El duelo

Junio-julio de 1780


Cuando se despertó a la mañana siguiente, Drinkwater recordaba vagamente como había terminado la noche anterior. No estaba seguro de a qué hora se había retirado el almirante, porque tras su brindis, el resto de la velada se había convertido en un borroso recuerdo. Los uniformes blancos y azules, los galones dorados y las caras rosadas parecían difuminadas en algo más que el humo del tabaco. El abrigo bermellón de Wheeler y su brillante gorjal habían brillado como el sol a la luz de las velas mientras bromeaban, se reían y de nuevo recuperaban la formalidad. La conversación había discurrido por diferentes derroteros; primero, temas generales; después, más específicos; luego, atrevidos, para volverse más técnica toda vez que los contertulios se concentraban, se dividían y se volvían a unir en una gran marea verbal.

La velada había sido un triunfo para Henry Hope. Como punto final, Blackmore había sugerido escuchar algo de música y se requirió la presencia de O'Malley. El diminuto cocinero irlandés entró lanzando miradas de refilón a los restos de la comida y las botellas vacías. Entonó melodías agradables y melancólicas, acordes con la época, que sumió a los comensales en un silencio apreciativo. Un aplauso cerrado puso fin a su actuación tras interpretar una última giga frenética de su tierra natal que, puesto que procedía del carácter salvaje y apasionado de su pueblo, a Drinkwater le pareció que resumía el júbilo de la batalla del cabo de Santa María, en la que habían participado los geniales irlandeses.

Al concluir la sesión, el pequeño O'Malley era dos guineas más rico, y se despidió mostrando una sobria deferencia que sugería que en el proceso de asado de los capones, cuyos despojos había observado con envidia, había disfrutado de un «pellizco».

A pesar de los vagos recuerdos de una velada agradable, Drinkwater se despertó con la desagradable sensación de que algo no iba bien. Le dolía la cabeza, no estaba acostumbrado a ingerir aquellas cantidades de vino, pero había algo más. Buceó en su memoria en busca de alguna pista para su malestar. Al principio, pensó que había cometido alguna grosería. Su estómago se encogió ante la posibilidad de una indiscreción en presencia del almirante. La silueta que se le acercaba cruzando la sombría cubierta inferior le hizo recordarlo todo.

Morris venía a recordarle su guardia en el puente. El farol emitía una luz demoníaca sobre aquel rostro. El resto de su cuerpo era invisible en la oscuridad del sollado. La espectral figura encontró a Drinkwater despierto y escupió un torrente de improperios en un susurro sibilante. Nathaniel estaba paralizado por el miedo y se sentía aún más vulnerable al estar tumbado boca abajo. Los celos y el odio ardían dentro de Morris, enfrentados al miedo que le producía lo que Drinkwater sabía de su comportamiento. El conflicto resultante era una emoción poderosísima que bullía dentro de sí como un volcán de ira terrorífica e intimidante.

– ¡Vamos, comemierda! ¡Levántate y lleva tu grasiento trasero a cubierta! ¡Maldito holgazán!

Drinkwater no respondió y se limitó a encogerse, desprotegido, bajo su manta. Morris lo observó un segundo y la malevolencia de su mirada parecía tener vida propia. Con un movimiento rápido y preciso, Morris sacó su cuchillo y la luz gris del farol se reflejó en su hoja. Durante apenas un instante, Drinkwater, inexplicablemente, se dio cuenta de que no tenía miedo. Sólo aguardó, en tensión, lo inevitable. Morris dio un tajo con su cuchillo. El cabo del coy se partió y con un áspero ruido, Drinkwater cayó sobre la cubierta. Luchó por desembarazarse de la manta y, cuando lo hizo, vio que estaba solo en la chirriante oscuridad.

En cubierta, un fuerte aguacero resbalaba sobre Spithead, acompañado por un cortante viento. Drinkwater se estremeció y se envolvió en su capote. Aún no se apreciaba el amanecer y la silueta de Morris apenas se distinguía, acurrucado al inútil abrigo del aparejo de mesana.

La silueta se movió y se dirigió hacia Drinkwater. La cara de Morris, en penumbra, estaba ahora más cerca. El guardiamarina de primera agarró el brazo del muchacho. Los salivazos insultaban la mejilla de Drinkwater.

– Escúchame bien -le dijo Morris entre dientes-, porque seas un cabrón lameculos, no te pases de la raya. Threddle no ha olvidado los azotes y ni él ni yo hemos olvidado a Humphries. Así que recuerda bien lo que te digo. Porque lo digo por algo.

La vehemencia de Morris era irrefrenable. Drinkwater se encogió por el sonido de su voz, por los salivazos y por la mano despiadada que lo aferraba con fuerza. Morris le dio un rodillazo en la ingle. El dolor le impedía respirar.

– ¿Lo entiendes, maldito comemierda? -le interrogó Morris, sin rastro de duda en su voz.

– S… sí -susurró Drinkwater, doblándose por el dolor y las náuseas, mientras la cabeza le daba vueltas. De entre la penumbra barrida por la lluvia, surgió otra silueta. Durante un angustioso momento, Drinkwater creyó que era Threddle, pero la voz de Tregembo le preguntó:

– ¿Todo bien, señor Drinkwater?

