Acción de guerra con la Creole

Febrero de 1781


La Cyclops, fragata de su Británica Majestad, de 36 cañones, llamó a zafarrancho de combate, escorada por una constante brisa del sudoeste, ciñendo por la amura de babor. A barlovento, la presa intentaba huir con desesperación. Aún no habían izado pabellón alguno, pero en la Cyclops creían que el barco era americano.

Parecía un inchimán, pero las voces más cínicas recordaron que el capitán Pearson se había visto obligado a rendirse a Paul Jones en el Bonhomme Richard. También era un inchimán.

En el puente, Hope rezaba en silencio para que fuese un buque mercante. En ese caso, resultaría una presa fácil. Si operaba con patente de corso, podría ser un hueso mucho más duro de roer. Pero lo más importante era que Hope deseaba que su llegada a la costa se hiciese en secreto. Fuese como fuese la persecución, Hope quería asegurarse la presa.

Devaux le instó a izar insignia francesa, pero Hope puso alguna objeción. Sentía poco aprecio por esos trucos baratos y ordenó que se izase el pabellón británico. Tras un momento, la presa cazó sus velas mayores e hizo ondear la insignia americana.

– ¡Ahí está! Acepta la batalla. A sus puestos, caballeros. Se avecina mucho trabajo. Señor Blackmore, haga lo mismo con nuestras velas y abajo las juanetes.

Al reducir el trapo por las lentas y pesadas maniobras de preparación previas a entablar combate, la Cyclops se acercó a su enemigo. En la cofa del trinquete, Drinkwater se asomó bajo las relingas del velacho.

Había algo raro en aquel barco que se estaba acercando.

– Tregembo, no le quites ojo al barco. ¿Ves algo raro?

El marinero abandonó su cañón giratorio y echó un vistazo hacia el buque, que parecía aguardar a la fragata británica.

– No, señor, pero… un momento, parece como si hubiera plata en su pasamanos… no, ya no la veo -se incorporó, rascándose la cabeza.

– ¿Pudiste ver el reflejo de la plata?

– Sí, señor, al menos, eso creo.

Drinkwater miró hacia popa. Cranston, en la cofa del mayor, le saludó con la mano y él le devolvió el saludo. De pronto, tomó la decisión y se deslizó por las arraigadas.

En cubierta, chocó con Morris, que ahora era el guardiamarina de señales.

– ¿Qué demonios haces a popa? -bufó Morris-. Vete a proa, a tu puesto, ¡zopenco! -Drinkwater lo esquivó y se dirigió a Hope.

– ¡Señor! ¡Señor!

– ¡Qué demonios…! -Hope y Devaux se dieron la vuelta ante la interrupción de la estrecha vigilancia a la que mantenían al buque americano.

– Señor, creo que he visto el reflejo del sol en las bayonetas desde la cofa del trinquete.

– Bayonetas, cielo santo… -También Wheeler giró sobre sus talones al oír aquella palabra militar. Se volvió a girar, llevándose el catalejo a los ojos. Fue tan sólo un instante, pero el sol volvió a reflejarse sobre el acero.

– Sí, señor, son bayonetas, sin duda. Cuenta con una o dos malditas compañías, señor, ¡que me aspen si no las tiene! -exclamó el oficial de los infantes de marina.

– Eso será lo que suceda si lo que dice es cierto -replicó Hope-; así que quiere batallar y abordar con la infantería… Señor Devaux, manténganos en esta posición durante un momento y dispare a la parte alta de su aparejo.

– Sí, sí señor -dijo Devaux mientras comenzaba a gritar sus órdenes.

– Gracias, señor Drinkwater. Puede regresar a su puesto.

– Sí, señor.

– ¡Lameculos! -le espetó Morris al pasar por su lado.

Hope estaba en lo cierto. El buque enemigo había sido un inchimán francés, pero operaba con una patente firmada por el propio George Washington. A pesar de pertenecer a las autoridades americanas, el barco era comandado por un osado francés que había navegado bajo bandera rebelde desde que los americanos solicitasen ayuda de los jóvenes aventureros de Europa.

Este oficial tenía a bordo parte del batallón de la milicia americana que, expulsado recientemente de Georgia por sus compatriotas leales al rey británico, había recuperado su arrogancia tras recibir una arenga conmovedora de sus aliados y los soldados estaban ansiosos por disparar de nuevo sus mosquetes.

Aunque Hope había evaluado correctamente las tácticas de su adversario, era ya demasiado tarde para evitarlas. Al abrir fuego al unísono, el enemigo se retiró levemente para luego abalanzarse sobre el barco británico. En ese acercamiento pudieron leer el nombre rebelde en el espejo de popa: La Creole.

