Las decisiones tomadas en los cabos de Virginia

Abril-octubre de 1781


El tiempo estaba, una vez más, en su contra. En las costas del horrible cabo, se encontraron con un temporal de increíble ferocidad que martirizó a los aparejos. El mastelero de la juanete mayor se fue por la borda llevándose las gavias de mesana y del trinquete. El temporal también confinó a los heridos bajo cubierta. El sollado mostraba una escena de degradación última. El inmundo pantoque lo fue aún más a causa del agua que la impetuosa fragata absorbía en su lucha contra el mar. La suciedad se derramó por el sollado del barco, haciendo aumentar la población de roedores. Las ratas corrían casi sin freno por los cuerpos de los moribundos, que daban arcadas y se orinaban encima sin sentir mayor alivio por ello. Y, además, morían. Casi ninguno de los hombres que resultó herido, aunque fuese un mero rasguño, pudo escapar de la gangrena o de algún tipo de envenenamiento de la sangre.

Drinkwater fue uno de los pocos afortunados. Su corte superficial le desfiguraba las facciones, pero no era peligroso. Appleby se lo suturó, un Appleby que había perdido buena parte de su rotundo volumen y cuyas escasas medicinas se agotaron mientras luchaba contra las enfermedades y la septicemia con sus propias fuerzas decadentes. Al fin, exhausto por el cansancio y la exasperación, derramó lágrimas de enfado y frustración en la oscuridad de su infernal reino.

Hope enterraba los bultos en sus coyes. Seis un día, luego, otros nueve, mientras el viento seguía ululando, la fragata cabeceaba y los rociones se precipitaban a bordo en cortinas siseantes. Los enterramientos se hacían con las mínimas formalidades posibles.

A pesar del mal tiempo, la Cyclops pudo navegar hacia el norte sin ser descubierta. No estaba en condiciones de entablar combate. Además de las numerosas pérdidas de la campaña del río Galuda, la dotación tenía que subsistir con vituallas en mal estado. Al abrir los últimos toneles de comida en salazón, Copping, el contador, había descubierto que el cerdo estaba en peores condiciones de las que cabría esperar, lo que no hizo sino intensificar el sufrimiento de la Cyclops.

Al fin, transmitió las señales de identificación al buque de guardia anclado en Sandy Hook y, en compañía de los miembros del escuadrón norteamericano, echó el ancla en el río Hudson.

Durante los últimos meses de gobierno británico en cualquiera de sus trece colonias, la fragata de Su Majestad, Cyclops, permaneció amarrada. Llegó a Nueva York el último día de abril de 1781 y allí estaba, en la boca del Hudson, sin órdenes que cumplir más allá de atender al precepto general de reparar su velamen.

El almirante Arbuthnot no pareció mostrar demasiado interés por su llegada, dado que no les correspondía estar allí. Es más, pareció bastante ofendido, pues no se le había advertido previamente que aparecerían en sus dominios, y le transmitió su desagrado al capitán Hope, a quien recibió con fría cortesía.

Secretamente irritado por haber tenido que nadar entre dos aguas, Hope afirmó que su misión había sido confidencial pero, cuando se le inquirió sobre si dicha misión se había satisfecho, se vio obligado a admitir la derrota. Su explicación fue recibida con incredulidad y el almirante mantuvo con firmeza que las Carolinas estaban en manos británicas. Hope también deseaba deshacerse de la moneda continental, pero esto fue demasiado para el almirante Arbuthnot, que estudió al capitán con sus legañosos ojos.

– Llega usted a este puesto, señor, ocupa una posición británica sin autoridad para ello, fracasa en una misión que usted afirma que es secreta, aunque se la transmitió el capitán de un fragata y ahora quiere que sea yo quien se deshaga de una vergonzante suma de moneda rebelde. -El almirante se puso en pie-. Puede usted conservarla hasta que informe a su oficial al mando, el almirante… almirante…

– Kempenfelt, señor.

– Exacto. -Arbuthnot parecía considerar que el asunto estaba zanjado.

– Pero señor, debo reparar las juanetes…

– Las juanetes, señor, son asunto suyo, no mío… Le sugiero que se ponga en contacto con el almirante Kempenfelt y le consulte sobre este asunto. Buenos días, señor.

Hope partió.

