CAPÍTULO 14

Nastia se quitó la bata y se puso unos tejanos y un sobrio jersey negro.

– ¿Qué haces? -se sorprendió Liosa-. ¿Va a venir alguien?

– Intento ordenar mis ideas -contestó Nastia con brevedad, y entró en el cuarto de baño.

Una vez allí, se cepilló el pelo meticulosa y largamente, luego lo recogió en un apretado moño en la nuca y lo sujetó con horquillas. Tras estudiar con atención su reflejo, extrajo del pequeño armario de luna varios estuches de maquillaje.

«Soy un bicho malo, arisco, descarado, presuntuoso, frío y calculador», fue repitiendo mientras se maquillaba con brochas delgadas y gordas y con movimientos apenas perceptibles. El trabajo era minucioso y complicado, y cuando tuvo la cara «hecha», los conjuros que había estado pronunciando fructificaron. Ahora desde el espejo la estaba mirando una mujer dura y fría, cuyos ojos no conocían lágrimas; ni su corazón, compasión; ni su mente, dudas.

Permaneció en el cuarto de baño un rato más, luego entró cautelosamente en el salón, procurando que Liosa no le viese la cara, y se colocó delante del gran espejo de cuerpo entero. Erguidos los hombros, recta la espalda, alzada la barbilla, todo el cuerpo como una cuerda tensada. Cerró los ojos tratando de abstraerse de la imagen visual y afinar convenientemente su estado anímico. «La gente es una bazofia, son lo de menos cuando está en juego el bienestar propio. No quiero que Lártsev, enloquecido de dolor, nos fría a tiros a mí y a Chistiakov, y por eso estoy dispuesta a traicionar a todos y todo, con tal de salvar la vida. Su hija me importa un bledo pero comprendo que, si le pasa algo, a mí también me darán el pasaporte. Estoy salvando mi vida. Y sólo trataré con el jefe, todos esos Lártsev, Gordéyev, Olshanski y demás son unos pelagatos, lo mismo que los mamarrachos que están montando guardia en la escalera y en el portal. Unos borregos totalmente prescindibles cuando se trata de salvar la vida de una misma…»

– ¿Qué te pasa? -preguntó Liosa anonadado al ver a su compañera.

– ¿Qué me pasa?

– Despides un frío como si fueras cámara frigorífica. Y la cara la tienes…

– ¿Cómo la tengo?

No podía permitirse una sonrisa, que la hubiese apartado del tono emocional que tanto le había costado forjar.

– Extraña. Parece tuya pero al mismo tiempo no lo es. Tienes la cara de la reina de las nieves.

– Es como debe ser. Bueno, me voy. Espera aquí quietecito, no hagas nada.

Abrió la puerta con resolución y se plantó en el umbral sin pisar el rellano. En seguida llegó desde abajo el suave ruido de unas pisadas, sobre la barandilla emergió la cabeza del rubio simpático de ojos límpidos y labios gordezuelos. La cara angelical no despistó a Nastia, que se fijó en la elasticidad de sus andares, en los músculos henchidos, en el cuello estirado y alerta. «Tropas de paracaidistas», le clasificó en el acto, y dijo bajando la voz:

– Acércate más.

– ¿Para qué? -preguntó el rubio también en voz baja, pero no se movió del sitio.

– Te digo que te acerques.

En su voz había suficiente metal para que el centinela le obedeciese. Subió unos escalones, tras lo cual sacó la pistola y avanzó dos pasos más.

– Diles que me llamen -dijo Nastia con la misma frialdad.

– ¿A quién? -preguntó el rubio desconcertado.

– Esto no es asunto mío. Necesito a Diakov. Que me lo manden aquí.

– ¿Para qué?

– Y esto no es asunto tuyo. Tú eres un pobre peón, te han ordenado vigilarme, nada más. Que me llamen y les explicaré para qué quiero a Diakov. Espero diez minutos.

Retrocedió al recibidor y cerró la puerta sin excesiva brusquedad, para que sus movimientos no parecieran nerviosos, pero tampoco demasiado despacio.

– Asia, ¿qué es lo que ocurre? -preguntó Chistiakov pidiendo explicaciones y cerrándole el paso.

– Cállate -masculló ella apartando a Liosa y entrando en la habitación, donde se apostó junto a la ventana.

– ¡Asia!

– Te lo pido por favor, no me estorbes. Me cuesta muchísimo concentrarme, me distraes -declaró Nastia con frialdad.

Liosa se retiró a la cocina dando un portazo. «Maldito bicho -pensó Nastia-, hay que ver qué mal bicho eres. Pero quién sabe, tal vez sea para mejor. Menuda diva de teatro de provincias. Aguanta el tipo, amiga, ya le pedirás perdón. Han pasado dos minutos, faltan ocho. El chico que había ido a la farmacia ha doblado la esquina. Seguramente estará en una cabina, llamando. O tal vez tiene aparcado allí el coche con la radio. Vamos a ver si estoy en lo cierto. Los policías de seguimiento que siguieron al tipo que había preguntado por mí en la clínica dijeron que llamaba a una hora fija pero que no hablaba con nadie. Tendrán algún sistema complicado para transmitir información obviando el contacto personal. Me gustaría saber qué tal les funcionará ese sistema ahora. Si no tengo razón, me llamarán antes de que pasen los diez minutos. Pero ¿qué sucederá si la tengo? Olvídate de la niña, olvídate de Lártsev, olvídate de todo, estás resolviendo un problema, un simple problema matemático, concéntrate, no te pongas nerviosa, estás salvando tu propia vida, la gente es basura, no se merece que te preocupes por ella, no pienses más que en ti misma. Palabras como "la justicia", "la ley", "el castigo", "el crimen" no existen, has olvidado estas palabras, no las has sabido nunca. Existes tú, existe Chistiakov. Y existe la vida. La vida a secas. Un estado de la proteína. Cuatro minutos. Lo harás todo por complacerles, cueste lo que cueste. Eres una mujer que sabe pensar con serenidad y te das perfecta cuenta de que no podrás con ellos, por eso no debes tratar de combatirlos. Son muchos y tú estás sola. Nadie te criticará, nadie osará criticarte. Cinco minutos…»

No apartaba la vista de la ventana. El barro húmedo en las aceras, las ropas oscuras y mojadas de los transeúntes, las salpicaduras de suciedad propelidas por las ruedas de los coches en marcha. ¿Sería posible que nada más diez días antes estuviera viendo el radiante sol mediterráneo, palacios de piedra blanca, árboles perennemente verdes, el agua azul de las fuentes, a mamá alegre y al profesor Kuhn enamorado de ella, sería posible que tan sólo hubieran pasado diez días desde que por primera vez en muchos años se sintió libre y feliz?

Se diría que aquello no había ocurrido. Nunca. Desde siempre, su vida transcurría entre el frío, la suciedad, el miedo y el dolor. Incluso en verano. Incluso cuando la espalda le concedía una tregua. De todos modos, su vida era el frío, la suciedad, el miedo y el dolor. Siete minutos. El muchacho vuelve corriendo. Qué de prisa corre el cabrito.

Llamaron a la puerta cuando para el plazo fijado por Nastia faltaba un minuto. Hizo chasquear la cerradura y con gesto mayestático se presentó en el umbral. El rubio paracaidista se había situado, en estricto cumplimiento de las normas tácticas, a unos pasos de la puerta, pues así, si los inquilinos del apartamento llevaban la desacertada intención de abalanzarse sobre el centinela y meterle dentro de un tirón, nunca se saldrían con la suya.

