CAPÍTULO 12

A sus cuarenta y seis años, Yevgueni Morózov se consideraba un perdedor. La mayoría de sus compañeros de promoción ya ostentaban el rango de teniente coronel, y algunos, el de coronel, mientras que él seguía siendo capitán sin haber conseguido ni siquiera la estrella de comandante. Su principal trabajo consistía en la búsqueda de desaparecidos y de prófugos de las fuerzas del orden público y de la justicia sospechosos o ya inculpados. Ese trabajo le parecía gris e ingrato, hacía mucho que había perdido toda esperanza de ascender en el escalafón y, con aburrimiento y apatía, «curraba el folio» sin pensar más que en llegar a la jubilación. En los últimos años había empezado a beber, no mucho pero con regularidad.

Nastia Kaménskaya le había caído mal desde el primer día de su colaboración conjunta. Primero, y lo más importante, era que le sacaba de quicio la sola idea de tener que trabajar junto con esa tía, a la que llevaba más de diez años y que ya tenía la graduación de comandante. Encima, no se trataba sólo de trabajar con ella sino de ¡cumplir sus órdenes! No había nada que pudiese herirle más hondamente en su amor propio. Segundo, no entendía y no reconocía sus métodos de trabajo. Era una colección de chorradas: expedientes de archivo, libros en idiomas extranjeros, interrogatorios y reinterrogatorios sin fin, la clave de sol y otras pijaditas por el estilo. En su día a él, a Morózov, se le había enseñado a trabajar de otro modo muy distinto: en vez de arrellanarse con aire de suficiencia en un sofá, uno debía salir a la calle y buscar, buscar, buscar… No era por casualidad que el servicio al que había dedicado su vida se llamaba «detección y búsqueda». Ahí estaba la clave, se trataba de detectar buscando, de esto y no de ninguna de aquellas pamplinas. Además, uno de los principales procedimientos de su oficio se denominaba «búsqueda personal». Nunca había oído hablar de métodos analíticos y no tenía el menor deseo de conocerlos.

El enfado con la chavala de Petrovka, 38, llevó al capitán Morózov a concebir la prodigiosa idea de resolver el asesinato de Vica Yeriómina por cuenta propia. Trabajando en solitario. Sin ayuda de nadie. A despecho de todo el mundo. En la comisaría de policía a la que estaba asignado hacía poco se había producido una vacante que sería un buen trampolín para el rango de comandante y, cuatro años más tarde, de teniente coronel. Era una gran oportunidad y sería tonto dejarla escapar. Tenía que obtener algún éxito, hacer algo llamativo, sonado, darles un vapuleo a los sabuesos de la PCM. Entonces también el jefe de la comisaría quedaría contento, porque también éste tenía atravesados a esos creídos de la DGI. Pero, de momento, Morózov no pensaba compartir sus planes con el superior.

Al recibir la denuncia de la desaparición de Yeriómina, Morózov, fiel a su costumbre, no se mató trabajando. Una mujer joven, guapa, alcohólica, soltera… ¿por qué rayos iba a buscarla? Cuando se serenase, cuando se hartase del querindongo de turno, volvería a casa, ¿qué iba a hacer si no? En su larga experiencia lo había visto mil veces. Pero cuando encontraron a Vica, muerta por estrangulación, en el kilómetro 75 de la carretera de Savélovo, Yevgueni vio el caso de otra forma. Solamente durante la primera semana después de aparecer el cadáver, se curró a conciencia el ramal Savélovo de ferrocarril, habló con los policías, rastreó todos los trenes eléctricos en busca de usuarios habituales que pudieran haberse fijado en aquel monumento de mujer. Por experiencia, Morózov sabía que la gente que utilizaba trenes de cercanías ocasionalmente no solía prestar atención a otros pasajeros. Los viajeros habituales, en cambio, acostumbraban a hacer un «barrido visual» del vagón, esperando encontrar a los «suyos», amigos o vecinos de su ciudad o pueblo, para pasar el rato que duraba el trayecto charlando sobre cosas sin importancia.

Ese trabajo tenaz y minucioso aportó algunos frutos. Morózov consiguió encontrar a dos hombres que habían visto a Yeriómina subir en el tren acompañada de tres «tíos cachas». Ambos pasajeros se fijaron en la muchacha porque ella y sus compañeros se habían instalado en el compartimento que solían ocupar ellos mismos. Los dos pasajeros eran vecinos de Dmitrov, vivían en el mismo barrio, trabajaban en el mismo turno y en la misma empresa de Moscú. Y llevaban muchos años haciendo este viaje de ida y vuelta en los mismos trenes y, por algún motivo, siempre en el segundo vagón y en el segundo compartimento de la derecha según el sentido de la marcha. Las costumbres de muchos años son a menudo más fuertes que cualquier razonamiento. Habían llegado al extremo de acudir a la estación con mucha antelación para poder ocupar sus asientos habituales. No obstante, aquella vez otros se les adelantaron, un hecho tan inusitado que no pudo menos de grabárseles en la memoria.

Durante el trayecto estuvieron observando disimuladamente a aquella pandilla incomprensible, extrañándose en voz baja de lo que podrían tener en común aquella joven tan guapa, emperifollada, vestida con ropas tan caras, de cara altiva y mirada algo así como enfermiza, vuelta hacia dentro, y los tres «tíos cachas», cuyos rostros impecablemente afeitados no delataban la menor presencia de intelecto. En más de una ocasión, los «tíos cachas» intentaron dirigirle la palabra pero la despampanante moza contestaba con monosílabos o ni siquiera contestaba. A veces, la chica salía del vagón, con un cigarrillo en la mano, y entonces uno de los hombres se levantaba y la seguía. Una hora y media más tarde, al bajar del tren en Dmitrov, los dos viajeros habituales llegaron a la conclusión de que para la chica se trataba de un viaje de negocios y que los «tíos cachas» eran sus guardaespaldas. Aunque seguía siendo inexplicable el hecho de que viajase en tren. Si podía permitirse tener guardaespaldas, seguro que tendría coche…

Así fue como se estableció que Vica Yeriómina, acompañada por tres hombres jóvenes, viajó en el tren eléctrico Moscú-Dubna el domingo 24 de octubre. El tren salió de la estación Savélovo de Moscú a las 13.51 horas, llegó al apeadero Kilómetro 75 a las 15.34. El cadáver de Vica fue encontrado una semana más tarde, su muerte ocurrió el 31 de octubre o el 1 de noviembre. Faltaba por averiguar dónde había pasado aquella semana.

