La batalla del cabo de Santa María

Enero de 1780


La batalla que se sucedió fue una de las más grandiosas que jamás entabló la Marina Real. Las aguas que vieron enfrentarse a los flotas enemigas pasarían a la historia veinticinco años más tarde, cuando Nelson venció y encontró su muerte en la batalla de Trafalgar. Pero la acción de guerra que tuvo lugar en la madrugada del dieciséis al diecisiete de enero de 1780 no sería recordada por los ingleses por su ubicación geográfica, sino como la batalla a la luz de la luna.

En una época en que los almirantes tenían que someterse, bajo pena de muerte, al concepto táctico de una línea indivisible opuesta a la del enemigo, la disposición estratégica de la flota ideada por Rodney supuso una innovación de suma importancia, y la manera en que aplicó su plan, en medio de la feroz batalla del cabo de Santa María, fue un acto de valentía no superado por ninguna escuadra tan numerosa.

Tregembo había tenido razón. Una hora después de que el Bedford avistase los once navíos de guerra españoles y las dos fragatas, el cielo se había cubierto de nubes. El viento cambió de dirección, a poniente, y comenzó a refrescar.

A la señal del Bedford, Rodney emitió la orden de iniciar la «caza general». Los capitanes intentaban sobrepasar a los demás y los navíos, con sus nuevas carenas de cobre, iban escalando posiciones. Los de doble cubierta, Defence, Resolution y Edgar, tomaron la delantera. Los inquietos oficiales comprobaban la velocidad y los capitanes, nerviosos como escolares, se aferraban a las velas. El viento sopló aún más fuerte. Los catalejos enfocaban también ansiosos a los españoles quienes, en minoría, viraron a sotavento para refugiarse en Cádiz.

Al ver el cambio de rumbo, Rodney ordenó arribar a sotavento, transmitiendo a sus capitanes la estrategia de superar al enemigo e interponerse entre los españoles y la costa para cortarles el paso.

Había empezado la carrera.

A medida que los navíos británicos arremetían viento en popa, se elevaban nubes de humo en los castillos de proa, pues los artilleros intentaban alcanzar a los españoles. Al principio, las cortinas de agua, que apenas se podían distinguir de las olas, se elevaban muy alejadas de la popa. Pero, poco a poco, cuando los minutos sumaron una hora, se fueron acercando.

En la Cyclops, Devaux se erguía en el castillo de proa, catalejo en mano, y no le quitaba ojo al enemigo, mientras los cañones de nueve libras de la fragata rugían al enemigo al arfar. Por encima, casi en línea recta, Drinkwater observaba atentamente. Sus inexperimentados ojos no alcanzaban a distinguir el alcance de los cañonazos, pero la furiosa escena lo tenía absorto. La Cyclops se estremecía por la intensidad de la persecución y O'Malley, el alocado cocinero irlandés, dio rienda suelta al sentimiento generalizado al sentarse sobre el cabrestante y empezar a tocar su violín. El insensato silbido de la música se mezclaba con el siseo y el chapoteo de la mar, y con el gualdrapazo del viento al chocar contra las jarcias de cáñamo.

El capitán Hope había superado la proa del Bedford y se dirigía hacia el navío español que estaba más al norte, una fragata de tamaño similar a la Cyclops. Al sur de su presa, las imponentes popas de los buques de guerra españoles se disponían en una línea irregular, y la segunda fragata del convoy quedaba oculta hacia el este.

Una inesperada cortina blanca se alzó cerca del agitado bauprés de la Cyclops. Drinkwater levantó los ojos. Bajo las galerías de un doble cubierta español, persistía una nube de humo blanco.

Tregembo juró y exclamó:

– ¡No está mal para ser españoles!

Sólo entonces Drinkwater se percató de que le estaban disparando.

Cuando la Cyclops dejaba atrás la popa de la doble cubierta para ir en pos de la fragata, los buques de guerra habían intentado un cañonazo de aproximación. De repente, se oyó el zumbido de una ráfaga de aire y el sonido del descorche de dos botellas. Al mirar hacia arriba, Drinkwater vio un agujero en el velacho y otro en la vela mayor. Demasiado cerca. Al cabecear las popas, los españoles hacían fuego contra los persecutores británicos, cuyas siluetas recortaba el sol poniente.

Drinkwater se estremeció. La breve tibieza invernal fue sustituida por una brisa fresca, ahora convertida en temporal. Una vez más, miró a la flota española. Estaban más cerca. Entonces vio dos columnas de humo blanco surgir de la aleta española. Los cañones habían enmudecido. Miró con ojos interrogantes a Tregembo.

