Cambio de suerte

Agosto de 1780


El trozo de abordaje británico a bordo de la Algonquin presentaba un penoso estado. Los americanos habían retomado el barco al anochecer. Durante toda la noche, los británicos habían navegado hacia el sur, alejándose de la costa de Cornualles. Al amanecer, cuando el guardiamarina recobró la consciencia, fue conducido a cubierta. Cuando se levantó la brisa, ya había avanzado el día.

Los británicos ocupaban el apestoso castillo de proa y adoptaban todas las posturas posibles de abandono exhausto. Pasado un rato, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y Drinkwater pudo ver como dormían los hombres. Buscó a Grattan. El hombre daba vueltas sin descanso, los ojos como platos. Era el único que estaba despierto. Otro hombre, cuyo nombre desconocía Drinkwater, estaba muerto. Había recibido una herida en la cabeza y la sangre seca le ennegrecía la cara. Yacía rígido, con la boca abierta, de la que salía un grito silencioso para toda la eternidad. Drinkwater se estremeció.

Grattan farfullaba palabras sin sentido pues el dolor del brazo le había provocado fiebre.

A mediodía se abrió la escotilla y por ella descendió una olla de sopa aguada, galleta y agua. Cuando iban a cerrar de nuevo, Drinkwater se irguió y dijo:

– Tenemos a un hombre muerto aquí abajo.

La escotilla detuvo su movimiento y la silueta de la cabeza y los hombros de un hombre se recortaron contra el cielo.

– ¿Y? -masculló.

– ¿Dará orden de que se le lleve a cubierta? -Hubo una pausa.

– Es uno de los suyos. Ustedes lo trajeron, ustedes se quedan con él -respondió, escupiendo por el agujero antes de cerrar la escotilla.

La conversación había despertado a los hombres. Se abalanzaron sobre la comida, de la que dieron cuenta como pudieron, mojando la galleta en la sopa y sorbiéndola con gula.

Pasado un rato, el sargento Hagan se arrastró hasta donde estaba el guardiamarina.

– Disculpe, señor Drinkwater, ¿tiene usted órdenes concretas?

– ¿Qué? ¿Cómo dice? -le respondió Drinkwater, sin entender.

– El señor Price está muerto. Está usted al mando, señor.

Drinkwater miró a los suboficiales y a los infantes de marina. Todos le superaban en edad. Todos tenían más experiencia marinera que él. No podrían esperar que él… ¿o quizás sí? Miró a Hagan. Hagan y sus veinte años como soldado de la Marina; Hagan y sus historias, en las que alardeaba de haber servido con Hawke y Boscawen; Hagan y todos sus recursos y su coraje…

Pero Hagan le miraba a él. Drinkwater abrió la boca para dejar constancia de que no era el candidato más idóneo. No tenía la menor idea de qué hacer. La volvió a cerrar.

Hagan llegó al rescate.

– Escuchad, el señor Drinkwater quiere pasar revista -dijo-, así que veamos cuántos somos… A ver… -Hagan tosió-. Infantes de marina, ¡identifíquense! -Además del sargento, quedaban otros cinco infantes de marina.

– ¿Suboficiales? -Los dos suboficiales seguían vivos y no estaban heridos.

– ¿Ayudantes del contramaestre? -No hubo respuesta.

– ¿Marineros? -Se identificaron once voces y uno de ellos se quejó de tener un esguince en el tobillo.

Hagan se dirigió ahora a Drinkwater.

– Eso hacen, veamos… contándole a usted, señor, exactamente una veintena, aunque uno está incapacitado, señor… – Hagan parecía pensar que esta cifra representaba algún triunfo para los británicos.

– Gracias, sargento -alcanzó a decir Drinkwater, imitando inconscientemente la dicción de Devaux. Se preguntaba qué se esperaría de él ahora. Hagan preguntó:

– ¿A dónde cree que nos llevan, señor?

Drinkwater estaba a punto de contestar, desabrido, que no tenía ni la menor idea cuando recordó las órdenes entreoídas cuando dejaba cubierta.