Sintió el desconcierto de Morris y luego como relajaba su mano al incorporarse. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas pero consiguió tranquilizarse lo suficiente para decir:

– Sí, gracias.

En tono cortante, Morris dio sus instrucciones para la siguiente guardia.

– Esta noche se exime a los tenientes de las guardias. Todos a cubierta cuando suenen las tres campanadas.

Uno de los suboficiales se acercó con la ampolleta de media hora en la mano. El cristal inferior estaba casi lleno.

– Ocho campanadas, señor Morris.

– Dé el aviso.

– Sí señor.

Eran las cuatro de la mañana.

Una vez se hubo ido Morris, Drinkwater se dirigió a la banda de barlovento. La lluvia humedeció e hizo escocer su rostro. Aquello le alivió. El dolor de la ingle remitió y ya no le pesaba tanto la cabeza. Entonces, le embargó una oleada de náuseas. El dolor, el vino y el asco le hicieron vomitar sobre las aguas sibilantes y oscuras de Spithead. Después se sintió mejor. Seguía mirando a barlovento, agarrándose al pasamanos. Se despreciaba. ¿Por qué no se había defendido de Morris? Aunque sólo fuera por una vez. Tenía que afrontar el hecho de que estaba asustado y de que no aplicaba sus valientes decisiones que iba descartando, una y otra vez, a la espera de una mejor oportunidad. Ahora tenía una. Morris lo había agredido. Había tratado de pasar inadvertido con la esperanza de que así Morris lo dejaría tranquilo. Pero Morris jamás haría eso…

Deseaba con todas sus fuerzas no saber lo que sabía sobre Morris. Era tan repugnante que aquella imagen, que recordaba de forma tan vivida su impresionable mente, le resultaba abominable.

Lo que había presenciado aterrorizaba a Drinkwater casi tanto como los protagonistas de aquella escena. De este terror surgió la convicción del poder que tenía sobre Morris. En la agresión de Morris, no veía más que brutalidad. No alcanzaba a distinguir que dicha brutalidad enmascaraba el miedo. No veía el origen de todo aquello, sólo su manifestación.

De repente se dio cuenta de que ya no estaba solo.

Una voz cercana tosió, a modo de excusa.

Drinkwater, nervioso, comenzó a alejarse.

– Discúlpeme, señor.

– ¿Sí?

– He visto lo que ocurrió, señor. Vi cómo le pegaba… A lo mejor necesita un testigo, señor.

– No Tregembo, gracias -Drinkwater se detuvo. Recordaba la conversación que mantuvieron en el Mediterráneo. Revivió brevemente la imagen de Humphries, de Sharpies y Threddle, y de los latigazos que había soportado Tregembo. Drinkwater le dirigió una dura mirada a Tregembo… El marinero esperaba que le diese una paliza a Morris, de no ser así, pensaría que Drinkwater era un cobarde.

Inesperadamente, Drinkwater recordó el preciso momento en que no había sentido miedo una hora antes. Le embargó un enérgico sentimiento. No podía seguir sufriendo la tiranía de Morris y estaba decidido a retar a su superior. Era una decisión desesperada pero, en estas circunstancias, las resoluciones se toman con rapidez, aunque no son tan sencillas de realizar. Con un forzado y adusto tono, dijo:

– No Tregembo, este es un asunto del sollado, como tú mismo dijiste. Te agradeceré que no digas nada…

El hombre se retiró defraudado. No había calculado bien su ofrecimiento de ayuda al joven caballero. Debido al respeto que sentía hacia el guardiamarina, Tregembo creía haber encontrado un medio legítimo para provocar la caída de Morris. Tregembo recordaba el artículo 29 de las Ordenanzas Militares; si en algún momento alguien había tenido a otra persona a su merced, este era ahora Drinkwater con Morris. Tregembo estaba desconcertado. Se había «encariñado» con el muchacho y no entendía que no se hubiese perpetrado una agresión contra Morris, tal y como había visto suceder de vez en cuando en otros barcos. Tregembo era demasiado simple para entender los escrúpulos de Drinkwater, al igual que Drinkwater no sabía que el acoso de Morris escondía un alma pusilánime, que a Tregembo le resultaba muy fácil de entender.

Con la primera luz del alba, Drinkwater comprendió la alicaída redrada del gaviero.

– ¡Tregembo!

– ¿Señor? -preguntó dubitativo el marinero.

– Sea discreto y hable con uno de los ayudantes del carpintero para que consiga dos espadas de madera de fresno, de treinta pulgadas cada una. ¿Lo tiene claro?

– Sí, señor. Gracias.

Drinkwater no sabía por qué se lo había agradecido, pero sintió que ahora le confortaba la lluvia que le empapaba el rostro.


Las novedades sobre el botín apresado por la Cyclops y la promesa de permitir visitas a bordo hicieron de la fragata el navío más feliz del fondeadero. Antes de que terminase aquella guardia, la dotación, inusualmente jovial, había limpiado las cubiertas y ordenado y adujado todos los cabos. Cuando Devaux subió a cubierta, los metales brillaban bajo un pálido sol que prometía un hermoso día, tras la humedad del amanecer.

