La captura de la Algonquin

Julio-agosto de 1780


La Cyclops navegaba a media vela en dirección sur. Al mediodía, el navío se puso al pairo y sondeó en busca del banco Labadie. Al virar las vegas, se oyó una repentina voz desde el tope:

– ¡Vela!

Devaux envió al tope a Drinkwater con un catalejo. Cuando regresó, Hope se hallaba en cubierta.

– Una goleta, señor -informó el guardiamarina.

– ¿Con los mástiles inclinados?

– Sí, señor.

– Yanqui -masculló Hope-. Nada de tonterías, Blackmore. Señor Devaux, a toda vela, rumbo sur.

Blackmore parecía alicaído mientras sostenía el escandallo y examinaba el sebo, pero a su alrededor, se desató la actividad. Se desplegaron las juanetes en sus flácidos brioles y se calzaron las vergas. En pocos minutos, braceando para ponerse a favor del viento, el velamen se tensó y la Cyclops comenzó a moverse.

– ¿Sobrejuanetes, señor? -inquirió Devaux mientras evaluaba junto a Hope la fuerza del viento.

– Sobrejuanetes, sin duda -asintió el capitán-. Drizas de las sobrejuanetes… ¡guindas sueltas!

Se soltaron las livianas vergas, izadas desde el delgado de popa en las desnudas espigas, sobre las juanetes tensadas. Mientras la fragata extendía sus alas, Hope caminó hasta proa y ascendió con cautela el palo trinquete. A sus espaldas, Devaux se cuestionaba si sería acertado desplegar las sobrejuanetes con aquella brisa, y expresó su opinión sobre aquellos capitanes que no confiaban en que sus oficiales les diesen informes correctos. Pasados diez minutos, descendió el capitán y acercándose al puñado de oficiales que estaban en el alcázar dijo:

– Oh, sí, sin duda, es yanqui. Pequeña, ligera y hacinada. Por suerte para nosotros, navega a sotavento y parece que va a refrescar.

– Entonces, deberíamos alcanzarla -dijo Devaux, mirando hacia la jarcia.

– Sí -masculló Blackmore, aún enrabiado porque el capitán ignoró sus tecnicismos sobre navegación-, pero si se pone a barlovento, estará más cerca que nosotros…

– Así es -le respondió Hope, desabrido- y ahora, señor Devaux, toque zafarrancho de combate.


Desde que se hicieran a la mar desde Spithead, en un crucero en busca de corsarios y saqueadores de buques mercantes, la atmósfera del sollado de la Cyclops había cambiado. El asunto entre Morris y Drinkwater había sido la comidilla del barco, pues eran muchos, sobre todo en la cubierta inferior, los que conocían los antecedentes de la disputa. Las consecuencias inmediatas para los protagonistas fueron que ambos pasaron un tiempo en la serviola. Después de esto, Morris perdió toda su credibilidad y, consciente de lo fino que era el hielo sobre el que ahora patinaba, asumió una actitud de humildad absoluta. Este cambio de actitud resultó poco creíble y, si bien alimentaba un desprecio maligno por Drinkwater, ahora le obsesionaba una hipotética soga al cuello.

Por el contrario, Drinkwater se había convertido en un héroe muy popular de la noche a la mañana. Incluso había aumentado su talla moral entre la marinería y se mostraba más seguro de sí mismo cada día. Wheeler le trataba casi como a un amigo y se había propuesto enseñarle el uso de la espada corta. Pronto, Drinkwater se convirtió en un experto en esgrima y, en una o dos ocasiones, hasta se le invitó a cenar en la cámara de oficiales. Tregembo y Sharpies también se pegaron al guardiamarina y hacían las veces de escolta.

Después de la pelea, Blackmore había continuado cuestionando a Drinkwater sobre Morris. Drinkwater no quiso presentar cargos y Blackmore se aseguró de que Morris lo supiese. El viejo piloto confiaba en que Morris no causaría más problemas en lo que quedaba de crucero.

El avistamiento de la goleta yanqui era la primera oportunidad que tenía la Cyclops de interceptar una nave que no fuera mercante y la dotación se mostraba muy animada cuando iniciaron la persecución de la presa.