– Sudeste -dijo. Al recordar la carta de navegación, repitió el curso y añadió su destino:

– Sudeste, hacia Francia…

– Sí -dijo uno de los suboficiales-. Los malditos rebeldes han hecho buenas migas con esos malditos franchutes comerranas. Nos llevarán a Morlaix o St. Malo…

Hagan volvió a hablar. Sus sencillas palabras fueron como una jarra de agua fría para Drinkwater. Hagan era un luchador, un expedicionario. No se arredraría ante una tarea física una vez se le asignase. Analizaba, ahora, la capacidad de presentar buenas ideas. Para él, Drinkwater, un hombre aún a medio hacer, representaba dicha cualidad. En la situación en que se hallaban, se asumía que una persona del rango de Drinkwater aportaría automáticamente una respuesta. Era lo que se conocía en los barcos del rey como un «joven caballero».

– ¿Qué vamos a hacer, señor?

Drinkwater volvió a abrir la boca. Luego se serenó y habló, percatándose de que su situación empeoraba con cada hora transcurrida.

– ¡Recuperaremos el barco!

Los hombres profirieron una débil ovación, aunque para extrañeza de todos, consiguió reconfortarles.

Drinkwater siguió hablando, ganando confianza a medida que ordenaba y exponía sus pensamientos.

– Cada milla que navegamos nos acerca a Francia y ya saben todos lo que eso significa. -Con un gruñido taciturno le indicaron que lo sabían perfectamente-. Contamos con diecinueve hombres dispuestos… ¿contra quién? ¿Unas tres docenas de americanos? ¿Sabe alguien cuántos de ellos murieron en cubierta?

Le respondieron con un murmullo especulativo, que indicaba que se iban animando.

– Muchos de ellos murieron cuando el teniente abrió fuego con el cañón, señor… Drinkwater reconoció la voz de Sharpies. Con todo aquel trajín, se había olvidado de él y de que formaba parte de la tripulación cautiva. Extrañamente, se sintió reconfortado por su presencia.

– … y nosotros también alcanzamos a algunos, usted hirió a uno, señor… -continuó, con una nota de admiración permeando su voz.

Hagan interrumpió. Era cometido de los sargentos dar cuenta de las víctimas.

– Diría que nos deshicimos de una docena, señor Drinkwater… digamos que quedan tres docenas. -Los hombres expresaron su acuerdo con resoplidos.

– Bien, entonces confirmamos esas tres docenas -continuó Drinkwater. En su cerebro había germinado una idea-. Van armados y nosotros no. Estamos en el castillo de proa, separado del resto del barco. Aquí fue donde nosotros decidimos encerrarlos -se detuvo Drinkwater.

– Consiguieron escapar porque tenían un plan desde mucho antes de que los apresáramos. Un plan… hmm… de contingencia… Oí como el capitán americano le decía al teniente Price que retomarían el barco. Lo dijo pavoneándose. He oído que los americanos son conocidos por ello… -Un resoplido desesperado que pasó por carcajada surgió en la triste penumbra.

Hagan interrumpió una vez más.

– No veo cómo eso nos ayuda, señor. Ellos se escaparon.

– Sí, señor Hagan. Lo consiguieron porque tenían un plan. Hasta que no tuvieron todo atado y bien atado, fueron prisioneros modélicos. Nos confundieron hasta el último segundo y entonces, retomaron su barco. Si no hubiésemos encontrado aquel banco de niebla, podríamos estar ahora mismo al abrigo del Lizard… -Drinkwater se detuvo de nuevo, analizando sus pensamientos, con el corazón desbocado ante la posibilidad de…

– Alguien me contó que estos barcos yanquis se fabrican en gran medida con madera blanda, propensa a la podredumbre. -Uno o dos de los marineros más experimentados expresaron su asentimiento con un murmullo.

– Quizás podríamos atravesar el mamparo o la cubierta hasta la bodega y, desde allí, llegar a popa. Entonces, podríamos pagarles con la misma moneda…

Se produjo un inmediato zumbido de interés. Sin embargo, Hagan no estaba convencido y adoptó una actitud condescendiente.

– Pero, oye, si nosotros podemos hacerlo, ¿por qué no lo hicieron los yanquis?

– Eso, eso -dijeron varias voces.

Pero Drinkwater estaba convencido de que aquella era su única esperanza.

– Bien, no estoy seguro -respondió-, pero creo que no querían levantar sospechas con el ruido. Nos va a resultar difícil… De todas formas, si estoy en lo cierto, ellos disponían de un plan previo que confiaba en que nos comportásemos de una manera predecible. Ahora, tenemos que superarles. Comencemos buscando por dónde empezar.