Al final, el secretario de Arbuthnot recibió instrucciones desde Londres para que prestase cuanta ayuda fuese necesaria a la fragata Galatea. Se había añadido una nota puesto que, debido a circunstancias políticas de la mayor importancia, se había retenido a la Galatea en aguas territoriales y cumpliría su misión la fragata Cyclops, comandada por el capitán Henry Hope, M. R.

En consecuencia, el secretario preparó la orden para que entrara a puerto y retirara los suministros necesarios para reparar el aparejo. Arbuthnot firmó el requerimiento sin comentarios pues, en aquella época, tenía tendencia a firmarlo casi todo: estaba ya casi completamente ciego.

Al recibir las órdenes, la Cyclops navegó hasta un atracadero del muelle de Manhattan para comenzar con las reparaciones. Esa misma noche, Hope y Devaux cenaron juntos. Cuando degustaban el oporto, procedente de La Creole, Hope llamó la atención de Devaux sobre una decisión que tanto el vendaval como el renqueante aparejo habían postergado.

– Hemos de asumir que, en algún momento, recibiremos órdenes concretas, por lo tanto, Devaux, debemos considerar el asunto del reemplazo de Skelton. Cranston fue una gran pérdida para todos nosotros y también para la Marina.

– Sí -dijo Devaux, asintiendo. Su mente se deslizó hacia el denso bosque, hasta el momento en que había visto el cuerpo mutilado de Cranston, pero consiguió apartarse de ese espeluznante recuerdo.

– ¿Tiene a alguien en mente? -preguntó el capitán.

El primer teniente recobró la compostura y dijo:

– Bueno, señor, el siguiente, por orden de antigüedad, es Morris. Sus diarios de navegación son un desastre, aunque ha servido los seis años… Lo considero totalmente inadecuado y preferiría que abandonase este barco. Y si mal no recuerdo, de hecho, yo mismo lo amenacé con ello. Creo que el joven Drinkwater es un buen candidato para el puesto de teniente provisional. -Devaux hizo una pausa antes de continuar-. Pero seguramente, señor, hay alguien en la flota… -Devaux señaló hacia las luces de varios buques de guerra que se veían desde las ventanas de popa.

– Se refiere a un favorito del almirante, ¿no, señor Devaux? -le preguntó Hope maliciosamente.

– Eso es, señor.

– Pero el almirante Arbuthnot me informó de que el barco está bajo la autoridad de Kempenfelt. Y quién soy yo para cuestionar su decisión -dijo con burlona humildad para luego continuar con un tono más duro-; además, no estoy dispuesto a preguntarle sobre mis guardiamarinas. -Tomó un sorbo de su oporto antes de continuar-. Ya le envié una lista de las víctimas en la que se indicaba con claridad el estado de la dotación de oficiales. Si no cree conveniente nombrar a alguien, por mí puede irse al infierno. -Hope hizo una breve pausa-. Y sospecho que Kempenfelt aprobaría nuestra elección… -dijo Hope sonriendo con benevolencia antes de vaciar su vaso.

Devaux arqueó una ceja y dijo:

– El viejo Blackmore se sentirá complacido, ha tomado a Drinkwater bajo su ala desde que dejamos Sheerness.

Los dos oficiales llenaron de nuevo sus vasos.

– Que -dijo Devaux, escogiendo el momento- me lleva al asunto de Morris, señor. Estaría muy agradecido si se pudiese arreglar su traslado…

– Esa es una medida un poco drástica, ¿no cree, señor Devaux? ¿Qué se esconde tras esa petición?

Devaux le resumió a grandes rasgos el problema y añadió que, en cualquier caso, a Morris le molestaría que Drinkwater fuese su superior. Hope gruñó.

– ¡Molestar! A mí me ha molestado tener que estar a las órdenes de la mitad de los oficiales que me han comandado. Pero Morris es afortunado, señor Devaux. Si lo hubiese sabido antes, yo lo habría degradado. La próxima vez, tenga la amabilidad de contármelo tan pronto como tenga el mínimo presentimiento de que está sucediendo algo así… esa es la ruina de la Marina y crea oficiales como ese odioso Edgecumbe… -se explayó Hope.

– Sí, señor -dijo Devaux y cambiando de tema apresuradamente, añadió:- ¿Cuáles son los las intenciones del almirante, señor?