La goleta había divisado a la Cyclops, pero no vio el peligro hasta que era demasiado tarde. Los americanos asumieron que la fragata era un buque mercante y un posible botín. Sin embargo, cuando se asomaron las bocas de los cañones de la Cyclops, los rebeldes se apresuraron a escapar. Subieron el timón de la goleta y se aprestaron viento en popa.

Era un barco bajo y pequeño, una nave rápida construida con madera blanca en los astilleros de Rhode Island. Pero la Cyclops, que había desplegado la rastrera en la fresca brisa, la acosaba sin cesar. Los americanos largaron trapo, pero era una nave más pequeña, y sus enormes cangrejas amenazaban con hundir su proa y arribar a barlovento. La fragata británica se acercó con los dientes bien afilados. En el castillo de proa, Devaux esperaba a que la Cyclops arfase. Entonces, rugió el cañón de proa.

– ¡Se ha quedado corto!

La cuadrilla del cañón volvió a cargar y, de nuevo, escupió humo por la boca en su movimiento ascendente.

Una docena de catalejos apuntaban hacia la goleta, que estaba a babor. El grupito de oficiales del alcázar comentaba sus opiniones entre dientes. Allí estaba también Drinkwater, que servía de mensajero al capitán.

– Sin duda, nos estamos acercando.

– Aún no ha izado el pabellón.

– Ahí lo tiene.

La insignia americana se elevó hasta el tope y se desplegó al viento. La goleta había largado demasiado trapo. Bajo su proa y a los costados, salpicaba furiosa el agua blanca. De pronto surgió una pequeña nube de humo, disipada al momento por el viento. Se abrió un agujero en la vela trinquete de la fragata.

– ¡Por todos los demonios! ¡Buen disparo!

– Sí, pero maldita la gracia que le va a hacer a nuestro querido Johnny…

El cañón largo del nueve de Devaux rugió de nuevo. Se podía ver el agujero perforado en la vela mayor de la goleta.

Quid pro quo -exclamó Keene.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Wheeler, sin dirigirse a nadie en concreto.

– Si fuera yo, caería a barlovento tan rápido como fuera posible, pues en ceñida se libraría de nosotros -dijo el teniente Price. Todos sabían que la goleta, con su aparejo de cuchillo, podría navegar de bolina, halando sus cabos, mucho más deprisa que una fragata de vela cuadras, pero la opinión de Price fue rebatida por Drinkwater, que ya no pudo contenerse más.

– Disculpe, señor Price, pero su botavara está a babor, con el viento soplando de popa. Para navegar a barlovento, debe trasluchar por la banda de babor. Para hacerlo a estribor, estaría obligado a cortar nuestra proa…

– Algo tendrá que hacer -exclamó Price irritado.

– ¡Mirad! -exclamaron varias voces al unísono.

El capitán americano sabía bien lo que hacía. Consciente de que su apuesta por navegar con demasiado velamen había fracasado, decidió caer a barlovento, por la amura de babor. Pero el riesgo de una virada que se llevase parte del aparejo por delante no era aceptable, si pretendía escapar, por lo que debía ocurrírsele algo para reducir el riesgo. Hope había observado atentamente la goleta yanqui, había llegado a conclusiones parecidas a las de Drinkwater y esperaba que el barco rebelde tomara la iniciativa.

Lo que habían presenciado los oficiales era una forma muy extraña de achicar dos enormes cangrejas. Los picos de madera lucían flácidos en las drizas, disminuyendo la velocidad conferida por el velamen. Pero Hope ya se había percatado de que los amantillos se tensaban para asumir el peso de las cangrejas, incluso antes de que comenzaran a halar los penoles de las drizas. Comenzó a escupir sus órdenes.

– ¡A las brazas! ¡Muévanse, maldita sea!

– ¡Amura de proa! ¡Sujetar puños!