En la oscuridad, les llevó una hora encontrar un madero reblandecido en la cubierta del castillo de proa. Hagan aportó la solución a su falta de herramientas, al utilizar sus botas. Los jocosos comentarios a que esto dio lugar les levantó la moral aún más, pues los infantes de marina y sus botas, que solían representar a la impopular guardia de los navíos de guerra, solían ser el blanco de numerosos chascarrillos de los marineros descalzos.

Hagan causó suficiente estropicio para poder sacar una mano, haciendo coincidir sus patadas con el cabeceo de la Algonquin en las poco profundas aguas del Canal. El viento soplaba y la goleta navegaba bastante escorada a barlovento, como un pura sangre. Con su cabeceo rítmico y regular, arfaba con cada ola y, con ello, ocultaba el ruido del destrozo.

La madera de la cubierta se movió con facilidad una vez se consiguió una abertura. Así se consiguió un fácil acceso al pañol de cabos inferior. El propio Drinkwater descendió.

El cable de la goleta descansaba sobre una plataforma de listones de madera. Bajo la madera, los remolinos y corrientes de agua del pantoque revelaron la existencia de un pasaje hacia popa. Allí abajo estaba totalmente oscuro pero, intentando ignorar la pestilencia, siguió adelante movido por la desesperación. Avanzó a trompicones entre las adujas de cabos y, en una esquina, libre del peso de los cables, encontró los maderos de través que conformaban el casco y dividían la parte delantera de la bodega. Aquí vio que los listones estaban rotos y que no encajaban.

Tenía que llegar a la parte posterior del casco. Forcejeó en la esquina, arrastrándose bajo el hueco formado entre el costado y la plataforma sobre la que descansaban los cables adujados. Algo le pasó por encima del pie. Se estremeció de puro terror, pues nunca había sido capaz de dominar el miedo que le producían las ratas. Luchando contra las náuseas, se sumergió en el agua del pantoque. Su frío hedor le subió por las piernas y se le pegó a los genitales. Durante una larga pausa, se quedó suspendido en el aire, inmóvil, sintiendo la repugnancia que le producía la hedionda y pegajosa humedad del agua. Entonces, le embargó una extraña sensación de indiferencia, como si estuviese contemplando su propia imagen. En ese momento, obtuvo la fuerza para seguir adelante. Continuó con su inmersión y, al hacerlo, Nathaniel Drinkwater dejó atrás su adolescencia.

La Algonquin navegaba amurada a babor, inclinándose a estribor. Únicamente la buena suerte quiso que el descenso de Drinkwater fuese por el costado de babor. Había mucha más agua a estribor y disponía de un espacio «seco» para asirse. Con todo, estaba muy resbaladizo a causa del nauseabundo limo. No podía ver nada pero, aún así, sus ojos se forzaban por distinguir algo en la oscuridad. Tenía los cinco sentidos alerta, y el del olfato casi aturdido por la fetidez del pantoque. Sin embargo, aunque sintió náuseas en varias ocasiones, una fuerza interior le impulsaba a seguir, haciendo caso omiso de la debilidad de su cuerpo, impelido por su propia determinación.

Siguió desplazándose hacia popa, dejando atrás las cuadernas de la Algonquin. Por fin, dio con lo que apenas se había atrevido a soñar. Los contratistas de la goleta no habían construido la tablazón de pino del casco hasta las cuadernas. Se extendía hasta cruzar los «suelos» que soportaban el peso del «techo», que a su vez conformaba el suelo de la bodega. Entre la tablazón y el exterior del navío, discurría un pequeño espacio del pantoque que se extendía por toda la eslora de la nave.

Drinkwater siguió adelante. Una vez completado el reconocimiento, comenzó su regreso hasta donde estaban sus compañeros prisioneros. Estaba entusiasmado, tanto que resbaló dos veces y en una de esas, el agua infecta le llegó hasta el pecho, pero consiguió arrastrarse hasta el castillo de proa. Los hombres aguardaban su regreso expectantes. Le ofrecieron un sorbo del cacillo, que aceptó agradecido. Después, intentó distinguir el círculo de rostros, apenas visibles.

