El dinero del botín

Mayo de 1780


Las fragatas de Su Majestad, Meteor y Cyclops, condujeron sus presas hasta Spithead en la última semana de mayo de 1780. Acababan de recibirse noticias desde las Antillas de que el almirante Rodney había entablado una acción de guerra contra De Guichen, cerca de Martinica, el diecisiete de abril. Pero la batalla no había sido decisiva y había rumores preocupantes de que Rodney estaba formando consejo de guerra a sus capitanes por desobediencia.

Estas noticias, aunque eran de vital importancia para el avance de la guerra, no lo fueron tanto para la dotación de la Cyclops. Durante su fatigosa singladura por el Mediterráneo, la fragata había sido un hervidero de conversaciones que, durante el rancho, especulaban sobre el valor del botín.

No había un solo hombre de la dotación que no se imaginase el lujo o, incluso, los excesos que le granjearía la compra de la Santa Teresa por parte de la Armada Real. Para Henry Hope, significaba la tranquilidad en su vejez; para Devaux, la restitución de su puesto en sociedad y, con un poco de suerte, la posibilidad de contraer un matrimonio ventajoso. Los hombres como Morris, Tregembo y O'Malley imaginaban fantasías de espléndidas proporciones, mientras se preparaban para rendir pleitesía a los templos de Baco y Afrodita.

Sin embargo, la emoción inicial se desvanecía conforme las dos fragatas y el convoy vacío navegaban rumbo norte. Surgieron las disputas sobre la cantidad real de dinero que se manejaba y, lo que era más importante, cuánto le correspondería a cada hombre. Los rumores, la especulación y las conjeturas recorrieron el barco como el viento en un campo de maíz. Un comentario fortuito de un oficial, oído por un suboficial y transmitido a la cubierta inferior, provocó nuevas oleadas de debates que no se basaban en un solo hecho fehaciente sino sólo en montañas de fantasiosos deseos. El año anterior, fragatas como la Cyclops habían capturado la flota anual que regresaba de las Antillas españolas cargada de tesoros. Los capitanes se habían convertido en hombres fabulosamente acaudalados e incluso los marineros de primera habían recibido la suma de ciento ochenta y dos libras cada uno. Pero la imaginación no estaba siempre ocupada por relatos de riquezas nunca vistas. A medida que navegaban hacia el norte, fueron surgiendo otros rumores. Quizás la Santa Teresa había ido a parar de nuevo a manos españolas, que volvían a asediar Gibraltar. O había naufragado por el fuego de artillería, o le habían alcanzado los barcos de fuego…

Si los españoles no pudieran recuperar su fragata, ¿no intentarían al menos reparar su honor destruyendo parte del botín en la bahía de Gibraltar?

El pesimismo se extendió por la Cyclops y, con el pasar de los días, se habló cada vez menos del dinero del botín. Para cuando avistaron el Lizard, las conversaciones sobre ese tema eran tabú. Una extraña superstición se había apoderado de la marinería y también de los oficiales. Una sensación de que si se llegaba a mencionar el tema, la codicia despertaría la ira de aquel destino que gobernaba sus vidas con severidad arbitraria. Ningún marinero, fuera cual fuera su categoría o cometido, podría admitir la posibilidad filosófica de que Atropos, Lachesis oCloto y sus acciones estuviesen guiadas por la imparcialidad. Sus propias experiencias les daban a entender, una y otra vez, lo contrario.

Temporales, batallas, vías de agua, desarbolos, enfermedades y muerte; actos de Dios, actos de sus señorías, los comisionados del Almirantazgo, y del resto de factores que, combinados, causaban profundo malestar, y que parecían dirigir todo el peso de su maldad sobre Jack Tar [2]. Las privaciones eran parte necesaria de la existencia y, por ello, comenzó a desconfiarse de la breve aparición en escena de una dorada escala que parecía conducirles hacia el cielo de la abundancia y el desahogo.

Cuando la cadena de la Cyclops se deslizó por su escobén y la fragata detuvo su andadura al echar el ancla de proa en Spithead, nadie se atrevía a mencionar el nombre de la Santa Teresa. Pero cuando el primer teniente reclamó el esquife del capitán, se aceleró el latir de los corazones de todas las almas a bordo.

