El cerco

Abril de 1781


Si lo que quedaba de la brigada de reconocimiento esperaba tener cierto descanso tras su dura experiencia, no podían estar más equivocados. Tras apenas tres horas de exhausto sueño, varios marineros se encontraron remando silenciosamente en un bote de guardia río abajo para evitar un ataque sorpresa de La Creole o de alguna de sus embarcaciones. Hope estaba especialmente preocupado porque había visto al enemigo rumbo sur.

Aunque no podía saberlo, La Creole no había dado con la Cyclops en su búsqueda, pero la brisa marina de la siguiente tarde la había acercado de nuevo. Una hora después de la puesta de sol, La Creole había echado el ancla en la barra. Ya no quedaban dudas de que había encontrado a su presa.

Las veinticuatro horas transcurridas desde el regreso de la brigada de reconocimiento habían sido duras y trabajosas. Sin excepción, sus miembros traían pegado el olor a derrota y su bajo estado de ánimo estaba afectando al resto de los hombres. Se olvidó el fracaso inmediato de la misión ante la urgente necesidad de aliviar los sufrimientos de los heridos y de preparar la fragata para echarse a la mar. Los masteleros de juanete se izaron de nuevo y las vergas volvieron a su sido. Quizás fue esto lo que reveló su posición, pero a nadie le importaba ya eso. La acción era preferible a seguir allí, en medio del río Galuda, rodeados por la hedionda jungla, un instante más de lo necesario. Appleby y sus ayudantes trabajaron más que nadie, remendando como podían a los heridos menos graves para que pudiesen servir los cañones, o aliviando los sufrimientos de los más graves con láudano.

Para Drinkwater, el tiempo pasó como en un sueño. Desde fuera se podía ver que cumplía todas sus tareas con su habitual eficiencia. Cuando se pasó lista, respondió que Sharpies había resultado muerto en el molino.

Al llegar a Threddle, mantuvo la boca cerrada. Sus ojos se volvieron hacia Morris. Allí seguía su enigmática sonrisa, pero Morris no dijo nada.

El esfuerzo y la fatiga siguieron haciendo estragos en el estado nervioso de Drinkwater hasta que las noticias de la llegada de La Creole a la barra se extendieron rápidamente por todo el barco, entonces, pareció salir de un túnel. Había recuperado sus fuerzas. Morris era Morris, y había que soportarlo; Achilles había sido una breve y colorida intrusión en su vida, pero ya no estaba; Cranston estaba muerto, sólo eso: muerto; y Threddle… a Threddle se le declaró muerto, muerto en acción en el molino, o eso pasó a constar en los diarios de navegación.

Sin embargo, sólo cuando recibió la llamada de asistir al capitán, su mente recibió el empujón definitivo que necesitaba para regresar a sus cabales. Al entrar en la cabina, en compañía del resto de los oficiales, se encontró frente a frente con Morris. Entonces lo supo, la terrible verdad, el hecho que su embotada mente había excluido automáticamente por todo el dolor que sentía.

Sharpies no murió en acción. Sharpies había sido asesinado a sangre fría con la excusa de la acción de guerra. Y lo había hecho el hombre que estaba justo enfrente.

– Bien, caballeros… -dijo Hope, mientras contemplaba el círculo de caras cansadas y expectantes. Todos estaban allí. Los gratos rostros de Devaux y Wheeler; la cara arrugada y agobiada por las preocupaciones del viejo Blackmore; el joven Keene y el juvenil Skelton. Detrás de los oficiales por nombramiento, los maduros oficiales asimilados; el contador, el contramaestre y el carpintero, y las caras ansiosas e inquietas de los guardiamarinas y los ayudantes del segundo oficial.

– Bien, caballeros, parece que nuestro amigo ha regresado, y sospecho que con refuerzos. Imagino que intentará cercarnos, así que no pretendo arrastrar el barco. Si vemos que La Creole se aproxima, no nos quedará más remedio que hacerlo y, a tal efecto, el esprín está preparado, pero no creo que suceda. Durante la noche, soplará un terral que favorecerá un ataque en bote. He pensado en echarles un anzuelo y para ello los he reunido. La luna se pondrá sobre las dos. Por lo tanto, podemos esperar que sus botes aparezcan poco después ya que, si nos atrapan -y aquí Hope miro en derredor con una burlona mueca con la que creía inspirar a la dotación-, pueden aprovechar el terral para salir a la mar.