Oficiales y marineros pasaron a la acción. Hope observó de nuevo a la goleta, que había aminorado la velocidad. El cañón de Devaux rugió de nuevo, pasando por encima. La goleta comenzó a virar. Ahora presentaba su popa a la Cyclops. Drinkwater pudo leer su nombre con el catalejo: Algonquin, Newport. Así se lo transmitió a Hope. La goleta se balanceaba a estribor por la virada y, luego, sus cangrejas golpearon rabiosas al trasluchar. Pero los americanos eran muy hábiles. Habían amollado las escotas del mayor y del trinquete y el viento vaciaba las velas arriadas.

– ¡Abajo el timón!

– ¡Bracear a sotavento!

– ¡Cazar la vela cuadra!

– ¡Venga! ¡Halen!

Cuando las cangrejas de la Algonquin se desplegaban otra vez hasta quedar bien estiradas, la Cyclops ya estaba girando. Hope debía atravesar la base de un triángulo cuya hipotenusa estaba formada por el rumbo que seguía la goleta. La Algonquin navegaba a barlovento mejor que la fragata y si alcanzaba el ángulo de ese triángulo imaginario antes que la Cyclops, sin sufrir daños, podría escapar casi con toda seguridad.

En el castillo de proa, Devaux prestaba su atención ahora al cañón de estribor mientras la Cyclops se mantenía en su nuevo rumbo, escorándose bajo la presión del velamen.

Se oyó un crujido en la jarcia. De la sobrejuanete mayor no quedaban más que jirones.

– ¡Arriba y aseguren esa maraña de lona!

La Algonquin navegaba briosa, pero aún con demasiado trapo. No obstante, se estaba adelantando a la fragata británica. Durante varios minutos, las dos naves siguieron adelante, con el viento en la jarcia y el siseo del agua rodeando los cascos, los únicos sonidos significativos de su cruda carrera. Entonces, Devaux disparó el cañón de proa, por la banda de estribor, y atravesó la vela mayor de la Algonquin, cerca de donde lo había hecho antes. El desgarrón fue cediendo y la vela empezó a azotar en dos, tres trozos.

La Cyclops alcanzó a su víctima y se puso al pairo, justo a barlovento. El pabellón yanqui seguía izado.

Hope se dirigió a Drinkwater:

– Mis saludos al señor Devaux. Dígale que la primera división puede abrir fuego. Drinkwater se apresuró hacia proa y transmitió el mensaje. El primer oficial descendió a la zona de baterías y los seis cañones principales del doce de la batería de estribor cumplieron su orden con un rugido. Los americanos arriaron el pabellón.

– Señor Price, escoja a un guardiamarina, dos suboficiales, dos ayudantes del contramaestre y veinte marineros. Llévela a Plymouth o Falmouth. Señor Wheeler, necesitamos un grupo de sus infantes de marina.

– Entendido, señor.

La chalupa fue arriada desde el combés y por el costado, las poleas de los penoles chasqueando por el esfuerzo de los marineros. Una vez en el agua, los hombres saltaron dentro. Drinkwater oyó que Price le llamaba.

– Señor Drinkwater, pregúntele al piloto de derrota cuál es nuestra posición y pídale una carta de navegación.

– Sí, ¡sí señor!

El guardiamarina fue en busca de Blackmore. El viejo piloto aún seguía refunfuñando por la interrupción de las mediciones que realizaba en el banco Labadie, pero anotó la latitud y longitud aproximadas bastante deprisa. Cuando Drinkwater se daba la vuelta para marcharse, le agarró el brazo.

– Tenga cuidado, muchacho -le dijo, preocupado-. Esta vez no se enfrentará a caballeros.

Drinkwater tragó saliva. Con el alboroto, no se había dado cuenta de las implicaciones de abordar la presa. Se dirigió hacia la chalupa que, unos minutos más tarde, se desplazaba entre los dos barcos.

Al dejar el abrigo del barco, la fuerza del viento arrancó salpicaduras de las olas, que se precipitaron sobre la chalupa. El sargento Hagan les recordó a sus hombres que protegieran el cebo y los infantes se movieron al unísono para colocar sus manos sobre la cazoleta. A mitad de camino entre las dos naves, la chalupa cayó en el seno de las olas de manera tal que sólo podían ver los mastelerillos de los dos barcos. Luego, mientras los de la Cyclops se volvían cada vez más pequeños, los del barco rebelde se cernieron sobre ellos.