Hope volvió a refunfuñar:

– ¡Intenciones! Ojalá las tuviera. Por qué tanto el general Clinton como él aguardan sentados en Nueva York, agitando nuestra bandera, cuando disponen de los suficientes soldados como para barrer Washington de la faz de la tierra. Clinton se lo hace encima ante la perspectiva de perder Nueva York y se libra enviando al general Philips a Virginia. Sin embargo, he oído que Arbuthnot va a ser relevado…

– ¿Por quién, señor?

– Graves.

– ¡Por el amor de Dios! Que no sea Graves…

– Es un hombre bastante agradable, que es más de lo que puedo decir de Arbuthnot.

– Es un afable incompetente, señor. ¿No se le llevó ante un consejo de guerra por negarse a entablar combate con un inchimán?

– Sí, en el 57… no, 56,. Se le absolvió del cargo de cobardía, pero recibió una reprimenda pública por un error de juicio, de conformidad con el artículo 36 de las Ordenanzas Militares. Debe admitir que algunos inchimanes son huesos duros de roer… Los dos oficiales sonrieron arrepentidos al recordar a La Creole.

– Sabe usted, John, es una de las grandes ironías del destino que el mismo día en que el tribunal reunido en Plymouth sentenció a Tommy Graves, otro tribunal en Portsmouth condenaba a John Byng por un delito similar que estaba mucho más justificado desde el punto de vista estratégico. Ya sabe lo que le pasó a Byng. Le sentenciaron de conformidad con el artículo 12… fue fusilado en su propio alcázar… -dijo Hope, cuya voz se fue apagando paulatinamente.

Pour encourager les autres… -murmuró Devaux-. Voltaire, señor -dijo, explicándose, cuando Hope lo miró.

– Ah, ese impío cabrón francés…

– ¿Se sabe lo que le pasó a Cornwallis, señor?

Hope se despejó:

– ¡No! No creo que ninguno sepa nada a ciencia cierta, John. Bien, ¿y qué hemos de hacer con mi juanete mayor…?

A la mañana siguiente, Devaux requirió la presencia de Drinkwater. El teniente observaba el río Hudson, dirección norte, hacia donde se podían divisar los acantilados de Nueva Jersey, sobre los que se reflejaban los primeros rayos de sol.

– ¿Señor?

Devaux se dio la vuelta y miró al joven. Su rostro había madurado. La irregular línea de la herida, que cicatrizaba con rapidez, apenas afectaría a los pómulos, aunque sí destacaría sobre su tez curtida. La silueta bajo el gastado y remendado uniforme era enjuta pero fuerte. Devaux cerró su catalejo.

– El sable que le quitó al teniente de La Creole… ¿aún lo tiene?

Drinkwater se sonrojó. Cuando el combate había terminado, se dio cuenta de que seguía aferrado a aquella pequeña espada. Era un buen arma y su propietario no había sobrevivido demasiado tras la captura de su barco. Drinkwater había considerado el sable como su propia parte del botín. Después de todo, los oficiales se regodearon durante varias semanas del vino capturado y él había sentido que aquel sable no era demasiado útil para la lucha. La espada había ido a parar al fondo de su cofre, donde seguía, envuelta en un trozo de empavesado. No sabía cómo era posible que Devaux lo supiera, pero asumió que la omnisciencia era un atributo natural de los primeros oficiales.

– ¿Y bien, señor? -inquirió Devaux, con cierto tono áspero en su voz.

– Bueno… señor… yo… sí, lo tengo.

– Pues entonces será mejor que se lo cuelgue en su cadera de babor.

– ¿Cómo dice, señor? -dijo el joven, frunciendo el ceño sin entender.

Devaux se rió de la expresión sorprendida de Drinkwater.

– El capitán lo asciende a tercer teniente provisional, con efecto inmediato. Puede usted trasladar su cofre y efectos personales a la cámara de oficiales…

Devaux observó el efecto de estas noticias en el rostro de Drinkwater. La boca del muchacho se abrió y luego se cerró. Pestañeó con incredulidad y, después, sonrió. Por último, alcanzó a darle las gracias.