Fue justo en ese momento cuando se le comunicó a Morózov que estaba incluido en el grupo operativo encabezado por Kaménskaya. No era novato en la materia de encauzar sus relaciones con los demás conforme a sus propios intereses. Las suyas con Nastia no fueron una excepción. Yevgueni se esforzó por hacer todo lo posible para quitarle las ganas de tratar con él para lo que fuera, y lo consiguió. Nastia no le abrumó con encargos, y él pudo disponer libremente de su tiempo para seguir investigando el asesinato de Yeriómina por cuenta propia. Cumplía escrupulosamente con las tareas que se le confiaban pero informaba a Nastia sobre los resultados de un modo sumamente peculiar. No, no tergiversaba los datos obtenidos, Dios le libre de hacerlo. Se limitaba a callar parte de esos datos o a veces los ocultaba en su totalidad comunicando a Nastia sólo aquellos detalles que no afectaban en nada su propia hipótesis. Por ejemplo, Nastia nunca llegó a enterarse de que Morózov había encontrado a dos testigos oculares del viaje de Vica en el tren de cercanías, que había determinado el tiempo exacto de ese viaje e incluso había obtenido retratos verbales muy precisos de sus acompañantes. Oficialmente, la «pista ferroviaria» se había probado inoperante.

Mientras Nastia, con ayuda de Andrei Chernyshov, interrogaba a los amigos y conocidos de Vica Yeriómina, mientras se aclaraba con las complicadas relaciones que la unían a Borís Kartashov y al matrimonio Kolobov, mientras averiguaba quién y por qué había dado la paliza a Vasili Kolobov y realizaba un montón de otras pesquisas necesarias, Morózov empleó todo ese tiempo en estudiar las poblaciones situadas alrededor del apeadero Kilómetro 75, enseñaba la foto de Vica, describía a los tres «tíos cachas» y buscaba tenazmente el sitio donde Yeriómina pudo haber pasado aquella puñetera semana. Cuando Nastia descubrió que, por algún motivo, Vica había estado en la estación de Savélovo y que eso ocurrió, lo más probable, el domingo 24 de octubre, había pasado tanto tiempo desde su viaje que ya no tenía el menor sentido investigar su posible itinerario. Entretanto, Morózov ya había encontrado la casa donde, según declararon los vecinos de un pequeño pueblo, se habían alojado la joven y sus acompañantes. Se la había visto allí una sola vez, al llegar. Los lugareños no volvieron a verla nunca más. Pero Yevgueni se ganó la amistad de la dependienta de la tienda del pueblo, que recordó lo mejor que pudo qué y en qué cantidades compraban los inquilinos provisionales de la casa del tío Pasha. Todo indicaba que allí vivían, como mínimo, tres personas y que una era mujer.

Morózov supo llegar también hasta ese tío Pasha, Kostiukov Pável Ivánovich, que había alquilado su casa por el plazo de un mes. Vivía en el pueblo vecino de Yajromá, junto con su hija, cuidaba de los nietos y alquilaba su casa encantado en cualquier época del año y por cualquier plazo de tiempo. Según el dueño de la casa, ninguno de los «tíos cachas» que acompañaron a Vica en el tren y luego compartieron con ella el techo de la casa del pueblo de Ozerkí correspondía a la descripción del hombre que había negociado con Pável Ivánovich el alquiler. Según el testimonio de éste, se trataba de un señor de aspecto distinguido de unos cincuenta años (quizá era algo más joven pero no cabía duda de que «había rebasado ya los cuarenta») y que inspiraba confianza. Pagó el alquiler por adelantado y no regateó, aunque el astuto abuelo le pidió un precio altísimo con vistas a una larga discusión y un importante descuento que le produciría al nuevo arrendatario la impresión de que había sabido hacerse valer y había obtenido condiciones ventajosas.

¿Cómo dar con el misterioso inquilino? Morózov no tenía ni la más remota idea. Kostiukov nunca le pedía la documentación a sus inquilinos, siempre que le pagasen por adelantado. Por supuesto, no era muy legal pero en la policía local todos conocían a Pável Ivánovich y hacían la vista gorda si no registraba a los inquilinos. Sobre todo porque en verano el viejo sí que cumplía rigurosamente con la ley. Por otra parte, en otoño, cuando las carreteras estaban llenas de barro, no le apetecía nada, pero que nada, desplazarse desde Yajromá al Kilómetro 75 con tal de legalizar la situación de sus inquilinos. No obstante, Kostiukov nunca se olvidaba de dejar constancia de todos los detalles relacionados con aquella casa en una gruesa libreta de colegio, donde Morózov encontró una mención del alquiler de la casa de Ozerkí por un plazo de un mes a partir del domingo 24 de octubre hasta el martes 23 de noviembre, pactado el sábado 23 de octubre por la tarde.

Después de esto, Yevgueni se confió a la suerte y, sin pensarlo dos veces, se precipitó a rastrear el itinerario automovilístico que unía Moscú con Yajromá. Supuso que el hombre que había alquilado la casa de Kostiukov habría ido allí en coche. Si eso fuera así, habría una esperanza, por débil que fuese. Pero si había ido a Yajromá en tren, entonces ya no habría nada que hacer. Durante toda la semana que Kaménskaya pasó en el extranjero, él estuvo pateando, metro tras metro, la carretera de Dmitrov, maldiciendo el aguanieve, el viento, el barro por el que chapoteaba y su catarro, a estas alturas ya permanente; y deteniéndose junto a cada puesto de vigilancia vial de la policía de tráfico para hacer al guardia una única pregunta: si había parado por una infracción o para una comprobación de rutina a algún conductor el sábado 23 de octubre.

Se le entregaba una abultada carpeta que contenía los protocolos del mes de octubre y Yevgueni copiaba diligentemente todos los datos de los conductores que habían parado en aquel puesto aquel día. No buscaba nada en concreto, ya que se daba perfecta cuenta de que el conductor podía ser tanto el propio arrendatario como cualquier otro. Además, Morózov estaba plenamente convencido de que, si el hombre en cuestión se hubiera desplazado a Yajromá en coche, habría ido acompañado por uno de los «tíos cachas» que al día siguiente se instalarían en Ozerkí junto con Yeriómina. ¿Cómo podía ser de otra forma? Los vecinos del pueblo habían visto a los nuevos inquilinos pero ninguno de los testigos recordaba que hubiesen preguntado por el camino hacia la casa de Kostiukov.

Lo cual significaba que ya conocían el camino. Dedujo que, el día anterior, tras haber pagado el alquiler y recibir las llaves, el arrendatario debió de haber ido a Ozerkí, donde encontró la casa y se la mostró a su acompañante, para que al día siguiente la extraña comitiva no diese la nota en todo el pueblo con sus interminables indagaciones.

Morózov tenía una incógnita más: ¿cómo era que, el sábado 23 de octubre, el arrendatario supo encontrar la casa de Kostiukov sin hacer, al parecer, una sola pregunta a los vecinos de Ozerkí? Alguien vio y recordó al grupo que llegó el domingo, en cambio, esos dos hombres (¿o era uno solo?; no, lo más probable era que fueran dos) que habían llegado en coche el sábado y buscaron la casa del tío Pasha, pasaron completamente desapercibidos. Parecía muy raro, pero Yevgueni no conseguía dar ninguna explicación a este hecho. Era lo de menos, seguía convencido de que en el coche que estaba buscando iban dos personas como mínimo. Por supuesto, siempre que tal coche existiera. Morózov ahuyentó la idea de que pudieron haber hecho el viaje en tren porque esa idea le dejaba sin la menor perspectiva de obtener el éxito.

