Nadia -aventuró Nastia.

– Tal vez pensó eso -convino Gordéyev-. Pero en este caso, ¿por qué no le habló, por qué no intentó averiguar dónde tenían a la niña sino que le disparó sin más? La madre de Oleg dice que lo hizo sin mediar palabra. Hay otra variante: Lártsev pudo haberse enterado de que fue Oleg quien mató a Morózov, y fue allí para ejecutarle por traidor. Así las cosas, sería de esperar que prescindiese de conversaciones. Lo que más me fastidia de todo esto es que nuestros chicos llegaron allí sólo medio minuto más tarde, ya estaban en la escalera cuando oyeron los disparos.

– No me lo creo -dijo Nastia negando con la cabeza-. ¿Fue a verle para matarle delante de su madre? Me lo creería de cualquiera menos de Volodka.

– Tampoco yo me lo creo. Antes de ir a casa de Oleg, Lártsev estuvo en la Sociedad de Cazadores y Pescadores. Probablemente, le urgía obtener la dirección de Mescherínov y, tal vez, Oleg le había contado que su madre era cazadora y que vivía en la avenida Lenin. Conseguir la dirección de este modo le resultaba más sencillo y rápido que regresar a Petrovka y esperar a que llegase el estudiante, o informarse en la Oficina de Empadronamiento. ¿Hay otras hipótesis?

– De momento no. Pero seguiré pensando. Tengo el mal presentimiento de que nunca llegaremos a saber toda la verdad sobre este caso. Y Zhenia, ¿qué pasó con él?

– Lo que pasó con Zhenia, Stásenka, es que se había metido en una historia muy fea. Encontramos en su bolsa unos apuntes sobre el caso de Yeriómina. Resulta que se dedicaba a investigarlo por cuenta propia y te ocultaba la información, supongo que quería encontrar a los asesinos solo, sin ayuda del vecino. Así tú te quedarías cubierta de porquería y todos los honores serían para él. En esos apuntes hay tela suficiente para vincular a Fistín y su comando al asesinato de Vica, de modo que al menos esto debemos agradecérselo. Pero al parecer, ayer ocurrió algo que lo convirtió en un peligro para el intermediario. ¿Qué fue exactamente?, ya nunca lo sabremos. No le contó nada a Pasha Zherejov, prefirió esperar a que yo volviera. Y lo que le trajo la espera. Aunque no se habla mal de los difuntos, ha sido un estúpido. No se pueden despreciar las reglas del juego cuando se juega en equipo. Siempre acaba mal. Fíjate en un detalle: le mataron sin intentar siquiera esclarecer si había contado a alguien su último descubrimiento. ¿Te das cuenta de lo que significa?

– Fue una medida disciplinaria que iba dirigida, entre otros, también a mí -respondió Nastia-. Me demostraban que no hablaban por hablar: nos has prometido que nadie más iba a investigar el asesinato de Yeriómina y has incumplido la promesa. Que te sirva de escarmiento. Cielo santo, ¡qué monstruos tenían que ser para matar a un hombre con el único fin de probar algo a alguien! ¿Fue Oleg quien asesinó a Morózov?

– Lo más probable. En cualquier caso, el estudiante llevaba encima una pistola con silenciador pero los análisis balísticos no estarán listos hasta después de las fiestas. Ay, Señor, Señor -Víctor Alexéyevich movió la cabeza y apoyó la frente en el puño con gesto de cansancio-, ¿será que no valgo en absoluto para este trabajo? No he reconocido al enemigo en ese chaval de la academia. He perdido a Volodka. Yo mismo, con mis propias manos, le metí justamente en la boca de la bestia y no supe cubrirle como Dios manda. Confié en su profesionalidad y en los agentes de seguimiento. Si no se les hubiera escapado, quizá todo habría salido de un modo distinto. No me lo perdonaré mientras viva. No es la primera vez que pierdo gente pero hasta ahora nunca había dado un patinazo tan gordo.

– No se angustie, Víctor Alexéyevich, la culpa no es sólo suya -quiso consolarle Nastia-. Si tuviera suficiente plantilla, habría podido enviar gente a buscar a Lártsev en todas direcciones a la vez, cuando aquellos dos le perdieron, y se habría evitado la tragedia. Pero así…

– ¿Sabes qué se me acaba de ocurrir? -se animó de pronto Gordéyev-. ¿Por qué Oleg, que tanto se esforzaba por impedirnos sacar algo en claro, un buen día coge y me suelta toda la verdad sobre Nikiforchuk?

– ¿Por qué?

– Porque tú y yo, aunque estábamos jugando con los ojos vendados, habíamos logrado meterles un gol. Habíamos enemistado a Grádov con el intermediario, y éste dejó de ayudarle. ¿Crees que ha sido una casualidad que durante dos meses no avanzáramos ni un milímetro y luego, de golpe, en un solo día los cogimos a todos? El intermediario se había desentendido del asunto, y he aquí el resultado. Hemos enfrentado al intermediario con Fistín y gracias a esto salvamos a la niña, aunque lo hicimos con las manos del tío Kolia.

– Entonces, resulta, Víctor Alexéyevich, que somos unos manipuladores, unos titiriteros, lo mismo que ese intermediario. ¿En qué somos mejores que él?

– Has puesto el dedo en la llaga, Stásenka. Por duro que sea reconocerlo, en nuestro trabajo es imposible mantener la pureza moral. Tenemos que mirar a la verdad a los ojos porque los cuentos idealistas sólo valen para los bobos. Ni tú ni yo lo somos. Claro está que la mafia es inmortal pero tampoco faltan, por el momento, detectives que saben pensar con la cabeza. Ni faltarán. Tal vez todo esto tenga alguna base sociobiológica, ¿eh? Oye, Alexei, haznos de arbitro, por algo eres profesor.

– Desde el punto de vista de la selección natural, la mafia irá volviéndose cada vez más aguerrida, y los detectives, más robustos; los más débiles perecerán, los más fuertes sobrevivirán -contestó Liosa Chistiakov con suma seriedad-. Pero desde el punto de vista de las matemáticas, estáis abocados a una coexistencia paralela y perpetua. Vuestras trayectorias no se cruzarán jamás. Nunca. La mafia no os romperá. Pero tampoco vosotros la arrasaréis a ella.

– Gracias, bonito, por los ánimos que nos has dado -sonrió sombríamente Gordéyev.


Támara Serguéyevna Rachkova cortó un apetitoso trozo de filete asado a las finas hierbas y se lo sirvió a su marido.

– Gracias, mamita -se lo agradeció éste, y levantó la copa de vino-. Brindemos por el año nuevo, que sea tan bueno como el anterior. Ya somos viejecitos, no le pedimos gran cosa a la vida, sólo que Dios nos dé salud y pequeñas alegrías. ¿Cierto?

– Cierto, papi -convino Támara Serguéyevna-. Brindemos… por el año nuevo y por nosotros dos. Cuarenta años juntos, que se dice pronto. Aunque eres un chiflado filatelista te quiero, a pesar de los pesares.

– Y yo te quiero a ti -sonrió Arsén, y apuró la copa a pequeños sorbos.

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