La Cyclops permaneció anclada junto a la escuadra de Arbuthnot durante los meses de mayo y junio. En ese tiempo, la principal tarea de Drinkwater fue conseguir un nuevo abrigo de velarte en una sastrería de Nueva York. La fragata había reclutado en los barcos de guardia los hombres suficientes hasta completar su dotación, pero había poco que hacer. Entonces, el 12 de julio, comenzaron a cambiar las cosas. Llegó el almirante Graves, un amable y generoso, aunque simplón incompetente que habría de ser decisivo para perder la guerra. Después, llegó la gabarra de Rodney, la Swallow, con la noticia de que el almirante De Grasse había salido de las Antillas con una flota francesa rumbo a la bahía de Chesapeake. Graves decidió ignorar el aviso a pesar de su importancia. En mayo, lord Cornwallis había abandonado las Carolinas y se había unido al general Philips en Virginia. Si De Grasse interrumpía la comunicación de Cornwallis con Nueva York, éste quedaría aislado. Los capitanes y oficiales fueron de barco en barco, rumiando la incapacidad del almirante para comprender simples cuestiones estratégicas. Cornwallis se replegaba hacia el mar para que la flota lo apoyase, pero la flota estaba en Nueva York…

Una vez más, se expresó en voz alta la opinión de que al ejecutar a Byng, sus señorías habían perdido el juicio más de lo que era habitual: habían fusilado al hombre incorrecto.

Llegó otro mensaje con el Pegasus, en el que se exhortaba a Graves a navegar rumbo sur y unirse a sir Samuel Hood, a quien Rodney había cedido el mando por su deficiente estado de salud. Pero la flota continuó lánguidamente anclada.

A principios de agosto, Clinton decidió pasar a la acción, no contra Virginia sino contra Rhode Island, donde se ubicaban las tropas francesas y los buques de guerra. El almirante Graves ordenó que se dirigieran varios navíos a Sandy Hook, para prepararse. Uno de ellos fue la Cyclops.

En ese momento, el guardiamarina Morris dejó la fragata.

Cuando la Cyclops abandonó el río Galuda, a la dotación le resultó muy difícil luchar contra los elementos, vigilar a los prisioneros o, simplemente, sobrevivir. Los tenientes que seguían vivos se arrastraban de guardia en guardia, al igual que ayudantes y guardiamarinas. Drinkwater y Morris estaban en guardias distintas y las preocupaciones del trabajo y del sueño no le permitían a nadie el lujo de contemplar objetivamente los acontecimientos de las semanas anteriores. Sin embargo, no resultaría del todo cierto afirmar que se había olvidado todo lo ocurrido. Más bien, todo cuanto habían vivido se situaba a un nivel justo por encima del subconsciente, por lo que ejercía su influencia sobre la conducta pero sin llegar a dominarla. Drinkwater estaba especialmente afectado. Los horrores que había visto y la culpa que le atenazaba por su participación en la muerte de Threddle vulneraban su autoestima. Además, también sabía cómo había muerto Sharpies y le pesaba como una losa sobre su alma.

Aunque Sharpies había matado a Threddle, Drinkwater sabía que se había visto abocado a ello. Sin embargo, la ejecución del marinero realizada por Morris a sangre fría era otra cuestión.

Para Drinkwater, era un asunto de ley, o bien, y se estremecía siempre que pensaba en ello, un motivo de venganza.

Cuando la Cyclops llegó a Nueva York, tuvo mucho tiempo, demasiado, para que su cabeza diera vueltas a las posibles causas, efectos y consecuencias.

A la hora del rancho de los guardiamarinas, era inevitable tener cierto contacto con Morris y ya se habían producido algunas situaciones potencialmente problemáticas. Drinkwater siempre las había evitado abandonando la camareta, pero esto le había dado a Morris la impresión de que ejercía cierto poder sobre Nathaniel.

Morris había llegado al rancho algo tarde el mismo día en que Drinkwater supo de su ascenso.

– ¿Y qué está tramando ahora nuestro valiente Nathaniel?

Se hizo el silencio. Entonces, entró White y dijo:

– Le he llevado su capote y chubasquero a la cabina, Nat… hmm, señor.

Nathaniel le contestó con una sonrisa:

– Gracias, Chalky.

– ¿Cabina? ¿Señor? ¿Qué paparruchadas son esas?

Morris se estaba poniendo rojo al entender de qué se trataba. Nathaniel no contestó, continuó empaquetando su cofre. White no pudo resistir la ocasión de molestar al matón que le había hecho sufrir, y más teniendo en cuenta que tenía un poderoso aliado en la persona del tercer teniente provisional.

– El señor Drinkwater -declamó con gravedad- ha sido ascendido a tercer teniente provisional.

Morris le fulminó con la mirada al tiempo que asimilaba las noticias. Dio media vuelta y se encaró, furioso, con Nathaniel.

