…y la fortuna otra

Marzo-abril de 1781


Si la dotación del buque de Su Majestad, Cyclops, esperaba encontrarse una espectacular línea de costa donde atracar, se llevaron una gran decepción. El litoral de las Carolinas era bajo y boscoso. Blackmore, el navegante, encontró enormes dificultades para localizar un lugar resguardado. Al final, la chalupa dio con el estuario del río Galuda en su reconocimiento de la costa.

Llegó la tarde antes de que la brisa marina le permitiera a Hope gobernar sin temor la fragata por las someras aguas.

Los sondadores soltaron los escandallos por las cadenas de proa de cada amura y la chalupa, que artillaba un cañón de proa del cuatro, sondeaba el canal gobernada por el teniente Skelton. Tras ella aguardaba cautelosa la fragata, largadas las gavias, la cangreja y las velas de estay, cercana a la costa.

El río Galuda discurría hacia el Atlántico entre dos pequeños cabos coronados por canteras. Estas dos lenguas de tierra gemelas giraban hacia el norte allí donde la corriente del río se desviaba, también, rumbo norte a causa de la corriente del Golfo. En este punto, había una barra sobre la cual la fragata tendría que navegar con sumo cuidado.

Una vez en el estuario, las riberas estaban cubiertas por un denso bosque, salpicado por arroyos y marismas a medida que el río serpenteaba hacia el interior. Sólo en la desembocadura del río, se elevaba ligeramente el terreno y alcanzaba una altura de unos treinta pies sobre el nivel del agua. Aquí, se habían cortado los árboles y construido el fuerte Frederic.

Precisamente, la atención de la Cyclops se dirigió hacia el fuerte, una vez superada la barra. El recinto dentado de la fortificación apenas era visible por encima de los árboles que lo rodeaban. Tampoco se divisaba la bandera británica en su notoria asta desnuda.

– ¿Disparamos un cañonazo, señor? -preguntó Devaux.

– No -respondió Hope. La tensión imperante emborronaba el recuerdo de su anterior discrepancia. La Cyclops se arrastraba lentamente y seguía la cantinela de los sondadores. La fragata tenía ahora los cabos de través y seguía su curso hacia el río principal; poco a poco, el fuerte se fue también descubriendo por el través. No había ni un alma, a la vista y hasta se podía respirar la desolación del abandono.

– ¡Está abandonado! ¡Cielo santo!

– Nos acercaremos a la enramada, señor Devaux -dijo el capitán, ignorando aquel arranque de Devaux-, haga el favor de ocuparse de ello.

La chalupa se acercó al costado de la fragata y pronto descendió una brigada de marineros y de infantes de marina. Drinkwater vio cómo se alejaban del navío.

Un pequeño embarcadero de madera, para uso de la guarnición, facilitó el desembarco. Wheeler avanzó con su sable desenvainado y sus hombres, desplegados en orden abierto. Drinkwater los observaba avanzar, corriendo agachados. Los marineros iban detrás, formando una falange irregular. Desde la chalupa, el cañón del cuatro los cubría.

La ocupación del fuerte Frederic se llevó a cabo sin un solo disparo. El fuerte estaba vacío; no quedaban ni hombres, ni munición ni provisiones de ningún tipo. No había pistas tampoco sobre a dónde o cuando se había marchado la guarnición. Sin embargo, sí había una atmósfera siniestra, como sucede con ciertos lugares desiertos que hizo estremecerse incluso a los más aguerridos.

Devaux, que había dirigido la brigada de reconocimiento, se dirigió a Wheeler:

– Si se va a detener aquí, será mejor que ocupemos este lugar.

Wheeler se mostró de acuerdo y dijo:

– Podemos situar cañones giratorios aquí y… veamos, allí también. Los infantes de marina pueden encargarse de ello. ¿Mantendrá una embarcación de guardia en todo momento?