Cierto movimiento entre los oficiales indicó que empezaban a interesarse por la idea. Hope suspiró su alivio en silencio.

– Bien, caballeros, esto es lo que creo que deberíamos hacer…


La Cyclops se dispuso a aguardar el ataque. Todos habían ya comido y el fuego de la cocina estaba apagado. Se había ordenado a los hombres dirigirse a sus puestos y se habían proyectado elaborados planes. Aparte de la guardia, a todos se les ordenó, de momento, descasar apoyados donde estuvieran.

Ansioso por estimular la moral de su dotación, Hope había aceptado varias sugerencias improvisadas para la defensa de la fragata. De todas ellas, las mejores habían partido de Wheeler. Las dos embarcaciones más grandes de la Cyclops se trincaron a los penoles de las vergas mayor y trinquete. De esta forma, los botes quedaron suspendidos a ambos costados de la fragata, y en una posición más elevada que la borda. En cada bote, se escondió una cuadrilla de los mejores tiradores, a la espera de que se diese la orden de abrir fuego sobre los primeros atacantes que intentasen trepar por los costados de la Cyclops.

Las portas de la cubierta inferior estaban aseguradas y toda la marinería portaba armas ligeras.

Una hora después de que se pusiese la luna, se oyó, río abajo, el leve chapoteo del agua bajo la proa de un bote. Observando intensamente desde las ventanas de la cabina de popa, Devaux tocó el brazo de Hope.

– Ahí vienen, señor -susurró. Dio media vuelta para transmitir la información pero Hope lo detuvo:

– Buena suerte señor Devaux.

La voz de Hope se rompió por la edad y la emoción. Devaux sonrió en la oscuridad y le respondió afectuosamente:

– Buena suerte, señor.

El primer teniente se deslizó entre las baterías de cañones y, con susurros, transmitió un aviso a los hombres allí asignados. Al salir a la cubierta superior, ordenó que los hombres se tumbasen. En cuclillas, recorrió una de las bandas y bajó por la otra. En cada puesto, encontró a los hombres expectantes.

Drinkwater era uno de los que esperaba apostados en la batería de proa. Capitaneados por el teniente Skelton, su cometido era contraatacar a los enemigos una vez hubiesen abordado, al igual que en la acción de guerra previa, que había resultado tan exitosa. En el castillo de proa, O'Malley, el cocinero irlandés, rasgaba melancólicas notas en su violín y varios hombres canturreaban o charlaban con voces quedas, como sería de esperar de una guardia no demasiado estricta.

Los botes se abarloaron en diferentes puntos de la fragata. Ligeros golpes y gruñidos les dijeron que los habían asegurado. Devaux esperó. Una mano pasó sobre el pasamanos y agarró la red y otra le siguió. Alguien tanteó y un instante después, un cuchillo cercenaba la red de abordaje, y otro más. Otra mano llegó desde el pasamanos opuesto, seguida por una cabeza.

– ¡Ahora! -gritó Devaux, expulsando su reprimido aliento en un poderoso rugido que los marineros hicieron suyo. La tensión desbordada se convirtió en humo, llamas y destrucción. Se arrojaron cincuenta o sesenta balas de cañón de doce libras por las bordas para que traspasasen los botes de La Creole. Desde sus propias embarcaciones, suspendidas en lo alto, los oradores de la Cyclops abrieron un fuego letal contra los invasores. Esta rebuscada y desesperada medida pronto limpió los costados de la fragata.

También desde el puente se lanzaron fulminantes andanadas contra los desafortunados corsarios, que se las arreglaban ahora como podían en el río.

A popa, los ataques se desarrollaron con similar acierto. Hope miró alrededor. De pronto se percató de que su barco se balanceaba y de que la proa caía, cuando antes había señalado al río. Alguien había cortado el cable de proa de la Cyclops y el instinto le hizo inclinarse sobre la popa, en busca del esprín. Se puso a gritar como un loco llamando a Blackmore para que izase las velas y se abalanzó hacia la rueda, pues si el esprín había sido cercenado, el barco corría el peligro de encallar.