Los hombres miraban ya por encima de las plomizas aguas hacia la fortaleza de Gilkicker y el puerto de Portsmouth. Durante varios días, bateas y galeras de alquiler habían acercado a mujeres y niños. Muchas de las embarcaciones estaban ocupadas por rameras, pero había también algunas que transportaban a mujeres casadas, algunas ante los ojos de Dios y otras, por la fuerza de la costumbre. Estas embarcaciones habían protagonizado tristes escenas pues bordeaban los costados de los barcos, intercambiando desdichados saludos o quizás un par de frases con los marineros hasta que los ayudantes del contramaestre o los oficiales llamaban a los hombres a sus puestos. Los insultos de oficiales y centinelas también conseguían ahuyentar a las embarcaciones, al igual que los botes de guardia, que pertenecían a las propias unidades de la flota. Este cometido era especialmente gratificante para los marineros que gobernaban dichos botes, pues si se te deniega la búsqueda del placer, hay cierto consuelo en denegárselo también a los demás.

Aunque la Cyclops había convocado a parte de su dotación en Chatham, sobre todo a los voluntarios, algunas de las esposas habitaban en la zona de Portsmouth. De vez en cuando, alguna joven esposa viajaría, sólo Dios sabe con cuánto esfuerzo, con la esperanza de que se le concediese permiso a su marido. Pero, esa desdibujada mañana, era otro tipo de mujeres el que más interesaba a la dotación de la Cyclops. Ninguna embarcación de guardia podría interrumpirles en sus horas de placer, un hecho que todos apreciaron por partida doble al anunciarse que ese día estaría de guardia la Meteor. Era una dulce venganza tras el desenfreno del que disfrutó la fragata en el puerto de Mahón.


En la cámara de oficiales, el teniente Devaux, de evidente buen humor, ocupaba la cabecera de la mesa, adornada con café recién hecho y tostadas.

– Bien, Appleby -dijo dirigiéndose al rechoncho cirujano-, ¿a qué se debe esa expresión apesadumbrada?

– El motivo de mi pesar está en la contemplación de los excesos del ser humano, señor Devaux. Ah, sí, le agradecería sinceramente una taza de café, gracias por su amabilidad -respondió el cirujano mientras se sentaba donde le había indicado el primer teniente.

Devaux sirvió el café.

– ¿Se refiere a las mujeres, señor Appleby? -preguntó Devaux con una sonrisa.

– Las mujeres, señor Devaux -replicó el cirujano con resignación-. Y también, por supuesto, los hombres.

Devaux se rió con ganas.

– ¡Pobre Appleby! Ganamos o perdemos las batallas pero usted nunca gana, ¿no es cierto?

– Bueno, disponemos de suficiente mercurio, sin duda, para afrontar los inevitables problemas -agregó interrogante el teniente Price, pues el delicado asunto provocaba una batalla perdida entre su susceptibilidad y su curiosidad.

Appleby tomó aliento y Devaux supo que estaba a punto de pronunciar una de sus conocidas peroratas.

– Señor Price, el suministro de mercurio por parte de sus señorías, los comisionados, para la ejecución de las órdenes de su señoría, el almirante en jefe… Bien, decía que el suministro de mercurio a los navíos de guerra es insuficiente para combatir los generalizados brotes de sífilis crónica en los navíos más pequeños, pues sus señorías no han reconocido el hecho de que los navíos de diversas categorías aumentan sus dotaciones de forma inversamente proporcional a la categoría que les corresponda.

»Entonces, por sífilis me refiero a la infección que corrompe la sangre, llamada coloquialmente «viruela», un eufemismo que no consigue moderar el efecto que ocasiona sobre el organismo, sino que sólo sirve para que su contagio le resulte un poco más sencillo al incauto marinero que considera, ingenuamente, que esta infección no es peor que un resfriado, pues malinterpreta el empleo de la jerga común. Desgraciadamente, así lo sigue considerando hasta que, con paso vacilante y mente incierta, y desfigurado hasta el punto de que ya no lo toleran sus iguales, es conducido, totalmente trastornado, a la casa de locos, para inevitable vergüenza de su familia y la eterna condenación de su alma inmortal. -No era la primera vez que Devaux oía este discurso.

– Es más -continuó Appleby, a pesar de la queja de Devaux-. Es más, la administración de mercurio, en mi opinion, no sirve más que para suprimir los síntomas y hacer la vida del individuo un poco más agradable, pero aún así le permite contagiar la infección desapercibidamente. Sin embargo, con el tiempo, las bacterias atacan a los órganos esenciales, precipitando la muerte por ataque al corazón o cese de otras funciones básicas del organismo.

– ¿No considera usted que la manifestación de la lujuria es una «función básica del organismo»? -le preguntó Devaux, guiñándole un ojo a Price, quien lucía una apreciable palidez.

– El honorable John Devaux me plantea una pregunta para la cual un hombre de su erudición tiene ya la respuesta.

»La expresión de la lujuria es una manifestación natural del impulso procreador que las sagradas ordenanzas santifican en el tálamo matrimonial. La naturaleza no pretende una proliferación indiscriminada…

– Pero así sucede, doctor -interrumpió de nuevo Price, recobrándose de la impresión ahora que la charla discurría por derroteros no tan médicos.

– Sí, señor Price, y por eso la proliferación de la enfermedad está en boca de todos últimamente. Sin duda, un castigo de nuestro señor.

– ¡Bah! -exclamó Devaux, que ya no escondía su exasperación.