Drinkwater tenía una peculiar sensación de vacío en la boca del estómago. Era consciente de la tensión que compartían todos los integrantes del trozo de abordaje, allí sentados, con expresión imperturbable, cada hombre acompañado por su propio temor. Drinkwater se sintió muy pequeño y vulnerable, sentado al lado de Price, mientras gobernaban la frágil chalupa sobre las turbulentas aguas del vasto océano. A popa, la Cyclops, el poderoso hogar de doscientos sesenta hombres, menguaba su ya insignificante tamaño.

Hope había asignado deliberadamente un numeroso trozo de abordaje para el barco corsario. Sabía que su tripulación sería numerosa y agresiva, y muy capaz de conseguir sus propios botines. Cuando la chalupa se acercaba a la goleta corsaria, Drinkwater se dio cuenta de que la predicción de Blackmore resultaría acertada. Este abordaje no era comparable con el de la Santa Teresa. Entonces, protegidos por la fortaleza de la victoriosa flota, no había tenido reparos. Las dramáticas circunstancias de la batalla del cabo de Santa María y la rápida sucesión de los acontecimientos, que habían concluido con su aceptación de la espada rendida, se habían entremezclado en una experiencia de un júbilo casi sublime. Pero ahora, no quedaban ya retazos de la caballerosa guerra. Las bayonetas de los infantes de marina emitían un brillo cruel. Con una espantosa punzada de miedo nauseabundo, Drinkwater imaginó cómo sería que te atravesase un arma tan monstruosa. Se estremeció de sólo pensarlo.

Poco después la chalupa estaba ya abarloada.

Los veinte marineros escalaron por el costado tras Price. Hagan y sus infantes de marina cerraban la expedición. El teniente Price se dirigió a un hombre con abrigo azul que parecía estar al mando.

– Debo pedirle que me entregue los papeles del barco, señor -dijo. El hombre dio media vuelta.

El sargento Hagan desplegó a sus hombres por la goleta. La tripulación constaba de cuarenta y siete hombres. Después de asegurarse de que el castillo de proa contaba con una escotilla fiable, envió a toda la dotación bajo cubierta. Los cañones de la Cyclops les apuntaban a tres cables de distancia; la tripulación estaba resentida pero no opuso resistencia.

Una vez que Price tomó posesión del barco, ordenó que se izase la insignia británica y dispuso a sus hombres en tareas de seguridad y reparación de la vela mayor. Los oficiales de la goleta corsaria fueron confinados en la cabina de popa, con un infante de marina como centinela. A continuación, el teniente hizo girar dos de los cañones para que apuntasen a cubierta y los cebó con metralla. Las llaves de la santabárbara estaban en lugar seguro y todos los certificados de la goleta fueron a parar a la chalupa, que aguardaba su regreso a la Cyclops.

Puesto que la vela mayor estaba dañada, Price se veía limitado a navegar con la cangreja de trinquete y una vela de estay, pero marcó el rumbo y tensó las escotas. En veintitrés minutos, la goleta corsaria Algonquin de Newport, Rhode Island, que navegaba con patente de corso emitida por el Congreso Continental, fue apresada por la Marina de Su Británica Majestad.

El hombre del abrigo azul seguía en el puente. Observaba a la fragata que le había arrebatado su barco. La distancia entre los dos barcos iba en aumento. Golpeó la barandilla con el puño y al darse la vuelta, se encontró con el teniente británico.

– Siento ser la causa de su pesar, señor, pero está operando ilegalmente bajo la autoridad conferida por una organización rebelde que carece de dicha autoridad. ¿Me dará su palabra de que no intentará recuperar este barco? ¿O quizás deba encerrarlo como a un delincuente común? -La modulada y cortés cadencia galesa de Price no podían ocultar sus recelos ante el silencio del americano.

Por fin, el hombre habló con el característico acento de las colonias.