A proa, los rebeldes habían conseguido algo más que el mero corte del cable. Uno de sus botes descansaba bajo el mascarón de la Cyclops, y el acceso era comparativamente más sencillo, a través del aparejo del bauprés y de los pescantes de las amuras del trinquete, y habían abordado unos veinte o treinta hombres comandados por un oficial con iniciativa. Se estaba produciendo un feroz combate mano a mano. Varios de los corsarios intentaban virar uno de los cañones de proa hacia cubierta, para disparar una andanada que barriese la fragata de proa a popa.

La situación era crítica y Devaux clamó a gritos que actuase la reserva de Skelton.

Al oír los gritos y voces de cubierta, el teniente Skelton iba ya de camino, liderando a los contraatacantes desde la estigia penumbra de la cubierta inferior. Tras él, Drinkwater desenvainó su daga y le siguió.

En el castillo de proa, el oficial corsario francés llevaba ventaja. Sus hombres habían virado el cañón de estribor de proa y se estaban preparando para dispararlo. Tenía la determinación de destruir a la fragata británica, si no podía dominarla. Si pudiera hacerla encallar y quemarla… Su proa caía ya corriente abajo y se le ocurrió que podría ladearla.

Dio media vuelta para gritar sus órdenes a los dos hombres que seguían en el bote y que subiesen el combustible a bordo; después zigzagueó hasta juntar a sus hombres para un último intento de asegurar la cubierta superior, en preparación de la andanada del cañón de proa.

Un teniente británico se le apareció justo delante con una nueva brigada de hombres descansados que habían surgido de la nada. El teniente lanzó una estocada hacia el francés, pero antes de que la hoja de Skelton hubiese tan siquiera iniciado su finta, el corsario lanzó una rápida y fatal estocada.

Hela!-gritó el francés.

Skelton se retiraba junto con dos marineros. Los ojos del oficial francés brillaban triunfantes y se giró para dar la orden de abrir fuego.

– Tirez!

Un joven delgado se puso frente a él. El francés sonrió con una mueca maliciosa al ver la daga de su oponente. Estiró su espada. Drinkwater aguardaba la estocada, pero el otro flexionó de nuevo su brazo y ambos permanecieron inmóviles durante un segundo mirándose a los ojos. La experiencia del francés sopesó al guardiamarina… y atacó.

La sangre de Skelton fluía por cubierta. El oficial francés resbaló al tiempo que Drinkwater hacia un medio giro para evitar la hoja de su espada. La afilada punta, que su oponente elevó involuntariamente al perder el equilibrio, le alcanzó en la mejilla, desgarrándosela en sentido ascendente, y abandonó su rostro a la altura del pómulo. Drinkwater reflexionó con sangre fría durante aquel segundo de inmovilidad; sabía que aquel hombre ya era suyo, pues su instinto para la esgrima le decía que el otro estaba perdiendo el equilibrio. El corte liberó una furia repentina dentro de sí. Lanzó sus estocadas ciega y salvajemente, confiriéndoles todo el peso de su cuerpo. La daga alcanzó al hombre cerca del bíceps, enterrándose en su hombro y pinchándole el pulmón derecho. El francés trastabilló hacia atrás y, recuperando el equilibrio demasiado tarde, dejó caer su espada mientras la sangre manaba de la herida.

Drinkwater extrajo su daga y recogió la espada de cubierta. La acomodó en su mano, sintiendo su exquisito equilibrio en la falange inferior de su dedo índice. Se lanzó a la lucha gritando palabras enardecidas a los marineros que luchaban por conservar el puente.

En veinte minutos todo había terminado. La Cyclops había conseguido recuperar su esprín y a Drinkwater, el único oficial que aún quedaba en pie a proa, se le unió Devaux y comenzaron a maniatar a los prisioneros.