La verga de la vela mayor de La Creole se enganchó en la mesana de la Cyclops y los dos navíos embistieron con un crujido discordante. El encarnizado combate siguió su furioso curso, a pesar de que las bocas de los cañones casi se tocaban. Apenas quedaba nada de las amuradas adyacentes y las mortíferas astillas perforaban las nubes de humo. El disparo de la Cyclops había destruido los dos botes que tenía el enemigo en el enjaretado y las balas perdidas y las astillas irritaban a la milicia. El comandante francés, que sabía que cualquier pausa sería fatal, saltó a la barandilla e hizo un gesto a los americanos hacia el abordaje. Su tripulación políglota lo siguió.

El trozo de abordaje saltó por encima de los cañoneros de la cubierta superior, como si se tratase de una marea interminable, y Wheeler formó a su guardia de infantes de popa en la proa.

– ¡Preparados! ¡Apunten! ¡Fuego! -dispararon una descarga y recargaron con facilidad, ensartando las balas en las bocas y golpeando las culatas de los mosquetes contra la cubierta para evitar perder tiempo con el ritual de la baqueta.

De vuelta en la cofa del trinquete, Drinkwater abrió fuego sobre la multitud de abordadores con el cañón giratorio. Cargó de nuevo su cañón y se giró para encontrar a Tregembo luchando contra un cetrino soldado que había surgido de la nada. A) mirar hacia arriba, Drinkwater vio más hombres corriendo como monos por las vergas enemigas, hacia el aparejo de la Cyclops. En la cofa del mayor, Cranston liquidaba fríamente a todo aquel que intentase trincar las vergas de ambos barcos, pero los hombres estaban abordando a través de las vergas de la gavia para deslizarse luego por los estayes del trinquete, en una especie de demoníaco número circense.

Sobre la cubierta principal, las brigadas de cañoneros seguían cumpliendo con su cometido. De vez en cuando, el cargador situado al lado de la boca recibía un machetazo de las picas de abordaje hasta que Devaux ordenó cerrar las portas mientras se recargaban los cañones. Esto ralentizó la cadencia de los disparos pero hizo que los hombres estuviesen más atentos y redujesen el riesgo de explosiones prematuras por una mala limpieza del cañón. Las armas ligeras se dispararon con gran estropicio por encima de sus cabezas y apareció una carita junto al codo del teniente Keene. Era el pequeño White.

– ¡Señor! ¡Señor! Permita que las brigadas de cañones de estribor suban a bordo, señor, nos están apretando las tuercas.

Keene se dio la vuelta y rugió:

– ¡Brigada de estribor! ¡Picas de abordaje y alfanjes!

Los ayudantes del contramaestre siguieron la orden y los hombres, con la ayuda de los cañoneros de babor, corrieron hacia los pañoles de armas ligeras que rodeaban los mástiles.

– ¡Skelton! ¡Asuma el mando!

Keene se ajustó la guarnición de su sable en la muñeca y dirigiéndose a White, le dijo con una media sonrisa:

– Venga, mi joven muchacho.

White desenvainó su minúscula daga.

– ¡Brigada de estribor! ¡Escala de proa! ¡Seguidme!

Hubo una aclamación discordante, apenas audible entre los truenos de los cañones. Pero se convirtió en un grito furioso cuando los hombres emergieron sobre la cubierta bañada por la luz del sol, donde la melé era desesperada. Aunque los intentos de los rebeldes por abordar la Cyclops a través de las portas de la cubierta principal habían sido reprimidos, la cubierta superior era otro cantar. La sorpresa inicial causada por el trozo de abordaje les había franqueado el paso hasta el alcázar de la fragata británica. En el extremo posterior, Wheeler y sus infantes de marina formaban una ordenada línea que cargaba y disparaba tras una precisa banda de bayonetas. Tras un par de incursiones, los americanos se retiraron y fijaron su atención en la proa donde la resistencia, liderada por el teniente Devaux, era fiera pero irregular, y los marineros y oficiales se defendían como podían.