Hope se ausentó del barco tres horas.

Incluso cuando regresó al bote estacionado en King's Stairs, la tripulación del esquife nada pudo descifrar de su expresión facial. Drinkwater actuaba de contramaestre y se propuso la tarea de gobernar el bote por entre el laberinto de las pequeñas embarcaciones que se amontonaban en el puerto de Portsmouth. De hecho, él había pensado mucho menos que los demás en el dinero del botín. No tenía experiencia con el dinero. En su hogar, había disfrutado del suficiente, sin excesos, y el interés por su nueva profesión le había evitado ahondar en el tema de la pobreza, o darse cuenta de cuan poco poseía. De momento, la turbación provocada por la lascivia había sido una experiencia confusa pues los conceptos románticos impartidos por una educación rudimentaria estaban en total desacuerdo con el mundo que le rodeaba. No había aún tomado conciencia del poder del dinero para obtener placer, y su visión adolescente del sexo opuesto era de una ambivalencia absoluta. Además, aunque no contaba con otras distracciones, encontró que el cometido de un oficial de la Marina era mucho más interesante que cualquier otro pasatiempo y, desde su primera travesía en bote por las aguas de Spithead, había cambiado significativamente. Aunque poco había ganado a lo alto y a lo ancho, su cuerpo se había endurecido. No había rastro de grasa en sus fuertes músculos; sus manos, antes esbeltas, se mostraban ahora contundentes por el trabajo duro. Sus rasgos seguían siendo delicados, pero mostraban un nuevo matiz de firmeza, de autoridad en torno a su boca que había borrado el aire femenino de su rostro. Una oscura sombra le obligaba a afeitarse de vez en cuando y su antigua palidez fue reemplazada por una complexión curtida.

Permanecía, sin embargo, el ferviente entusiasmo que había llamado la atención de Devaux y que le hacía recurrir a Drinkwater cuando quería que uno de los «jóvenes caballeros» cumpliese con una dura tarea. El primer teniente había situado a Drinkwater en una posición de honor al encomendarle el gobierno del esquife del capitán. Si bien no podía presumir de que su dotación contase con brillantes galones, al menos Hope disponía de un joven y aplicado guardiamarina, con su puñal al costado, con quien caminar orgulloso por la cámara de popa.

También Blackmore consideraba al joven como el mejor de sus pupilos y, de no ser por el espectro de Némesis, en la forma de Morris, la aprobación de sus superiores le habría proporcionado a Nathaniel la mayor de las satisfacciones.

El esquife se bamboleaba sobre las aguas. Al lado de Drinkwater, Hope iba sentado en un silencio pétreo, digiriendo la información transmitida por el secretario del almirante. El Santa Teresa había sido adquirido como botín. Bajo la autoridad del contraalmirante Kempenfelt, se había reunido la comisión con el propòsito de examinar los resultados de la vista preliminar de Duncan en Gibraltar. Kempenfeit y su comisión de botines habían decidido que se trataba de una excelente fragata que pasaría a formar parte de la Armada por la suma de 15.750 libras. La parte que le correspondía al capitán Hope ascendía a 3.937 libras y 10 chelines. Tras años de trabajoso servicio, poca gloria y ninguna recompensa material más allá de una paga escasa y con retraso, el destino le sonreía. Apenas daba crédito a su buena suerte y contemplaba su situación con el cinismo típico de los marinos, y eso era lo que transmitía su gesto adusto.

Drinkwater abarloó el esquife. Hope alcanzó la cubierta y los silbatos cantaron su saludo. La cubierta superior se detuvo para observar al capitán e intentar adivinar lo sucedido con la Santa Teresa, pero todo lo que vieron fue su gesto severo.

Creyeron que sus temores se habían hecho realidad. Hope se dirigió a popa y desapareció. Los ojos de la dotación siguieron atentos el regreso del capitán. Ciento setenta y seis hombres, atareados en la cubierta superior de la Cyclops, unidos en un momento de agria, inmóvil y silenciosa decepción.