– No es verdad. Por qué tú, cabroncete presumido, no has servido lo suficiente como para ser teniente. Supongo que otra vez le habrás estado lamiendo el culo al primer teniente… Ya me encargaré yo de ti… -y así siguió durante varios minutos con la misma cantinela.

Drinkwater sintió que de nuevo le atenazaba aquella furia fría que le había hecho comportarse con brutalidad con el teniente francés herido de La Creole. Era el legado permanente de aquella horrenda marcha tierra adentro, y habría de marcar su conducta en situaciones de enfrentamiento físico. Al igual que la influencia de su madre viuda le había convertido en blanda arcilla en manos de la malevolencia de Morris, todo cuando había vivido en el Galuda había templado el amordazado hierro que escondía su alma.

– Tenga cuidado, señor -exclamó con un tono de voz bajo y amenazante- tenga cuidado con lo que dice… Olvida usted que poseo el certificado para ser ayudante del segundo oficial, que es mucho.más de lo que usted ha conseguido. También se olvida de que tengo pruebas en mi haber que le podrían llevar a la horca, de conformidad con dos artículos de las Ordenanzas Militares.

Morris palideció y Drinkwater pensó, durante un momento, que se iba a desmayar. Al fin, habló.

– ¿Y qué pasaría si cuento lo que pasó con Threddle?

Drinkwater sintió que su propio corazón daba un vuelco al recordarlo, pero consiguió mantener la cabeza fría. Dirigiéndose al pequeño White, que observaba el intercambio entre los dos guardiamarinas con los ojos muy abiertos, dijo:

– Chalky, si tuvieras que escoger entre las pruebas que yo aportase y las pruebas de Morris, ¿a quién creerías?

El niño sonrió, complacido por el cariz que estaba tomando su venganza:

– Las tuyas, sin duda, Nat.

– Gracias. Y ahora, quizás Morris y tú seríais tan amables de llevar el cofre a mi cabina.

Drinkwater disfrutó enormemente de la privacidad de su minúscula cabina. Situada entre dos cañones del doce, se desmontaba cada vez que la fragata llamaba a zafarrancho de combate. Ya no tenía que soportar las constantes idas y venidas del sollado y podía leer con tranquilidad, en privado. Quizás la mayor ventaja que su rango provisional le confería era el derecho a tomar su rancho en la camareta de oficiales, disfrutando de la compañía de Wheeler y Devaux. Appleby, aunque en aquel momento no era, técnicamente, miembro del rancho de los oficiales por nombramiento, sí era un visitante frecuente y aún habitual. En Nueva York, Drinkwater consiguió nuevos ropajes y un tricornio sin galones, por lo que su apariencia se correspondía con su nueva dignidad, sin mediar ostentación, aunque rara vez se le veía en cubierta sin que su espada se balancease, como había dicho Devaux, «en su cadera de babor.

Su conocimiento de las variopintas tareas de un oficial de la Marina aumentaba día a día, pues había un torrente constante de embarcaciones que navegaban entre los barcos y Nueva York, aunque su vida social se limitaba a las cenas ocasionales en las camaretas de oficiales de otro navío. A diferencia de Wheeler o Devaux, evitaba los placeres de los numerosos espectáculos que preparaba la sociedad de Nueva York para el entretenimiento de las tropas y los oficiales de la Marina. En parte, se debía a su timidez y, en parte, por deferencia a Elizabeth, aunque, sobre todo, se debía a que los demás ocupantes de la camareta de oficiales disponían ahora de un subalterno lo suficientemente subordinado como para no quejarse de los abusos del rango.

El principal placer de Drinkwater por aquella época era la lectura. En las librerías de Nueva York y también en la pequeña biblioteca que el cirujano llevaba consigo descubrió las novelas de Smollett y conoció, en consecuencia, a Humphry Clinker, el comodoro Trunnion y Roderick Random.

Este último hizo que sus pensamientos derivasen a menudo hasta Elizabeth. El concepto romántico de la mujer que aguarda le obsesionaba, tanto como la incertidumbre de no conocer el paradero de Elizabeth. Estaba ya fuera de toda duda que la amaba. Su imagen le había ayudado a través de las horrendas marismas de Carolina y había llegado a pensar que Elizabeth actuaba como un talismán contra todo mal, sobre todo, Morris.