En lugar de navegar lentamente río abajo, con la corriente por la aleta, el esprín de la fragata tuvo el efecto de anclarla de nuevo por la popa, pues se largó por una porta de popa y se aseguró al cable del ancla bajo el corte. Este hecho fortuito le permitió a Hope largar las juanetes y la fragata tironeó del ancla al tiempo que las velas se inflaban por el terral.

Drinkwater se acercó corriendo a popa y tras su saludo, dijo:

– Señor, todos los atacantes están maniatados. ¿Cuáles son sus órdenes?

Hope miró hacia atrás. Consiguió atisbar el chapoteo de los hombres en el agua y el esprín que chorreaba, tirante, aguantando la presión.

Devaux llegó apresurado.

– Arríen esos botes y usted, Drinkwater, corte el esprín.

Los dos salieron corriendo.

– ¡Señor Blackmore!

– ¿Señor?

– Gobierne el barco, envíe a un hombre a las cadenas y un suboficial al timón. Hágale llegar al sondador la orden de que quiero que realice sus mediciones en silencio -dijo Hope, enfatizando sus últimas palabras, justo cuando llegaba Keene-. Usted, vaya a ver cómo está la cubierta, señor Keene, no quiero oír ni una sola palabra… ni una sola, ¿me entiende?

– Sí, entendido señor.

Drinkwater regresó corriendo y dijo:

– El esprín ya está cortado, señor.

– Bien hecho.

Hope se frotó las manos con una gran sonrisa, como un escolar que prepara una travesura.

– Vamos tras ellos, señor Drinkwater -le confió, señalando hacia la oscuridad, donde les esperaba La Creole-. Estará esperando que lleguemos sometidos al mando de su brigada de asedio, pero les daremos una sorpresita, ¿verdad muchacho? -dijo Hope sonriendo.

– ¡Sí, señor!

– Bien, apresúrese y encuentre a Devaux, dígale que capitanee la batería de babor y que ordene subir a los gavieros a sus puestos… ¡ah! Y que ponga hombres en las brazas.

Drinkwater salió disparado con el mensaje.

Blackmore dejaba que el viento y la corriente arrastrasen a la fragata río abajo, confiando en que les ayudaría el discurrir del agua. Cuando la fragata dejó atrás los boscosos cabos, ajustó el curso y tensó las vergas. A Drinkwater se le ordenó situarse a proa y estar ojo avizor en busca de La Creole.

Forzó sus ojos en la noche. Veía pequeños círculos de luz bailando en su campo de visión. Elevó la mirada ligeramente sobre el horizonte y, de inmediato, apareció un punto más oscuro a estribor. Se acercó el desconchado catalejo al ojo.

¡Era La Creole! ¡Y estaba anclada!

A toda prisa, volvió a popa y dijo:

– Está a dos grados a estribor, señor, y anclada.

– Muy bien, señor Drinkwater -y luego, a Blackmore-: un grado a estribor.

La voz de Blackmore contestó:

– Un grado a estribor, señor. Según creo, acabamos de dejar atrás la barra…

– Excelente. Señor Drinkwater, ate usted un cable al ancla de proa.

La Cyclops se deslizaba hacia el mar. La Creole era apenas visible contra el falso amanecer. Hope pretendía cruzar por la popa de La Creole, enfilarla y ponerse a sotavento. Cuando virase a estribor y se abarloase con el barco enemigo, echarían el ancla. Era su última ancla, exceptuando el ligero anclote, y se la estaba jugando. Explicó a sus oficiales de mayor rango lo que pretendía.

Drinkwater encontró a dos ayudantes del contramaestre y a un grupo de marineros agotados templando un cabo de ocho pulgadas, atado a la anilla del ancla de proa. I.os dos barcos se estaban acercando con rapidez.

– ¡Vosotros, rápido! -los apremió entre susurros. Los hombres lo miraron resentidos. Después de lo que pareció una eternidad, el cable estaba asegurado.

Cuando regresaba para informar de que el ancla estaba preparada, Drinkwater pasó al lado de los prisioneros. Con las prisas, los habían atado a la bita del palo trinquete y, de pronto, tuvo una idea. Si estos hombres gritaban, la ventaja de la Cyclops se iría por la borda. Entonces, se le ocurrió algo más.