Nastia permanecía en silencio, despidiendo oleadas de soberbia y de helado desprecio. En los ojos no debe leerse la interrogación, hay que estar segura de una misma y dominar la situación a la perfección.

– Me han pedido que le pida disculpas -dijo el rubio en voz baja y bien templada-. Lo que ha solicitado se hará dentro de veinte minutos.

– No te confundas, pequeño -contestó con gélida altanería-. No he solicitado nada, he exigido.

Con gesto ostensible miró el reloj.

– Pero cumples bien con tus obligaciones, no has rebasado los diez minutos. Entra y coge una empanadilla, allí en el estante, te la has ganado.

Un paso atrás, el débil chasquido de la cerradura de la puerta.

Apoyó la frente en la jamba, demasiado cansada para moverse. Hijos de puta, le imponían veinte minutos de tensión más. No los aguantaría. Veinte minutos de espera y después tenía que llevar a cabo las negociaciones. La conversación iba a ser breve porque no se arriesgaban a hablar largamente, y esos minutos tenían que alcanzarle para explicárselo todo con la máxima claridad: lo aceptaba todo, quería hacer lo que más les conviniese. Era preciso que la creyesen. No tendría otra oportunidad. Y no la creerían nunca si siguiera siendo una chica agradable y de buena familia, porque una chica agradable y de buena familia, con buenos estudios humanitarios, nunca pactaría con los criminales. Pero sí podía hacerlo esa pájara sin escrúpulos, fría y calculadora, en que ella, Nastia, tenía que convertirse.

Lentamente, como si llevara un recipiente de cristal lleno de precioso contenido, cruzó el recibidor y se acomodó en el sillón situado delante del televisor, procurando no derramar ni una gota del estado anímico que tantos esfuerzos le había costado crear. Cogió un cigarrillo pensativa, le dio varias vueltas entre los dedos, lo encendió. ¿Por qué iban a cumplir lo solicitado dentro de veinte minutos? Así que el joven sprinter no se había pegado aquella carrera para hacer una llamada. ¿Para qué, entonces? Alguien le estaba esperando a la vuelta de la esquina, y ese alguien sería quien haría la necesaria llamada en el momento oportuno. «¡Vaya con la disciplina que se gastan!» De forma que lo había acertado, utilizaban un sistema complicadísimo de comunicación fuera del contacto personal. De acuerdo, ahora tenía en qué ocupar el cerebro, no iba a desperdiciar el tiempo. Si le hubieran encargado a ella, a Nastia Kaménskaya, montar un sistema así, ¿cómo lo habría hecho?

Le costaba pensar sentada en el sillón y sin tener a mano una mesa y papel. Nastia acostumbraba a reflexionar sobre cuestiones complejas con un café delante y trazando sobre el papel enmarañados esquemas. Pero tendría que ir a buscar el café a la cocina, donde se encontraba Lioska, inmerecidamente vejado y ahora entregado de pleno a su enfado con ella. No era el momento de aclarar las relaciones, necesitaba mantener ese hielo altivo. ¿Qué hacía falta, pues, para recibir información sin que nadie nunca pudiera encontrarte a menos que tú mismo lo deseases?

La respuesta le llegó con sorprendente facilidad. Cierto, organizar un sistema así era muy difícil pero la idea en sí era increíblemente sencilla. Como sumar dos y dos. Y, si todo estaba tal como se lo había imaginado, se podía comprender por qué los agentes destacados por Gordéyev el Buñuelo nunca llegaron a detectar el coche desde el que se escuchaban las llamadas que Nastia hacía desde el teléfono de su casa. Tal coche simplemente no existía. Hoy en día todo el mundo andaba a vueltas con la sofisticada tecnología de última generación y se había olvidado por completo de que la gente seguía siendo lo más importante siempre y en todo. El dinero y la gente. El dinero y la gente podían hacer lo que quedaba fuera del alcance de los medios técnicos más perfectos.

De creer al reloj, habían pasado veintitrés minutos. Eso no estaba nada bien, era feo hacer esperar a una señora…

Cuando sonó el teléfono, Nastia tuvo la satisfacción de comprobar que ni siquiera se había estremecido. Tenía un dominio completo de sí misma.

– La escucho con atención, Anastasia Pávlovna.

La voz seguía siendo aterciopelada pero hoy estaba cargada de notable tensión. Cómo no, ¿qué mosca le habría picado a la desmandada de Kaménskaya, que nunca daba su brazo a torcer, para que les pidiera que la llamaran?

– Seré sumamente breve -contestó con sequedad-. Soy todavía suficientemente joven para que la muerte no me asuste. Su amigo Lártsev no está bien y representa una clara amenaza para mi vida. Por eso tengo el más profundo interés en que no le pase nada a su hija. Necesito que me mande a Diakov.

– ¿Para qué quiere ver a Diakov?

– Se ha dejado coger tontamente en el piso de Kartashov. En los días que quedan, el instructor puede emprender algunas medidas, entre otras cosas, intentar hacer cantar a Diakov. Puesto que sé con exactitud qué huellas ha dejado en el piso de Kartashov, le daré instrucciones sobre qué y cómo debe contestar si le encuentran. Me ha colocado en una situación que me convierte en la primera interesada en evitar patinazos. ¿Me ha entendido?

– La he entendido, Anastasia Pávlovna. Llevarán a Diakov a verla en el curso de una hora. Me alegra saber que somos aliados.

– Buenos días -contestó Nastia sobriamente.

¡Qué burla del destino! Hacía muy poco que Borís Kartashov le había dicho las mismas palabras. También estaba contento de que fueran aliados.

Bueno, ¿cuánto tardarían en dar con Sasha Diakov? En una hora no iban a encontrarle, de eso estaba segura. Dentro de una hora, el agradable barítono le comunicaría consternado que iba a tener que esperar algún tiempo más para hablar con el chico en cuestión. Esta nueva conversación sería más breve aún y sólo le requeriría a Nastia un esfuerzo mínimo. Simplemente, un leve gesto de displicencia. Bueno, tal vez también algo de perplejidad causada por la incapacidad de aquella organización tan seria para localizar con rapidez a uno de los suyos. Podía relajarse.

En la cocina, Liosa trajinaba con los cacharros armando un notable estruendo. Probablemente tenía hambre pero, a pesar del enfado, no quería comer solo, y esperaría a que Nastia se dignase acompañarle. No valía la pena enfadarle más…

Nastia respiró hondo varias veces, distendió los músculos agarrotados de la espalda y de la nuca, adoptó la habitual postura encorvada y abrió la puerta de la cocina. Liosa estaba sentado delante de la mesa puesta y leía un libro apoyado sobre la panera y un bote de ketchup.

– Si crees que te he ofendido y me merezco un castigo, estoy de acuerdo. Pero, por favor, dejemos las medidas educativas para más tarde. Ahora necesito tu cerebro.

Liosa dejó el libro y posó sobre ella una mirada llena de ira.

– ¿Sigues reservándome trabajos auxiliares?

– Liosa, necesito tu ayuda. Por favor, no empecemos a aclarar las relaciones ahora. Para esto tenemos toda la vida por delante.