Media hora más tarde, Drinkwater salió de nuevo con el esquife. Esta vez el guardiamarina no tenía que llevar a tierra al capitán sino al señor Copping, el contador. El Sr. Copping le hizo saber que se le había encomendado la compra de provisiones especiales para la mesa del capitán y que el capitán celebraría una cena con sus oficiales. También le entregó a Drinkwater una carta con la apretada letra del capitán cuyo remite leía: «A su Excelencia Richard Kempenfelt, contraalmirante». Drinkwater debía entregarla mientras el contador atendía a las compras.

Hope había invitado a todos sus oficiales, al piloto de derrota, al cañonero y a los guardiamarinas. También estaba presente Appleby, el cirujano. Se reunieron bulliciosos a popa cuando las tres campanadas marcaron la segunda guardia; sólo faltaban el primer teniente y Wheeler, que formaban la guardia de honor para recibir al almirante.

Cuando Hope, impulsivamente, envió su apresurada invitación a Kempenfelt, se encontraba de muy buen humor. Había contenido su regocijo mientras le dictaba sus bruscas órdenes a Copping, quien se retiró con el convencimiento de que se habían hecho realidad los peores miedos de la dotación, y no le había faltado tiempo para transmitir que era inútil seguir albergando esperanza alguna.

Hope consideraba que el almirante era el verdadero responsable de su buena suerte y, en cierto modo, quería mostrarle su gratitud. Kempenfelt era un oficial de la Marina muy popular cuya inteligencia resplandecía en una época en la que los oficiales de rango superior no se destacaban por dicha cualidad. Sus innovaciones estratégicas eran admiradas por toda la flota y ocupaban un lugar preeminente en las discusiones de los hombres de ciencia sobre el manejo de las flotas a vela, mucho más que los casos de corrupción o los nombramientos. Para Hope, Kempenfelt era, quizás, mucho más que eso. Para el capitán, que le debía su rango a la facción política que detestaba, el contraalmirante era una figura destacada, y en una época dominada por un lisonjeo peripatético que disimulaba las verdaderas intenciones, Hope deseaba demostrar su sencilla y honesta admiración.

Sin embargo, al reunirse los oficiales en el puente, el capitán vacilaba. El guardiamarina Drinkwater le había entregado la aceptación del almirante, y ahora le acosaban las dudas. Le estaba gastando una traviesa broma a la dotación de su nave, aunque los capitanes podían permitírselo de vez en cuando, tratándose de su gente. Los almirantes eran otra cosa. No estaba seguro de qué pensaría al respecto Kempenfelt…

El murmullo de las conversaciones especulativas sobre cubierta se colaba por el tragaluz. Quizás los oficiales no se hubiesen enterado de la decisión de la comisión de botines; no, lo más probable era que a esas alturas lo supiesen y, sin duda, le tachaban de ser un viejo bobo. Hope se ruborizó pero recobró la compostura cuando detectó el tono resignado del murmullo. Escuchó con más atención. Oyó decir al segundo teniente, el señor Price que, con su cadencioso acento galés, sonaba vagamente ofendido:

– Acaso no se lo dije, señor Blackmore.

Hope visualizó al veterano piloto de derrota, convertido ahora en aliado en la decepción, un hombre que se le parecía tanto que el capitán podía imaginarse los años de experiencia dando con la respuesta idónea para Price.

– Tiene usted razón, señor Price, los hombres de la mar jamás obtienen ni un mísero penique por sus desvelos -dijo en un tono vagamente autoritario, como si se tratase de una opinión harto repetida y escuchada. Hope sonrió: ¡al diablo con los almirantes! Tenía una sorpresa para Blackmore, y de las buenas, y de toda la dotación a su cargo, nada le complacería más que ver al canoso piloto de derrota recibir su parte.

Llamaron a la puerta.

– Pase -y Devaux entró en la cabina.

– Todo listo, señor, ya se divisa la barca del almirante. -El primer teniente dudó, como queriendo decir algo más.

– ¿Señor?