Su animadversión por Morris era algo más que un ponzoñoso desagrado. Estaba convencido de que aquel hombre ejercía una influencia maligna sobre su vida. En los últimos dos años, y a medida que los acontecimientos parecían seguir un patrón de conducta diseñado por su imaginación, esta idea había surgido en lo más profundo del cerval temor que sentía el joven e inexperto guardiamarina. Parecía intrascendente que todo ello hubiera servido para fortalecer tanto su ánimo como su carácter. ¿Acaso no había sido testigo de la depravación de Morris y del destino de Sharpies? ¿Por qué fue él y no otro quien apareció junto al peñol aquella noche, cuando el gaviero había suplicado ayuda? ¿No podría haber sido otro guardiamarina el enviado a pedirle a Kate Sharpies que abandonase la cubierta, aquel día en Spithead?

Pero ahora había una razón mucho más vivida para atribuirle una cualidad sobrenatural a la malevolencia de Morris. Drinkwater tenía un sueño recurrente, una pesadilla que comenzaba en las marismas de Carolina y que le perseguía, ocasional pero persistentemente.

La primera vez que había tenido esta pesadilla fue durante las horas de exhausto sueño que siguieron a la derrota de La Creole y, de nuevo, durante el temporal frente a la costa del cabo Hatteras. Y dos veces más desde que la Cyclops había anclado en Nueva York.

Había siempre una dama blanca que parecía alzarse sobre él, pálida como la muerte e inexorable en su avance, pues se acercaba cada vez más, aunque nunca llegaba a alcanzarlo. A veces, tenía la cara de Cranston, otras veces era Morris pero, cuando se presentaba en su forma más terrible, era el rostro de Elizabeth, una Elizabeth con una expresión parecida a la de Medusa, que siempre le aterrorizaba y le hacía hundirse en un enorme ruido metálico de cadenas, sacudiéndose rítmicamente… o de las bombas de achique de la Cyclops.

Por ello, recibió con alivio la noticia del traslado de Morris. Desde su ascenso, no había buscado la ocasión de imponer su nueva autoridad sobre Morris y, simplemente, había oído que se incorporaría a un barco de la división del contraalmirante Drake. Drinkwater sintió que se le quitaba una pesada carga del corazón.

Quizás, después de todo, sus miedos no eran más que suposiciones infundadas de un sistema nervioso extenuado…

Pero en la mañana de la partida de Morris, a Drinkwater le volvieron a asaltar las dudas.

Estaba leyendo en la privacidad de su pequeña cabina cuando la puerta se abrió de un golpe, sin ceremonias. En el umbral, estaba Morris. Estaba borracho y llevaba en la mano un trozo de papel arrugado.

– He venido a decir adiós, señor Mentecato Drinkwater -dijo arrastrando las palabras y los ojos semicerrados.- Quiero decirle que usted y yo tenemos un asunto pendiente… -consiguió articular entre dientes, con tono amargo y la saliva resbalándole por las comisuras de su boca-. En realidad, qué extraño… usted y yo podríamos haber sido amigos…

Las lágrimas se apreciaban en sus ojos y Drinkwater, poco a poco, se percató de las odiosas y terribles implicaciones de aquellas palabras. Morris respiró ruidosamente, pasándose la manga por la nariz. Entonces, comenzó a reírse de nuevo entre dientes.

– Tengo una carta de mi hermana. Conoce a uno o dos tipos en el Almirantazgo. Promete hacer cuanto pueda entre las cuatro columnas de su cama para conseguir que me nombren capitán de corbeta… Bueno, ¿qué le parece eso? ¿No le ve usted la maldita gracia? ¿No cree que es lo más gracioso que haya oído nunca…?

Morris hizo una pausa para reírse de su propia gracia y luego su sonrisa se desvaneció y, con ella, la relajación de la ebriedad. La amenaza que había venido a articular, reforzada por el ron, procedía directamente del corazón:

– Y si, en consecuencia, puedo en algún momento destruirle, a usted o a su señorita Bower, así lo haré… por Dios, que lo haré. Al oír el nombre de Elizabeth, Nathaniel sintió la terrible furia heladora con que había despachado al oficial francés del buque corsario corriendo por sus venas. Morris se cayó de espaldas repentinamente y, a trompicones, consiguió medio sentarse. Drinkwater tenía la espada medio desenvainada cuando el abyecto espectáculo de ver a su adversario temblando ante sí le devolvió el juicio. Con un portazo, cerró la frágil puerta de su cabina y de un golpe envainó de nuevo la espada. Fuera, oyó como los pies de Morris raspaban el suelo al intentar mantenerse en pie.

