CAPÍTULO 9

A las ocho en punto de la mañana, Nastia Kaménskaya se acercó a la clínica de la DGI. Contra su costumbre, ese día lucía un tres cuartos acolchado de color rojo claro y un gorro enorme, de pelo largo, de zorro negro.

Al acercarse a la ventanilla de recepción, solicitó su historial clínico, dejó el tres cuartos y el gorro en el guardarropa y subió a la segunda planta, donde se realizaban las revisiones. Recogió los volantes y números de turno pertinentes y salió a la escalera de servicio. Allí la estaba esperando Chernyshov, con una abultada bolsa de fina tela sintética en la mano. Nastia le dio a Andrei un rápido beso en la mejilla y, sin decir palabra, cogió la bolsa, entró en el cuarto de baño de señoras situado allí mismo, junto a la escalera, y salió diez minutos más tarde con los ojos muy maquillados y ataviada con un abrigo oscuro, que llevaba desabrochado, de modo que dejaba a la vista una bata médica de cegadora blancura. Llevaba colgado del cuello un fonendoscopio y en las manos, una pila de historiales clínicos. La magnífica bolsa de tela finísima se encontraba ahora en el bolsillo de su abrigo, doblada varias veces formando un pequeño paquete.

Nastia bajó la escalera, salió por la puerta de servicio al patio y subió en un coche que llevaba en los costados una franja azul y el rótulo rojo que rezaba: «Servicio Médico.» En el patio había por lo menos tres coches más como éste, y dentro de poco en cada uno de ellos montaría otra mujer vestida igual que Nastia, con bata blanca, un fonendoscopio bailándole en el cuello e historiales clínicos en las manos: médicos que salían a hacer visitas domiciliarias.

Chernyshov, sentado al volante, le echó una ojeada a Nastia y rompió a reír.

– ¿Qué te pasa? -se sorprendió ella-. ¿He hecho algo mal?

– Al verte con los ojos pintados, me acordé de cómo quisiste escaparte de Kiril cuando íbamos a coger a Gall. Desde entonces no he vuelto a verte maquillada. Sabes, pareces muy bonita con todos esos afeites.

– No me digas -repuso Nastia con escepticismo.

– Te digo. Hasta pareces guapa. ¿Por qué no irás así todos los días? Nos alegrarías el corazón a los chicos y, además, sería un bálsamo para tu amor propio. ¿Tanto puede tu pereza?

– Tanto -murmuró Nastia arreglando sobre las rodillas el montoncito de historiales clínicos de atrezzo-. Mi pereza es todopoderosa, me trae sin cuidado lo que os alegre el corazón a los chicos y carezco de amor propio. ¿Te has enterado de por dónde se va allí?

Andrei no contestó, pendiente del intenso tráfico en la avenida, al otro lado de la puerta del patio.

– ¿Por qué no me llamaste anoche? -preguntó-. Le dejé el número a tu Liosa y le pedí que te dijera que me llamaras.

– Volví muy tarde, pensé que tu hijo estaría durmiendo y no quise despertar al niño. ¿Ha pasado algo?

– Sí. Grigori Fiódorovich Smelakov, el juez de instrucción retirado, vive cerca de Dmitrovo, y ahora nos dirigimos a verle siguiendo la carretera que bordea la vía férrea de Savélovo.

La pila de historiales clínicos que Nastia acababa de ordenar se deslizó de sus rodillas a sus pies.

– Hemos acertado -exhaló las palabras apenas audibles, articuladas por labios de pronto rígidos-. No hemos hecho diana todavía pero hemos dado cerca. ¡Por fin! No me lo puedo creer.

– ¿Querrías explicarme cómo lo hemos conseguido?

– Ojalá lo supiera. Quizá haya sido la intuición. ¿Recuerdas que te pregunté cómo se ganaba la vida la madre de Yeriómina?

– Te dije que era sastra.

– Ahí está. Me estuve devanando los sesos tratando de comprender por qué en el dibujo de Kartashov la clave de sol tenía color verde manzana. ¿Qué puede haber en una casa que sirva para dibujar una clave de sol con este color?

– ¿Qué puede haber?

– La tiza. Una simple tiza de un simple juego de tizas de colores que se vende en cualquier papelería. Todos los sastres tienen esas tizas, las utilizan para marcar el patrón. Fui al archivo y leí con mis propios ojos el sumario de la causa criminal que inculpaba a Yeriómina madre. Es un caso muy extraño, Andriusa. A casos así, yo les llamo casos de escuela.

– ¿Por qué?

– Es llano y liso, como si hubiera sido redactado para que los jueces de instrucción lo utilizaran como modelo. Todas las piezas están ejecutadas de forma impecable, todo está archivado por orden cronológico, los protocolos están redactados a máquina para facilitar su lectura, para no cansar la vista del interesado. Más que una causa criminal parece un juguete, un regalo navideño envuelto con papel de colorines. Los sumarios normales no suelen tener este aspecto.

– ¿No será que exageras? Yo también he leído el expediente pero no he notado nada de lo que dices.

– Porque no lo has leído, has estado buscando informaciones que podrían resultarnos útiles. Por eso no te has fijado en la calidad de los documentos.

Durante un rato, los dos permanecieron en silencio.

– ¿Has hablado con Kartashov?

– Sí, nos espera en Vódniki, junto al club náutico.

– Andriusa, por favor, procura que la gente te vea a todas horas del día. Lo mejor será que vayas a Petrovka.

– No soy un niño, ya se me ha ocurrido a mí sólito.

– ¿He vuelto a ponerme mandona? -se entristeció Nastia-. Perdóname, te lo ruego.

Al llegar al club náutico, ella prosiguió el camino en el coche de Borís Kartashov. Andrei dejó el Zhigulí del servicio médico delante de la comisaría de policía del pueblo y regresó a Moscú en un tren de cercanías.


Un hombre joven de aspecto agradable bajó del coche aparcado frente a la clínica de la DGI. Enseñó el pase al guardia, subió de dos en dos los peldaños de la escalera y, con aire de absoluta confianza en sí mismo, se acercó a la recepción.

– Buenos días, Gálochka -saludó a la joven recepcionista.

La chica, al ver una cara conocida, se deshizo en una amplia sonrisa.