– ¡Nada de bah, señor mío! -continuó Appleby, sin inmutarse-. Aténgase a las pruebas. A la aparición de Cristo sobre la tierra siguió la expansión de la Iglesia, guiada por la divina buena fortuna, y a lo largo de mil años la religión cristiana fue ganando terreno al paganismo. Sólo cuando la Iglesia de Roma alcanzó un estado de corrupción tal que ofendía a Dios, el maligno se dedicó a tentar los corazones humanos con sus malas artes, dando lugar a lo que los hombres educados se complacen en denominar el «Renacimiento». Así, los hombres se lanzaron en busca del «conocimiento». ¿Y qué fue lo que Colón nos trajo de la fabulosa América? ¡La sífilis!

¡Bravo medico!-exclamó Devaux con una risa sardónica-. Una deducción tan sencilla no parece apropiada de un hombre de ciencia cuya profesión se origina en una pesquisa intelectual de semejante calibre, sin la cual no sería más que un desposeído, y que en tal alta estima tiene sus propias opiniones.

– No puedo huir de mi época -replicó el buen cirujano, cuya trágica entonación no se vio ennoblecida por su rechoncha apariencia.

– Suena usted como un condenado wesleyniano de pro, Appleby.

– Quizás sienta cierta simpatía por Wesley4.

– ¡Ah! Entonces, ¡que me aspen si le sirvo más café en esta mesa!… ¿Sí, señor Drinkwater? -inquirió, dirigiendo esta pregunta al guardiamarina que había aparecido en la puerta de la camareta.

– Disculpe, señor, pero se acercan varios botes -respondió. El brillo que emitían los ojos de Devaux no hacían sino refrendar con elocuencia la veracidad de las aciagas premoniciones de Appleby.

– Gracias Drinkwater. -El guardiamarina se retiraba ya cuando le dijo-: ¡Drinkwater!

– ¿Señor?

– Siéntese, muchacho y atienda a estos buenos consejos -dijo el primer teniente, señalando una silla. Drinkwater se sentó y miró a los dos tenientes con expresión desconcertada.

– El señor Appleby tiene que decirle algo, ¿no es cierto?

Appleby asintió, puso ordenó sus ideas y comenzó su asedio del guardiamarina.

– Mire, joven, el primer teniente se refiere a cierto contagio que es mejor evitar y, para ello, nada mejor que la abstinencia total…

Devaux observó la expresión horrorizada de Drinkwater y, luego, encasquetándose el sombrero de tres picos, le hizo un gesto a Price y los dos tenientes abandonaron la camareta.

– … abstinencia… total, y le suplico de todo corazón que se concentre e intente cumplir con ello lo mejor que pueda…


La llegada de las mujeres convocó en cubierta a toda la dotación. Los hombres asomaban la cabeza por encima de los coyes, se doblaban sobre las portas y trepaban por el velamen inferior para echar una lasciva mirada sobre las chalanas que cabeceaban en los costados.

Ni por un segundo los hombres se pararon a pensar en que lo que estaba a punto de suceder no era adecuado sustituto del tradicional permiso que, de todas formas, no habrían de obtener pues se temía su deserción. La preocupación más inmediata era sucumbir al desenfreno.

Entonces, las mujeres y la ginebra subieron a bordo.

Wheeler y los infantes de marina acometieron un simbólico esfuerzo por mantener el orden pero, según la vieja usanza de la Marina, se permitía subir a bordo a todo tipo de mujeres y se hacía caso omiso de cualquier ofensa cometida en estado de ebriedad o de fornicación. Por ello, era inevitable que la mayor parte de las mujeres fuesen prostitutas y que la cubierta derivase en un instantáneo caos de orgía desesperada. Había mujeres de todas las edades: rameras ordinarias de aspecto cansado y afeites excesivos, enfundadas en arrugados y ajados vestidos, cuyo vocabulario no se extendía más allá del «guapo marinerito»; y mancebas de estragada juventud, con una inexpresiva mirada que transmitía cuán desesperado resultaba aquel negocio de la supervivencia.

Algunas eran esposas auténticas. Las mayores estaban acostumbradas a sus hermanas de oficio, pero a las dos o tres más jóvenes les había impresionado y horrorizado la sórdida mugre de la cubierta. Quizás hubiese en la dotación algún pobre meritorio, forzado por la leva a ingresar en la Marina, que recibía a su esposa en aquellas inmundas condiciones, una esposa que mostraba ciertas maneras refinadas. Estas mujeres no tardaban en convertirse en el blanco de las despiadadas burlas de las demás, empeorando así la terrible realidad pues, probablemente, a sus esposos les habría resultado difícil ocultar sus refinados orígenes. Las esposas legítimas eran fáciles de reconocer en el portalón, por su actitud, ya que agitaban sus certificados y pases ante los centinelas.