Drinkwater permaneció de pie, inmóvil, en el centro de la estancia, hasta que su respiración volvió a su ritmo normal. Comenzó a temblar como una hoja de álamo a merced de la brisa y se encontró mirando al pequeño cuadro de la Algonquin que Elizabeth le había regalado y que gracias a la privacidad de que disfrutaba ahora, pudo colgar.

Estiró una mano temblorosa hacia el cuadro para convencerse de que era real.


El 16 de agosto de 1781, los barcos anclados en Sandy Hook avistaron velas procedentes del sur. Sir Samuel Hood echaba humo por las orejas y estaba furioso por encontrar al almirante Graves aún en Nueva York. El contraalmirante hizo que lo llevaran a puerto para arengar a Graves, cuando descubrió que éste se encontraba cómodamente instalado en su casa de tierra firme. Aunque de rango inferior a Graves, Hood impresionó a su superior con el tamaño de la flota francesa que cabeceaba en aguas de Norteamérica. En vista de la aparente pusilanimidad de Graves, omitió los pormenores: las condiciones innavegables en que se hallaba su propio escuadrón, en el cual había un barco que estaba, de hecho, a punto de irse a pique.

Repentinamente, Graves se inflamó con el pánico de una acción rápida y ordenó que su flota se echara al mar.

Pero aún hubo que esperar hasta finales de mes antes de que los veintiún navíos de línea pusiesen rumbo al sur. En el mar estaban ya De Barras y sus ocho navíos de línea, procedentes de Rhode Island, y el día anterior, el almirante De Grasse había echado el ancla de sus treinta y ocho navíos de línea, numerosas fragatas y buques de transporte en Chesapeake. También desembarcó a tres mil soldados de infantería para que rodeasen la desconocida península de Yorktown.

Lord Cornwallis quedó aislado. Los rebeldes Washington y Rochambeau se dirigieron al sur desde las Hudson Highlands, atravesando Nueva Jersey, dejando su flanco desprotegido ante la inactividad de Clinton, que seguía en Nueva York, para unirse a La Fayette y cerrar el anillo de hierro alrededor del desventurado conde.

Lo sucedido con Cornwallis ya es historia. Las flotas británicas se echaron a la mar demasiado tarde. Graves ordenó rumbo sut a sus fragatas. La Cyclops se quedó en el flanco este, y por ello no tomó parte en la batalla que estaba por venir.

La flota entabló combate, que no fue ni mucho menos decisivo, con De Grasse. Pero a Graves le fue suficiente. El francés retuvo la autoridad sobre la bahía de Chesapeake. En ese momento, De Barras aún no había llegado, pero cuando Graves, que se percató de la desproporción de su error, intentó por segunda vez expulsar a De Grasse, el almirante británico descubrió que De Barras había reforzado a De Grasse y se retiró.

Cornwallis fue abandonado.

Se intentó el valiente gesto de vadear el río James, protegidos por la noche, hasta donde Tarleton controlaba un puente en Glouscester, pero cuando ya habían cruzado los primeros botes, se levantó una violenta tormenta y se abandonó el intento de romper el cerco. Pocas semanas más tarde, lord Cornwallis se rendía y la guerra con América llegaba a su fin, sino oficial, al menos sí efectivamente.

La Cyclops, que vigilaba el flanco este, se perdió tanto la acción de guerra frente a los cabos de Virginia como el poder contemplar la escuadra de De Barras. Al final, la fragata regresó a Nueva York para recibir el tardío reconocimiento del nuevo comandante en jefe de que, sin duda, pertenecía a la flota del Canal. Tras despachar a la rápida escampavía Rattlesnake con las noticias de la pérdida del ejército de Cornwallis a finales de octubre, el almirante Graves recordó que si bien era rápida, no artillaba demasiados cañones y sería, pues, una presa vulnerable para un barco francés de crucero o un corsario yanqui que merodease por la zona. Al igual que en tantas otras ocasiones, vaciló, inquieto por el destino de la Rattlesnake, y porque su informe pudiese caer en manos enemigas. Al final, se decidió a enviar una fragata con un duplicado de los documentos.

Parecía una buena idea, según le advirtió su secretario, aprovechar la oportunidad de enviar a la Cyclops de vuelta con Kempenfelt.