En una comisaría de policía de tráfico le preguntaron:

– ¿A quién buscas, capitán? ¿Tal vez le conocemos?

– Ojalá lo supiera -suspiró Morózov con pesadumbre-. Por si acaso voy mirándolo todo, igual tengo suerte.

– ¿No sabes cómo se llama?

– No.

– ¿Y la marca del coche?

– Tampoco. Es posible que pasaran por aquí sin que nadie les parase.

– Vaya faena, chico -dijo un sargento de policía de tráfico entrado en años-, no te arriendo la ganancia. ¿Sabes lo que puedes hacer? Pregunta por los alrededores de Ikshá. A finales de octubre tuvieron una emergencia cuando dos menores se escaparon del correccional, durante una semana larga registraron todos los coches hasta que cogieron a los chavales. ¿Adónde iba tu cliente?

– A Yajromá.

– Entonces, de ninguna de las maneras pudo haber obviado Ikshá. Si fue durante aquella semana, cuando hubo controles en la carretera, por narices tenían que pararle y tomarle la filiación.

Morózov salió para Ikshá zumbando. Y en efecto, allí la suerte le sonrió. Justamente el día anterior, el viernes 22 de octubre, del correccional de menores situado en Ikshá se habían fugado dos adolescentes. Aunque llamarles adolescentes no era del todo exacto, pues ambos habían cumplido ya los dieciocho años y estaban esperando el transporte que les llevaría a terminar de cumplir sus considerables condenas en una penitenciaría de adultos. Ambos fugitivos habían sido procesados por el mismo delito, atraco a mano armada con asesinato, habían cumplido en el centro de menores algo menos de un año e iban a pasar los nueve restantes en condiciones mucho más severas y mucho menos confortables. Por lo visto, la fuga había sido organizada desde el exterior. Los muchachos estaban clasificados como delincuentes peligrosos, propensos a utilizar la violencia, por lo que, tan pronto como se hubo detectado su fuga, el pueblo de Ikshá fue bloqueado, y eludir los controles para entrar o salir de allí resultó imposible. Se había recibido información fidedigna de que los fugitivos se ocultaban en algún sitio en un radio de diez kilómetros, y la policía pudo echarles el guante al quinto o sexto día, cuando intentaban abandonar el pueblo…

La noche del mismo día, Morózov tenía sobre su mesa la lista increíblemente larga de los conductores, y sus vehículos, que habían cruzado Ikshá dirigiéndose a Yajromá el día 23 de octubre. Podía empezar a cribarla.

Kostiukov sostenía que el hombre que quería alquilarle la casa había ido a verle después de comer. Por consiguiente, los primeros en ser eliminados de la lista fueron los que habían hecho el trayecto Moscú-Yajromá antes de las doce del mediodía y después de las seis de la tarde. Les siguieron los camiones que se dirigían a destinos lejanos, los coches que transportaban familias con niños pequeños (a condición, claro está, de que entre los pasajeros sólo hubiera un hombre), luego les llegó el turno a los automóviles sin pasajeros, cuyo conductor o bien no tenía la edad aproximada del arrendatario, o bien era mujer.

Yevgueni estuvo trabajando con la lista hasta bien entrada la noche, hasta que la redujo finalmente a 46 coches en los que viajaron un total de 119 personas. De ellas, 85 eran habitantes de Moscú, y Morózov decidió empezar por allí. Cuando Kaménskaya regresó de Italia, el capitán ya tenía a un sospechoso real: un tal Nikolay Fistín, director del club deportivo para jóvenes El Varego. En su coche iba Alexandr Diakov, otro vecino de Moscú. Recordando que los testigos habían descrito a los acompañantes de Yeriómina en el tren y en el pueblo como muchachos deportistas y bien musculados, Morózov comprendió que, quizá, había dado en el clavo. En cualquier caso, merecía la pena seguir esta pista. Si resultaba falsa, bueno, en la lista había 29 vehículos más, seguiría trabajando con ellos, decidió. Para el lunes 19 de diciembre tenía prevista una cita importante con una persona que podía proporcionarle detalles sobre el club El Varego y su director. Por eso, cuando la víspera de ese día, Kaménskaya, nada más llegar a casa del aeropuerto de Sheremétyevo, reunió a todo el grupo y quiso endosarle a Yevgueni una nueva chorradita de las suyas, él hizo lo posible por escurrir el bulto, aunque sólo fuese para tener libre aquel lunes. Lo cierto es que la chica de Petrovka se mostró sorprendentemente comprensiva y se abstuvo de presionarle o de imponerle su autoridad. «Si no puedes, qué le vamos a hacer -le dijo encogiéndose de hombros-. Empezarás el martes.»

Para el martes, la certidumbre del capitán Morózov de que Fistín y Diakov eran los hombres que buscaba era casi completa aunque le quedaban todavía algunas dudas. Decidió vigilar el club y pronto descubrió que no era el único en estar interesado en Fistín y Diakov. Su entrenado ojo profesional echó de ver en seguida que se trataba de compañeros. Así que esa Kaménskaya (por más que lo intentaba, no conseguía inventar un equivalente femenino de «mozalbete», su imaginación llegaba a «mozalbeta» y ya no daba más de sí, por lo que para sus adentros, Morózov la llamaba pipiola o por su apellido), esa Kaménskaya, pues, también había dado con el club, aunque por otros medios. La rabia y la decepción del capitán fueron infinitas. Pero tras reflexionar un poco, se le ocurrió pensar que tenía buenos motivos para sentirse orgulloso: él solo había obtenido el mismo resultado que Kaménskaya, que tenía a sus órdenes a todo un grupo de gente. Desde luego, esta conclusión de Yevgueni no era del todo justa, ya que había ocultado sus informaciones, mientras que los demás compartían con él las suyas generosamente, de manera que, en realidad, él jugaba con notable ventaja. Lo cual no le impidió recuperar sus bríos y llenarse de un entusiasmo deportivo sencillamente juvenil. Si vamos a la par, pensó, podemos echar un pulso. Aunque en un momento dado hemos coincidido en el mismo punto, cada uno lo ha alcanzado por un camino diferente, y dentro de poco esos caminos volverán a separarse. ¡Entonces se verá quién llega a la meta primero!

Pero Yevgueni Morózov no compitió con Kaménskaya durante mucho tiempo. Diakov había desaparecido sin dejar rastro y nada menos que al día siguiente, a primera hora de la mañana, Kaménskaya le llamó para anunciarle que la investigación del asesinato de Vica Yeriómina había finalizado y que él, Yevgueni, podía considerarse libre. Todas las hipótesis posibles habían sido puestas a prueba, ninguna había aportado éxito y, después de las fiestas, el juez de instrucción cursaría la orden pertinente.