– Usted, señor, practica la piratería. Malditos sean usted y todos los perversos actos de su país, y toda su opresión tirana. No le daré mi palabra y voy a recuperar mi barco. Les aventajamos en número, y tenga por seguro que a mis hombres no les gustará que los confine en proa. No habrá descanso para usted, maldito teniente, así que piense sobre lo que le acabo de decir.

El hombre le dio la espalda. Price le hizo una seña a Hagan quien, acompañado de dos infantes de marina, condujo al capitán bajo cubierta sin miramientos.

Price observó la cubierta. La reparación de la vela seguía su curso. El guardiamarina Drinkwater y los dos suboficiales lo habían organizado todo, había un hombre al timón y se dirigían rumbo al Canal. El teniente Price miró a popa. La Cyclops ya no era más que un lejano puntito en el horizonte que seguía su singladura. Se sintió muy solo. En los ocho años que llevaba navegando, había sido capitán de presa en varias ocasiones, pero los apresados habían sido mercantes dóciles y mal gobernados. Es cierto que los capitanes y las tripulaciones habían lamentado su captura, pero apenas habían presentado problemas dada la superioridad de las armas.

Durante los sombríos años de la guerra con los americanos, los británicos habían aprendido que sus adversarios poseían una capacidad casi desleal para aprovecharse de las oportunidades. Es cierto que su comandante en jefe, Washington, se enfrentaba continuamente a motines en su propio ejército, pero cuando detectaban que los británicos podrían, quizás, estar en situación de desventaja, los malditos yanquis surgían de la nada como por arte de magia. Así había sido para el general Burgoyne en Saratoga. Y lo mismo para St. Leger. Incluso cuando el gran Benedict Arnold, americano experto en estrategia táctica, cambió de bando, el lacónico comandante en jefe británico comprendió la enorme valía de ese talento cuando ya era demasiado tarde.

El destino del teniente Price estuvo marcado por la misma energía incansable. Le sorprendió, incluso al borde de la muerte, que hombres de su propia raza pudieran tratar a otros seres humanos con semejante desdén.

Durante dos días, la Algonquin navegó rumbo sudeste para doblar al sur de las islas Scilly antes de abocarse al Canal. Se había reparado y desplegado la gran vela mayor. Drinkwater mostró un deferente interés por el gobierno de la goleta. No estaba familiarizado con el aparejo de cuchillo y le fascinaba su comportamiento. No sabía que un barco pudiese moverse tan deprisa con el viento de través y escuchaba atento la discusión de los dos suboficiales sobre si era posible navegar más deprisa que el propio viento. Sin duda, el temor sembrado por Blackmore se desvanecía a medida que Nathaniel experimentaba las alegrías de la independencia.

El tiempo se mantuvo soleado y agradable. El viento, ligero pero a favor. Los americanos aparecían todos los días en cubierta en pequeños grupos para ejercitarse y el sargento Hagan y sus infantes de marina atendían a la vigilancia de la goleta.

Los suboficiales apenas causaron problemas y seguían confinados en una cabina, mientras que el capitán de la goleta corsaria permanecía encerrado en otra. Se les permitía salir a cubierta en momentos distintos, de tal manera que algunos de ellos deambulaban cerca de los obenques del palo mayor a la luz del día.

Price y los suboficiales se habían apropiado de la mejor cabina de popa, mientras que los marineros y los infantes de marina utilizaban la bodega entrecubiertas para alojarse. La intención primigenia de este espacio era la de albergar a las tripulaciones de las presas de la Algonquin.

Al llegar la noche del segundo día, Price se había relajado un poco. Una hora antes, uno de los marineros americanos había solicitado verle. Price se había dirigido a proa. Un hombre dio un paso al frente y preguntó si podían utilizar a su cocinero, pues la comida que recibían les estaba poniendo enfermos. Si el teniente del botín se mostraba conforme, harían promesa de comportarse.

Price ponderó este asunto y coincidió en que podían aportar su propio cocinero, pero no se permitiría ninguna otra relajación de la disciplina. Estimaba que estaban a unas diez leguas al sur del Lizard, y esperaba que pudieran navegar rumbo norte al día siguiente y llegar a Falmouth.