– ¿Estás segura? De creer tus explicaciones, es posible que lo que nos queda por delante sea muy poco tiempo. Tu perturbado amiguito, Lártsev, puede presentarse aquí en cualquier momento para pegarnos un tiro. Pero aun tal como están las cosas, te obstinas en tratarme como un utensilio de cocina. ¿Qué clase de negociaciones has mantenido con ese bullterrier? ¿Quién te ha llamado?

– Te lo explicaré todo pero antes ayúdame a resolver un problema.

– Bueno, venga… -suspiró Chistiakov pesarosamente.


Lo primero que vio Gordéyev el Buñuelo, cuando subió la escalera y enfiló por el largo pasillo oficinesco, fue la cara, blanca como la pared, de Pável Vasílievich Zherejov. Luego vio también el corrillo de colaboradores y, por encima de sus cabezas, los destellos del flash de una cámara fotográfica. Sin decir palabra, Gordéyev se abrió paso entre la pequeña muchedumbre y vio a un hombre que tenía una herida en la cabeza producida por un arma de fuego y que se encontraba tendido en el suelo del despacho de su asesor. La bala había entrado exactamente por el centro de la frente, y el capitán Morózov estaba muerto.

– ¿Cómo ha ocurrido? -dijo entre dientes Gordéyev.

– Estaba sentado en mi despacho esperándote. Me llamaron para decirme que las chicas de la secretaría tenían un documento urgente para mí, que fuera a buscarlo. No iba a mandar al hombre al pasillo por tan sólo cinco minutos. Guardé todos los papeles en la caja fuerte y salí. En la secretaría, nadie había oído hablar de ningún documento, ni me habían llamado. Me di cuenta de que ahí había gato encerrado y volví corriendo. Y eso es todo… Nadie ha oído el disparo, es probable que el asesino haya usado silenciador.

– Ya veo. ¿Te ha dicho Morózov algo? ¿Por qué quería verme?

– Decir, no me ha dicho nada, pero estaba muy nervioso. Completamente trastocado.

– ¿Qué llevaba en las manos?

– Una bolsa. De deporte -precisó Zherejov.

– Ponla a buen recaudo, antes de que alguien se la lleve. En cuanto se marche la gente, miraremos por si ha dejado algunas notas. ¿Has encontrado a Lártsev?

– Ya está en camino, no tardará.

– Ve corriendo a la puerta y tráelo aquí por la escalera de servicio. No dejes que pase delante de tu despacho y no le digas ni una palabra de Morózov.


Nikolay Fistín, alias tío Kolia, alias -en el lenguaje metafórico de Arsén- Chernomor de pacotilla, estaba desconcertado. Arsén le había ordenado encontrar con toda urgencia a Sasha Diakov y llevarlo al apartamento de Kaménskaya. Tal requerimiento le parecía al tío Kolia tonto y disparatado. Peor aún, era, a todas luces, irrealizable.

Kolia Fistín tuvo su primer conocimiento de la cárcel a la edad de diecisiete años, cuando fue condenado por un delito contra el orden público especialmente grave; salió en libertad tres años más tarde pero, puesto que las barracas no fomentaron su inteligencia y seguía considerando la paliza como el único recurso para expresar su descontento, volvió a caerle otra condena, esta vez de ocho años, por delito de lesiones físicas graves con resultado de muerte.

Como consecuencia de esa juventud combativa, se le privó del permiso de residencia en Moscú o en cualquier otra población situada en un radio de cien kilómetros de la capital. Nikolay se instaló en una pensión para obreros, trabajaba en una fábrica de ladrillos, empinaba el codo, juraba en arameo y se hubiese dicho que su vida iba a seguir un curso previsible durante muchos años. Pero tuvo un golpe de suerte y supo aprovecharlo al doscientos por ciento.

Una vez, de paso por Zagorsk, conoció a una turista. Tonia trabajaba en la oficina de intendencia de las viviendas de un barrio donde se concentraban varios edificios codiciables, construidos a partir de proyectos arquitectónicos «mejorados». Por fortuna, en la época de estancamiento nació la costumbre de conceder a los funcionarios de las oficinas de intendencia pisos situados en el entresuelo de edificios de este tipo, gracias a lo cual una solterona invisible, desgraciadita y solitaria era propietaria de una vivienda más que decente. El matrimonio con la moscovita brindaba la posibilidad de recuperar el permiso de residencia en Moscú perdido, pero pronto el interés se vio desplazado por algo que Nikolay dio en llamar amor. Si iniciar su historia con Tonia le había costado un esfuerzo, al cabo de un mes comprendió que era el único rayo de luz en su vida. De pequeño sólo había conocido las palabrotas de unos padres borrachos, que las alternaban con bofetadas; había pasado once años en penitenciarías; en cuanto a sus hermanos, unos estaban en el trullo, otros eran borrachos perdidos, alguno había muerto. Tonía era una perica cariñosa que le quería, compadecía y no pedía nada a cambio, contenta con tenerle tal y como era. El primer entusiasmo tímido ante la sensación nunca antes conocida de intimidad y ternura se transformó en amor vehemente, y Nikolay estaba dispuesto a matar en el acto a cualquiera que tan sólo mirase a su mujer de manera que no le gustase.

Al mudarse al piso de Tonia, Fistín empezó a trabajar como fontanero para la misma oficina de intendencia. E1 idilio familiar, lamentablemente, no le llevó a acatar la ley, y a partir de 1987 fue introduciéndose poco a poco en el mundillo criminal, ya que contaba con muchos amigotes en este ramo: había crecido en Moscú y moscovitas habían sido sus compañeros de reformatorio para menores. La vida le parecía ahora perfectamente satisfactoria, empezó a ganar dinero, y descubrió un placer inédito obsequiando a su Antonina con el regalito de turno, que podía ser una pulsera, un traje o un maquillaje caro, y en cada ocasión observando su tímida incredulidad e indisimulada alegría. De dónde venía aquel dinero, por supuesto, la mujer no tenía ni idea, pues Nikolay le contaba no se sabía qué películas sobre no se sabía qué chapuzas que hacía en un taller de reparación de coches.

– Pero qué haces, Koliusa, pero si no me hace falta nada, sólo que estés bien y tengas salud. No necesito esos regalos, trabajas demasiado en aquel taller, no descansas nunca. Pero si tenemos de todo, para qué quieres más dinero -le decía Tonia, y sus palabras derretían el corazón de Fistín, hombre que había cumplido dos condenas.

Una vez, bien entrada la noche, Antonina se sintió indispuesta. Durante un largo rato aguantó el dolor, esforzándose por aparentar vigor y alegría, achacando el malestar a causas naturales relacionadas con el embarazo. Cuando empezó la hemorragia, se asustó en serio y el marido fue presa del pánico. Treinta minutos más tarde, como la ambulancia seguía sin llegar, Nikolay decidió llevar a la mujer a la clínica él mismo. En aquel entonces no había reunido aún el dinero necesario para comprarse un coche propio, así que pensó que sería preciso parar a un particular. Pensó horrorizado que Tonia mancharía los asientos de sangre y el dueño del coche le armaría una bronca. Lo que más miedo le daba en ese momento era perder al niño. Otro miedo, segundo en intensidad, era no contenerse y cruzarle la cara al conductor en cuanto intentase montar el pitote. Esto amenazaba con una tercera condena, y toda la armonía hogareña, tan bien afinada, se iría al carajo…

Fistín bajó la escalera de dos en dos, corrió con la mano alzada hacia el cruce y estuvo a punto de dejarse atropellar por un Volga, que frenó en seco y al volante del cual se encontraba Grádov, el vecino del quinto, quien no tardó en reconocer al fontanero que en varias ocasiones había ido a su piso a reparar instalaciones sanitarias de importación.