Las esposas buscaban con la mirada a sus maridos y evitaban atender las propuestas lascivas y codiciosas de los marineros. Para algunas, la travesía concluía con una batalla campal. Puesto que no todos los maridos esperaban que se presentasen allí, varios hombres se habían lanzado a copular con las prostitutas. Una criatura de enorme tamaño, la desposada de un pañolero de escotas, encontró a su hombre metido en faena entre dos cañones del doce. Fustigó el agitado trasero del hombre con lo que quedaba de su sombrilla, al tiempo que emitía una retahíla de soeces improperios. Rápidamente, fue rodeada por un grupo de marineros y mujerzuelas que con sus vítores animaban al trío a continuar. La mujer dejó los azotes y le pegó unos generosos lingotazos a la botella de ginebra que alguien le había ofrecido. Mientras tanto, el hombre había terminado y, con gran alboroto, la muchacha salió arrastrándose de debajo de su cuerpo, cubriéndose apresurada. Estiró la mano reclamando su dinero, pero cambió de idea cuando vio la expresión de la esposa. Consiguió esquivarla escondiéndose bajo uno de los cañones mientras la esposa ofendida aullaba:

– ¡Venga! ¡Furcia inmunda! ¡Atrévete a tocar ese dinero! ¡Mi dinero! ¡No eres tan buena como para reclamarlo!

Al oír este comentario, el pañolero agarró el brazo de su mujer y le propinó una bofetada en la boca mientras le decía:

– ¿Y cómo demonios vas a saber tú eso, Polly?

La multitud de mirones se disolvió poco a poco ya que la escena había dejado de pertenecer al ámbito público para entrar en lo personal.

Durante todo el día tuvo lugar aquella marea carnal. El poco dinero que tenían los hombres pronto pasó a los bolsitos de las mujeres. El señor Copping, el contador, para no desmerecer a los de su estirpe, se acomodó tras una mesa donde los impacientes podían firmar una garantía por la cual cedían parte de su paga o del dinero del botín a cambio de un anticipo en efectivo. Fue así como muchos se excedieron en los dictados de la prudencia; al fin y al cabo, los favores de las mujeres eran una necesidad mucho más apremiante. Por ello los contadores eran una tribu muy odiada, aunque adinerada la mayoría de las veces.

La Meteor hacía su taciturna guardia alrededor de la Cyclops. De vez en cuando, por una porta abierta salía despedida una botella, o unos pololos de mujer, acompañados por un coro de voces y gritos. A la dotación del cúter se la llevaban los demonios y, en un momento, se acercó e hizo señas al alcázar. El ayudante del segundo oficial que gobernaba el bote estaba lívido.

– ¡Señor! -le gritó al teniente Keene-. Sus hombres no muestran respeto alguno. Ahora mismo tres de ellos se están bajando los pantalones desde las portas…

Appleby se unió al alborozado teniente que no se dignó a responder.

– ¿Está seguro de que no hizo usted lo mismo en el puerto de Mahón? -preguntó el cirujano.

No hubo respuesta alguna.

– Les he dado donde más les duele, ¿verdad teniente? -dijo Appleby, mientras el hombre miraba hacia otra parte, malhumorado.

– Si la vista del barco le ofende, señor, vaya a escoltar al resto de la flota, que de aquí poco provecho sacarán.

El ayudante del segundo oficial escupió por la borda e increpó a la dotación del bote diciendo:

– A bogar, malditos zopencos.

Durante el transcurso de la mañana, la esposa del marinero Sharpies hizo acto de presencia en el portalón. Era muy joven y, aunque pocos lo sabían, había hecho el viaje desde Chatham sólo con la esperanza de ver a su marido. El viaje, de una semana de duración, había sido una pesadilla debido a su estado de buena esperanza.

Sharpies la había visto subir a bordo y la abrazó en el portalón entre los vítores sentimentales de sus compañeros de rancho. Nadie se había fijado en la agria mirada del señor guardiamarina Morris, que en aquel momento pasaba por allí. Nadie excepto Tregembo quien, debido a otra coincidencia, estaba buscando a Morris.

Mientras Sharpies y su esposa, abrazados, caminaban sobre los activos cuerpos tumbados sobre la cubierta, ajenos a las parodias que provocaban con su presencia, Tregembo se acercó a Morris y le saludó con una breve reverencia.

– Disculpe señor Morris -dijo con exagerada deferencia-. Traigo órdenes del teniente Keene; vaya con la lancha hasta el buque insignia a recibir las órdenes pertinentes.

Morris le contestó con un gruñido y, entonces, sus ojos mostraron un brillo feroz. Llamó a un ayudante del contramaestre conocido por su «asustadizo» carácter y siguió caminando, mientras convocaba al resto de los hombres. Eran los más indeseables de la dotación de la Cyclops. Unos cuantos, muy ocupados, le respondieron con un «vete al infierno». Morris amonestó a uno o dos, el resto quedó en manos del ayudante del contramaestre.

Al extremo de proa de la cubierta de cañones, Morris atrapó a su presa en su guarida. Sharpies y su esposa yacían tendidos sobre cubierta. Ella recostaba su cabeza en el coy y mostraba una expresión de horror extremo. Su marido, el padre de su hijo, a quien idolatraba, sollozaba entre sus brazos. Le había contado la horrenda historia de Morris, pues de ninguna forma podría presentarse ante ella como hombre sin antes desahogarse. Sharpies no se había percatado de la presencia de Morris hasta que el responsable de su desgracia llevaba allí, contemplando a la pareja, todo un minuto.

– ¡Sharpies! -exclamó Morris en un tono que cortó de cuajo el monólogo de aquel infeliz-. Se reclama tu presencia.

El instinto le dijo a la muchacha quién era el intruso y, con esfuerzo, logró arrodillarse.

– ¡No, no! -protestó.

Morris sonrió.

– ¿Cuestiona mis órdenes?