Pero esa noche, el viento aminoró hasta dejar de soplar. La llegada del amanecer dio paso a una mañana neblinosa. La goleta se balanceaba sin cesar, mientras que un perezoso oleaje hacía golpetear los motones y rozar los cabos.

Cuando avisaron a Price, estaba fuera de sí por el cambio del tiempo. Al mediodía, seguía sin haber indicios de viento e hizo arriar la gran vela cangreja para reducir el rozamiento. En esto estaba la tripulación cuando el cocinero americano se dirigió a proa, cargando con una olla de estofado.

Drinkwater aguardaba en la popa. Al arriar la vela mayor, haló de la escota suelta, adujándola.

De repente, se oyó un grito a proa.

Al inclinarse para abrir la escotilla y dejar paso al cocinero de los prisioneros, éste derramó el contenido hirviendo de la olla sobre el rostro del centinela.

En un santiamén, los americanos se hicieron con el mosquetón del infante de marina y amenazaron a los cuatro marineros que en ese momento arriaban la vela trinquete. Durante una centésima de segundo, nadie movió un músculo en la cubierta de la Algonquin, luego, con un grito, los americanos corrían ya hacia popa. Se lanzaron contra los marineros desarmados, que soltaron las drizas; los rebeldes desengancharon las drizas de sus cornamusas y bracearon hacia popa, como una gran marea humana. La trinquete se desplomó en un instante, multiplicando la confusión.

Los marineros de proa fueron maniatados en poco tiempo, pero en la popa, Hagan contaba con varios infantes de marina. Abrieron fuego con los mosquetes, haciendo que se desplomasen varios americanos. El teniente Price desnudó su sable y saltó para alcanzar el cañón de estribor. Abrió fuego. El rugiente fogonazo rasgó la niebla y la metralla envolvía a amigos y enemigos. La marea humana se detuvo un instante y luego siguió avanzando hacia popa.

Drinkwater seguía inmóvil en su puesto. Aquello no era más que un sueño. En un instante, la niebla se levantaría y la Algonquin volvería a ser de nuevo una goleta en orden. La bala de una pistola rebotó a su lado, en el pasamanos. Vio a Price que, con una aterradora mueca, lanzaba estocadas con su esbelto sable. Primero uno y luego ya eran dos rebeldes quienes habían recibido la afilada punta en sus cuerpos. Entonces, con un estremecedor ruido sordo, un espeque blandido por un gigante indio mestizo abrió el cráneo del teniente.

De repente, Drinkwater se sintió inexplicablemente furioso. Nada podría resistir el furioso ataque de los americanos. Era apenas consciente de los tres o cuatro corsarios que mantenían a raya a los marineros e infantes de marina británicos. Supo que estaba a punto de morir y eso le enfureció. Esta rabia lo estaba asfixiando y las lágrimas le nublaban la vista. Sin saber cómo, arremetió daga en mano. El mestizo grandullón lo vio demasiado tarde. El hombre había recogido el sable de Price por pura curiosidad. Cuando se percató de que el guardiamarina corría hacia él, se inclinó y estiró el sable a modo de cuchillo de caza.

Drinkwater recordó sus prácticas de esgrima. Cuando el indio lanzó su espada hacia arriba, la daga de Drinkwater se enroscó en el foible del sable, con un movimiento semicircular. Enganchó la hoja en una finta, elevó la punta de su daga y con su propio impulso, clavó su minúscula daga en el estómago del indio.

El hombre aulló de dolor y sorpresa al chocar ambos cuerpos. Después, se derrumbó sobre Drinkwater. Durante tan sólo un instante, la rabia de Drinkwater se evaporó dejando lugar a un miedo repentino y helador, un miedo que se confundía con una irresistible sensación de alivio. Entonces, recibió un golpe en la cabeza que le hizo sumergirse en un remolino de inconsciencia.


Cuando Drinkwater volvió en sí, pasaron varios minutos antes de que fuese plenamente consciente de lo que había pasado. Estaba confundido por la oscuridad total y por el crujido que oía a intervalos regulares, rematado por una serie de golpes secos, casi simultáneos, antes de comenzar otra vez.

– ¿D… dónde demonios estoy? -preguntó en voz alta.