– ¡Hola! ¿Qué ha pasado? ¿Se encuentra mal? -le preguntó con simpatía.

– De ninguna de las maneras. Estoy buscando a una compañera, a Kaménskaya Anastasia Pávlovna. Me urge encontrarla y en el departamento me han dicho que está pasando el reconocimiento médico. A decir verdad, me malicio que es un camelo, que se ha ido a ver a su novio pero por si acaso he decidido pasar por aquí. ¡Ojalá tenga suerte!

– ¿Cómo me ha dicho que se llama?

– Kaménskaya A. P.

– En seguida se lo digo.

La muchacha desapareció entre las hileras de altas estanterías.

– Su historial no está en su sitio -le comunicó al volver junto a la ventanilla-. Esto significa que su Kaménskaya está aquí.

– ¿Sabrá decirme dónde puedo encontrarla?

– Pregunte en la sección de revisiones, es el despacho número 202. Allí le informaran con todo detalle.

– Gálochka, ¡estoy en deuda con usted!

El hombre salió de la recepción, se detuvo frente al guardarropa, vio el tres cuartos rojo y subió por la escalera a la segunda planta. La puerta del despacho 202 estaba abierta de par en par. En el pasillo, delante de un televisor encendido, había gente esperando, cada uno con su historial en la mano. El hombre asomó la cabeza al despacho.

– Buenos días, vengo de la PCM, del departamento de Gordéyev.

– ¿Viene a pasar el reconocimiento? -le preguntó una gordita simpática, ocupada en buscar algo en el archivador.

– No exactamente. El jefe me ha ordenado que pregunte si ha pasado por aquí hoy Kaménskaya Anastasia Pávlovna. Suele faltar al trabajo so pretexto de visitas médicas aquí en la clínica. Así que el jefe decidió, ya sabe…

– ¿Kaménskaya? -arrugó la frente la gordita recordando-. No me suena.

– Sí que ha estado aquí, sí, sí -dijo una voz aguda proveniente de otro extremo del despacho que pertenecía a una enfermera jovencita con flequillo pelirrojo-. Recuerdas que luego dijimos que qué curioso que era comandante y no aparentaba más de veinticinco años.

– Ah, aquélla… -sonrió la gordita-, claro que recuerdo. ¿Una rubia alta y delgada, ¿verdad?

– Sí, sí, es ella. Bueno, gracias, bonitas. Ahora podré decirle al jefe con la conciencia tranquila que Kaménskaya no incurre en absentismo laboral. Por cierto, ¿cuánto se tarda en pasar el reconocimiento? ¿Un par de horas?

– Qué va, se tarda un día entero. Hay colas kilométricas para cada médico.

El hombre se entretuvo aún un rato charlando con las chicas de la sección de revisiones y se despidió. Se dirigió a la salida sin mirar atrás, por lo que no advirtió que un par de ojos atentos se habían clavado en su espalda.


– Ha dicho que trabaja en su departamento. De estatura mediana, el pelo oscuro espeso, hombros estrechos. Cara de facciones regulares, guapo, el lóbulo de la oreja derecha tiene un defecto. Una voz fuerte y atiplada.

– No es de los míos -replicó Gordéyev sin vacilar-. Sólo tengo dos chicos guapos, uno es moreno, cierto, pero muy alto, lo de «estatura mediana» no le pega ni con cola. El otro es rubio. Ninguno tiene un defecto en el lóbulo. ¿Qué ocurrió luego?

– Montó en un coche, enfiló hacia el Cinturón de los Jardines. Se comportaba de forma rara. A las once y veinte se detuvo delante de una cabina pública pero no bajó del coche en seguida sino que miró dos veces el reloj. Luego entró en la cabina sin prisas, descolgó, volvió a colgar y se metió corriendo en el coche. Al parecer, el teléfono estaba estropeado y no disponía de tiempo. Arrancó rápidamente y paró junto a otra cabina, se le veía muy nervioso. La segunda vez tuvo suerte, el teléfono funcionaba. Marcó y colgó casi en seguida. No habló con nadie. Volvió a marcar, esperó un poco más y de nuevo nadie le contestó. Llamó por tercera vez, esperó más tiempo todavía y tampoco habló con nadie. Salió de la cabina, subió en el coche y se marchó en dirección a Ismáilovo.

– El tipo llamó a tres sitios y no encontró a nadie en ninguno. ¿Qué tiene de extraño?

– No dejaba de mirar el reloj y, evidentemente, estaba haciendo tiempo para llamar a una hora determinada. De modo que alguien estaría esperando su llamada. ¿Por qué nadie le contestó? Además, no tenía nada en las manos, ni la moneda ni la ficha. ¿Cómo iba a hablar?

– Tienes razón. Necesito pensarlo. No lo perdáis de vista.

– Víctor Alexéyevich, si le han dejado entrar en la clínica, trabaja aquí. No tenemos derecho…

– ¿Has visto su pase? -cortó Gordéyev a su interlocutor con brusquedad.

– No, pero…

– Y yo tampoco. Guárdate tus imaginaciones para ti. Hasta que veas con tus propios ojos su pase y compruebes que no está ni falsificado ni caducado, para ti no es un colaborador sino objeto de vigilancia.

– Bueno, como usted diga.


Borís Kartashov volvió a consultar el mapa.

– Creo que nos hemos pasado la carretera de Oziorki. Tenemos que dar la vuelta.

Hizo el cambio de sentido y un minuto más tarde vieron la carretera que estaban buscando, a dos pasos de la casa de Smelakov.

El juez de instrucción retirado Grigori Fiódorovich Smelakov vivía en una gran casa de dos plantas rodeada de manzanos. En cada detalle se notaba la mano de un dueño hábil y diligente: los arbustos estaban podados con precisión; la valla, recién pintada; el sendero que llevaba del portillo a la casa, bien barrido.

– ¿Le espera el dueño? -preguntó Borís cerrando el coche.

– No.

– Y si no está, ¿qué vamos a hacer?

– Lo decidiremos cuando sepamos que no está -contestó Nastia afectando despreocupación.