– ¿Qué te ocurre, Nikolay? -preguntó Grádov.

– Me urge llevar a la mujer a la clínica, he llamado la ambulancia pero no sé por qué no vienen. Tengo miedo a que Antonina se desangre, necesito parar a algún particular.

– Os llevo -contestó Grádov en seguida-. ¿Podrá bajar ella sola o la bajamos nosotros?

– ¡Pero qué dice, Serguey Alexándrovich! -dijo Nikolay atónito-. Le dejará la tapicería perdida…

El coche de Grádov la tenía suntuosa, confeccionada con unas pieles blancas y peludas.

– Bobadas, vamos allá -ordenó Grádov-. En cuanto a la tapicería, descuida, si la estropeas, pagarás en especie, vas a repararar mis retretes mientras vivas.

Serguey Alexándrovich no llevó a Tonia a un hospital cualquiera sino a una buena clínica, donde dijo que era familiar suya. Fistín, al ver aquellos lujos -sala individual, equipos inconcebibles, enfermeras solícitas y ágiles, desayunos con caviar negro-, se quedó patidifuso. Consiguieron salvar el embarazo y, cuando nació el hijo, Nikolay se creyó en deuda eterna con el vecino del quinto Serguey Alexándrovich Grádov.

En 1991, Grádov, cenando con amigos en un restaurante, fue testigo de un ajuste de cuentas más bien brutal, en el que se hizo uso de puños americanos e incluso tiros. Las caras de algunos participantes le parecieron familiares.

Grádov subió al despacho de la directora, su vieja conocida de muchos años, y le preguntó por qué no había llamado a la policía.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -dijo la directora encogiéndose de hombros-. Esos chicos se encargan de mantener el local en orden. Cuando algún cliente se desmadra, le llaman la atención. La policía no tiene nada que hacer aquí.

– Creo haber visto a esos chicos en varias ocasiones cerca de mi casa, charlando con nuestro fontanero, Kolia Fistín -observó Grádov pensativo.

– ¿No está enterado? -se sorprendió sinceramente la directora-. Es su jefe. Le llaman tío Kolia.

Cuando, pasados unos días, Grádov invitó a Nikolay a su casa y, expresándose con suma claridad, le propuso cambiar de empleo, éste aceptó con alegría. Fistín se daba cuenta de que controlar el territorio se hacía cada vez más difícil. Había conseguido arrancar un trozo de la tarta y retenerlo durante cierto tiempo pero, poco a poco, fueron apareciendo otros cocodrilos, jóvenes y dotados de mejores dentaduras, que no reconocían las reglas del juego y con los que Nikolay nunca podría competir. Las nuevas circunstancias requerían, además de la potencia muscular, un buen cerebro, y el del tío Kolia no daba mucho de sí. Para empezar, se habían quedado con una gasolinera situada en su territorio, luego, con una manzana de casas entera, justo aquella donde estaba emplazado un hotel, y ahora andaban rondando la estación de metro y los tenderetes que la rodeaban. Todos los intentos de restablecer el orden solían tropezar con ciertos ininteligibles papeles que se exhibían ante el tío Kolia y que hablaban de la propiedad municipal y de que ésta quedaba exenta de cualquier tributo, ya que todos los beneficios derivados estaban rigurosamente controlados por las autoridades municipales. La proposición de Serguey Alexándrovich le venía como llovida del cielo, pues le permitía desentenderse del cobro por la protección sin quedar mal ante los chicos, para dedicarse a otro trabajo, bien remunerado y más tranquilo. Además, el propio Grádov había insistido en que abandonase los chanchullos ilegales: estaba haciendo carrera en la política y precisaba gente para su servicio de seguridad, para mantener el orden durante actos multitudinarios organizados por su partido, así como para cumplir diversos recados confidenciales. La gente vería a los chicos acompañándole, por lo que sería inconveniente que anduviesen implicados en grescas del mundillo criminal. El tío Kolia tenía cierta vaga idea de la clase de trabajo que le esperaba pero estaba dispuesto a servir a Grádov con devoción y lealtad, como un perro fiel.

Desde aquel entonces habían pasado dos años, y ahora, por primera vez, el tío Kolia se olía problemas. El peligro no tenía nada que ver con la policía, que, había que reconocerlo, podría pasarle una factura imponente; no, el peligro estaba relacionado con Arsén. Le había caído mal al tío Kolia desde que le vio por primera vez. ¿Por qué demonios su amo tuvo que meter a ese calvorota escuchimizado en sus manejos?

El tío Kolia lo hizo todo tal como Grádov le había ordenado: alquiló la casa que ya habían utilizado en otras ocasiones, encontró a la muchacha, los chicos le explicaron que eran amigos de Bondarenko, quien por un imprevisto no iba a poder llevarla a ver a Smelakov el lunes y les había pedido que la acompañaran a aquel pueblo el domingo. La llevaron a un sitio tranquilo, le hicieron contarles todo cuanto sabía, aunque a decir verdad, no sabía gran cosa, y lo único útil de todo aquello fue que le sacaron el nombre de un tal Kosar. Los chicos los mataron a los dos, visitaron la casa del pintor, borraron el mensaje con el número de Bondarenko que Kosar había dejado en el contestador, y asunto despachado. ¿Qué falta, pues, les hacía Arsén? Además, Arsén no paraba de criticarle. Desde el principio mismo se mostró escéptico con el equipo de Kolia y quiso obligar al amo a pagar a su propia gente. Lo cierto era que el amo no les dejó colgados, declaró que el equipo estaba altamente calificado, que haría todo cuanto fuese menester y que lo haría de la mejor manera. Aquellas palabras animaron a Fistín, y su sentimiento de gratitud y devoción hacia Grádov se consolidó aún más. Pero a pesar de todo, Arsén no perdía ocasión de restregarle por los morros alguna porquería y de humillarle, diciéndole sin parar cosas incomprensibles.

Al tío Kolia le dolía y le atormentaba que el amo le hablase a Arsén en un lenguaje que sólo ellos dos comprendían, que aceptase las órdenes y exigencias del vejestorio, mientras que él, Nikolay, por más que se devanaba los sesos, veía que se le escapaba lo más importante. ¿Y si el amo se diese cuenta de que el tío Kolia, como se suele decir, no estaba a la altura, y le pusiese de patitas en la calle para contratar en su lugar a ese piojo casposo, a Arsén? Por supuesto, se consolaba a sí mismo Fistín, el amo no podía echarle así como así, había demasiados asuntos feos y manchados de sangre que los unían. Pero era un consuelo débil, el tío Kolia no quería que Grádov, al percatarse de su insuficiencia, lo mantuviese a su lado por puro miedo. Fistín tenía un amor propio descomunal y una situación así le hubiese resultado inaceptable. Durante las negociaciones, el tío Kolia ponía toda su voluntad en desentrañar el sentido de la conversación entre el amo y Arsén, esforzándose por disimular el miedo, que iba en aumento, y sonriendo con esa extraña sonrisa suya. Así enseña los dientes un chacal arrinconado, consciente de que el adversario es más fuerte, que de un momento a otro llegará su fin pero sin perder la esperanza de asustarle…