Devaux sonrió a aquella figura de abrigo escarlata, con su gorjal brillando al sol. Wheeler estaba nervioso. Devaux miró alrededor mientras pensaba: «Este asunto traerá derramamiento de sangre; ni a Wheeler ni a mí nos gusta un ápice, se lo diré a Hope. Sí, desde luego, mantendremos la guardia. No dejaría ni a un perro solo en un lugar así…». Wheeler se estremeció a pesar del cálido sol. No creía en las premoniciones, pero recordó otro río de aquel país. Wheeler había perdido a su padre en el Monongahela.

Se desembarazó de aquel sentimiento opresivo. Comenzó a gritar sus órdenes a Hagan y a los marineros para que el fuerte Frederic estuviese bien defendido.


La Cyclops era un hervidero. Como «medida de precaución», Devaux hizo que los mastelerillos se abatiesen para que no pudiesen ser avistados por encima de los árboles. En el fuerte Frederic, se montaron tres cañones y tres piezas giratorias y se encargó a Wheeler, abandonados ya sus recelos, que los capitanease. Abrazó su cometido con entusiasmo y en poco tiempo se habían organizado las guardias, y las patrullas salieron en dirección a los cercanos bosques. El único pesar de Wheeler fue que Hope le prohibió izar la insignia británica en el fuerte.

– Es probable que tengamos que abandonar esta posición apresuradamente. No tengo intención de que parezca que se rinde un fuerte británico -dijo Hope a modo de explicación, y Wheeler tuvo que contentarse con ello.

Para prevenir un ataque procedente del mar, se envió a la chalupa a patrullar en las inmediaciones de la barra, gobernada por un guardiamarina y un ayudante del segundo oficial. Las demás embarcaciones se emplearon en transportar hombres y suministros a tierra.

Veinticuatro horas después de su llegada no habían entrado en contacto con nadie, amigo ni enemigo, y Hope decidió enviar una brigada de reconocimiento tierra adentro. Se aseguró un esprín a la cadena del ancla de la fragata, para que los costados pudiesen escorar hacia la ribera, corriente arriba o abajo. Sin embargo, el capitán esperaba que los problemas surgieran del mar y en todo momento había un vigía estacionado en el tope del palo mayor. Desde allí, se observaba permanentemente a la chalupa.

En la segunda noche tras su llegada, la Cyclops se había situado en una posición defensiva y se hicieron las últimas preparaciones al desplegar las redes de abordaje. Se extendieron desde los pasamanos del barco hasta una araña asegurada a los penoles inferiores. A la puesta de sol, con la roja insignia revoloteando en la popa de la Cyclops, los enfermos, que descansaban en cubierta para que tomasen el aire, fueron trasladados de nuevo abajo, pues las picaduras de los mosquitos hicieron imposible que allí permaneciesen. Pero los insectos que infestaban las orillas boscosas del río Galuda abordaron la fragata imperturbables. Los inquietos quejidos tanto de los enfermos como de los sanos, que habían de soportar el tormento de las picaduras de aquellos parásitos, fluctuaban sobre la fragata y sobre la penumbrosa agua, interrumpiendo la siniestra tranquilidad del follaje circundante.

Así pasó la Cyclops dos noches, aguardando a recibir noticias de las fuerzas británicas, o de las leales al rey.

A la mañana siguiente, se relevó a Wheeler para que asumiese el mando del destacamento de infantes de marina. Debían secundar al teniente Devaux y a una cuadrilla de marineros cuya misión era tomar una isla para realizar mediciones. Era un desesperado intento de Hope por cumplir sus órdenes; si el profeta no iba a la montaña, entonces, habría que hacer algún esfuerzo para que la montaña fuese a Mahoma…

En esto pensaba el capitán mientras secaba su frente sudorosa. Se sirvió un vaso de grog y caminó hacia la parte posterior. Las brillantes aguas del Galuda borboteaban bajo la popa de la Cyclops, chasqueando en torno a las palas del timón, que se movía ligeramente con un levísimo crujido y un suave chirriar de las cadenas asidas a la rueda.