En realidad, era perfectamente consciente de que ese día habían ganado tiempo y si no podían aprovecharlo, si Smelakov no estuviera en casa, entonces… No tenía la menor gana de terminar de pensarlo. Era evidente que no podrían repetir con éxito el lapidario truco que esa mañana habían montado en la clínica. «Ellos» esperaban de Nastia movimientos complicados, y ésta era la razón por la que habían logrado ganar algo de tiempo recurriendo a un amaño barato y viejo. Al día siguiente, «ellos» se enterarían de su añagaza, y entonces Nastia no podría ni ir al cuarto de baño sin que lo supieran. De forma que ése era el día D, decisivo para la operación, cuyo desenlace dependía de lo mucho o poco que Nastia llegase a hacer en su curso.

Empujó el portillo con resolución, y al instante apareció en el porche un hombre entrado en años, de hermosa barba y pelo blanco.

– ¿A quién busca?

– ¿Grigori Fiódorovich…?

– Soy yo.

Nastia se acercó al porche y a punto estuvo de sacar del bolso su identificación cuando decidió esperar antes de descubrir su juego.

– ¿Podemos entrar?

– Adelante.

Smelakov se hizo a un lado para dejar pasar a los recién llegados. El interior de la vivienda recordaba un piso de ciudad, confortable e incluso lujoso. Paneles de madera cubrían las paredes, sobre las ventanas había pesadas cortinas de tela cara. En el espacioso salón estaba encendida la chimenea, no una eléctrica sino una chimenea de verdad. Delante de la chimenea había una mecedora y encima de ella, tirada al descuido, una gruesa manta escocesa. Al lado de la mecedora, en el suelo, estaban tumbados dos enormes terranovas que al ver a gente extraña se pusieron de pie y se inmovilizaron, instantáneamente alerta.

– ¡Qué bonita casa tiene! -no se contuvo Nastia.

Su anfitrión sonrió satisfecho. Se notaba que le gustaba cuidar la casa y que se sentía orgulloso de ella.

– ¿A qué debo el placer? -preguntó ayudándola a quitarse el abrigo.

– Grigori Fiódorovich, nos gustaría hablar con usted sobre los acontecimientos del año setenta.

La reacción de Smelakov fue del todo inesperada: una sonrisa de alegría.

– ¡Así que, a pesar de todo, lo han publicado! Yo ya había perdido toda esperanza. Entregué el manuscrito el año pasado y desde entonces no he vuelto a tener noticias de la revista. Pensé que lo habían rechazado. ¿Así que resulta que ustedes lo han leído y les ha parecido interesante? Pues quiero advertirles una cosa: no todo es verdad, me he permitido algunas licencias poéticas. Siéntense, siéntense, voy a hacerles té y en seguida contestaré a todas sus preguntas.

Nastia se asió del codo de Kartashov temiendo desfallecer. Como le ocurría siempre en momentos de revelaciones repentinas, un espasmo vascular le provocaba mareos y debilidad en las piernas.

– ¿Se encuentra mal? -le preguntó Borís susurrando mientras la ayudaba a sentarse sobre el mullido sofá.

– Peor imposible -balbuceó ella apretando contra la frente la mano helada y esforzándose por respirar a fondo-. No es nada, se me pasará en seguida. Borís…

– ¿Sí?

– Creo que lo he entendido todo. Estamos metidos en un lío muy, pero que muy gordo. Puede ser sumamente peligroso. Por eso debe marcharse de aquí, tiene que irse ahora mismo. Yo ya me las apañaré para regresar a Moscú.

– No diga tonterías, Anastasia. Yo de aquí no me muevo.

– Entiéndalo, no tengo derecho a meterle en esto. A mí me pagan por correr riesgos pero usted es ajeno a mi trabajo y puede salir mal parado. Se lo ruego por favor, márchese. Si algo malo le ocurre, en mi vida me lo perdonaré.

– No. No trate de convencerme. Si no quiere hablar en mi presencia, esperaré en el coche. Pero no voy a dejarla aquí sola.

Nastia intentó protestar pero en ese instante el dueño de la casa regresó a la habitación empujando un carrito de servicio.

– ¡Ya está aquí el té! Santo cielo, qué pálida se ha puesto -se impresionó al ver a Nastia-. ¿No estará enferma?

Nastia ya se había recuperado casi del todo e incluso pudo sonreír.

– Siempre estoy así, no haga caso.

Tomaron el té aderezado con menta, hipérico y hojas de airela, mientras Grigori Fiódorovich Smelakov les hablaba del caso del asesinato cometido por Támara Yeriómina. El antiguo juez de instrucción no les ocultó nada: había pasado demasiado tiempo para molestarse con justificaciones. Además, en los últimos años se había puesto de moda escribir y hablar de las arbitrariedades del partido comunista. Se condenaba al partido y se compadecía a las víctimas de su trituradora implacable, por lo que a Smelakov no le parecía ni indecoroso ni arriesgado contar su historia.

Al día siguiente del asesinato, cuando Támara se encontraba ya en las dependencias policiales, uno de los secretarios del comité municipal del partido quiso hablar con él. El juez de instrucción Smelakov abandonó el despacho del secretario con un cargo nuevo, el de jefe del Departamento del Interior de un pueblo de la provincia de Moscú, y propietario de un inmenso piso de cuatro habitaciones. Grigori Fiódorovich, al salir del comité municipal, se dirigió sin dilación al trabajo, extrajo del expediente una parte de los documentos, los sustituyó por otros nuevos, falsificando sobre la marcha las firmas de los testigos jurados y otros declarantes, y llamó al experto Batyrov, el cual le había acompañado durante el examen del lugar del crimen. Batyrov tardó en venir. Al ver la expresión de su cara, Smelakov comprendió que el secretario también le había hablado.

– ¿Qué vamos a hacer, Grisha? -preguntó Batyrov con congoja-. Me han propuesto trasladarme a Kírov. Con ascenso.

– Y a mí, a la provincia de Moscú, y también con ascenso. ¿Has aceptado?

– ¿Cómo no iba a aceptarlo? Si les dijera que no, se me comerían vivo. Recordarían en seguida que mis padres son tártaros de Crimea desplazados.

– También yo he aceptado. Tengo seis hijos y vivimos en dos habitaciones de un piso comunal (1), estamos como piojos en costura.