– Bien, muchachos -dijo con un nuevo tono de autoridad-, esto es lo que haremos…

El capitán Josiah King, al mando del buque corsario Algonquin, estaba sentado en la ordenada cabina de popa de su goleta, bebiendo una botella de vino dulce, procedente de un botín. A la mañana siguiente, estaría en Morlaix, si el viento no cambiaba de dirección otra vez. Allí, podría librarse de los prisioneros británicos. Se estremeció al recordar cómo había perdido su barco, pero igual de rápido se consoló con su propia capacidad de previsión. El plan de contingencia había funcionado bien, el oficial británico había sido un lerdo. Los británicos siempre lo eran. King había estado con Whipple cuando los habitantes de Rhode Island quemaron la goleta del gobierno, Gaspée, ya en el 72. Recordó al oficial al mando, el teniente Duddingstone, y cómo se hizo el héroe blandiendo su espada. Un golpe en la entrepierna lo había dejado fuera de juego. Habían dejado al desafortunado teniente a la deriva en una pequeña embarcación. King sonrió al recordarlo. Cuando los jueces examinaron el motivo del incendio, la población al completo alegó que no sabía nada. King sabía que todo hombre con redaños de Newport había respondido al llamamiento de Whipple. Volvió a sonreír.

Burgoyne también se había comportado como un idiota con todas aquellas paparruchas sobre las condiciones de rendición. Qué importaba que Gates le hubiese prometido un salvoconducto hasta la costa. Los británicos se habían rendido y, después, les encerraron. Así era la guerra, se trataba de ganar. Sólo eso importaba.

Reconfortado por los recuerdos y el vino, no oyó los ligeros pasos que se acercaban por el pasillo…

El plan trazado por Drinkwater funcionó a la perfección. Habían esperado hasta bien entrada la noche. Para aquel entonces, ya habían consumido la comida proporcionada por los americanos.

Todos los hombres sanos recibieron órdenes concretas de seguir ordenadamente en fila india y mantener el contacto con el hombre que iba delante.

El guardiamarina iba a la cabeza. El viento había amainado y la Algonquin ya no escoraba tanto. El pasadizo del pantoque era apestoso. Las ratas les dejaron pasar, arañando y chillando su protesta en la oscuridad, pero nadie se quejó. El mugriento castillo de proa hedía por la descomposición del cuerpo y por sus propios excrementos. La actividad, incluso en un pantoque maloliente, era preferible a la emanación mortífera que inundaba sus aposentos hacinados.

Cuando llegaron al extremo de la bodega, Drinkwater se pegó al costado. Aquí estaba el enjaretado que rodeaba el pañol de la goleta. La santabárbara de madera se ubicaba en el centro de la nave, rodeada por una estrecha pasarela. Sobre sus cabezas estaba el enjaretado que les impedía pasar. Por encima paseaban los ayudantes del condestable dando luz con sus faroles que, al brillar, iluminaban al condestable dentro de la santabárbara y le permitían llenar los cartuchos.

El sargento Hagan iba justo detrás de Drinkwater. Entre los dos, elevaron uno de los maderos y consiguieron pasar. Los hombres hicieron lo mismo en silencio. Seguían en medio de la más absoluta oscuridad, pero una leve corriente de aire les dijo dónde se ubicaba una pequeña escotilla que les permitiría llegar a cubierta, por encima del pasaje panelado. Estaba cerrada. Drinkwater y Hagan tantearon el espacio circundante. Bajo la escalerilla, encontraron una puerta que llevaba a los aposentos de popa. También estaba cerrada.

Hagan maldijo. Sabían que si conseguían pasar esa puerta, tendrían una buena posibilidad de éxito. Detrás estaba el alojamiento de los oficiales. A ambos lados del pasadizo, un par de cabinas y al final, de banda a banda del barco, la cabina de popa. Si no conseguían tomar posesión de la cubierta, dominar las cabinas de popa significaría, probablemente, capturar a un oficial, que podría serles útil como rehén. Pero allí seguía la puerta, cerrada en sus narices.

Drinkwater no se atrevió a manipular el cerrojo. En medio de la oscuridad, sentía la respiración de los hombres. Todos confiaban en él, y ahora ¿qué podría hacer? Sintió cómo las saladas lágrimas de rabia frustrada comenzaban a agolparse y, por primera vez, agradeció la penumbra.