Casi fuera de su ángulo de visión, pudo ver que la brigada de reconocimiento formaba tras el desembarco. También vio que Wheeler enviaba un piquete de avanzadilla, liderado por Hagan, y que él mismo tomaba la iniciativa con otra brigada de infantes de marina. En una columna peor formada, vio al guardiamarina Morris seguir con una cuadrilla de marineros. El guardiamarina Drinkwater cerraba la retaguardia seguido por una fila india de infantes y su cabo. La vanguardia de la columna ya había desaparecido entre los árboles cuando vio que Devaux, tras intercambiar unas palabras con Keene, ahora el capitán del fuerte, miraba hacia el barco y luego se alejaba veloz, ansioso por ser el único oficial al mando.

Hope bebió el grog y miró hacia el mar. Allí estaba la chalupa, comandada por Cranston. Skelton era el único oficial por nombramiento que quedaba a bordo. Con un sorprendente arrebato sentimental, pensó preocupado en Devaux y en el vulgar, aunque competente, Wheeler. Pensó, inadvertidamente, en el joven Drinkwater, que tanto se parecía al Hope de años atrás. Volvió a suspirar y contempló el discurrir del Galuda hacia mar abierto.

«¿De dónde vendrá mi socorro?», murmuró con silencioso cinismo para sí mismo.


Drinkwater no disfrutaba demasiado de la expedición tierra adentro. Cuando dejaron atrás a la fragata, tuvo la sensación de que todos ellos corrían peligro. El mar era su elemento y parecía que sus preocupaciones se confirmaban, pues los marineros que caminaban por delante, hombres ágiles y diestros en el aparejo, no hacían sino tropezar y trastabillarse con las raíces de los árboles y maldecir aquellas chapoteantes marismas que habían empezado a hollar. También le había ensombrecido el ánimo los sinceros ruegos de Achilles, que se había negado a ir con Drinkwater, pero que había conseguido transmitirle al guardiamarina la insensatez de adentrarse tierra adentro. Por ello, Drinkwater se esforzaba por penetrar en el bosque, con los nervios a flor de piel, y cada poro de su cuerpo sospechaba de cualquier titubeo que se produjese en la avanzadilla, de cualquier exclamación, sin importar que la causa fuese nimia.

A pesar de la naturaleza del terreno, la brigada de reconocimiento avanzó un buen trecho por el camino que se adentraba desde el fuerte Frederic. A unas cinco millas del fuerte, llegaron a una zona despejada con un aserradero e indicios de que se había utilizado para talar árboles. También se percibía que los ocupantes habían abandonado aquel lugar con premura. Pocas millas más adelante se encontraron con una pequeña plantación, una casa de madera y otros edificios anexos. La casa había sido parcialmente destruida por el fuego y el resto de los edificios era un enjambre de moscas. Los carroñeros se alimentaban de los cuerpos del ganado en descomposición.

El hedor de la granja quemada pareció acompañar a la reducida columna mientras atravesaban los opresivos terrenos yermos, donde antes hubiera pinos. Vadearon un arroyo que desembocaba, al norte, en el Galuda y plantaron el campamento para pasar la noche. Los hombres rezongaban en murmullos que pronto se convirtieron en un tremendo alboroto cuando los mosquitos comenzaron a picarles. Devaux no mostraba excesivo afán por este tipo de misiones, pero Wheeler, capaz de asumir el liderazgo no oficial gracias a su formación militar, parecía estar en su elemento. Se establecieron las guardias y la brigada se dispuso a comer lo que había traído.

Tras la puesta de sol, y una vez determinados sus turnos de guardia para la noche, Drinkwater se dirigió hacia una zona de bosque cercana para atender una ineludible llamada de la naturaleza. Tras el sudoroso devenir del día, el rezongeo incesante de los hombres y el esfuerzo para mantenerlos motivados hasta el final, se sentía agotado. Se agachó cerca de las raíces y se sintió mareado, convencido de que no era realmente él, Nathaniel Drinkwater, quien estaba allí en cuclillas, vaciando los intestinos a Dios sabe cuántas miles de millas de distancia de casa. Miró hacia abajo. ¿Era esta maleza, húmeda y musgosa, realmente parte de las fabulosas Américas? Era tan ilógico que no parecía posible. Como suele suceder en momentos tan privados, sus pensamientos fueron derivando hasta llegar a Elizabeth. De alguna manera, su imagen era mucho más real que aquella ridícula escena.