(1) Piso, habitualmente de construcción antigua y muy espacioso, en el que por escasez de vivienda conviven varias familias compartiendo la cocina, el baño, recibidor, despensas, pasillos, etc., disputándose cada centímetro de estos espacios comunes y repartiendo los quemadores y los turnos para el uso de la bañera. (N. del t.)

– ¿Qué importa esto? -observó el experto con tristeza.

– ¿Y qué es lo que importa?

– Que a nosotros no nos ofrecen nada. Nos ordenan. Los pisos y los cargos son el chocolate del loro, nos los dan para mostrarnos su nobleza, lo espléndidos que son. Nos ordenan falsificar una causa criminal y nos quitan de la vista. Y nosotros cometemos el delito.

– Pero qué dices, Rasid -se inquietó Smelakov-, ¿de qué delito me hablas? No vamos a hacer daño a nadie. Yeriómina es la asesina, es obvio, ni ella misma lo niega. Lo único que quieren de nosotros es que suprimamos de la causa a los testigos que se encontraban en su piso en el momento del asesinato. Pues bien, sus nombres no aparecerán en el expediente. ¿A quién puede perjudicar? Son buenos chicos, estudiantes, se encontraron en el piso de Yeriómina por casualidad, pecados de la juventud, esas cosas ocurren. ¡Estudian una carrera muy especial! Si alguien se entera de que corrían juergas con una fulana alcohólica, la expulsión está asegurada; además, les echarán del Komsomol y ¡adiós, diploma! ¿A qué viene destrozarles la vida a los chavales por una nadería?

– Tal vez tengas razón -concedió Batyrov secamente-. ¿Qué tengo que hacer?

– El protocolo del examen del lugar de los hechos… -se apresuró a contestar el juez-. Mira que no quede ni rastro de que en el piso hayan estado terceros. Sólo Yeriómina y la víctima.

– ¿Y la niña, la hija de Yeriómina?

– Por la niña no te preocupes. Todo el mundo sabe que estuvo allí.

La causa criminal fue remitida a la Fiscalía, Smelakov y Batyrov se marcharon a sus nuevos destinos; uno, a un pueblecito de la provincia de Moscú; el otro, a Kírov. Hacía cuatro años que Grigori Fiódorovich se había jubilado. Sus seis hijos ya eran mayores, estaban afincados en Moscú, tenían sus propias familias. Tres de los hijos se convirtieron en hombres de negocios. Así fue como decidieron vender el piso de cuatro habitaciones y construir para el padre una magnífica mansión, donde el hombre, recién enviudado, estuviera cómodo y a gusto y adonde podrían llevar a sus familias a darse un chapuzón en el cercano lago, a esquiar, a ponerse a tono en una sauna rústica; en pocas palabras, a descansar como Dios manda.

Grigori Fiódorovich no tenía nada en contra de su decisión, todo lo contrario, se alegró de poder realizar al final de sus días un viejo sueño: una casa con chimenea, biblioteca, mecedora y perros grandes, aprovechando que los negocios de sus hijos les aportaban pingües beneficios. Tras organizar la casa a su criterio y gusto, y disfrutar de comodidad y paz, Smelakov decidió hacer su primer pinito literario. Era otro de sus sueños largamente acariciados. Para empezar, escribió varias crónicas de hechos reales, le cogió, como quien dice, el truquillo a la cosa y se atrevió con una novela corta, en la que narró el consabido caso de Támara Yeriómina. Lo contó todo tal y como había sucedido en realidad.

– Y, en realidad, ¿en la pared de la cocina había algo así?

Nastia le tendió el dibujo que Kartashov había realizado basándose en las palabras de Vica. Smelakov asintió con la cabeza.

– ¿Dónde han publicado al final mi novela?

– Me temo que en ninguna parte, Grigori Fiódorovich.

– ¿Ha leído el manuscrito, entonces?

– No, no lo he leído.

Smelakov clavó en Nastia una mirada alarmada y suspicaz.

– En este caso, ¿cómo se ha enterado?

– Antes de contestarle, quisiera leerle algo, si usted me lo permite.

Sacó del bolso La sonata de la muerte, que previsoramente había forrado en papel para ocultar el dibujo de la portada, la abrió en uno de los numerosos sitios marcados por una señal y empezó a traducir. Dos párrafos más tarde levantó la vista hacia Smelakov.

– ¿Le gusta?

– ¿Qué es? -preguntó el hombre con ansiedad-. ¿De dónde lo ha sacado? Es mi texto, es mi novela. Es la vista que se veía desde la ventana de mi despacho. En los muros desconchados del edificio había una enorme pancarta con las palabras «Viva el PCUS». Debajo de la pancarta, unos gamberros habían pintado una esvástica. Y debajo de estos alardes artísticos cada sábado aparecía tumbado el mismo borracho, al que luego metían en el calabozo. Cosas así nadie se las inventa por casualidad, ¿no?

– Escuche un poco más.

Abrió el libro en otra página y tradujo un nuevo fragmento.

– No entiendo nada. Es algo sobrenatural. Los nombres están cambiados, todo en conjunto es distinto pero los detalles, las metáforas, incluso algunas frases, son míos, juraría que sí.

– ¿En qué revista dejó su manuscrito?

– En Cosmos.

– ¿A quién en concreto se lo entregó?

– Ahora se lo diré, aquí tengo todos los datos.

Grigori Fiódorovich abrió un cajón de la mesa, hurgó en su interior y sacó una tarjeta de visita.

– Aquí tiene -dijo tendiéndole la tarjeta a Nastia-. Está apuntado al dorso, a mano. Se llama Bondarenko. Cuando le llevé el manuscrito, tomó nota de mis señas y me dio su teléfono. No encontraba papel para escribirlo, cogió una tarjeta y en el dorso… Dios mío, ¿qué le pasa? Un momento, un momento -se puso a buscar algo con premura en los bolsillos de su chaqueta de lana-, tenía nitroglicerina…

– No hace falta, no se moleste -dijo Nastia con un hilo de voz guardando la tarjeta en el bolso.

Los dedos se negaban a obedecerle, el cierre se negaba a abrirse.

– Ya ha pasado. El ambiente aquí está muy cargado.