Ese día, el 30 de diciembre, Nikolay Fistín comprendió que el momento decisivo había llegado. Arsén declaró rescindido su contrato con el amo y dijo que no trabajaría más para él aunque el asunto estaba lejos de estar concluido. Apenas el tío Kolia hubo exhalado un suspiro de alivio, Arsén le dejó anonadado con su requerimiento de encontrar a Sasha Diakov tan pronto como pudiera. ¿Para qué? ¿Para qué querían a Diakov si habían disuelto el contrato? Por si fuera poco, había sido el propio Arsén quien le había encargado arreglar la situación del chico. El tío Kolia la arregló a la maravilla, le ordenó a Sasha poner tierra por medio, largarse a otra ciudad, estarse allí quietecito durante tres o cuatro meses y avisar de todo eso a los suyos, a la familia, decirles que un negocio reclamaba su presencia en otro sitio y que volvería hacia la primavera. Acto seguido, dio otra orden, a la gente de aquella ciudad, para que «recibieran» a Diakov. Antes de abril, nadie le buscaría, en abril la nieve se derretiría pero hasta que le encontrasen, hasta que le identificasen… ¿Qué tripa se le habría roto a ese carcamal? Aunque, a decir verdad, Arsén se lo explicó todo a Fistín con la mejor urbanidad:

– Kaménskaya exige que Diakov vaya a verla. Tiene que darle instrucciones por si las moscas.

– ¡Qué más da lo que ella exija! -se encabritó el tío Kolia-. Mañana le pedirá un millón de verdes y entonces ¿qué hará, también irá corriendo a llevárselo?

Ese día, Arsén se mostró asombrosamente paciente y no pareció darse cuenta del rabioso desaire.

– Su pretensión es perfectamente razonable y debe ser atendida -contestó con calma-. Tengo por regla no pelearme nunca con el sistema del orden público, yo coexisto con ese sistema. Co-e-xis-to -repitió silabeando-. ¿Lo entiende? Si me pelease con el sistema, no podría seguir haciendo lo que estoy haciendo. Kaménskaya debe asegurarse de que puede tratar conmigo y de que puede creerme. Sólo así podré obtener el resultado deseado. De modo que, dentro de una hora, Diakov debe estar en su casa.

El tono de Arsén no admitía reparos y el tío Kolia no se atrevió a decirle nada. Con los dedos acalambrados, se puso a marcar números de la ciudad adonde se había marchado Saniok, con la esperanza de que su orden no hubiese sido cumplida todavía. Al parecer, todo el mundo estaba fuera, ocupado en los preparativos de la fiesta de Nochevieja. Cada media hora, Arsén llamaba al tío Kolia para preguntarle, en voz cada vez más baja y ominosa, sobre Diakov.

Finalmente, Fistín se decidió.

– He tropezado con ciertas pequeñas complicaciones, tendríamos que vernos -sugirió.

El encuentro con Arsén resultó mucho más duro de lo que Nikolay se maliciaba.

– Cabroncete repajolero -bufó el viejo-, se conoce que cuando Dios repartía los sesos, tú te saliste de la cola para echar una meada. ¿Acaso no entiendes cuando te hablan en cristiano? ¿Cuándo te he ordenado matar a Diakov? Te dije que arreglaras su situación.

– Pues la he arreglado.

– ¡Y un rábano la has arreglado, cretino de la puñeta! Tú y tus semejantes, los nuevos ricos carcelarios, no entendéis la ley. Arreglar la situación no significa más que esto, arreglarla, mirar al fondo de la cuestión, comprender quién tiene razón y quién no, y adoptar la decisión. ¿Has tratado alguna vez con los ladrones de viejo cuño? Aquéllos sí se sabían las leyes y nunca se cargaban a nadie así, por las buenas. Te dicen «arregla lo de ese fulano», y te crees que te han ordenado despanzurrarle o freírle. En tus entendederas no cabe otra cosa. Para arreglar una situación hay que estrujarse el cerebro, darle vueltas a la cabeza, pero tú no tienes nada que estrujarte ni a qué dar vueltas. No eres ningún Chernomor, eres pura escoria. No sólo eres incapaz de pensar, seguro que tampoco podrías matar, lo único que sabes es dar órdenes. Pero cuando llegue la hora de la verdad, te quedarás clavado en tu sitio, con las manos sudadas, te irás de miedo piernas abajo, y sanseacabó. ¿Qué tengo que decirle ahora a Kaménskaya? ¿Que han matado a Diakov y yo ni me he enterado? ¿Qué organización será entonces la mía si matan a mi propia gente y soy el último en saberlo? Está claro que no querrá tratos con una organización tan poco seria.

– Mejor -dejó caer el tío Kolia-. De todos modos, usted ya no trabaja para el amo. ¿Por qué se preocupa? Si no quiere tratos con usted, allá ella.

– Hay que ver esto, pero si de verdad eres un completo imbécil. ¿Te das cuenta por lo menos de que necesitas salvar la epidermis?

– ¿Salvar qué?

– El pellejo, mamón malnacido. Si Petrovka decide encargarse del cadáver de Diakov, no tendrán más que dar un paso para llegar hasta ti. ¿Qué te crees, que estás en este mundo porque eres fruto único de un amor apasionado y que a todos los demás nos han hecho con los dedos? ¿Y si los sabuesos deciden ahora interrogar a Diakov a propósito de su entrada ilegítima en el piso del pintor? No van a esperar hasta la primavera para hacerlo, desengáñate. Llevan buscándole desde la mañana. Si estuviera vivo, la niña le enseñaría cómo comportarse y qué decir, y el torpedo nos habría pasado de largo. Pero ahora se pondrán a buscarle e incluso si no le encuentran hasta la primavera, acabarán atando los cabos y le pondrán la fecha de hoy. Y cuando lo hagan, volverán a encargarle el caso a Kaménskaya. Por eso necesito que ella y yo seamos amigos. Pero tú, como siempre, tenías que estropearlo todo. ¿Es que te crees que no me doy cuenta de la ojeriza que me tienes? No me crees ni una sola palabra aunque te digo cosas importantes y te convendría aprenderlas. ¿Cuántas veces te he señalado tus errores? ¿Cuántas te he explicado cómo y qué tenías que hacer? ¿Me has hecho caso alguna vez? Para ti no hay más que una luz en la ventana, tu maravilloso Grádov, lo que él dice es lo único que aún te importa algo. Eres como un perro que no vale para nada, que sólo entiende la orden cuando le meten un zapatazo en la boca. Tu Grádov es otro subnormal, lo mismo que tú, no te dirá nunca nada inteligente. Y morirás así, sin comprender nada, porque no quieres aprender de los que saben.

El tío Kolia lo aguantó todo pacientemente porque ahora tenía una meta. Había comprendido que debía ayudar al amo. Para conseguirlo, tenía que obligar a Arsén a cumplir lo pactado. Al parecer, Serguey Alexándrovich no pudo convencerle. Bueno, pues él, Fistín, no iba a perder el tiempo engatusándole. Le iba a obligar. Pero antes debía conocer algunas cosas sobre Arsén. Para eso le había solicitado una cita, a la que acudió preparado para que le pusiese tibio.