– Gracias por tu ayuda, Zhenia. Feliz año nuevo -se despidió Kaménskaya, aunque por algún motivo su voz tenía resonancias mustias.

«¿Qué pasa, chica, no estás acostumbrada a perder? -pensó Morózov con malicia-. ¿Estás disgustada? Espera un poco, ya verás lo que es un disgusto cuando yo encuentre a los asesinos. Te tirarás de los pelos, no podrás perdonarte el haber desistido tan pronto. ¿Cómo es posible, bonita mía, que hayas dejado que Fistín y Diakov se te escapen vivos? Sé que los estabas enfilando, así que algo habrías averiguado. ¿Cómo es que abandonas el caso a mitad de camino? No estás segura y no tienes nada con que apoyar tus sospechas. Pero yo sí tengo. Porque sé algo que tú ignoras. Sé que Fistín alquiló la casa donde sus subalternos, Diakov entre otros, tuvieron encerrada a Vica Yeriómina durante una semana entera. Sé dónde está situada esa casa. Conozco a su dueño, que puede identificar a Fistín, y a la dependienta, que identificará a los tres "tíos cachas". También tengo a dos testigos que podrán reconocer a los jóvenes que acompañaron a Vica en el tren. Si resulta que tienen algo que ver con el club El Varego, Fistín no se saldrá con la suya, quedará amarrado al asesinato de Yeriómina para siempre jamás.»

Por alguna razón, Yevgueni nunca se paró a pensar para qué demonios habría querido Nikolay Fistín, director de un club deportivo para jóvenes, montar todo ese tinglado alrededor de Vica: sacarla de la ciudad, tenerla una semana bajo llave vigilada por unos gorilas, y al final estrangularla. Los motivos y todas esas pijaditas subjetivo-psicológicas le traían al capitán sin cuidado. Fistín había cumplido dos condenas, con lo cual, en opinión del capitán Morózov, estaba todo dicho. ¿Qué más daba el porqué? Lo importante era averiguar quién lo había hecho, y en cuanto a las preguntas, los porqués y para qués, ya se encargarían de buscarles respuestas los tribunales. El capitán Morózov era así, y tal vez este rasgo de su carácter era lo que le diferenciaba de Nastia Kaménskaya, que quería enterarse de cuáles eran esas cosas que había conocido o hecho Yeriómina tan peligrosas para el asesino, y por qué fue preciso matarla.


Aquella mañana, tras recibir la llamada de Nastia, Víctor Alexéyevich Gordéyev decidió no ir al trabajo.

– Por la noche empezó a dolerme una muela -informó concisamente a su lugarteniente, Pável Zherejov-. Voy al dentista. Si alguien pregunta por mí, volveré después de comer.

Cuando su mujer se marchó a trabajar, comenzó a dar vueltas por el piso tratando de poner en orden sus pensamientos. El teléfono de Nastia estaba pinchado, ya lo sabía. Pero ¿qué le había pasado? ¿Quién podía haberla agarrado con tanta fuerza? ¿Y cómo? Tenía que encontrar algún modo de hablar con ella… Creía recordar que le había dicho que se encontraba mal y que un médico iría a verla. Se podía intentar, por probar nada se perdía… A toda prisa, el Buñuelo corrió hacia el teléfono.

– Clínica, recepción -dijo una voz femenina, joven e indiferente.

– Le habla el coronel Gordéyev, jefe de un departamento de la PCM -se presentó Víctor Alexéyevich-. ¿Sería tan amable de decirme si una colaboradora mía, la comandante Kaménskaya, ha solicitado hoy una visita domiciliaria?

– No somos Información -contestó la voz con la misma indiferencia.

– ¿Es que tienen servicio de información?

En el auricular resonaron unos pitidos cortos. «¡Menudo bicho!», refunfuñó el Buñuelo furioso, y marcó otro número.

– Sala de revisiones, dígame.

Esta voz le pareció a Víctor Alexéyevich más esperanzadora.

– Buenos días, disculpe la molestia, aquí el coronel Gordéyev de la PCM -ronroneó el Buñuelo, escarmentado con la mala experiencia de la llamada anterior, e hizo una pausa esperando la respuesta.

– Hola, qué tal está, Víctor Alexéyevich -oyó el coronel y dejó escapar un suspiro de alivio: había dado con alguien que le conocía.

A partir de ahora, todo debía ir sobre ruedas.

Por si acaso, empleó algunos segundos y un par de decenas de palabras más en expresar su alegría a propósito de que se le conociera en la sala de revisiones de la clínica, y sólo entonces fue al grano. Para dar con el médico que hacía visitas a domicilio tuvo que hacer otras seis llamadas pero al final obtuvo el resultado deseado.

– Ha tenido suerte al encontrarme -le dijo la doctora Rachkova-, ya estaba en la puerta.

Escuchó las explicaciones vagas y confusas de Gordéyev en silencio, sin interrumpirle.

– Voy a repetírselo todo. Usted quiere que le diga a Kaménskaya que me ha llamado y que le pregunte si desea mandarle algún recado. Independientemente de su verdadero estado de salud, tengo que darle la baja por un plazo máximo autorizado. Además, tengo que encontrar fundamentos para su ingreso urgente en el hospital y preguntarle a la paciente su opinión. En caso de una respuesta afirmativa, tengo que llamar al hospital desde la casa de Kaménskaya. Y, por último, tengo que comprobar, en la medida de lo posible, si actúa como actúa porque hay alguien vigilándola o no. ¿Es correcto?

– Sí, es correcto -suspiró con alivio Gordéyev-. Támara Serguéyevna, se lo ruego, vaya a verla de inmediato y luego llámeme. Tengo que enterarme lo antes posible de lo que le ocurre.

– No puedo llamarle desde la casa de Kaménskaya, ¿verdad? -sonrió Rachkova desde el otro lado del hilo.

– Por supuesto que no -confirmó el coronel-. Se lo agradezco por anticipado.

Víctor Alexéyevich colgó el teléfono, se tumbó en el sofá, colocó delante de sí el despertador y esperó.