El dueño de la casa acompañó a la pareja hasta el coche. Al respirar el aire húmedo y frío, Nastia se sintió mejor.

– Grigori Fiódorovich, ¿no le da miedo vivir solo?

– En absoluto. Tengo perros y una escopeta. Hay vecinos cerca.

– Sin embargo…

– Sin embargo, ¿qué? ¿Hay algo que no me dice?

– Es un profesional y coincidirá conmigo en que es usted mucho más peligroso que la hija de Támara Yeriómina. Sabe mucho más que ella. Y si alguien le tuvo miedo a Vica, tanto miedo que decidió matarla, también usted está bajo amenaza. Comprendo que mi experiencia no puede compararse a la suya, sabe perfectamente, sin necesidad de que yo se lo explique, lo que tiene que hacer y dejar de hacer. No puedo darle consejos pero sí ayudarle si hiciera falta.

– Tiene gracia -sonrió Smelakov-. He estado a punto de decirle lo mismo. Tiene oficio y valor suficientes, es inteligente y, no obstante, no es prudente, un rasgo muy femenino pero que viene al pelo en el trabajo policial. Tampoco yo me tomo la libertad de aconsejarle. Pero si llega el caso, estaré dispuesto a ayudarla.

Nastia y Borís hicieron el viaje de vuelta en silencio. Borís sentía el prurito de hacerle decenas de preguntas pero no se atrevía a iniciar la conversación.

– ¿Volvemos al club náutico? -preguntó al final.

– No, seguimos hasta Moscú. -Nastia sacó la tarjeta que le había dado Smelakov-. Intentaremos encontrar la redacción de la revista Cosmos.

Dio la vuelta a la tarjeta y quedó absorta en sus pensamientos, con la mirada fija en la superficie satinada del papel, sobre la que unas letras doradas rezaban: «VALENTÍN PETRÓVICH KOSAR.»


Para cubrir las apariencias Nastia debía pasar sin falta por la clínica antes de que los médicos del reconocimiento obligatorio terminasen de visitar, y salir de allí a la vista de todo el mundo y luciendo el llamativo tres cuartos colorado. Nastia abandonó la clínica sobre las siete de la tarde, vestida igual que por la mañana, con su tres cuartos de color rojo encendido y el peludo gorro de zorro. Se había dado cuenta de que la vigilaban y estaba preparada para que la «acompañasen» hasta su casa. Por ello no llamó a nadie durante el trayecto, para no poner nerviosos a los que la seguían y no darles pie para una nueva sesión nocturna de sustos. Entró en varias tiendas y compró comida anticipando placenteramente la deliciosa cena en que Liosa Chistiakov sabría convertirla.

La visita a la redacción de la revista Cosmos tuvo un éxito tan sólo parcial. En efecto, Serguey Bondarenko trabajaba allí, pero en ese momento estaba de baja por enfermedad y se encontraba en casa. Nastia le llamó pero nadie cogió el teléfono. Daba pena perder ese día, el tiempo que habían ganado, pero qué se le iba a hacer. Nastia y Kartashov estaban sentados en el coche aparcado junto a la casa de Bondarenko y cada quince minutos le llamaban desde una cabina. Al final, pasadas ya las cinco, se puso una mujer y dijo que Serguey llegaría a eso de las diez. De forma que le tocó a Chernyshov encargarse de hablar con Bondarenko. Intentaría dar con el redactor antes de que regresara a casa. Ese día, cada minuto contaba, mientras «ellos» creían que Nastia se dedicaba a recorrer los despachos de los médicos y el caso se encontraba parado. Al día siguiente volvería a estar a la vista de todo el mundo y volverían a producirse fugas de información, a menos que se le ocurriese una nueva maniobra de distracción.


El teléfono, cuyo timbre había sido ajustado al mínimo volumen, emitió su susurro apenas audible pero Arsén despertó de todos modos. Miró a la pantalla del identificador de llamadas y se apresuró a pulsar un botón para quitar el sonido por completo. Ahora sólo un piloto rojo señalaba que alguien intentaba comunicar con su número. Arsén no descolgó el teléfono. A su lado, su mujer estaba durmiendo.

Unos segundos más tarde, el piloto volvió a parpadear. Cuando llamaron por tercera vez, el reloj marcaba las 2.05. Procurando no hacer ruido, Arsén bajó de la cama y entró de puntillas en el salón. Tres llamadas consecutivas, realizadas en el intervalo de tiempo entre las 2.00 y las 2.05, significaban que se le solicitaba acudir con urgencia a un lugar especificado de antemano. Era la señal con la que el minusválido le informaba sobre la recepción de tal solicitud.

Arsén se vistió de prisa, se puso una chaqueta oscura de mucho abrigo, abrió silenciosamente la puerta y salió del piso. Nunca había podido soportar la suciedad y oscuridad de las calles, pero en momentos como éste daba gracias en su interior a las autoridades municipales que habían llevado Moscú a este lamentable estado, pues a altas horas de la noche los transeúntes eran incluso menos que escasos.

Caminó a paso rápido y quince minutos más tarde divisó en una esquina una silueta robusta.

– ¿Qué pasa?

– Han llegado hasta Cosmos.

– ¿Cuándo?

– Esta tarde.

– ¿Cómo se ha enterado?

– Me ha informado el jefe de redacción.

– ¿Han encontrado a Bondarenko?

– De momento, no parece que hayan dado con él. Pero lo encontrarán mañana, mejor dicho, hoy.

– ¡Recondenada niña! -masculló Arsén entre dientes-. ¿Cómo es que se ha enterado de lo de la redacción? ¿Quién te parece que habrá podido ponerla sobre esta pista?

– No tengo la menor idea. El único vínculo entre Vica, sus pesadillas y Cosmos era Kosar. Pero ya hace dos meses que no vive.

– ¿Y el autor? Me refiero al que escribió sobre ese asunto. ¿Ha podido dar con él?

– No debería…

– No le pregunto si debería o no. Quiero saber si en teoría esto es posible.

– Quizá sea posible, ya que el hombre está en el mundo de los vivos y no en el otro.