La muchacha se encaró con Morris, mordiéndose los labios.

– Puedo acusarla de obstaculizar la tarea de un oficial. Se castiga con azotes. Su marido ya es culpable de desobedecer las órdenes por tener un coy desplegado… -Morris le escupió estas palabras a la cara. La amenaza emitida contra su esposa sirvió para reanimar a Sharpies que, con delicadeza, hizo a su mujer a un lado.

– ¿Cuá… cuáles son las órdenes?

– Gobierne la lancha.

El gaviero dudó. No formaba parte de la dotación del bote.

– Entendido -dijo, y luego, dirigiéndose a su mujer, le susurró:

– Volveré.

La muchacha se deshizo en sollozos sobre la cubierta y una de las mujeres de más edad, para quien los guardiamarinas no eran más que gentuza insignificante, intentó consolarla. Morris se alejó seguido por una sarta de improperios.

La lancha se demoró tres horas. Tras un rato, la muchacha, a disgusto con las escenas de la cubierta de cañones, buscó un poco de aire fresco y luz en el puente. Dio con la escala de proa y avanzó a ciegas hacia estribor. La joven asemejaba un pequeño y rutilante remiendo contra las adujas de cáñamo negro amarradas al carril.

Mientras contemplaba las transparentes aguas de Spithead, puso su mano sobre la vibrante vida que crecía dentro de ella. Su corazón a punto estaba de estallar de pena. Los horrores de la semana de viaje se le aparecieron de nuevo, cuando deberían haber quedado enterrados por su felicidad. Le invadió la vergüenza, por su marido y por ella, vergüenza por el hijo nonato y por la profunda degradación a la que un ser humano podía someter a otro. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Sus ojos se posaron, sin verlos, sobre los barcos que mecía la corriente. Aquella muchacha no era más que una pequeña e insignificante parte del precio que Gran Bretaña pagaba por su supremacía marítima.

Pasó algún tiempo antes de que el viejo Blackmore se percatase de la presencia de aquella silueta solitaria a proa. Había excusado a Keene y, con premura, envió a Drinkwater para que la mujer regresase bajo cubierta. Blackmore, formado en la marina mercante, conversaba aún sus prejuicios de oficial civil para rechazar los permisos que permitían la presencia de mujeres a bordo. Suspiró. En la marina mercante, el capitán concedía permiso para desembarcar a toda la dotación. Si querían visitar un burdel, era asunto suyo, y se podía confiar en que todos ellos habrían de regresar al barco. El miedo a la deserción de la Marina impedía conceder ciertas libertades y el resultado era la orgía de alcohol que seguía su andadura entrecubiertas. No había nada que el viejo piloto de derrota pudiera hacer para alterar la lógica desquiciada del Almirantazgo, pero, por todos los diablos, no permitiría que la presencia de una ramera afease la cubierta principal.

Drinkwater se acercó a la muchacha. Tan preocupada estaba que no lo oyó. Nathaniel tosió y al girarse, la muchacha palideció al ver el uniforme. Retrocedió hasta apoyarse en los cabos de cáñamo, imaginándose que estaba a punto de recibir los azotes con los que le había amenazado Morris.

– Disculpe, señora -comenzó Drinkwater, que no sabía muy bien qué decir. Era obvio que la mujer estaba afligida-. Con los saludos del piloto de derrota, tenga la bondad de regresar bajo cubierta…

Ella lo miró desconcertada.

– Por favor, señora -suplicó el guardiamarina-. No se permite la presencia en la cubierta de ninguna de… las señoras. -La muchacha comprendió lo que quería decir y percibió, también, el desconcierto de aquel joven. Recobró el ánimo y le respondió lo único que podía decirle.

– ¿Cree usted que soy una de esas? -le preguntó indignada. Drinkwater dio un paso atrás y la muchacha se animó algo más al percibir su turbación.

– Soy una esposa legítima; puede usted llamarme señora Sharpies, y he viajado una semana para ver a mi esposo Tom… -dudó un instante y Drinkwater intentó tranquilizarla.

– Entonces, por favor señora, por qué no va a verlo y se queda a su lado.

La muchacha se levantó furiosa y exclamó con desdén:

– Nada me complacería más, señor oficial, si usted me lo devolviera, pero está… -dijo mientras señalaba hacia el costado con la mano- en un bote, y yo estoy en estado y he viajado durante una semana sólo para descubrir que le han pegado y, y… -al llegar a este punto, no pudo decir nada más y su valor la abandonó. Dio un paso al frente y se desmayó en brazos del confuso Drinkwater. Entonces, con un fogonazo intuitivo recordó que sabía de la humillación de su marido.

Llamó a Appleby y el cirujano se acercó resoplando por la pasarela. En un instante se apercibió del estado de la mujer y de su estado nervioso. Appleby le dio golpecitos en las muñecas y envió a Drinkwater a buscar las sales. Tras unos minutos, la muchacha recuperò la consciencia. Mientras tanto, Blackmore se había acercado y exigido una explicación. Cuando Drinkwater se dirigía a buscar el cofre del cirujano, había hecho algunas preguntas y, por eso, pudo decirle al piloto que Sharpies se había ido en la lancha con Morris.

– Pero él no forma parte de la dotación de la lancha.

– Lo sé, señor Blackmore -respondió Drinkwater.