Ordenó a los infantes de marina que los vigilaban que los llevasen bajo cubierta, a todos excepto al oficial francés que gruñía, tendido. Drinkwater aún tenía la espada de aquel hombre en la mano. Cortó el cabo que lo ataba a la bita.

– ¡Eh, usted, arriba! -le ordenó.

Merde -gruñó el hombre.

Drinkwater le colocó la espada al cuello y dijo:

– ¡Arriba!

El hombre se levantó trabajosamente, bamboleándose por el mareo. El guardiamarina lo empujó hacia popa y ordenó al último infante de marina que allí quedaba que fuese a la cubierta inferior y que le abriese el cuello al primero que emitiese ni tan siquiera un quejido. Su propia ferocidad despiadada habría de sorprenderle más tarde pero, en aquel momento, parecía que aquello era lo único que podía satisfacer su insaciable afán de seguir con vida.

Llegó al alcázar.

– ¿Pero qué demonios…? -inquirió un atónito Hope, que se tranquilizó al ver tras aquel francés a uno de sus propios guardiamarinas, espada en mano.

– El ancla está preparada, señor. Pensé que este hombre nos ayudaría a despejar sospechas, señor. Puede gritarle al enemigo, señor, decirle que el barco es suyo…

– Una idea excelente, Drinkwater. Así que habla nuestra lengua, ¿eh? Debería, con esa dotación de rebeldes políglotas. Probablemente utiliza el francés para comunicarse con su comandante. Pínchelo un poco -dijo el capitán.

El hombre dio un respingo. Hope se dirigió a él en inglés, su voz extrañamente siniestra y brutal:

– Escucha, perro francés. Tengo una vieja cuenta que saldar con los de tu raza. Mi hermano y el esposo de mi hermana murieron en Canadá y a mí me invade un deseo de venganza muy poco piadoso. Le dirás a tu comandante que el barco es tuyo y echarás el ancla a sotavento. Nada de jueguecitos. Tengo al mejor cirujano de la flota y él se encargará de ti, tienes mi palabra, pero… -Hope le echó una significativa mirada a Drinkwater y continuó- un solo paso en falso y será el último que des. ¿Entiendes, canaille?

El hombre se movió de nuevo con una mueca de dolor.

Oui -asintió, respirando y apretando los dientes. Drinkwater lo ató a las cadenas principales. Hope dio media vuelta y dijo:

– Dígale al señor Devaux que las brigadas de cañones estén listas para pasar a la acción. Cuando se les dé la orden, quiero que abran las portas, saquen los cañones y disparen.

– Entendido, señor -dijo el mensajero antes de salir corriendo.

La Cyclops estaba a menos de cien yardas de La Creole, cruzando su popa de estribor a babor. Se oyó una llamada desde el enorme buque corsario.

– Bien, señor Drinkwater. Estimule a nuestro amigo.

El francés tomó aire.

– Ça va bien! Je suis blessé, mais la frégate est prise!

Se oyó una respuesta atravesar la corta distancia que separaba a los dos barcos:

– Bravo mon ami! Mais vôtre blessure?

El oficial francés le echó un vistazo a Drinkwater y tomó aliento:

– Affreuse! A la gorge!

Hubo un momento de silencio y luego una voz confundida que dijo:

– La gorge? Mon Dieu!

De La Creole llegó ahora un grito de entendimiento.

Hope maldijo y el francés, llevándose la mano izquierda al torso, pues el dolor de los pulmones era casi insoportable, miró triunfante a Drinkwater. Pero el guardiamarina no podía matarlo a sangre fría, ni siquiera acaba de comprender lo que había pasado…

No obstante, los acontecimientos se sucedieron a gran velocidad así que el dilema de Drinkwater no duró demasiado. El oficial francés se desmayó sobre el puente al tiempo que la dotación de La Creole corría hacia los cañones. Una racha de aire infló las gavias de la Cyclops, aumentando su velocidad, y, de pronto, la popa del corsario se acercaba de través.

– ¡Ahora Devaux! ¡Abra fuego, por lo que más quiera!