Támara Serguéyevna Rachkova dio al conductor la dirección de la primera visita y se puso a hojear el historial clínico de Kaménskaya, en busca del diagnóstico que mejor se adaptase a la situación y no le hiciese perder demasiado tiempo. A lo largo de su vida había visto mucho y, de sus sesenta y dos años, llevaba cuarenta trabajando en establecimientos médicos que prestaban servicios a «organismos competentes». Por eso la petición del coronel Gordéyev no le había extrañado demasiado. Había tenido experiencias mucho más impresionantes. Una vez incluso se vio en la necesidad de extraer un tumor inexistente a un joven agente operativo que se sometió voluntariamente al bisturí porque el verdadero paciente debía ser transportado secretamente a otro sitio, y por motivos de seguridad no se podía cancelar la operación…

El historial clínico de Kaménskaya la decepcionó. En los ocho años sólo había cogido la baja por enfermedad una vez, y únicamente porque una ambulancia la llevó a urgencias tras recogerla en la calle. El diagnóstico era una crisis vascular. Pero, a continuación, los resultados de los reconocimientos médicos animaron a la facultativa. Padecía de dolores de espalda a consecuencia de una lesión. Distonía vegetovascular. Arritmia. Insomnio. Bronquitis crónica. Malos análisis de sangre, secuela de infecciones víricas agudas que la paciente había aguantado al pie del cañón (¿qué otra cosa podía esperar si nunca cogía bajas?). Al acercarse al inmueble de la carretera de Schelkovo, Támara Serguéyevna ya había compuesto en la mente los apuntes que añadiría al historial clínico y había elegido el diagnóstico que, con toda probabilidad, le haría a Kaménskaya, año de nacimiento 1960.

Bajita, fondona, de pelo cano muy corto, ojos miopes detrás de gruesas lentes de las gafas, Rachkova, que caminaba bamboleándose patosamente sobre piernas cortas y regordetas, no se parecía tanto a un médico como, más bien, a una actriz cómica que interpreta papeles de destiladoras clandestinas de la vodka, usureras, viejas alcahuetas y otros personajes repugnantes por el estilo. Sólo el que hablara con ella un buen rato sería capaz de apreciar la viveza de su sentido del humor y su agudeza mental, y de creer que de joven había tenido un encanto irresistible e incluso un peculiar morbo seductor. Por lo demás, el marido de Támara Serguéyevna lo recordaba muy bien y seguía tratándola con ternura y consideración.

Al examinar a Nastia, al tomarle la presión y el pulso, al auscultar los tonos de su corazón, Rachkova pensó que, en efecto, a la joven no le vendría nada mal someterse a un tratamiento en el hospital. Su estado de salud dejaba que desear.

– Debería ingresarla -dijo sin levantar la vista del historial donde anotaba los resultados del examen-. Sus vasos están muy mal. Ya ha tenido una crisis y no parece que la segunda se haga esperar.

– No -contestó Nastia con brusca rapidez-. No quiero ir al hospital.

– ¿Por qué? -preguntó la doctora, que dejó el historial y abrió el bolso para sacar los impresos de baja-. En nuestro hospital no se está nada mal. Pasará unos días en cama, descansará, se encontrará mejor.

– No -repitió Nastia-. No puedo.

– Vamos a ver, ¿no puede o no quiere? Por cierto, su jefe, Gordéyev, está muy preocupado por su salud. Me ha encargado decirle que no tiene nada en contra de su ingreso. La necesita sana.

Nastia callaba mientras se arropaba con la gruesa bata y se tapaba los pies con la manta.

– No puedo ingresar en el hospital. No puedo, de verdad. Tal vez más adelante, dentro de uno o dos meses. Pero no ahora. ¿Por qué lo dice, es que ha hablado hoy con Gordéyev?

– Sí, me ha llamado para pedirme que la trate con especial atención, ya que le ha comunicado que está enferma. -Rachkova terminó de rellenar la baja, introdujo con cuidado el tonómetro en el estuche y miró a Nastia fijamente-. Gordéyev está preocupado por usted. ¿Quiere que le diga algo de su parte?

– Dígale que él tenía razón.- También, que me gustaría hacer mucho más. Pero no puedo. Estoy atada de pies y manos. He empeñado mi palabra y debo mantenerla. Le agradezco su atención. Y a usted, la suya.

– Aquí tiene -suspiró la médica levantándose pesadamente de la mesa-. Por cierto, aquel joven encantador que está sentado en la ventana de la escalera, en el piso de abajo, ¿es un admirador suyo?

– Creo que sí -sonrió Nastia con parsimonia.

– ¿Está al corriente su marido?

– Sí, por supuesto, aunque no estamos casados.

– Es lo de menos. ¿Quiere que se lo diga a Gordéyev?

– Sí, dígaselo.

– De acuerdo, se lo diré. Cuídese, Anastasia Pávlovna, se lo aconsejo muy en serio. Usted no presta atención a su salud, eso es espantoso, así no se puede seguir. Aproveche el respiro y, ya que de todas formas tiene que quedarse en casa, tómese las medicinas, duerma todo lo que pueda. Y coma bien, su delgadez no es nada buena.

Cuando Rachkova se marchó, Liosa empezó a vestirse en silencio.

– ¿Adónde te crees que vas? -se extrañó Nastia al verle quitarse el chándal y ponerse jersey y tejanos.

– Te han prescrito un tratamiento. ¿Dónde están las recetas?

– No puedes irte, Liósenka; de todos modos, no te dejará salir. ¿Has oído a la médica? Está sentado en la escalera, en el piso de abajo.

– ¡Me importa un comino! -explotó Chistiakov-. La palmarás aquí, delante de mis propios ojos, mientras esos perros pelean por su hueso.

Abrió la puerta violentamente y salió a la escalera.

– ¡Eh, tú, bullterrier! -llamó en voz alta.

Se oyeron unos pasos leves y, desde el piso de abajo, saltando con ligereza los peldaños de dos en dos, subió un jovencito de cara bonita y pelo rubio.

– Ve a la farmacia -le ordenó Liosa con un tono que no admitía reparos-. Aquí tienes las recetas; aquí, el dinero. Devuélveme el cambio.

Sin decir palabra, el jovencito cogió las recetas y los billetes, dio media vuelta y corrió abajo ligera y silenciosamente.

– ¡Compra el pan también, el negro! -le gritó Liosa a su espalda.

– Oye, se va a mosquear -dijo Nastia con reproche cuando regresó al apartamento-. Piensa que dependemos de ellos en todo. Más vale una mala paz que una guerra abierta.

Liosa no le contestó. Se acercó rápidamente a la ventana y se quedó mirando a la calle.

– Va embalado -observó siguiendo con la mirada la silueta, que se alejaba a trote deportivo en dirección a la farmacia-. Pero es otro. De manera que hay dos vigilándonos. Esa organización no es moco de pavo.

– Y que lo digas -confirmó Nastia con tristeza-. Déjame que al menos prepare la comida. ¡Ay, Señor, cómo he podido meter la pata de este modo! La niña me da mucha pena, y Lártsev también.

– ¿Y tú misma no te das pena?