– ¿Qué ha…? -Entonces, el marinero le señaló algo.

A estribor, escondido a los ojos del guardiamarina por el mástil, el Resolution, un setenta y cuatro cañones recién carenado, estaba superando a la fragata. El estado del tiempo favorecía ahora a los buques más pesados. El Resolution se adelantaba a los españoles y tras él, el Edgar y el Defence, acosaban al enemigo. Antes de que el sol se escondiese tras un banco de nubes, los últimos rayos cayeron sobre el Resolution.

La claridad, casi horizontal, acentuó hasta el más mínimo detalle de la escena. Encabritándose al oeste, el mar, de un intenso añil, no cejaba en su arrebato, arrancando reflejos dorados cuando chocaba contra el sol, haciendo que el buque de guerra pareciese casi en calma. El casco del Resolution era oscuro y amenazantes sus baterías de babor cuando superó a la Cyclops a apenas dos cables de distancia. Sus velas se desplegaron, impulsando al gran navío hacia adelante y transmitiendo su fuerza a los mástiles y jarcia, hasta que el gigantesco casco de roble y el peso de su artillería y de los setecientos cincuenta hombres a bordo surcó el mar a diez nudos.

Drinkwater alcanzaba a ver las coronillas de los artilleros de la cubierta superior y una fila roja y plateada de infantes de marina en la toldilla. A popa y en la cofa, destacaban las enseñas de guerra, que señalaban acusadoras al enemigo. Los cañones de proa ladraron otra vez. Esta vez no hubo columna blanca. El catalejo de Devaux dio un gran giro.

– ¡Les ha alcanzado! -gritó.

En el castillo de proa se oyó una ovación, a la que se unieron los hurras de la dotación de la Cyclops, cuando vieron al Resolution rumbo a la batalla. Drinkwater vitoreó con furia con los demás hombres de la cofa. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Tregembo quien, entre sollozos, exclamó:

– Malditos cabrones.

Drinkwater no estaba seguro de quiénes eran los cabrones aunque, en aquel momento, tampoco parecía importar demasiado. Probablemente, ni Tregembo lo supiera, pues no hacía sino expresar su impotencia. Un sentimiento de furia formidable embargó a cada uno de aquellos hombres: los de leva, los borrachos, los maleantes y delincuentes. Allí estaban los deshechos de la sociedad del siglo XVIII, obligados a compartir un minúsculo casco, sometidos a una disciplina inflexible, navegando hacia una mortal tormenta de hierro y acero. Conmovidos por una emoción que no alcanzaban a comprender o a controlar, la visión de la superioridad del Resolution les había arrancado del pecho aquellos vítores desesperados. Gracias a este fervor espontáneo, los hacedores de guerras siempre habían embaucado a sus guerreros, transformándolos en héroes. Y así, la fascinación de las acciones de guerra infectaba a estos hombres con la furia combativa que tan bien se ajustaba a los intereses de los señores de la política.

Quizás a esto último se refería el casi analfabeto Tregembo.

– ¡Silencio! ¡Silencio absoluto! -aullaba Hope desde el alcázar. Los vítores se apagaron y los hombres, sonrientes, se sentían ahora avergonzados por su estallido de emoción.

Apenas audible por la distancia que les separaba, llegó desde el Resolution una aclamación y Drinkwater cayó en la cuenta de que, desde el buque de setenta y cuatro cañones, también la Cyclops debía de tener un aspecto magnífico. Un crudo escalofrío de orgullo le recorrió la espalda.

Antes de que la noche aislase al almirante de su flota, Rodney emitió una última orden a sus capitanes, «Entablar combate cercano», animando a perseguir a los españoles hasta las últimas consecuencias. Las dos flotas se dirigían a sotavento, hacia los bajíos cercanos. A las cinco de la tarde era casi noche cerrada. El viento era ya un temporal y nubes sombrías surcaban el cielo. La luna estaba saliendo, una luna llena amarilla que brillaba entre las nubes, arrojando una luz intermitente sobre la siniestra escena.

A la puesta de sol, el Resolution, el Edgar y el Defence habían casi alcanzado a los buques españoles de retaguardia, con quienes intercambiaron andanadas al superarlos para cortarles el paso a sotavento, en su rumbo hacia Cádiz.

– ¡Preparen la batería de babor! -Drinkwater miró en esa dirección. La Cyclops se vio velozmente transformada. Había terminado la espera, los condestables dieron rienda suelta a la tensión acumulada aprestándose a su tarea. La fragata británica había alcanzado a los españoles.