– Quizá, quizá -le remedó Arsén contrariado-. ¿Sabe cuál es su problema, Serguey Alexándrovich? Es incapaz de decir la verdad ni siquiera cuando es de vital interés para usted mismo. ¿Por qué no me explicó nada a las claras desde el principio? ¿Por qué no me contó lo de su oficina de París? Si Kaménskaya, Dios no lo quiera, ha comprendido que tenía que buscar a Smelakov, va listo. Incluso si le cortamos el oxígeno, ya no servirá de nada. Si ha ido a verle y le ha enseñado el libro de Brizac que había traído de Roma, Smelakov podría ponerse a buscar por su cuenta al que le robó su manuscrito. Y lo primero que hará será visitar su queridísimo Cosmos, para charlar con el señor Bondarenko. ¿Qué vamos a hacer entonces?

– ¿No le podríamos…? Y de paso, también a Bondarenko… Se lo pagaré.

– ¡Está loco! Ahora que ya los ha encontrado, no podemos hacerlo de ninguna de las maneras. Kaménskaya entendería en seguida que va por buen camino y escarbaría aún más a fondo. ¡Acabaría por soliviantarlos a todos! Aunque… Tal vez no esté todo perdido todavía. Repítame, con tantos detalles como pueda, todo lo que le ha contado su amigo de la redacción. ¿Quién, exactamente, ha ido a Cosmos?

– No le ha visto. Pudo oír desde su despacho cómo en la sala de redacción una voz de hombre preguntaba por Serguey Bondarenko. Le contestaron que estaba de baja médica.

– ¿Ha preguntado por su teléfono de casa o la dirección?

– No. Dijo que volvería dentro de una semana. El jefe de redactores preguntó luego qué aspecto tenía el hombre que quería ver a Bondarenko. Le contaron que tendría treinta y pico de años, que era muy alto, de pelo castaño oscuro espeso y con bigote.

– ¿Estaba solo?

– Solo.

– Está bien, Serguey Alexándrovich, puede irse a dormir. Me encargaré de todo.

– Confío en usted, Arsén.

– No diga eso. No soy omnipotente y no le prometo nada. La culpa es enteramente suya.

– ¿Pero quién iba a suponer que Smelakov lo escribiría, que llevaría el manuscrito precisamente a Cosmos y que sería justamente su manuscrito el que mandarían al destino habitual? Una concurrencia semejante de circunstancias ¡era imposible de prever!

– No haber contado mentiras. Buenas noches.

Ni por un instante, Arsén dudó de que fuera Borís Kartashov quien había estado en la redacción. Por supuesto, delante de Serguey Alexándrovich, Arsén había puesto el gesto correspondiente, había fingido estar preocupado y estrujarse el cerebro. En realidad, había suspirado con alivio en cuanto comprendió que se trataba del pintor. ¿Qué significaba esto? Significaba que por fin había encontrado la dichosa nota que Vica le había dejado. Arsén tenía suficiente experiencia para no creer en casualidades. El pintor vivía en aquel piso y no había visto la nota. Pero luego, de pronto… Mejor dicho, no de pronto sino después de que en su domicilio se presentó cierto ladrón, la nota apareció como por arte de magia. Esto sólo podía tener dos explicaciones. O bien los sabuesos de Petrovka le pidieron a Kartashov que buscara la nota, o bien el chaval que había mandado el tío Kolia no aguantó la paliza y se fue de la lengua.

La primera explicación, probablemente, había que descartarla: en Petrovka creían que Borís no había vuelto todavía a Moscú. Además, si Kaménskaya se hubiera enterado del contenido de la nota, no habría sido Borís sino ella misma o alguien más de su grupo quien hubiera ido a Cosmos. Pero en lugar de esto se había pasado el día en la clínica, no había acudido al trabajo y no se había comunicado con ninguno de sus compañeros. A todas luces, incluso si Kartashov se había enterado de algo, de momento no había compartido su información con nadie más. Éste iba a ser su punto de partida.

Arsén juzgó que, de momento, la situación no revestía especial gravedad. Si Kartashov no había preguntado en la redacción por la dirección y el teléfono de Bondarenko, significaba que no daba demasiada importancia a lo que éste podría contarle, ni le urgía hablar con él. Es decir, no veía ninguna relación entre el redactor de Cosmos y la muerte de Vica. Y en este caso no había necesidad de atosigarse. Hacer las cosas con prisas era lo que Arsén más detestaba. Estaba convencido de que los apremios llevaban a tomar decisiones equivocadas e incluso estúpidas. En su juventud había jugado al ajedrez y había adquirido una habilidad envidiable, equiparable a la de un maestro.

Todo esto estaba muy bien pero el tío Kolia y ese chaval suyo… ¿Cómo pudo haber pinchado de este modo? No sólo había incluido en su equipo a un pelagatos que no pudo soportar los cuatro bofetones que le largó un aficionado, un pintamonas, sino que encima se dejó engañar por ese mocoso, no detectó sus mentiras y falsedades, se tragó todos sus cuentos. Le gustaría saber qué había ocurrido en realidad. ¿Fue el propio chaval quien confesó que había ido a por la nota? ¿O el pintor se agazapó en un rincón oscuro, se quedó observando al intruso y, cuando éste encontró lo que buscaba, salió del escondite y le dio una paliza monumental? De otra forma, Arsén no se explicaba el hecho de que Kartashov se presentase, de buenas a primeras, en la redacción y preguntase por Bondarenko. Sólo podía deberse a que hubiera leído la nota. Y el chico era el único que habría sido capaz de conducirle hacia ella. Tenía que hablar lo antes posible con ese Chernomor de pacotilla, el tío Kolia, decirle que le diera un repaso.

En cuanto al pintor, convenía no perderle de vista, por si se le ocurría ir con el cuento a la PCM. Arsén se preciaba de buen conocedor de la naturaleza humana. El hecho de que Borís hubiera ido a la redacción por su propia iniciativa se dejaba interpretar de dos maneras. Podía ser que sólo tuviese el teléfono de Kaménskaya, a la que no había conseguido localizar en todo el día, y por eso había ido a la redacción solo. Si no, podía ser que no creyese necesario decir nada sobre Cosmos ni a Kaménskaya ni a nadie de la bofia. Se imponía la necesidad de averiguar si al día siguiente intentaría comunicarse con Petrovka, en concreto con Kaménskaya. Con un solo día tendría suficiente para aclarar cuáles eran las intenciones del pintor.