El teniente provisional Nathaniel Drinkwater se detuvo en su paseo incesante para mirar a la juanete mayor. Su cuerpo mantenía el equilibrio con gracia, al compás del cabeceo del barco que estaba provocado por un viento fuerte del suroeste que azotaba el aparejo y salpicaba el puente por la borda de babor.

Se quedó estudiando la vela por un momento. No había duda del esfuerzo que hacía la escota de barlovento, ni de la vibración que se transmitía a la verga inferior. Era el momento de recoger parte del velamen.

– ¡Señor White! -Al momento llegó el atento muchachito-. Salude al capitán y dígale que el viento está refrescando. Con su aprobación, pretendo recoger las juanetes.

– Entendido, señor.

Drinkwater observó la bitácora con atención. Los dos timoneles gruñían y sudaban por su continua lucha para mantener el curso de la Cyclops. Miró atentamente la leve oscilación del compás. La luz del día hacía casi innecesarias los fanales de aceite. El agitado y gris Atlántico elevaba la aleta de la fragata, la empujaba hacia adelante mientras pasaba bajo el casco y la arrastraba hacia el seno de la ola, lanzado al bauprés contra el cielo como un cuchillo. Entonces, su popa se elevaba de nuevo y el ciclo volvía a empezar, una y otra vez, durante las tres mil millas que separaban Nueva York de las suaves olas del Canal.

Drinkwater no compartía la vergüenza que sufría el capitán Hope, que se afeitaba en su cabina. Hope ya conocía el embriagador aroma de la victoria, pues había combatido durante el glorioso período de la Guerra de los Siete Años. Poner punto y final a su carrera con una derrota era un amargo golpe, una condena de los años de trabajo y una justificación para sus cínicas opiniones y únicamente le aliviaba la letra de cambio de Tavistock por valor de cuatro mil libras.

Para Drinkwater, los acontecimientos de las últimas semanas habían supuesto una culminación. En su infructuosa búsqueda de De Barras, habían seguido el compás por la costa de Long Island y Nueva Inglaterra. Para Nathaniel, libre de la opresiva presencia de Morris, había resultado una experiencia gloriosa, unos días espléndidamente productivos durante los cuales, con suma precaución al principio y, después, con creciente confianza, había comandado el barco.

Elevó la vista hacia las juanetes ahora plegadas. Su opinión había sido confirmada ya que la Cyclops no había reducido el ritmo.

Vio que el capitán Hope ascendía por la escala. Despejó la banda de sotavento, llevándose la mano al sombrero cuando pasó el capitán.

– Buenos días, señor.

– Buenos días, señor Drinkwater. -Hope echó un vistazo a la jarcia-. ¿No se divisa nada?

– Nada, señor.

– Bien. -Hope le echó un vistazo a la pizarra de anotaciones.

– En mi opinión, deberíamos llegar al Lizard antes del anochecer, señor -aventuró Drinkwater. Hope asintió con un gruñido y comenzó a pasear por el alcázar, a barlovento. Drinkwater se trasladó al lado de sotavento, donde el joven Chalky White temblaba debido al viento que azotaba la verga de la gavia mayor.

– ¡Señor Drinkwater! -dijo el capitán con brusquedad.

– ¿Señor? -Drinkwater se apresuró hacia donde el capitán le observaba con el ceño fruncido. Sintió que se le encogía el corazón.

– ¿Señor? -repitió.

– ¡No lleva usted su espada!

– ¿Señor? -repitió una vez más Drinkwater, frunciendo el entrecejo.

– Esta es la primera mañana desde que desempeña su actual cargo que no la lleva.

– ¿Es eso cierto, señor? -Drinkwater enrojeció. A su espalda, White reía.

– Debe de estar prestando la atención debida a sus tareas y no tanta a su apariencia. Me agrada ver que es así.

Drinkwater tragó saliva.

– S… sí, señor. Gracias, señor.

Hope retomó su paseo. White se tronchaba de risa, pues el asunto de la espada del señor Drinkwater había causado mucho divertimento entrecubiertas. Drinkwater giró sobre sus talones.

– ¡Señor White! Coja un catalejo, suba al tope del palo mayor e intente avistar Inglaterra.

– ¿Inglaterra, Nat?… Señor Drinkwater, señor.

– ¡Sí, señor White! ¡Inglaterra!

Inglaterra, pensó, Inglaterra y Elizabeth.

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