Por respuesta recibió un gruñido. Una mano le agarró la rodilla.

– ¿Señor Drinkwater? -preguntó una voz forzada que dejaba traslucir dolor y preocupación.

– Sí .

– Grattan, señor, infante de marina.

– Ah… ah, sí.

– Estamos en el castillo de proa… sólo los heridos, señor…

– ¿Heridos?

– Sí, señor, usted estaba inconsciente. Yo tengo el brazo roto…

– Ah… lo siento.

– Gracias, señor.

El cerebro de Drinkwater comenzaba a entender la situación, y el desproporcionado y doloroso chichón que tenía en la coronilla atestiguaba la veracidad de lo que había dicho el infante de marina. Recordó todo lo que había pasado. Se sentó y evaluó la situación.

– ¿Qué es ese ruido?

– Bogan, señor… eso es lo que hacen los demás.

Antes de que pudiera hacer otra pregunta, se abrió la escotilla. Unas cuantas gotas frías de humedad gotearon sobre el rostro de Drinkwater, que miraba hacia arriba; entonces, la silueta de un hombre que descendía bloqueó la nublada luz del día.

El hombre se dobló sobre cada uno de los prisioneros. Al llegar a Drinkwater, le dijo resoplando:

– Tú estás bien. ¡A cubierta!

Lo agarró por el brazo y lo puso de pie.

Poco después, Drinkwater se aguantaba erguido a duras penas sobre la cubierta de la Algonquin y miró a popa. Allí estaba el origen de aquel extraño sonido. Aún envuelta en un manto de niebla, la Algonquin avanzaba lenta pero segura sobre el gris y brumoso mar. Entre las portas, se habían encajado varios toletes de roble al pasamanos. En cada tolete, había un remo largo. En cada remo, dos hombres dando paladas, adelante y atrás, para que la goleta siguiese su rumbo hacia el sur. Casi todos los bogadores eran británicos. Uno de los americanos caminaba por cubierta, arriba y abajo, con el extremo de un cabo en mano. De vez en cuando, azotaba la espalda desnuda de algún marinero o la casaca roja de algún infante de marina, oscurecidas por el sudor.

A Drinkwater lo empujaron por la cubierta, le dieron un cacillo de metal lleno de agua verde del barril y, a empellones, lo colocaron al lado de un infante de marina que bogaba a babor. Era Hagan. Estaba empapado en sudor, pues de la jarcia goteaba el rocío de la niebla.

Hagan lo saludó entre dientes y Drinkwater asió el guión del remo. Estaba resbaladizo por la sangre y otros fluidos del hombre al que había reemplazado. A los quince minutos, Drinkwater supo por qué la goleta corsaria iba a remo. El avance en medio de la niebla suponía una ventaja para el capitán americano, pero también era la forma más eficiente de agotar a los británicos. Una tripulación de presa exhausta no intentaría nada.

Transcurrió una hora, Drinkwater había sucumbido a un estado de aturdimiento total. No sentía ya ni los latigazos. Parecía que le iba a estallar la cabeza, y su cerebro ya no funcionaba. Hagan lo sacó de su letargo. El sargento de los infantes de marina le susurró entre dientes:

– Se levanta viento.

Drinkwater movió la cabeza y se limpió el sudor de los ojos. Una ventolina meció la superficie grasienta del mar. El sol brillaba y calentaba ahora con más fuerza. No sabía qué hora era o cuánto tiempo había estado semiinconsciente. La niebla empezó a disiparse. Casi imperceptiblemente, el viento y el sol consiguieron atravesar las sombras.

Una hora más tarde, se había levantado la brisa. Ligera y variable, se estabilizó como un viento del noroeste. Al principio, sopló un céfiro y poco a poco, pasó a ser brisa, y el capitán americano ordenó que se guardaran los remos y se izaran las velas. Antes de que los encerraran entrecubiertas, en el castillo de proa, Drinkwater se percató de que la Algonquin se dirigía hacia el sudeste; había oído la orden para el timonel. Al cerrarse la escotilla sobre los británicos, la goleta escoró y el agua del Canal pasó silbando por encima de las falcas a una velocidad creciente.


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