– ¿Acaso Morris lo escogió expresamente?

– Eso parece, señor. -Drinkwater se encogió de hombros y se mordió los labios.

– ¿Sabe usted por qué? -le preguntó Blackmore, que se percataba de que la expresión del guardiamarina estaba empañada. Drinkwater dudó. Su actitud era más elocuente que las palabras.

– Venga, muchacho, si lo sabe, oigámoslo.

El guardiamarina tragó saliva. Observó la consternación de la muchacha, con sus rizos dorados a ambos lados de su bonita cara; parecía una dama en apuros. Drinkwater quemó sus naves.

– Morris ha cometido sodomía con su marido -dijo en voz baja.

– ¿Y Sharpies? -preguntó Blackmore.

– Le obligaron, señor.

Blackmore miró serio a Drinkwater. No le hacía falta seguir preguntando. La experiencia le decía lo que había pasado. Morris podría haber acosado a Drinkwater, incluso haberlo amenazado con violencia física o algo peor. El viejo piloto detestaba la brutalidad que imperaba en la Marina.

– Dejen que la dama tome el fresco -dijo Blackmore bruscamente y giró sobre sus talones para dirigirse hacia el alcázar.

Cuando la lancha regresó, Sharpies se reunió con su esposa. Había soportado tres horas de abusos y ridiculización de Morris y de la tripulación del bote.

Una vez transmitidas las órdenes del Almirante, Morris se dirigió al sollado.

También Drinkwater fue excusado y descendía a la cubierta inferior cuando se tropezó con Tregembo. El marinero sonreía. Tenía en la mano dos espadas de madera de fresno, de tres pies de longitud, con guardamano de madera de rota, cincelado con el manejable escoplo del herrero.

– Aquí tiene, señor -dijo Tregembo. Drinkwater cogió las espaditas.

Drinkwater miró a Tregembo. Era mejor que le contase lo que había pasado en la cubierta superior antes de que se supiese en las inferiores.

– El piloto de derrota sabe que Morris ha sodomizado a Sharpies. Será mejor que tengas cuidado con Threddle…

La cara del marinero se oscureció para dejar paso, luego, a una expresión alegre. Después de todo, el guardiamarina no lo había decepcionado.

– Lo derrotará sin problemas, señor. Buena suerte… -dijo Tregembo. Drinkwater se dirigió bajo cubierta. Había pronunciado las palabras que podrían llevar a un hombre a la horca, palabras que jamás se habría atrevido a decir en casa. Estaba aterido, aterrado pero decidido…

En el sollado, Morris y otros guardiamarinas daban cuenta del rancho y de las jarras de cerveza. El despensero le ofreció un plato a Drinkwater, quien lo rechazó con un gesto; se dirigió hacia su sitio y, aún de pie, aclaró su voz.

Nadie se percató de su carraspeo. Notaba los latidos apresurados en su garganta y la adrenalina incorporándose a su torrente sanguíneo. Seguía sintiendo un frío atroz.

– ¡Señor Morris! -gritó. Ahora sí le prestaban atención.

– Señor Morris, esta mañana usted me amenazó y me golpeó… -Un ayudante del segundo oficial asomó la cabeza por la puerta de lona. La escena del sollado estaba iluminada por dos faroles, incluso a las dos de la tarde. Se podía sentir la tensión. Ya eran dos los ayudantes del segundo oficial que observaban.

Lentamente, Morris se levantó. Drinkwater no vio que, en sus ojos, la aprensión se transformaba en miedo. Estaba demasiado ocupado manteniendo la calma.

– Me golpeó usted, señor -repitió. Arrojó una de las espadas de madera sobre la mesa; chocó contra una de las jarras, derramando su contenido y, durante los segundos que siguieron, el aire se llenó con el gorgoteo de la cerveza derramada por cubierta.

– Caballeros, quizás tendrían la amabilidad de hacerme sitio tras la cena para que pueda vencer al señor Morris con la espada de madera. Entretanto, despensero, por favor, sírvame la cena.

Se sentó, agradecido porque su jarra seguía aún llena. La comida transcurrió en silencio total. Los dos ayudantes del segundo oficial se evaporaron.

Cuando todo hubo pasado, todos coincidieron en que Drinkwater se había mostrado muy amable al advertir con antelación de la pelea. Un grupo bastante numeroso de hombres hizo sitio mientras Drinkwater se quitaba el abrigo y las armas. Los duelistas se quedaron en camisa, Drinkwater tomó su espada de madera y dio un par de sablazos al aire. Había escogido esta arma porque la conocía. En Barnet, era muy apreciada entre los jóvenes, pues imitaba la espada corta de los caballeros, y combinaba su refinamiento con la descarnada brutalidad del palo tradicional. El ayudante del carpintero había hecho un buen trabajo.

Drinkwater observó a Beale mientras empujaba el último cofre hacia el costado.

– Señor Beale, ¿querrá usted ser mi padrino?

– Será un honor, señor Drinkwater -respondió el joven, lanzando una mirada de refilón a Morris.

Morris miraba desesperado a su alrededor. Por fin, uno de los ayudantes del segundo oficial accedió a ser su padrino, para no echar a perder el combate.