Después de su encuentro, los chicos seguirían al viejo para averiguar, por de pronto, dónde vivía. Y luego ya se vería. Cierto, le puso más tibio de lo que el tío Kolia se había esperado, y lo que esta vez echó por la boca fue basura asquerosa. «No importa -se repetía Fistín regresando a casa-, pronto serás tú mismo al que le meterán el zapatazo en los inmundos morros que tienes.»

Las escasas entendederas del tío Kolia no alcanzaban ni a vislumbrar siquiera lo que eran Arsén y su Oficina.


El coronel Gordéyev miraba por la ventana. Por alguna razón, el mal tiempo invernal, tan sucio, hacía que todas las calles pareciesen iguales, y el centro de Moscú ofrecía a la vista un paisaje idéntico al de la periferia, al de la carretera de Schelkovo donde vivía Nastia.

Víctor Alexéyevich estaba viendo las mismas aceras encharcadas, la misma suciedad marrón escupida por las ruedas de los coches, los mismos abrigos y chaquetas ensombrecidos por la humedad del aguanieve. Tal vez no era así siempre sino sólo ese día. El día en que él y Nastia debían hacer un esfuerzo de voluntad increíble para dejar de ser ellos mismos y transformarse en criaturas repugnantes, cínicas y llenas de odio…

Gordéyev estaba mirando a la calle a través del cristal de la ventana, sucio y lleno de manchas, y pensaba que ahora iba a poner entre la espada y la pared a uno de los que durante tantos años quería, respetaba, uno de los que consideraba «suyos» y al que trataba como si fuera su hijo. Iba a darle un susto de muerte a un hombre que había soportado un duro golpe y, además, nunca había tenido una vida fácil. Necesitaba hacerle daño, mucho daño, para poner a prueba su honradez y resistencia, su mente y su sentido del deber. Todo para obligarle a hacer algo a lo que nunca accedería si le esgrimiese argumentos lógicos o si le rogase. Él, Gordéyev, volvería a mentir. ¿Cuántas veces en un solo día? Sentía que se hundía en la mentira como en arenas movedizas, que con cada nuevo paso se volvían más profundas y voraces, le parecía que ya nunca encontraría el camino de retorno, que seguiría teniendo que mentir, mentir y mentir; a su mujer, a sus compañeros, a sus superiores, a sus amigos, mentir durante todos los años que le quedaban por vivir. Ya nunca más podría recuperarse, sería otro hombre, inventado, artificial y falso…

Gordéyev oyó que la puerta se abría suavemente pero no se volvió.

– ¿Me ha llamado, Víctor Alexéyevich?

– Te he llamado.

Se giró despacio dando la espalda a la ventana, se sentó pesadamente en el sillón y con un apático movimiento de mano invitó a Lártsev a tomar asiento.

– Perdona que te haya hecho interrumpir el interrogatorio.

– No pasa nada, de hecho ya había terminado.

– Bueno, bueno -asintió Gordéyev-. Quería consultar tu opinión, ya que eres el mejor psicólogo del departamento. Nos ha ocurrido una desgracia, hijo.

– ¿Qué desgracia? -preguntó Lártsev tenso.

En su cara no se había movido ni un músculo, estaba pétreamente quieta. Pero detrás de esa petrificación, el coronel veía una enorme tensión interior de un hombre tan agobiado por la mala suerte que ya no tenía fuerzas para manifestar cualquier emoción.

– Me temo que nuestra Anastasia nos la ha jugado.

«Ay, Señor, perdóname, ¿cómo me atrevo a pronunciar estas palabras? Stásenka, pequeña mía, ¿cómo yo, el viejo tonto de mí, he dejado que las cosas lleguen a esto? Estaba echando mis cuentas, hacía cábalas, dudaba, le daba largas al asunto, esperaba que todo volviese a su cauce. Pues no, no ha vuelto. Ya sé, me lo has dicho mil veces, que en nuestra vida nada pasa sin consecuencias, nada se arregla solo.»

Lártsev callaba, y el coronel vio con claridad el paralizante terror que se había instalado en sus ojos.

– Hasta ayer, Anastasia tenía ideas interesantes sobre el caso de Yeriómina, pero esta mañana me ha declarado que no veía la menor posibilidad de resolver el caso, que sus hipótesis no valían nada y no se le ocurría nada más. Y que, en general, no se encontraba bien, por lo que había cogido baja por enfermedad. ¿Qué cabe deducir de todo esto?

Lártsev seguía callado pero el terror que llenaba sus ojos empezó a mudarse en desesperación.

– Lo que cabe deducir -continuaba con monotonía Víctor Alexéyevich mirando hacia un punto alejado de Lártsev- es que o bien ha aceptado dinero de los criminales, o bien le han dado un susto y ella se ha acobardado y se ha rendido en el acto y sin luchar. Tanto una cosa como la otra me revuelven las tripas.

– Pero qué dice, Víctor Alexéyevich, esto es imposible -dijo por fin Lártsev con una voz que no era suya, que sonaba demasiado estridente, y metió la mano en el bolsillo para sacar el tabaco.

«Claro que es imposible -pensó el coronel-. Has dicho bien. Pero el truco está en que tú no te lo crees. Sabes perfectamente que le dieron un susto. Lo que dices de Anastasia es pura verdad pero al mismo tiempo mientes como un bellaco. ¡Fíjate, los numeritos que nos monta la vida! Vale, de acuerdo, ya veo que no piensas confesar nada. Te he dado una oportunidad pero la has rechazado. El miedo que te inspiran es más fuerte que tu confianza en mí. Venga, saca el cigarrillo, luego tardarás media hora en encontrar el mechero, luego el mechero no se encenderá hasta que hagas veinticinco intentos. Adelante, tómate tiempo, ve pensando cómo convencerme de que Nastia es honrada pero débil. Vamos, hijo, persuádeme, no opondré resistencia. Yo ya me doy tanto asco que aceptaría cualquier cosa.»

Al fin Lártsev encendió el cigarrillo, inhaló hondamente el humo y dedicó unos segundos a buscar el cenicero.

– Me parece que usted exagera, Víctor Alexéyevich. Es el primer caso que trabaja en la calle, lleva ya un mes y medio con él, no ha conseguido resultados y es completamente natural que se sienta cansada. Porque, veamos, ¿qué es lo que hacía antes? Estar sentada en su despacho, analizar informaciones, sumar los dígitos, calcular porcentajes. Pero si nunca había visto a un criminal en persona. En cuanto empezó a trabajar como todos se dio cuenta en seguida de que sus pesquisas teóricas no valían nada, que no servían para resolver asesinatos. Y se dejó llevar por los nervios. Además, ¿quién iba a presionarla? ¿Qué cosas tan especiales pudo haber descubierto en este asesinato? Es un asunto lapidario, la víctima era una borracha, ¿qué falta le hace a nadie? ¿Qué interés puede tener todo esto para la mafia? No, es absolutamente inverosímil. Nuestra Nastasia es una chica nerviosa, se impresiona con facilidad, no tiene buena salud, de modo que tal desenlace, en mi opinión, es muy lógico. No debe pensar mal de ella por eso.