A pesar de que la milicia americana estaba formada por tropas inestables, luchaban razonablemente bien contra los marineros y, poco a poco, comenzaron a superar a los defensores. Una vez que los americanos consiguieron llegar hasta el combés, pudieron bajar a la cubierta de cañones y su dominio de la fragata británica sólo era una cuestión de tiempo. El combate era feroz, una confusión de fogonazos de mosquetes y pistolas y de cortantes hojas de espadas. Los hombres aullaban de furia o de dolor, los oficiales gritaban sus órdenes, sus voces roncas por el cansancio o estridentes por el miedo y, al mismo tiempo, ambos barcos no dejaban de lanzar sus andanadas a toca penoles, en una continua cacofonía de estruendosas sacudidas cuyo humo culebreaba hacia los aterradores enfrentamientos que ocurrían en la jarcia.

El pobre Bennett, obligado a servir en un cañón, murió de herida de bayoneta. Stewart, ayudante del segundo oficial, debilitado a consecuencia de sus amoríos en Falmouth, esquivó la espada del comandante francés, pero no pudo darle la réplica. El francés era más rápido y Stewart cayó también sobre su propia sangre, sobre la cubierta enrojecida.

Desde la cofa del trinquete, Drinkwater no sabía a ciencia cierta cuál era la situación del combate pues el humo de la pólvora oscurecía cuanto sucedía en cubierta. Entre las cofas del mayor y del trinquete, la amenaza de la invasión a través de las jarcias parecía haberse contenido pero entonces Drinkwater oyó los gritos del contraataque de Keene. En el barco americano vio que había más hombres juntándose para atacar. Dispararon un bote de metralla contra el combés rebelde: los hombres cayeron, se dispersaron y volvieron a reunirse. El cañón de Drinkwater volvió a abrir fuego.

– ¡Queda munición para dos andanadas, señor! -le gritó Tregembo al oído.

– ¡Maldición! -le respondió a su vez-. ¿Qué diablos vamos a hacer?

– No sé, señor -dijo el marinero, mirando hacia abajo-. ¿Unirnos a ellos? Drinkwater miró hacia abajo. Parecía haberse aminorado el fuego de los cañones y el viento se llevó parte del humo. Vio a White blandiendo su daga y, también, a un americano apartarlo de un empellón para abalanzarse sobre un suboficial británico. El suboficial recibió la estocada en el muslo y el americano hizo una mueca cuando el postrado White lo acuchilló en el costado. Devaux, con el sable en una mano y una pistola que utilizaba a modo de garrote en la otra repartía mandobles a diestra y siniestra como un loco, espoleando a los hombres deKeene y a los que quedaban de las brigadas de cañoneros de la cubierta superior.

Drinkwater miró hacia atrás y vio a Cranston en el peñol del mayor cortando cualquier aparejo que pudiese mantener a los dos barcos unidos.

Sin duda, había que separar a la Cyclops del barco rebelde.

– ¡Debemos separar los dos barcos, Tregembo!

– Sí, señor, pero escora a barlovento.

Era cierto. La fuerza del viento mantenía el casco de La Creole abarloado de tal forma que parecía que estaban amarrados. Drinkwater volvió a mirar hacia cubierta y sus ojos dieron con las anclas. Ese mismo día, Devaux había ordenado a varios hombres asegurar el ancla de la esperanza con un cable mientras se acercaban a la costa americana. No tenían más que soltarla.

– ¡El ancla de la esperanza, Tregembo! -gritó, entusiasmado, señalando hacia abajo.

Tregembo comprendió al momento lo que quería hacer. Los dos se lanzaron hacia el estay del trinquete. El ancla estaba asegurada por cadenas a estribor, a la mesa de guarnición del mayor. Las cadenas tenían eslabones con forma de pera a los que se habían atado numerosos amarres de cáñamo para asegurar el ancla al barco.

Tregembo sacó su cuchillo y se lanzó sobre aquella maraña de cabos mientras Drinkwater hacía lo mismo con los cabos superiores.

El griterío y chillidos de aquella amalgama de hombres que luchaba sin cesar estaba a sólo unos pies de distancia, sin embargo, puesto que La Creole había abordado por la aleta de babor de la Cyclops, el castillo de proa estaba comparativamente tranquilo. Entonces, alguien abrió fuego de mosquete desde la cofa del barco corsario. La bala alcanzó la uña del ancla y rebotó con un silbido. Los dos hombres estaban empapados en sudor y Drinkwater comenzó a arrepentirse de su estupenda idea, creyendo que jamás conseguirían cortar la trinca. Le latía la cabeza por el estruendo de la batalla y el moratón que le había dejado Morris. Otra bala chocó contra la cubierta, entre sus pies. Sintió que su espalda presentaba un definido blanco que un tirador no podía errar la próxima vez.

Tregembo resopló al separarse la trinca y la repentina sacudida arrancó los cabos que quedaban del lado de Drinkwater. El ancla cayó al mar.