– También yo me doy pena. ¡El caso era tan interesante, un verdadero rompecabezas! Tengo ganas de llorar de rabia. También me da pena Vica Yeriómina. Ya sé por qué la han matado. Aunque, si quieres que te sea franca, estaba segura de que no consentirían que yo sacase esta historia a la luz del día. Lo único que no sabía era en qué momento me pararían los pies y cómo lo harían exactamente. En otros tiempos me habría llamado el jefe de la PCM para ordenarme educadamente dejar el caso y ocuparme de otro crimen, cuya investigación sería mucho más peligrosa y complicada, por lo que había que asignarlo a lo mejorcito del personal. Y yo debería haberme sentido honrada porque su excelencia me hubiera llamado a mí y, dada la gran estima que le merecían mis conocimientos y capacidades, me hubiera pedido personalmente que tomara parte en la fiesta nacional de la busca y captura de un asesino sanguinario y temible. O alguna cosa de este género. Luego, el Buñuelo suspiraría con pesar y me aconsejaría que no me preocupase, aunque él mismo estaría rabioso y por lo bajo seguiría haciendo las cosas a su manera pero en solitario, para evitarme las iras de los jefes. Antes, todo se conocía de antemano: sus métodos y nuestras reacciones. Ahora, en cambio, se arma cada barullo; una nunca sabe quién, dónde, en qué momento y de qué manera querrá meterte en cintura. Y no hay quién se salve de esa gente. Por cada desgraciado polizonte indigente hay demasiados ricos que pueden pagarse gorilas que nos harían pasar por el aro incluso si, de repente, todos sin excepción nos volviésemos honrados, desinteresados y aceptásemos de buena gana vivir en apartamentos minúsculos compartiéndolos con los hijos y con los padres parapléjicos, sin posibilidad alguna de contratar a una enfermera cualificada para que los atienda. ¡Qué te voy a contar! Llevas toda la razón, Liosik, los perros están peleando por su hueso. Y una joven lo ha pagado con su vida…


Al repasar la lista de las visitas a domicilio para organizar su itinerario de la forma más racional posible, Támara Serguéyevna Rachkova vio que una de las direcciones estaba al lado de su casa. Esto le venía de perlas. Támara Serguéyevna decidió visitar al enfermo y luego pasar por casa, tomar un té y de paso llamar a Gordéyev. Támara Serguéyevna vivía muy lejos de la clínica, por lo que en los días en que su turno empezaba a las ocho de la mañana tenía que madrugar mucho y hacia las once solía asaltarla un hambre canina.

Al entrar en el piso, en seguida oyó voces que llegaban desde el salón. «Otra vez están aquí los filatelistas», comprendió Rachkova. Su marido se había jubilado hacía poco y se dedicaba de lleno a su gran afición, repartiendo su tiempo entre intercambios, compras, ventas, exposiciones, simposios y publicaciones especializadas sin fin, e incluso dando alguna que otra conferencia. La gente entraba y salía de su casa, el teléfono sonaba tan a menudo que en ocasiones ni los hijos de los Rachkov, ni los amigos y compañeros de la propia Támara Serguéyevna conseguían comunicar con ellos durante varios días. Todo esto condujo a que, con ayuda de amistades y obsequios, en el piso apareciera un segundo teléfono y una segunda línea, destinados exclusivamente a los filatelistas, y su vida retornó a la normalidad.

Quedamente hasta donde se lo permitía su constitución, Támara Serguéyevna entró en la cocina, puso la tetera en el fuego y se sentó junto al teléfono.

– Su Kaménskaya lo tiene muy mal -le comunicó a Gordéyev en voz baja.

– ¿Qué le pasa? -se alarmó el Buñuelo.

– Primero, está enferma de verdad. Le recomendé muy en serio que ingresara en el hospital, me sobraban motivos para hacerlo.

– ¿Qué le contestó?

– Se negó en redondo.

– ¿Razones?

– La están vigilando y lo hacen sin el menor disimulo, de la forma más descarada. Esto es lo segundo. Y tercero, me ha encargado decirle que usted tenía la razón. Quería hacer mucho más pero no puede porque ha empeñado su palabra y tiene que mantenerla.

– La ha empeñado, ¿a quién?

– Víctor Alexéyevich, se lo he repetido todo al pie de la letra. No me ha dicho nada más.

– Támara Serguéyevna, ¿ha podido formarse alguna impresión personal de la situación?

– Bueno… Más o menos. Kaménskaya está deprimida, angustiada, sabe que la están vigilando. Creo que se niega a ingresar en el hospital porque se le ha prohibido abandonar la casa so amenaza de causar disgustos a un ser próximo.

– ¿Está sola en el apartamento?

– La acompaña un tipo pelirrojo y desgreñado.

– Le conozco, es su marido.

– No es su marido -replicó Rachkova, acostumbrada a llamar a las cosas por su nombre.

– Bueno, eso es lo de menos -se desentendió Gordéyev-. Compañero. ¿Quién la vigila?

– Un jovencito de cara seráfica. Está sentado en una ventana de la escalera, en un rellano.

– ¿No ha visto a nadie más?

– A decir verdad, no se me ocurrió mirar. En éste me fijé solamente porque subió la escalera para ver quién llamaba a la puerta de Kaménskaya.

– Vaya descaro -observó Víctor Alexéyevich.

– Ya se lo he dicho, no se oculta. Me parece que lo hacen para coaccionarla.

– Es muy posible -asintió el coronel reflexionando-. Muchas gracias, Támara Serguéyevna. No se puede imaginar cuánto ha hecho por mí.

– Cómo que no, claro que puedo -sonrió Rachkova desde el otro lado del hilo.

Al terminar la conversación, se giró para apagar el fuego bajo la tetera, que había empezado a hervir, y vio a su marido, que entraba en la cocina.

– No te he oído llegar, mamita mía -dijo éste acercándose y dándole a su mujer un beso en la canosa coronilla.

– Cómo ibas a oírme, si de nuevo tienes allí a la asamblea de los fanáticos del sello. Un día nos robarán el piso y tampoco lo oirás, con el jaleo que organizáis.

– No es cierto, mami -se ofendió el marido-, no ha habido casi nada de jaleo. ¿Vas a quedarte en casa?

– No, me tomaré el té y volveré a marcharme, Hoy tengo muchas visitas, hay una nueva epidemia de gripe.

– No me dirás que todo el mundo está con la gripe, ¿verdad? -preguntó el esposo, que no reconocía más que dos diagnósticos, el infarto y el coma insulínico, y consideraba todas las demás dolencias una artimaña para escaquearse de las obligaciones laborales-. Seguro que la mitad de tus pacientes lo fingen todo. Con ese tiempo tan asqueroso que hace no les apetece ir a trabajar, así que te tienen a ti, viejecita mía, arriba y abajo todo el santo día sin ninguna necesidad.

Támara Serguéyevna se encogió de hombros en silencio, tomó un trago largo del té abrasador y mordió un buen trozo de un bollo generosamente untado de mantequilla y cubierto con una imponente capa de mermelada de naranja. Desde siempre había sido una gran amante de las pastas y de los dulces.

– ¿Cómo va tu espalda? -preguntó.

– Duele un poquito pero ya está mucho mejor.

– ¿Tampoco esta tarde dejarás de ir a vuestro cónclave filatélico?