Puesto que los duelos eran ilegales a bordo, la elección de arma de Drinkwater resultó fortuitamente oportuna. Aunque le había guiado su manejo de la espada, y por eso la había elegido, cualquier decisión que tomasen los tenientes con respeto al duelo podría ser burlada con la explicación de que se trataba de un mero enfrentamiento deportivo. Por ello, los padrinos decidieron enviar al despensero en busca de Wheeler pues, a pesar de ser un oficial por nombramiento, podían apelar a su vanidad para que presidiera dicho enfrentamiento.

Tenían que enfrentarse en un espacio muy reducido, de unos cinco pies y cuatro pulgadas de alto y quince pies por diez de largo. Los espectadores, pegados a los costados del barco, restringían aún más el área. Se oyó una apuesta y el murmullo de voces excitadas atrajo aún más la atención. En medio de este barullo, hizo su entrada reclamando silencio la resplandeciente figura del teniente Wheeler. Su entrada estuvo acompañada por el desgarrón de la lona pues se apartó el mamparo de proa, aumentado con ello el número de espectadores hasta sumar unos cuarenta. Wheeler miró en derredor:

– ¡Pero qué es este maldito jaleo! ¡Por todos los santos! Traigan más faroles, el maestro de ceremonias debe ser capaz de ver., ¿me oyen?

Los duelistas se situaron enfrentados y Wheeler declamó las instrucciones.

– Bien, caballeros. Normas de la esgrima: golpeen con la punta, sólo en el torso. Desapruebo que se enfrenten a cara descubierta pero, puesto que se trata de un enfrentamiento deportivo -dijo, marcando sus palabras-, no tendré que amonestarles. -Wheeler hizo una pausa.

– ¡En guardia!

– ¿Preparados?

Wheeler recibió las dos respuestas afirmativas con una mueca.

– Comiencen.

Drinkwater tenía las piernas flexionadas, listo para lanzar su estocada, y apoyaba su mano izquierda en la cadera, pues no había espacio para adoptar la posición de guardia. Morris había adoptado una postura parecida. Las gotas de sudor cubrían su frente.

Drinkwater golpeó la espada de Morris y ésta cedió. Lanzó otra estocada y embistió. La punta alcanzó a Morris en el esternón, pero éste golpeó de lado y le habría dado a Drinkwater en la cabeza si no hubiese esquivado la estocada, recuperando su posición.

– ¡Alto! -gritó Wheeler y de nuevo:

– ¡En guardia!

Esta vez Drinkwater alargó el brazo, enganchó la espada de Morris y luego desengarzó, arremetiendo con su estocada. La punta, aunque era roma, arañó e hirió a Morris en el brazo, haciéndole jirones la camisa.

– ¡Alto! -gritó Wheeler, pero cuando Drinkwater asumía de nuevo la posición de guardia, Morris, chillando de rabia, le lanzó una estocada. Su espada chocó contra la de Drinkwater y le alcanzó en el costado; se le llenaron los ojos de lágrimas y dejó caer el brazo. Pero sólo durante un instante. Entonces perdió la compostura y lanzó un golpe hacia adelante. Wheeler daba voces para que detuviesen el combate pero la espada de Drinkwater golpeaba con saña el abdomen de Morris. Morris se tambaleó y se inclinó hacia adelante. Drinkwater se recuperó y elevó su brazo sano, golpeando la espalda de Morris con toda la extensión de su espada de madera.

– ¡Alto! ¡Alto! -gritaba Wheeler, que de la emoción no dejaba de dar saltos.

– ¡Déjelos! ¡Déjelos! -gritaban los animados espectadores.

Drinkwater golpeó a Morris una vez más. Su brazo estaba imbuido con la ponzoña reprimida en su alma. Golpeó a Morris por sí mismo, por Sharpies y por Kate Sharpies hasta que alguien le sujetó por la espalda. Morris estaba tendido boca abajo. Alguien trajo un cubo. Una mujer gritó que estaba lleno de la «orina de una dama», pero la muchedumbre aprobó a carcajadas que se vaciase sobre la espalda de Morris.

El teniente Devaux, mareado por el consumo de la tercera botella de vino de Madeira, procedente del botín, por los gritos y los pisotones, se abrió paso. Se le veía cansado y despeinado. Observó la escena con ojos que denotaban una cierta envidia.

– Vaya con el mozalbete.

Se hizo el silencio. El respetable se desvaneció en la oscuridad.

– Toda la chusma a proa. ¡Wheeler! ¡Por todos los santos! ¿Qué está haciendo aquí? ¿Quién está al mando? Wheeler, ¿a qué viene este espectáculo?

Cuando Wheeler comenzaba a explicarle la situación, se presentó un perplejo teniente Price. Con un mal disimulado pesar por haberse perdido la pelea, se dirigió al primer oficial:

– Con los saludos del capitán, señor Devaux, preséntese en su cabina inmediatamente.

Devaux respondió con una sonora blasfemia y abandonó la escena. Unos segundos más tarde, con el cabello atusado, enfundado en su abrigo y sombrero, se dirigió a popa.

– Creo que las órdenes son de hacerse a la vela -le dijo Price en voz baja a Wheeler, a modo de explicación.

Drinkwater lo oyó. Respiró profundamente y le dio la espalda a un Morris que apenas se aguantaba en pie. Bien podría navegar hasta el mismísimo infierno, pensó Nathaniel, pues su juventud jamás le volvería a mortificar.


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