«Esto no está nada bien, hijo, nada bien. ¿Acaso te has olvidado de cómo pasó una noche entera encerrada a solas con un asesino a sueldo, Gall, que había ido allá para matarla? ¿O es que no sabes que hace dos meses desenmascaró a un grupo peligrosísimo de criminales con los que trataba a diario y que tenían en su haber una decena y media de cadáveres? No, hijo de puta, no te has olvidado de nada pero sigues en tus trece, y lo entiendo. Qué remedio te toca. Tienes que convencerme de que nadie ha querido asustar a Nastasia, de que su renuncia a seguir trabajando en el caso es una decisión enteramente voluntaria. Está bien, adelante con los faroles, dale caña. A pesar de los pesares, no descuidas tus intereses e intentas sonsacarme informaciones. ¿Qué esperas, que me ponga a contarte qué cosas tan especiales ha descubierto en el caso de Yeriómina? Ya puedes esperar sentado…»

– Este caso, Víctor Alexéyevich, es una birria, estaba claro desde el principio. Una jovencita desequilibrada, dada a la bebida, que estaba como una chota, pudo haberse marchado de casa con quien y a donde le diera la gana, cualquiera le sigue la pista. Pero Nastia ha sobrevalorado sus capacidades, se ha aferrado a sus hipótesis retorcidas, se ha volcado con todas sus energías y, como resultado, todo lo que ha obtenido es una crisis nerviosa, y el agujero del dónut. La entiendo, cuando se trata de la primera investigación propia, es natural que uno aspire a encontrarse con un caso embrollado, en el que ande involucrada la mafia. Pero no nos olvidemos de que, a pesar del crecimiento del crimen organizado, la mitad de asesinatos, o tal vez más, siguen siendo asuntos de familia. Celos, venganza, dinero, envidia, conflictos familiares, en pocas palabras: simples sentimientos humanos. La mafia no tiene nada que ver ni por casualidad. Nastia no quiso aceptarlo, le apetecía un asesinato sonado, dio en inventarse hipótesis a cuál más enrevesada, y desperdició tiempo y fuerzas intentando comprobarlas.

– No, Volodya, no creo que sea tan sencillo -dijo Gordéyev cabeceando-. Tú y yo la conocemos hace años, a Nastasia no la para un problema y nunca vuelve la cara atrás. Claro, puede dejarse llevar por los nervios, puede caer enferma pero seguirá adelante. Estará muriéndose pero apretará los dientes y hará el trabajo. No, no me lo creo. Aquí hay juego sucio, lo siento. Tenemos que actuar. Cuando se ponga bien y vuelva al trabajo, informaré a mis superiores para que le abran un expediente disciplinario. Insistiré en que la despidan y que no vuelva a trabajar más en las fuerzas del orden público. Aunque la quiero mucho, como quiero mucho a cualquiera de vosotros, no toleraré ni la traición ni la cobardía.

«Ya está, Stásenka, te he vendido viva. Veamos ahora por dónde sale nuestro Lártsev, si quiere sangre o si se nos pone como una seda. Por supuesto, no dejará que te despidan, maldita la falta que le hace que te incoen el expediente. Ahora se dará aires de nobleza y me aconsejará trasladarte a algún puesto de segunda importancia, para alejarte del trabajo operativo. Me gustaría saber qué destino querrá darte. Creo que ya se siente mejor, ha comprendido qué línea de actuación conviene adoptar. Ahora acabaré de tranquilizarle, que respire un poco antes de que le aseste la puñalada trapera, y entonces… Me juego el todo por el todo. Ay, Stásenka, pequeña, si supieras cuánto me duele, cómo todo esto me parte el corazón. Volodka me da lástima, su hija es lo más precioso que tiene en este mundo. ¡Tengo que golpear en lo más sagrado, que me parta un rayo!»

– Bueno, no se ponga así, Víctor Alexéyevich, no se apresure a despedirla. No le rompa la vida a la chica. Lleva razón, no sirve para el trabajo operativo, tiene rodillas de cristal. Pero es incapaz de jugar sucio, se lo juro, pondría la mano en el fuego por ella. Lo mejor será trasladarla al Estado Mayor, a la sección de análisis de datos, que haga allí sus queridas sumas. Allí cundirá más, además, el trabajo es tranquilo, sin nervios.

– No sé, no sé.

Gordéyev se levantó del sillón y se puso a dar lentas vueltas por el despacho. Para sus subordinados era indicio cierto de que el jefe se encontraba en el proceso de toma de una decisión difícil. Se detendría sólo cuando la decisión estuviera adoptada.

– Tenemos que indagar todo esto a fondo. Aún hay tiempo para que venza el plazo de dos meses, sería prematuro dar este asunto por concluido. Me ocuparé personalmente. O lo encargaré a alguien. A ti mismo, por ejemplo. Has sido el primero en trabajar en este caso, quién sabrá mejor que tú qué registros hay que tocar.

– Faltaría más, Víctor Alexéyevich. Si en el caso de Yeriómina hay el menor desajuste, lo descubriré, y si no hay nada, pues qué remedio. Aunque yo por mi parte estoy seguro de que es un asesinato del montón.

Gordéyev miró el reloj. Desde el momento de la llegada de Lártsev había transcurrido media hora. El coronel había logrado acomodarse al plazo convenido con Zherejov. Empezó a decir frases vagas, sobre nada en particular, hasta que la puerta se abrió bruscamente.

– Víctor Alexéyevich, tenemos situación de máxima alerta. ¡En el despacho de Pável Vasílievich han matado al capitán Morózov!


Cuando el coronel Lártsev se separó del corrillo que se había formado delante del despacho de Zherejov y se dirigió hacia la salida, los dos hombres sentados en un coche aparcado en el patio del edificio de la DGI recibieron la señal de «¡ojo avizor!». Desde una distancia prudencial, siguieron al objeto de su vigilancia hasta la estación de metro, se le acercaron un poco al entrar en la escalera mecánica, tomaron el mismo tren. Lártsev bajó en una estación próxima a su casa, compró en un quiosco un paquete de tabaco, siguió caminando, entró en un pequeño jardín, se sentó en un banco y encendió un cigarrillo.

La tarea de los agentes que le seguían consistía en averiguar si Lártsev iba a intentar comunicarse con alguien. Durante el trayecto había tropezado con varios transeúntes y pasajeros, se disculpó brevemente con cada uno de ellos, y no quedaba claro si uno de aquellos encontronazos había sido o no una contraseña. No había realizado llamadas telefónicas, ni había entrado en ningún local, ni había hablado con nadie. Y ahora estaba simplemente sentado en el banco y fumaba.

Los agentes de seguimiento se compraron cada uno un par de empanadillas georgianas calientes y se afanaron en masticarlas pensativamente, sin apartar la vista de la silueta inmóvil sentada en el jardincillo.


En el cuarto quiosco contando desde la salida del metro, el comandante Lártsev había comprado una cajetilla de cigarrillos Davidoff, lo que era la contraseña para solicitar un contacto urgente, y se quedó observando el quiosco.

No tenía la menor intención de entrar en comunicación con los que le habían hecho el chantaje. El asesinato de Morózov le había sobrecogido, pues Anastasia había hecho todo lo que le habían exigido y él no comprendía por qué incumplían ahora su compromiso. ¿Por qué habían matado a Morózov? Así que no eran de fiar, y todas sus promesas de devolverle a Nadia en cuanto la situación se normalizase y pasase el peligro podían resultar una mentira. Quizá la niña estaba muerta ya. No tenía derecho a esperar, necesitaba encontrarles y salvar a su hija por cuenta propia. Nada de nuevas negociaciones y más palabrería, acababa de ver que no debía creerles. Iba a esperar al que vendría a recoger su mensaje y le haría morder el polvo. Luego seguiría la cadena hasta llegar al jefe y arrancaría a su hija de sus garras aunque para eso tuviese que matarle.