– Mami, por favor, muestra un poco de respeto hacia mi inocente afición -dijo el marido de Támara Serguéyevna con la sonrisa jugándole en los labios-. Es una ocupación digna e intelectual. No querrás que sucumba a la decadencia, que me dé a la bebida y pase los días enteros jugando al dominó en el patio, ¿verdad?

– Claro que no -convino la mujer apaciguadora, apurando de un trago el té y masticando apresuradamente el último trozo del bollo-. Ya está, papi, me voy, puedes ofrecer el té a tus invitados. ¡Un beso! -le gritó desde el recibidor poniéndose el abrigo y abriendo la puerta.


«Canallas», repetía para sus adentros Víctor Alexéyevich Gordéyev furioso, mientras se dirigía con desidia, a paso lento, desde la estación de metro a Petrovka. A pesar de la proximidad del año nuevo, Moscú estaba llena de humedades que calaban hasta los huesos: lloviznaba y las aceras estaban llenas de charcos. De vez en cuando empezaba a nevar pero la nieve se mezclaba en seguida con el agua y el barro. El cielo estaba gris, plomizo, en total consonancia con el estado de ánimo del coronel Gordéyev. Caminaba encorvado, con las manos metidas hasta lo más hondo de los bolsillos del abrigo y la mirada fija en el suelo.

«¿Qué clavija pudieron haberle apretado a Stásenka? Tuvo que ser algo sencillo pero muy eficaz. Como se dice popularmente, un clavo saca otro clavo. Mientras hacían las cosas de tapadillo, mientras buscaban el modo de asestarle la puñalada trapera, Nastia los lidió lo mejor que pudo. Pero ahora se han abalanzado sobre ella sin tapujos y sin disimulos. Por cierto, el dicho popular no termina así sino que dice: un clavo saca otro clavo, si no, quedan los dos dentro. ¿Cómo sacarlos, pues, de ahí? Ay, ojalá supiera qué clavija le han apretado a Stásenka.»

Había otra cosa que no dejaba de preocupar a Víctor Alexéyevich. ¿Por qué había renunciado Nastia a la ayuda que la doctora Rachkova se brindó a prestarle? Pudo haberla utilizado para remitirle a Gordéyev toda la información necesaria, fuese de forma oral o por escrito, él se habría encargado de buscar alguna solución. ¿Por qué no lo había hecho? El Buñuelo conocía a su colaboradora demasiado bien para pensar siquiera que no se le hubiera ocurrido simplemente. Por descontado que no era eso. ¿Qué, entonces? Gordéyev tenía la sensación de que este hecho encerraba en sí el quid de la cuestión. Nastia, al desaprovechar la visita de la doctora para hacerle llegar una información nueva, valiosa e interesante, con esta misma omisión quería decirle algo. Pero ¿qué? ¿Qué?

De repente, el Buñuelo aligeró el paso, se precipitó como un huracán por los pasillos de Petrovka, 38, irrumpió en su despacho como un rayo, tiró el abrigo, empapado de la humedad de las calles, sobre la silla situada en un rincón y llamó a su ayudante, Zherejov.

– ¿Qué hay por aquí? -preguntó jadeante.

– Nada superurgente -contestó Zherejov con calma-. La rutina de siempre. Te he sustituido en la reunión de esta mañana. Lesnikov ha terminado con la investigación de la violación en el parque Bítsev, el juez de instrucción está muy contento con él. Seluyánov ha vuelto a darle a la botella, tal vez tenga a bien presentarse por la tarde. Resulta que anteayer se las arregló para coger el avión e ir a ver a sus hijos y después de esto, como era de esperar, se encuentra profundamente deprimido. Nos han endosado el asesinato del miembro de la junta directiva del banco Unic, se lo di a Korotkov y Lártsev. Kaménskaya está enferma. Todos los demás permanecen sanos y salvos, continúan con los casos que ya llevaban. ¿Qué tal tu muela?

– ¿Mi muela? -Gordéyev frunció el entrecejo desconcertado-. Ah, ya, gracias. Me han puesto arsénico, resulta que tenía el nervio al descubierto.

– ¿Qué cuentos chinos me estás contando, Víctor? -le preguntó Zherejov bajando la voz-. No tienes dolor de muela, no has ido a ningún dentista. ¿Desde cuándo me mientes?

«Vaya, lo que faltaba, ahora tengo que justificarme delante de Pasha. Dios mío, ¿pero qué habré hecho para merecer estos castigos, por qué tengo que andar todo el tiempo ocultando cosas, mintiendo a diestro y siniestro, mordiéndome la lengua a cada paso? ¿Por qué un ingeniero o un juez de instrucción pueden permitirse ser honrados, francos, sinceros, no mentir sin necesidad y dormir por las noches con el sueño de los justos, y yo no? ¡Qué oficio es éste, maldito de Dios, despreciado por la gente, olvidado por la fortuna! Ay, Pasha, Páshenka, llevas casi dos décadas trabajando conmigo, eres mi mano derecha, mi primer ayudante, mi refugio y mi sostén. Has llorado en este mismo despacho cuando los médicos te dijeron que la mujer a la que querías tenía cáncer, porque eras un hombre casado y no podías pasar a su lado los últimos meses de su vida breve y no excesivamente feliz. Luego has vuelto a llorar pero de alegría, porque los médicos se habían equivocado y tu amada, aunque muy enferma, aún sigue con vida, y lo más probable es que nos sobreviva a los dos. Siempre he confiado en ti, Pasha, y ni una sola vez, ¿me oyes?, ni una sola vez en estos veinte años me has fallado. Nos movemos en órbitas diferentes, porque tú no paras de discutir conmigo y, por lo general, no me das la razón ni en seguida ni después de escuchar mis argumentos. Pero en el proceso de nuestras disputas torneamos y pulimos los planes estratégicos y las operaciones aunque, si he de serte sincero, a veces tengo ganas de matarte. Te falta la fantasía, el vuelo del pensamiento, la creatividad, pero en cambio yo los tengo de sobra, para dar y tomar, en una abundancia que puede resultar peligrosa para los demás. Eres un pedante, eres un plasta, un miedica, eres un gruñón, un quejica, según tu pasaporte tienes ocho años menos pero me llevas setenta en las cosas de la vida. Permanecemos en órbitas distintas pero durante todos estos años te he querido y te he creído. ¿Qué tengo que hacer ahora? ¿Puedes explicármelo?»

El coronel Gordéyev se santiguó mentalmente y tomó la decisión.

– Verás, Pasha -dijo con voz bien modulada e inexpresiva, luchando por dominar el tembleque interior y desoír el repugnante y pegajoso falsete que, malicioso, le susurraba: «¿Y si él, también…? ¿Cómo sabes que no está con ellos?»