El enemigo estaba cerca de la amura de babor de la Cyclops. Bajo Drinkwater, resonó un cañonazo y apareció una brecha en la gavia mayor de los españoles.

Devaux llegó corriendo a popa junto con el trozo de abordaje de babor. Gritaba órdenes a los tenientes que manejaban los cañones de la cubierta inferior. Se unió a Hope en el alcázar desde donde estudiaron al enemigo. Por fin, el capitán llamó a uno de los guardiamarinas.

– Mis saludos para el teniente Keene. Cuando dispare su andanada, que apunte hacia la jarcia…

El muchacho se abrió paso bajo cubierta. Hope quería inmovilizar a los españoles antes de que ambos barcos, distraídos por la furia de la batalla, se acercasen a sotavento donde yacía la costa española. En el litoral, los bajíos de San Lucar aguardaban a los barcos de ambas naciones.

– Señor Blackmore -exclamó el capitán, requiriendo a su oficial de derrota.

– ¿Señor?

– ¿A qué distancia están los bancos de arena de San Lucar?

– A tres o cuatro millas, señor -respondió tras considerarlo un segundo.

– Muy bien. Envíe a uno de sus ayudantes a la verga de la juanete. Quiero que se me avise en cuanto se divise el bajío.

Allá se dirigió un ayudante del segundo oficial. En su camino hacia la jarcia, Drinkwater lo detuvo con una pregunta.

– Al viejo le preocupan los bancos de arena -le informó el ayudante.

– ¡Oh! -exclamó Drinkwater, mirando al horizonte, pero no pudo ver más que una tambaleante masa de nubes negras y plateadas atravesar la luna, que al precipitarse contra el mar hicieron crecer la espuma humeante en la cresta de las olas.

El chirriar de las cureñas reveló donde se estaban ubicando los hombres de la batería de babor para atacar al enemigo. La fragata española adelantaba a la Cyclops, pero cuando el buque español se acercó por el través, la distancia era de unos dos cables.

– ¡Preparados!

La orden llegó hasta la oscura cubierta de cañones. En la cofa del trinquete, Drinkwater comprobó su cañón. Bajo el pujamen de la gavia, podía ver la toldilla española. Tregembo giró el cañón y lo apuntó hacia donde creía que se hallarían los oficiales españoles. El resto de los marineros amartillaron sus mosquetes y apuntaron a la cofa del palo mesana, pues sabían que desde allí los soldados españoles apuntarían a sus propios oficiales.

La fragata española estaba ya a sólo dos grados por delante. En la penumbra de la cubierta de cañones, el teniente Keene, a cargo de la batería de babor de a doce, miró hacia el cañón más alejado de su batería. Cuando apuntase hacia la popa del enemigo, la andanada alcanzaría sin duda la fragata española.

Un guardiamarina le saludó llevándose la mano al sombrero y dijo:

– Con los saludos del capitán, señor, puede hacer fuego en cuanto esté preparado. Keene asintió y observó la cubierta inferior. Acostumbrado a la penumbra, podía distinguir la larga fila de cañones, iluminados con faroles en varios puntos. Los hombres acuclillados esperaban, tensos, la orden de disparar. Los capitanes de los cañones le miraban con expectación, cada uno con su botafuego en la mano. Cada cañón disparaba proyectiles de metralla…

Un violento fogonazo parpadeó en el costado de la fragata española. El ruido de la andanada quedó amortiguado por el temporal. Varios proyectiles golpearon el casco, arrancando largas astillas de roble que, como afiladas lanzas, se precipitaron sobre las cubiertas atestadas. Se oyó un chillido; el quebrantado cuerpo de otro hombre se elevó sobre la cubierta y, ensangrentado, se estrelló contra la recámara de un cañón.

Se abrieron desgarrones en las juanetes y los ayudantes del segundo oficial, sentados a horcajadas en la verga de la juanete, perdieron sus zapatos por el impacto de una bala. Se soltaron varios cabos y la verga de la sobrejuanete mayor, con la vela aferrada, se precipitó al vacío.

Los gavieros recibieron órdenes de asegurar los aparejos sueltos.

Mientras tanto, Keene seguía observando desde las portas. No podía ver sino el mar y el cielo, en una noche colmada por el enfervorizado temporal y el silbido del mar. Entonces, apareció la popa cabeceante de la fragata española, tenebrosa y amenazadora, y escupió otra andanada por el costado. Keene se incorporó y aguardó a que la Cyclops arfase:

– ¡Fuego!

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