Lártsev miraba hacia los quioscos con atención pero de momento allí no ocurría nada digno de interés. El dependiente que le había atendido no se había ausentado ni por un instante, los de los otros quioscos tampoco. Suponía que la contraseña servía para alertar a alguien que siempre se encontraba presente en la zona comercial, es decir, al propio dependiente, quien, por tanto, debería salir y llamar por teléfono para transmitir el mensaje. En el caso de que el receptor de la contraseña no fuera el dependiente sino un cliente, a quien el dependiente simplemente debía decir que Lártsev había comprado un paquete de Davidoff, todo su plan se derrumbaba. Nunca llegaría a detectar a ese cliente. A pesar de todo, no perdía la esperanza… Sentado en el banco húmedo y helado, hecho un carámbano, observaba los quioscos y pensaba en Nadia. ¿Cómo estaría? ¿Le daban de comer? ¿Y si caía enferma?

Sus pensamientos siguieron su propio curso, centrándose en los chantajistas, que habían reunido prácticamente toda la información imaginable sobre la niña: cuándo y adonde iba, cuándo y de qué enfermaba, qué notas le ponían en el colegio, quiénes eran sus amigos. Habían tenido a Nadia bajo vigilancia permanente pero los datos de que disponían no eran la clase de datos que se obtienen mediante un simple seguimiento. Se hubiese dicho que se los habían proporcionado tanto los maestros como los médicos de la clínica del barrio y los padres de sus amigas. Aunque Lártsev se daba cuenta de que era sencillamente imposible. ¿Cómo los habían conseguido?

De repente se puso tenso. Aquella mujer de allí. La cuarentona de complexión recia, con algunos kilos de más, de cara ordinaria, indumentaria modesta y algo desaliñada, pelo rubio oscuro lacio, con algunas canas, recogido en una coleta con una simple goma de oficina. En el último año y medio la había visto en cada reunión de padres de alumnos.

Cuando murió su mujer, Lártsev cambió a la hija de colegio, eligiendo el que estaba más cerca de casa para evitarle tener que cruzar la calle demasiadas veces. Antes era Natasa la que la llevaba al colegio y luego iba a buscarla, por lo que podían permitirse el lujo de matricularla en uno con enseñanza intensiva de francés. Ahora las prioridades de Lártsev eran otras, lo que importaba era que estuviera cerca de casa, y desde hacía un año y medio la niña iba a un colegio normal, que estaba a tan sólo diez minutos andando y en el camino sólo había un cruce.

Acudía a las reuniones de padres de alumnos cumplidamente pero se abstenía de trabar amistades, aunque se preocupó de conocer a los padres de las amigas de Nadia.

Fijarse en las caras que veía en aquellas reuniones le parecía absurdo porque, primero, no todos los padres creían necesario asistir, segundo, porque a veces acudían las madres, a veces los padres, a veces los abuelos. Las reuniones se celebraban trimestralmente, y en cada ocasión Volodya se encontraba con rostros nuevos. Excepto esa mujer… Había estado presente en cada reunión. Y en cada reunión tomó notas. En esto era totalmente diferente de los demás, que no disimulaban su aburrimiento, puesto que ya lo sabían todo sobre sus hijos, y se pasaban el tiempo cuchicheando, criticando las palabras de la maestra monitora, algunas mujeres hacían calceta ocultando los ovillos de lana en los cajones de los pupitres; los padres, por lo común, leían un periódico o algún thriller, que sostenían sobre las rodillas. Esa mujer era la única que escuchaba con atención. Al final, Lártsev captó y formuló su confusa impresión: todos los demás padres sólo cubrían el expediente mientras que ella iba allí a trabajar.

Cuanto más pensaba en ella, más detalles extraños acudían a su mente.

Ha llegado tarde a la reunión y, al entrar en el aula, no va al fondo, donde hay un pupitre vacío, sino que se sienta allí mismo, junto a la puerta, al lado de esa mujer. Como siempre, está tomando notas pero en cuanto Lártsev se acomoda a su lado, cierra el bloc… En aquel momento, el hombre sonrió para sus adentros pensando que a lo mejor se aburría igual que los demás, pero que se había inventado algo que hacer y tal vez escribía cartas o, por qué no, poemas. Por eso había ocultado sus apuntes…

La maestra monitora informa a los padres sobre los resultados del examen estatal de lengua rusa.

– ¿Les apetece ver si sus hijos saben escribir correctamente? -pregunta la señorita levantándose para entregar las libretas a los padres.

La mujer tiene un ataque súbito de tos, aprieta contra los labios un pañuelo y abandona el aula…

Terminada la reunión, todos los padres se agolpan delante de la mesa de la monitora para abonar el importe de los desayunos. Todos menos esa mujer, que sin pérdida de tiempo se dirige a la puerta…

Sale del colegio después de asistir a la reunión y al doblar la esquina ve a la mujer, que sube en un coche y ocupa el asiento de conductor. VAZ-99 de color asfalto mojado, de potentes faros antiniebla halógenos, neumáticos Michelin y cara tapicería de ante natural. «¡Toma! -se dice en aquel momento Lártsev-, parece tan poquita cosa y mira qué cochazo tan fardón…»

Se fija un poco más y ve que en el asiento de atrás lleva una mochila enorme, botas y chaqueta de cazador, y una cartuchera…

Lártsev se reprochó el no haberle prestado atención antes. Claro, casi toda la información sobre Nadia provenía de aquellas puñeteras reuniones. Nadia, que se había sentido mal durante la segunda hora, fue citada como ejemplo cuando se les recordó a los padres que era imprescindible darles a los niños un buen desayuno. También mencionaron a Nadia al pedir a los padres que no dejaran que sus niños trajesen juguetes al colegio porque esos juguetes solían ser muy caros y no estaban al alcance de cualquiera, lo cual a menudo generaba conflictos. «No hace mucho, Nadia Lártseva ha estado a punto de pelearse en clase con Rita Biriukova, porque Rita había traído al colegio una muñeca Barbie, se la dejó a Nadia para que jugara con ella y cuando quiso recuperarla Nadia fue incapaz de separarse de aquel maravilloso juguete.» De Nadia hablaron al exigir a los padres que de ninguna de las maneras mandasen al colegio a los hijos si no se encontraban bien, ya que podían ser portadores de alguna infección. ¡Ay, ojalá se hubiera fijado antes en todos estos detalles!

Se levantó del banco de un salto y a paso rápido se encaminó hacia el metro. Bajó en la tercera parada, hizo transbordo, llegó hasta Universidad, la estación más próxima a la sede de la Sociedad de Cazadores y Pescadores de Moscú.

Cuando, en cumplimiento de su solicitud, delante de él colocaron una treintena de fichas de mujeres cazadoras, con fotos y domicilios, no tardó en reconocer aquella cara, memorizó en un instante la dirección y el nombre, recogió las fichas y se las devolvió a la empleada de la sociedad sin molestarse en tomar notas.

– ¿Ha encontrado lo que buscaba? -le preguntó guardando las fichas en la caja fuerte.

– Lo he encontrado, gracias.

Resumiendo: Dajnó Natalia Yevguénievna, avenida Lenin, 19, apartamento 84.

Загрузка...