Zherejov escuchó al jefe sin interrumpirle. Sus pequeños ojillos oscuros chisporroteaban atentos; la espalda, habitualmente algo encorvada, ahora se le había doblado de modo que parecía que no tenía cuello, ni tampoco pecho, tanto había hundido la cabeza entre los hombros que el mentón parecía haberse adherido para siempre a la mano sobre la que se apoyaba.

A medida que el relato de Víctor Alexéyevich avanzaba, los labios de Zherejov se fueron afilando, hasta que al final, el breve cepillito de su bigote tocó la barbilla. Ahora estaba desafiante, exasperadamente feo y recordaba a un hurón que se encoge antes de atacar.

Cuando Gordéyev se calló, su ayudante permaneció en silencio un rato, luego lanzó un profundo suspiro, enderezó los hombros, estiró los dedos férreamente enlazados y, con un mohín lastimero, se restregó la entumecida espalda.

– ¿Qué me dices, Pasha? -rompió el silencio Gordéyev.

– Varias cosas. Primero, no tiene nada que ver pero te lo diré de todos modos, ya que llevamos mucho tiempo trabajando juntos y, si Dios quiere, tenemos todavía para un buen trecho. Primero, tú sospechas de todos, incluyéndome a mí. Te ha costado iniciar esta conversación porque crees que Lártsev tal vez no sea el único implicado. Ni siquiera ahora sabes a ciencia cierta si cometes un error discutiendo conmigo el caso de Yeriómina. Quiero que sepas una cosa, Víctor, no lo he tomado a mal. Me doy perfecta cuenta de lo duro que ha de ser sospechar de todos aquellos a quienes quieres y respetas. Pero has de reconocer que nuestro trabajo tiene esos lados oscuros, incluso, si quieres, sucios. No podemos evitarlos, no podemos pasarlos por alto, así que no tienes por qué sentirte incómodo. No has sido tú quien lo inventó, y no tienes la menor culpa.

– Gracias, Pasha -dijo Gordéyev en voz baja.

– No hay de qué -se rió Zherejov-. Ahora, segundo. Respóndeme a esta pregunta, Víctor: ¿qué es lo que quieres?

– ¿En qué sentido?

– Tienes dos problemas: el asesinato de Yeriómina y tus subordinados. Comprenderás que no puedes resolver los dos a la vez. No disponemos de muchos efectivos. De aquí mi pregunta: ¿cuál de estos dos problemas quieres resolver y a cuál vas a renunciar?

– Cómo has cambiado, Pasha -observó Gordéyev-. Si mal no recuerdo, no ha pasado ni un año desde que por poco nos peleamos cuando intenté convencerte de que podíamos renunciar a detener a un asesino a sueldo si podíamos obtener a cambio una posibilidad de comprender el funcionamiento de la organización que le había contratado. En aquel entonces protestaste mucho, me amenazaste con miles de castigos divinos que caerían sobre mí por haber traicionado los intereses de la justicia. ¿Lo recuerdas?

– Sí que lo recuerdo. Por cierto, no ocurrió hace un año sino hace un año y medio. Siempre has pensado más de prisa que yo, siempre cogías todos los cambios al vuelo, y por esta razón tú eres el jefe y no yo. Como sabes, Víctor, soy duro de mollera. Lo que a ti te parecía obvio el año pasado, yo empiezo a comprenderlo ahora. Así que, dime, ¿tienes posibilidades de resolver el asesinato de Yeriómina?

– ¿Te digo la verdad?

– La verdad.

– Si quieres saber la verdad, no. Puedo resolverlo pero no quiero.

– ¿Por qué?

– Porque no quiero perder a gente. El hombre que ha desplegado tales esfuerzos para ocultar una violación que ya ha prescrito y que, por conseguirlo, ha cometido un nuevo crimen, no se parará ante nada. No le amenazaban ni el proceso ni la cárcel, la víctima no había presentado la denuncia, no se le hubiese podido reclamar responsabilidad penal de ninguna de las maneras. El envío de manuscritos al extranjero y su utilización en provecho propio, incluso si aporta pingües beneficios, no son punibles por la ley, pertenecen al ámbito del derecho de la propiedad intelectual. Y si estaba tan asustado que organizó el asesinato de la muchacha en cuanto se olió que tendría problemas, significa que vio amenazada su reputación que, al parecer, en su situación actual le importa mucho más que la libertad. Pero, Pasha, nada hay más importante que la libertad. Sólo la vida.

– Y ahora ¿qué? ¿Quieres decir que su reputación la sostiene todo un grupo de gente que no tendrá escrúpulos para prescindir de él si les falla?

– Exactamente. O, si no es así, entonces carga con otros pecados, que con toda seguridad saldrán a relucir de continuarse el trabajo sobre el caso de Yeriómina. Por eso creo que luchará a muerte. Su propia vida está en juego. Hoy cuenta con la colaboración de Lártsev, le habrá prometido el oro y el moro. Mañana querrá meter en vereda a alguien más. Sólo dispone de dos medios: el soborno y el chantaje. Todos nosotros vivimos de nuestro sueldo, todos nosotros debemos mantener a nuestras familias. Aquí lo tienes, Pasha, el esquema integral. Ya han empezado a trabajarse a Anastasia. No puedo correr más riesgos.

– Estoy de acuerdo contigo -asintió Zherejov-. Tampoco yo los asumiría. Lo haría de algún otro modo. ¿Tienes alguna idea?

– Ninguna -suspiró Gordéyev.

De pronto se levantó del sillón y empezó a dar vueltas por el despacho, transformándose al instante en Gordéyev el Buñuelo de siempre.

– No conseguiré inventar nada hasta que entienda qué es lo que le sucede a Kaménskaya -exclamó con nerviosismo, zigzagueando a la espalda de Zherejov, rodeando la larga mesa de conferencias-. Tengo las manos atadas, temo dar un paso en falso y perjudicarla. Pasha, piensa que el hecho de que no haya querido mandarme ningún mensaje con la doctora nos dice una sola cosa: de alguna manera se ha enterado de que Lártsev no es el único que está en el ajo sino que hay otros y no sabemos quiénes son, por lo que más vale no fiarse de nadie. ¿Cómo se ha enterado? ¿Qué le ha ocurrido? Existen miles de variantes e hipótesis que podríamos poner a prueba ahora mismo pero que sólo conviene utilizar cuando sepamos qué es lo que pasa en realidad. Si lo hacemos a ciegas, ¡la liamos!…

– Tranquilo, Víctor, no te sulfures -le interrumpió inesperadamente Zherejov, que conservaba la calma-. Haz lo que ellos dicen.

– ¡¿Qué?!

Gordéyev se quedó de una pieza, la mirada incrédula fija en el ayudante.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que hagas lo que ordenan. ¿Quieren que se pare la investigación del caso del asesinato de Yeriómina y el crimen quede impune? Como quien dice, de mil amores y con mucho gusto. Declárate en huelga. Luego te sientas a caballo en la tapia y disfrutas con el espectáculo de la batalla de los leones en la selva.

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