A Hope le divirtió la incomodidad de Devaux. En numerosas ocasiones, las relajadas maneras y el natural savoir faire del joven le habían irritado. Sin duda alguna, éste era el día de Henry Hope.

– ¿Sí, señor Devaux?

– El… botín, ¿señor?

Lo miró con dureza. Quizás su pequeña pantomima le hizo reaccionar exageradamente, pero tuvo su efecto sobre Devaux. El primer teniente se apresuró hacia el umbral de la puerta como un guardiamarina escarmentado.

– El botín, señor Devaux, el botín… -articuló Hope con indignado decoro-, no me hable de botines cuando hemos de recibir a un almirante.

El contraalmirante Richard Kempenfelt saludó al capitán Hope con una sonrisa. Se descubrió para saludar a Wheeler y a su guardia, y saludó a Devaux con un ligero movimiento de cabeza. Sus ojos recorrieron la Cyclops y su dotación mientras Hope lo conducía a popa, donde aguardaban los oficiales en silencio. Los más observadores vieron a su capitán dirigirse al almirante con seriedad. Quizás también se percataron de que la sonrisa del almirante se hizo más amplia y rompió en una breve carcajada. La risa hizo que Hope se relajase. Después de todo, éste iba a ser su día.

Hope presentó a sus oficiales, suboficiales y guardiamarinas. En ese momento, Kempenfelt pidió que se le mostrase el barco.

– Sólo quiero ver un poco de la Cyclops y conocer a los valientes que atraparon a los españoles.

En el combés, alguien dio una voz formal de ¡hurra! en honor del almirante. Para los oídos de Devaux, la falta de entusiasmo con que fue proferida resultaba vergonzosa. No se fijó en que los ojos de Kempenfelt centelleaban divertidos.

Tras su breve paseo por la fragata, el almirante se dirigió a Hope, diciéndole:

– Tiene usted un barco condenadamente pulcro, capitán Hope. Ya le encontraremos algo que hacer. Mientras tanto… – bajó la voz, Hope asintió y se dirigió a Devaux: -Todos a popa, señor Devaux.

Carreras confusas y apresuradas siguieron al zumbido de los silbatos y a las órdenes emitidas a gritos. Los infantes de marina y sus casacas rojas se dirigieron a popa marcando el paso y, paulatinamente, el barco volvió a recuperar el buen orden. Kempenfelt dio un paso al frente y dijo:

– Bien, muchachos, el capitán Hope me ha pedido que les transmita las noticias sobre el botín: la fragata Santa Teresa. - Hizo una pausa para observar a la dotación moverse inquieta en sus puestos. Las expectativas, prendidas de sus rostros por la presencia del almirante, se transformaron ahora en una inquieta ansiedad. La fila irregular de hombres titubeó.

– Les gustará saber que ha sido adquirida por… -Su voz se fue apagando hasta dar paso a un murmullo.

– ¡Silencio! -gritó Devaux.

– …ha sido adquirida por 15.000 guineas y todos recibirán la parte que les corresponde, según los usos acostumbrados -El almirante dio un paso atrás.

Devaux miró a Hope, que mostraba un angelical sonrisa. Entonces, sintiendo que ese era el momento adecuado, gritó:

– ¡Tres hurras por el almirante!

Esta vez no hubo falta de entusiasmo. El estallido de júbilo llegó hasta el Cerberus, a una milla de distancia. Cuando remitían las voces, Hope le comunicó a Devaux:

– Señor Devaux, mañana podrá permitir a bordo la visita de esposas y prometidas. Según parece, la oficina del almirante anunció nuestra llegada hace varios días…

Este era el día del capitán Hope. Al conducir al almirante y a su primer teniente hacia la cabina, se dieron varios hurras por el capitán.

La cena en la cabina del capitán Hope no llegará a las crónicas de las cenas navales. Con todo, el sol poniente lanzó un dorado y brillante haz luminoso desde el horizonte que alcanzó las ventanas de popa de la Cyclops, derramando sobre la escena que allí se desarrollaba parte de su magia. Además, el parloteo alborotado de los más jóvenes, la euforia debida al poco frecuente consumo de vino y el efecto embriagador de la propia ocasión le confirieron a la cena cierto grado memorable.