– Disculpe, señor… -susurró una voz.

– ¿Sí? -¿Está la puerta cerrada, señor?

– Sí -respondió desesperado.

– Me permite, señor.

Hubo cierto forcejeo. Otro hombre llegó hasta la puerta. Dieciocho almas guardaron silencio, aguantando la respiración; en ese momento, el crujido de la goleta y el silbido del agua parecían inexistentes. Entonces, se oyó un ligerísimo chasqueo.

Un hombre regresó al final de la fila.

– Inténtelo ahora, señor.

Drinkwater tanteó hasta encontrar el pomo y lo giró lentamente. La puerta se abrió. Volvió a cerrarla y preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– Mejor que no lo sepa, señor.

Hubo unas risas ahogadas. Sin duda, el hombre era uno de los muchos ladrones embarcados en la Cyclops. No era sorprendente dado que lo peor de Londres había formado el trozo de leva de la dotación. Sin embargo, esa nefanda habilidad había resuelto la situación.

– ¿Están preparados? -preguntó Drinkwater en un murmullo enérgico.

– ¡Sí! ¡Oh sí! -fue la respuesta que, a pesar de su contención, no podía esconder su entusiasmo.

Drinkwater abrió la puerta y se dirigió con rapidez a la pasarela. Tras él, Hagan y un infante de marina fueron hacia el cofre de las armas situado a la puerta de la cabina de popa.

Luego fueron alternándose los demás, parpadeando en la tenue iluminación de la pasarela. Los infantes de marina se hicieron con alfanjes. Hagan practicaba sus estocadas. Luego, en parejas, irrumpieron en las cabinas. Apresaron a Josiah King antes de que sus pies tocasen cubierta. La endeble puerta de su cabina quedó hecha trizas y Hagan, cuyo rostro mostraba una furiosa mueca, hizo descansar la punta de su alfanje en el pecho de King.

Drinkwater corrió hacia cubierta. El corazón le latía con fuerza y el miedo le confirió ferocidad. La pasarela emergió sobre cubierta, tras un cielo iluminado que llevaba al corredor. Por suerte para el británico, una lona cubría el pasillo para evitar que la luz molestase al timonel. Pero el timonel estaba justo detrás de la escotilla, tras la bitácora. Se apoyaba contra la enorme rueda, forcejeando para mantener el timón a barlovento.

El ayudante que estaba sobre el puente un poco más alejado se dio la vuelta al oír la exclamación del timonel. Drinkwater se abalanzó sobre el ayudante, tirándolo al suelo. Los dos hombres que le seguían maniataron al timonel. Lo tiraron por la popa, a voz en grito, mientras que un hombre se hacía cargo del timón, por lo que la Algonquin apenas varió su rumbo.

El oficial americano rodó sin aliento por cubierta. Intentó levantarse y pedir ayuda a la brigada de guardia pero Drinkwater, recuperándose de su embestida, había arrancado una cornamusa del pasamanos. La madera noble crujió sobre la cabeza del hombre y lo dejó inconsciente sobre su propia cubierta.

Drinkwater jadeaba por el esfuerzo. En sus oídos rugía el ruido de la furia y de la sangre. Era imposible que la dotación de la Algonquin no se hubiese despertado con el barullo. A su alrededor, los británicos, algunos de ellos armados por los infantes de marina de Hagan, se reunieron como negras sombras. Como un solo hombre, se dirigieron a proa. Fue demasiado tarde cuando los americanos de cubierta se percataron de que algo faltaba. Cayeron luchando y bramando. Uno de ellos intentó despertar a los que seguían abajo. Pero toda resistencia fue inútil. Ante la perspectiva de ser encarcelados en una carraca francesa, o de ir a parar a la bancada de una galera, los hombres actuaban con desesperación. Cinco de los americanos murieron ahogados, arrojados por la borda de la Algonquin. Varios recibieron fuertes golpes en la cabeza y jamás recuperaron la cordura. Ocho resultaron muertos por el filo de sus propias armas, destinadas a intimidar a mercantes desarmados. El resto fue encerrado en la bodega que había servido para sus propias víctimas.

Recuperaron el barco en diez minutos.

Media hora más tarde, sueltas las escotas, con viento al largo, la Algonquin marcó su rumbo hacia Inglaterra.

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