Otro pensamiento tranquilizador acudió a la mente de Arsén. Si por el momento Kaménskaya no estaba enterada de nada, le daba tiempo para trabajarse a Smelakov y a Bondarenko. Lo mejor sería conseguir evitar nuevos cadáveres. Ya eran demasiadas muertes…


Andrei Chernyshov pensó que por esa noche había llegado al límite de sus fuerzas y capacidades. Al principio había tenido que camelarse a la mujer de Bondarenko para convencerla de que le dijera dónde andaba su marido enfermo. Luego, tras haber llevado a su terreno a la mujer y encontrar al marido pasándolo bien en la compañía calurosa, incluso calurosísima, de unos compadres de sauna, Andrei quiso presentarse como uno de «los suyos». Se esmeró en ganarse la confianza de Bondarenko y sus amigos, como resultado de lo cual se vio en la necesidad de tener que sacar de la sauna -a rastras, para ser más exactos- al desgraciado del redactor y llevarlo a un piso vacío, las llaves del cual Chernyshov siempre llevaba encima. Después de que volvió a comerle el tarro a la legítima de Bondarenko -el cual estaba como una cuba- para jurarle por el pasado heroico y el futuro radiante de la queridísima policía que Serguey no iba a pasar la noche con una mujer sino que él, Andrei, velaría por su bienestar sin pegar ojo y que a la mañana siguiente su marido, sobrio como una copa de cristal, sería transportado en coche a la cocina de su domicilio familiar. Parafraseando un chiste de Odesa (1), ahora lo único que faltaba era persuadir a Rockefeller: conseguir que Bondarenko volviese en sí, accediese a contestar a sus preguntas y, al hacerlo, no se confundiese demasiado.

(1) El subgénero de «chistes de Odesa» es comparable a los de Lepe en España, o los de belgas en Francia. Este chiste en particular es como sigue. Un amigo pregunta a otro: «¿Te gustaría casarte con la hija de Rockefeller?» «Hombre, claro que sí.» «Bueno, pues, ya está casi hecho. Ahora sólo falta convencer a Rockefeller.» (N. del t.)

Al principio, Chernyshov creyó que sería suficiente con aplicar algunos remedios light: le dio a Serguey tés y cafés bien cargados, le obligó a meter la cabeza bajo el chorro de agua fría. Sin embargo, el resultado de sus esfuerzos fue algo así como descabalado: a medida que el redactor se sostenía en pie con creciente firmeza, su mirada se volvía cada vez más vidriosa y sus palabras menos coherentes. El tiempo iba pasando, la mañana se les echaba encima y las expectativas de obtener una declaración no hacían sino disminuir. Andrei se enfurecía, se ponía de los nervios; luego sucumbió a la desesperación. En el momento en que ésta había alcanzado su punto álgido, se produjo una especie de chasquido de interruptor y la situación se le presentó bajo una luz distinta. «Imagínate que tienes delante de ti a un perro enfermo -se dijo a sí mismo Chernyshov-. No vas a enfadarte con el chucho porque se encuentre mal. Un borracho es lo mismo que un animal enfermo. También él se siente mal y no puede valerse por sí mismo. Y tampoco sabe explicar con un mínimo de sentido dónde le duele. Si Kiril cayese enfermo en plena noche, ¿qué harías?»

La respuesta vino sola. Superando la aversión, Andrei hizo asumir al redactor una postura estable delante del inodoro y le metió dos dedos en la boca. Previsoramente, había colocado al alcance de la mano un bote con cinco litros de solución muy rebajada de permanganato, y fue alternando el vómito provocado con la bebida forzada. Tras concluir el repugnante tratamiento, acostó a Serguey en el sofá y abrió su libreta, donde guardaba anuncios cuidadosamente recortados de la prensa, como: «Pongo sobrio en el acto. Servicio las 24 horas. Visitas a domicilio.» Andrei buscó entre los recortes aquellos que, a juzgar por los números de teléfono, habían publicado los «ensobrecedores» que residían por aquella zona. Llamó a dos, acordó con uno una visita de urgencia y, mientras esperaba la llegada del profesional, se perdió en las conjeturas acerca de si el efectivo que llevaba encima le alcanzaría para pagar sus servicios.

Hacia la mañana, el jefe de redacción de la revista Cosmos Serguey Bondarenko fue capaz de relatar de forma coherente los acontecimientos que habían tenido lugar dos meses antes. Cuando Valia Kosar le habló, con un brillo en los ojos, de la extraña enfermedad que había atacado a la novia de un amigo, Serguey se acordó en seguida de haber leído en alguna parte algo muy parecido. Hizo memoria y evocó una novela policíaca que había llevado a la redacción un hombre mayor, un antiguo juez de instrucción o algo así. Por algún motivo, Kosar se puso serio en seguida y dijo que había que indagar y descubrir la verdad porque un diagnóstico psiquiátrico no se hacía a la ligera, estaba en juego la vida de una persona, que tal vez gozaba de excelente salud.

– Hagamos lo siguiente -le dijo a Serguey-. Excava en tus montañas de manuscritos y encuentra esa novela; yo, por mi parte, hablaré con unos amigos y les daré tu teléfono para que podáis reuniros. ¿Cómo lo ves?

– Vale -dijo Bondarenko con indiferencia encogiéndose de hombros.

La enfermedad de aquella novia de no se sabía quién le traía sin cuidado y no tenía el menor deseo de hurgar entre los trastos, papeles viejos y manuscritos rechazados que se cubrían de polvo en el sótano de la redacción. Últimamente, los grafómanos proliferaban como la mala hierba. Antes, en la época de estancamiento, no había nada parecido. Pero ahora, cada mes traía un asunto nuevo: unas veces era el partido, otras, los abusos cometidos en los correccionales de trabajos forzados, los gays, el golpe de estado, la corrupción, los secuestros organizados por los traficantes de órganos para trasplantes… Cada nuevo asunto despertaba a la vida una nueva oleada de grafómanos convencidos de que tenían algo que decir al respecto. Los manuscritos llegaban a las redacciones de revistas en avalancha continua pero casi ninguno valía nada y tras echarles una ojeada los mandaban sin más a los sótanos o desvanes.