Copping se las ingenió para ofrecer un banquete con las limitadas viandas de que disponía. Si Kempenfelt no quedó impresionado por la cocina, no lo mostró y en cuanto a los guardiamarinas, cuyo sustento diario no llegaba a una ración completa, cualquier comida de más de un plato era considerada alta cocina.

Por suerte, el saqueo de la Santa Teresa había proveído de suficiente Oporto y vino de Jerez, que compensaron el insustancial clarete de Hope. También se rescataron algunos puros habanos que, tras el capón y el budín, llenaron la cabina con el boato aromático del humo azul.

Apenas una hora después de haberse sentado, el organismo de Drinkwater disfrutaba de la placentera sensación de una ligera modorra. La hinchazón de su estómago alcanzaba proporciones desacostumbradas y su cabeza comenzaba a asumir esa lúcida indiferencia por el movimiento de las extremidades que suponía el momento más placentero, si bien más breve, de la ebriedad. Sus olvidadas piernas lucían reclinadas, tal y como las había colocado antes de que el aumento de la concentración alcohólica en su cerebro les hubiese sustraído toda su energía. Escuchó, sin entenderlo por completo, como los oficiales superiores hablaban sobre el nuevo código de señales ideado por Kempenfelt. La explicación del almirante de la acción de guerra acometida por Rodney en aguas de Martinica circuló por sus órganos auditivos, dejando que el cerebro se aferrase a ciertas frases significativas para que su recargada imaginación siguiese adelante.

Hope, Price, Keene, Devaux y Blackmore escuchaban al contraalmirante con deferencia profesional, pero para Drinkwater, la espléndida silueta de Kempenfelt pertenecía de pleno al ámbito de los sueños.

Tras el brindis en honor al rey, Kempenfelt propuso uno por la valentía demostrada por la Cyclops durante la acción frente a las costas de Cádiz. En respuesta, Hope propuso un brindis por el almirante «sin cuya ratificación, su buena fortuna habría sido incierta». El almirante dio un codazo a su primer teniente, quien se levantó vacilante y leyó una breve declaración en honor del teniente John Devaux y el guardiamarina Nathaniel Drinkwater, por su audaz actuación al abordar la presa y ganarse una mención destacada en el informe de Hope. Devaux se levantó y se inclinó ante el primer teniente y el almirante. Al recordar que el guardiamarina había tenido el honor de recibir la rendición de los españoles, se dirigió al joven caballero para que respondiese.

Drinkwater no era plenamente consciente de qué debía hacer pero sí tuvo claro que Morris lo observaba desde el otro extremo de la mesa, con una malvada mueca dibujada en su rostro. Un rostro que parecía aumentar su tamaño hasta proporciones horripilantes de tiránica maldad. La conversación se apagó, pues todos se giraban para mirar a Nathaniel. Estaba confuso. Recordaba que los oficiales superiores, uno tras otro, se habían puesto de pie, y así lo hizo. La aburrida expresión del primer teniente cambió a una de repentino interés ante la posibilidad de presenciar una indiscreción, que habría de entretener a sus modernas amistades.

Drinkwater miró hacia las ventanas de popa, por las que se veían los últimos rayos iluminar el horizonte. La cara de Morris se fue desvaneciendo, al tiempo que la de su madre surgía ante sí. Recordó que le había preparado el petate y bordado un mantel para que su hijo lo usase durante la travesía. Estaba a buen recaudo y aún por estrenar en el fondo de su cofre. Lucía una máxima que surgió ahora en la mente del guardiamarina y que éste emitió a voz en grito y en tono autoritario:

– ¡Perdición a los enemigos del rey! -pronunció con claridad, sin respirar. Se sentó bruscamente mientras todos los comensales manifestaban su aprobación. El primer teniente volvió a su expresión aburrida.

A lo lejos pudo escuchar el comentario de aprobación de Kempenfelt:

– ¡Por todos los demonios, capitán! ¡Qué redaños muestra el mozalbete!


Загрузка...