Se abrieron las portas, hubo un terrible chirrido al arrastrar la batería de estribor de cañones del doce para que asomasen sus bocas. Entonces, la colisión de costado los superó a todos e hizo balancearse a la fragata. En la oscuridad de la batería de cañones, Keene y Devaux saltaban fuera de sí, llevados por la emoción y la furia luchadora. Habían sobrecargado los cañones y, además, añadido botes de metralla. Por ello, la devastación causada a La Creole destruyó su resistencia de una sola andanada. Con el retroceso de los cañones, la Cyclops cabeceó hacia estribor. El impulso la abarloó al costado de La Creole y otra andanada penetró el casco de aquel barco que, en tiempos, fuera un inchimán. Unos cuantos valientes abrieron fuego desde el buque corsario de los americanos, pero los británicos tenían todo a favor.

La Cyclops se dejó arrastrar un poco más y perdió su rumbo. Se dejó caer el ancla y se plegaron las velas. Al hacer virar el cable, la Cyclops recobró la compostura y se acercó a La Creole por la aleta de babor.

Durante veinte horribles minutos, los británicos lanzaron andanada tras andanada. En el barco americano, los hombres murieron con valentía. Consiguieron artillar ocho cañones, con los que infligieron ciertos daños sobre su adversario pero, al final, en medio de su propia sangre y vísceras, el barco y la dotación una mera sombra de lo que habían sido, el comandante francés ordenó arriar su insignia y así lo hizo uno de los oficiales americanos.

La pálida luz del amanecer le reveló a Hope el ajado empavesado que yacía sobre los destrozados despojos de lo que en su día fue un hermoso coronamiento tallado, y ordenó el alto el fuego.

Un poco más tarde, esa misma mañana, Drinkwater acompañó a su capitán al barco enemigo. El capitán Hope no consideró que mereciese la pena tomarlo como botín. Su propia escasa dotación apenas era suficiente para vigilar a los prisioneros y cumplir con sus tareas en la Cyclops. El barco rebelde ya era viejo cuando lo adquirieron los americanos y los daños sufridos a manos de los cañoneros de la Cyclops habían sido horrendos.

Drinkwater se quedó boquiabierto ante la desolación causada por las andanadas de la fragata. La tablazón de las cubiertas estaba destrozada, hendida por las balas y los botes de metralla, que habían levantado astillas irregulares. Parecía un campo de petrificado pasto. Varios baos pendían flácidos y los cañones se habían caído de sus cureñas. Los muñones estaban torcidos y tres de ellos habían perdido sus cascabeles, parecía que de un limpio tajo. Esparcidos, también, por aquellas cubiertas arrasadas se veían restos de la vestimenta de la tripulación: un gorro de lana con borla, un zapato, un crucifijo y las cuentas de un rosario, una navaja y un cofre, con hermosos diseños, hecho trizas…

En posturas indecorosas y en charcos de vivido color, yacían los despojos, aún más macabros, de quienes, en algún momento, fueron hombres. La sangre seca parecía oscurecer al lado de los tonos ocre de los vómitos, el descarnado blanco de los huesos humanos, el azul de la carne ensangrentada y los verdes y marrones de los intestinos. Era una visión repugnante y los huecos ojos de los supervivientes contemplaron al capitán británico, el hacedor de su suerte, con inexpresivo odio. Pero Hope, con la sencilla fe del guerrero devoto, les devolvió la mirada con desdén, pues estos hombres no eran sino piratas legalizados que navegaban en busca de su propio beneficio, destruyendo barcos mercantes por el lucro que de ello extrajesen, e imponiendo su presencia a los marineros inocentes con una cruel indiferencia por su destino.

El capitán ordenó que se desembarcasen las provisiones que pudiese aprovechar la fragata y preparó el combustible necesario para quemar el barco rebelde. Con la puesta de sol, el teniente Keene subió a La Creole para prenderla fuego. A medida que el terral comenzó a soplar en dirección al mar, la Cyclops levó su ancla, La Creole ardía con furia, una negra cortina de humo rumbo al mar, alejándose de la costa de aquella tierra ignorante.

La Cyclops estaba ya a cierta distancia de la costa cuando hizo explosión la santabárbara de La Creole. Una hora más tarde, cambió su rumbo para dirigirse hacia el cabo Hatteras y Nueva York.

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