Pero Serguey no podía negarle nada a Valia Kosar, su amigo del alma, que tantas veces le había sacado de apuros. Ese mismo día bajó al sótano y buscó el manuscrito a conciencia aunque en balde. A pesar del aparente caos, los papeles estaban almacenados según cierto sistema que todos respetaban. Cada sección de la revista tenía asignado su trozo de pared, a lo largo del cual apilaba sus desechos, y sus zonas de estanterías. Bondarenko registró centímetro a centímetro su territorio pero no encontró la novela del juez de instrucción retirado Smelakov. Intentó recordar: ¿la habría mandado al sótano? ¿Habría resultado aceptable la novelita, merecedora de atención, y la habría dado a leer a un redactor? En este caso, debería preguntarle qué había hecho con el manuscrito.

El redactor en cuestión no recordaba a ningún Smelakov, autor de novela policíaca. Pero Serguey no se desanimó. Si el manuscrito había desaparecido, al diablo con él. Tenía la dirección de Smelakov, se la daría al amigo de Valia y asunto despachado…

– ¿Sabe si Kosar avisó a su amigo? -preguntó Andrei preparando una nueva ración de té fuerte y abriendo un nuevo paquete de azúcar.

– Sí, por supuesto. Había querido llamarle desde allí mismo, desde la redacción, pero se dio cuenta de que se había dejado en casa el papelito con su número. Luego, por la noche del mismo día, me llamó para decirme que su amigo estaba de viaje y que él, Valentín, le había dejado un mensaje en el contestador. Dijo que en cuanto Borís regresara, me daría un telefonazo.

– ¿Lo recuerda bien, dijo «Borís»? -preguntó Andrei.

– Sí, creo que sí… Seguro.

– ¿Cuándo fue esto, se acuerda?

– No me acuerdo de la fecha exacta. Pero fue un viernes. Porque al día siguiente me llamó una joven, me dijo que mi teléfono se lo había dado Kosar y que quería verme a propósito de un manuscrito. Era sábado, tuve que inventar excusas para mi mujer, explicarle que necesitaba ir urgentemente a la redacción. No podía invitar a una joven desconocida a casa, como comprenderá.

– ¿Dónde se vieron?

– ¿Cómo que dónde? En mi trabajo, naturalmente, en la redacción. ¿Se imagina usted la que se armaría si mi mujer hubiese llamado al trabajo y no hubiera estado allí? Divorcio y apellido de soltera en ese mismo instante.

– ¿Y qué ocurrió luego?

– Vino a la redacción. Bueno, aquello fue… Usted la ha visto, ¿verdad? Estaba… para morir y no resucitar jamás. Se me caía la baba y le dije que por ella estaría dispuesto a remover otra vez el sótano entero. Al final le di la dirección del autor, Smelakov. La chica la mira así y asá, luego coge y me dice que le da miedo ir allí sola. Dice que está lejos, que no conoce aquellos lugares, ¿y si se pierde? Le dije que el lunes le pediría a un amigo que me prestara su coche y que la llevaría al pueblo donde vivía Smelakov. Quedamos en que el lunes, alrededor de las diez de la mañana, vendría a la redacción e iríamos juntos. Éste fue el acuerdo.

– ¿Y luego?

– Y luego nada. No se presentó. Y nunca más volvió a aparecer por allí ni a llamar.

– ¿No ha intentado buscarla?

– ¿Para qué? Me interesaba únicamente como mujer guapa pero como no dio señales de vida, comprendí que yo no la atraía. Así que ¿a santo de qué iba a buscarla?

– ¿Estuvo alguien más en la redacción aquel sábado?

– Sí, cinco o seis compañeros.

– ¿Alguien más vio a Vica?

– Todos. Estuvimos en la sala de redacción, allí la gente se reúne a tomarse el té, a charlar, a fumar.

– ¿Se mostró alguien especialmente interesado en su visita?

– ¡Y que lo diga! -se regocijó el redactor-. En seguida tuve clara una cosa, a los tíos se les cortaba el aliento con sólo verla. Todos los colegas de sexo masculino que entraban en la sala al instante hacían cambio de sentido e intentaban quedar con ella. No sé si podría destacar a alguno en particular, todos reaccionaban de la misma manera.

– Serguey, tienes que concentrarte y recordar dos cosas. Primero, la fecha en que ocurrió todo aquello. Segundo, a todos los que aquel sábado estuvieron en la redacción y vieron a la chica. ¿Podrás hacerlo?

Durante un rato largo, Bondarenko estuvo frunciendo el entrecejo, frotándose las sienes, bebiendo a sorbos pequeños el fortísimo té. Al final levantó hacia Andrei unos ojos atormentados.

– No puedo. No tengo dónde agarrarme. Recuerdo perfectamente que era sábado pero la fecha… Tal vez fue a finales de octubre, tal vez a principios de noviembre.

– Kosar murió el 25 de octubre -le recordó Chernyshov.

– ¿De veras? -se animó Serguey-. ¿Seguro que fue el 25 de octubre? Pues claro que sí, el 4 de diciembre celebraron el funeral de los cuarenta días… (1). Y eso sucedía antes de que Valia… antes de que le… En fin, antes de todo aquello.

(1) Según la tradición ortodoxa, el alma del difunto permanece en este mundo durante cuarenta días después del fallecimiento, y al transcurrir este tiempo se celebra un segundo funeral. La tradición se probó tan arraigada que sigue siendo la única que respeta la totalidad de la población rusa, incluidos los ateos más recalcitrantes. (N. del t.)

– Entonces, fue el 23 de octubre -precisó Andrei tras consultar el calendario de su agenda.

Lo de los compañeros que aquel sábado se encontraban en la redacción no fue tan fácil. El redactor sólo pudo nombrar con total seguridad a dos, en cuanto a los demás, tenía dudas. Pero tampoco estuvo tan mal. Disponiendo de esos dos apellidos se podría intentar recuperar a los demás, ya que se conocía la fecha exacta y en la redacción no solían reunirse los mismos colaboradores cada sábado.

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