– Espero, por Dios, que el cable se deslice…

Así lo hizo, al menos lo suficiente como para permitir que el ancla llegase al fondo, donde se enganchó, se soltó y se volvió a enganchar, haciendo que los dos barcos virasen hacia la corriente, que discurre, inexorablemente, rumbo nordeste por la costa de Florida y Carolina. La corriente tiró de ambos cascos, pero la Cyclops aguantó el tirón, pues el ancla le hacía mantener el equilibrio. Drinkwater corrió a popa. Fue el primero en detectar un chirrido entre ambos barcos que indicaba por dónde se iba separando La Creole, lentamente, de su presa.

– ¡Se separa, muchachos! ¡Ya son nuestros!

Primero fue una cabeza, luego otra y luego todos los británicos se giraron para ver el movimiento del barco enemigo.

Volvieron a gritar y, con fuerzas renovadas, continuaron pinchando y lanzando estocadas contra sus adversarios. Al mirar hacia arriba, los franco-americanos cayeron en la cuenta de lo que pasaba. La milicia fue la primera en marcharse corriendo, sin importarles pisar tanto a amigos como a enemigos.

Lentamente, La Creole se deslizó arañando con su casco hacia atrás, enganchándose a menudo y separándose, al fin, de la Cyclops tras un par de minutos. Ese tiempo fue suficiente para que la mayoría de sus hombres regresasen al barco, pues los agotados británicos les dejaron escapar. Las escenas finales de aquella acción de guerra habrían sido cómicas de no haber estado rodeadas por tan sombrías circunstancias, pues los muertos y los moribundos de tres naciones yacían en la cubierta ensangrentada.

Varios hombres saltaron por la borda y se acercaron nadando hacia donde sus compañeros lanzaban los cabos. Uno de ellos fue el comandante francés, que gesticuló con ferocidad desde la preeminente barandilla de la fragata antes de lanzarse por la borda y nadar hacia su barco.

En la pasarela de la Cyclops había un negro arrodillado, con los ojos en blanco y las manos en ademán de indiscutible rendición. Al ver a Drinkwater prácticamente solo en la parte anterior del barco, el negro se postró a sus pies. Tras él, Devaux parecía decidido a ensartarlo con su sable, un Devaux cuyos ojos no estaban aún ahítos de sangre.

– No, no, amo, ¡me rindo, señor! Como aquel general Burgoyne, señor, me rindo. Fue Wheeler quien, al final, consiguió detener al primer oficial y le hizo entrar en razón diciéndole que el capitán le reclamaba a popa. El negro, agradecido por ser ignorado, no se separó de Drinkwater.

Los dos barcos estaban ya a dos cables de distancia. Ninguno estaba en condiciones de entablar un nuevo e inmediato combate.

– Ha estado… -le dijo el capitán Hope al señor Blackmore al emerger del cerco defensivo que Wheeler y sus infantes de marina había creado para ellos-. Ha estado muy cerca.

El piloto de derrota asintió aliviado, sin emitir palabra. Hope emitió una breve y nerviosa risotada.

– Los malditos rebeldes tendrán que esperarnos un poco más, ¿verdad Blackmore?

La Creole iba a la deriva a sus espaldas.

– Corte ese cable, señor -ordenó Hope cuando, al fin, Devaux llegó a su lado- y entérese de quién cortó el ancla.

– Podría sugerir que levemos el ancla, señor…

– Córtela, maldita sea, quiero atacarles antes de que transmitan la noticia de nuestra llegada.

Devaux se encogió de hombros y viró sobre sus talones.

Hope se dirigió al piloto de derrota y le dijo:

– Entonces, estamos en aguas poco profundas.

– Sí, señor -dijo el anciano recobrando la compostura.

– Largue velas, acabaremos primero con ese rebelde.

Pero La Creole ya mareaba sus velas. Estaba a sotavento y a punto de seguir su camino. Quince minutos más tarde, la Cyclops tenía viento en popa y navegaba a casi tres millas en pos del corsario.

Esta seguía siendo su posición cuando llegó la noche.

En el sollado, Drinkwater se había sentado y el negro le estaba limpiando los zapatos. No era capaz de librarse de él y tras la acción de guerra, a nadie parecía importarle la nueva incorporación a la Cyclops.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Drinkwater fascinado por el ébano de su piel.

– Señor, me llamo Achilles y soy su sirviente.

– ¿Mi sirviente? -dijo Drinkwater pasmado.

– ¡Sí señor! Me salvó la vida. Achilles es su mejor amigo.


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