Su fantasía era de tal alcance que le pareció verse a sí mismo contándole a Elizabeth como, una vez, hacía muchos años, se había apoyado en las raíces de un pino, en indiscretas circunstancias, en aquella lejanísima Carolina, y como se había acordado de ella. Tan embebidos estaban sus sentidos que no percibió el crujido de una rama a sus espaldas.

Incluso cuando Morris lo empujó hacia adelante, no reaccionó inmediatamente. Sólo al percatarse de que sostenían su cabeza contra el musgo y de que sus posaderas desnudas estaban a la vista del mundo, pudo volver en sí.

– Pero bueno, qué hermosa vista… y qué apropiada, ¿no crees, Threddle?

Al oír aquella voz y la mención de aquel nombre intentó moverse, estirando un brazo para incorporarse. Pero era demasiado tarde. Aunque consiguió medio incorporarse, un pie le pisoteó el codo y su brazo cedió ante la presión. Casi instintivamente, flexionó las rodillas y giró la cabeza.

Threddle le pisaba el brazo y sostenía un alfanje. Sus ojos mostraban un brillo cruel y sonreían las comisuras de su boca con una mueca.

– ¿Qué vamos a hacer con él, Threddle? -dijo Morris, que seguía a sus espaldas, fuera del campo de visión. Drinkwater se sentía extremadamente vulnerable, como una yegua sujetada ante el semental. Como si hubiese podido leer ese miedo, Morris le propinó una patada. Se ahogó con la oleada de náuseas que subió desde sus genitales, intentó tomar aliento mientras vomitaba. De pronto sintió la mano de Threddle agarrándole por el cabello, retorciéndole la cara para que mirase sus propios excrementos.

– Qué maravillosa idea, Threddle… y luego, lo someteremos, ¿verdad? Eso lo pondrá en su sitio.

Drinkwater no tenía fuerza para resistirse, no podía más que cerrar con fuerza la boca y las manos. Pero incluso cuando el olor de sus excrementos le inundó las fosas nasales, fue capaz de percibir que cesaba la presión de la mano de Threddle y que éste se apartaba. Aquel gigantón cayó con un ruido sordo.

– ¿Qué dem…? -exclamó Morris, girándose a medias para descubrir entre las sombras de la noche la silueta de un hombre con una pica de abordaje, cuyo extremo le apuntaba con un húmedo brillo.

– ¡Sharpies!

Sharpies no le dijo nada a Morris.

– ¿Se encuentra bien, señor Drinkwater?

El guardiamarina se puso en pie tambaleando. Se apoyó contra un árbol y, con dedos temblorosos, se abrochó los pantalones. No podía aún emitir sonido alguno; asintió con un mudo gesto.

Morris intentó moverse pero se detuvo en seco al pincharle Sharpies en el pecho.

– Y bien, señor Morris, saque la pistola de su cinturón, sin trucos… -Drinkwater levantó la cabeza para mirar. Cada vez había menos luz, pero aún quedaba la suficiente como para percibir el furioso brillo en los ojos de Sharpies.

– Ahora, nada de tonterías, señor Morris, quiero que apunte su pistola hacia la cabeza de Threddle y que le vuele los sesos -dijo la voz, con insistencia vehemente. Drinkwater miró a Threddle. La pica le había alcanzado en el abdomen, penetrando bajo el tórax y rasgándole los órganos digestivos. No estaba muerto pero yacía en el suelo, desangrándose por el abdomen y expulsando borbotones de sangre por la boca. Cada poco, las piernas daban una débil sacudida y lo único que parecía no estar ya medio muerto eran los ojos, que emitían un silente grito de protesta y de ayuda.

– ¡Amartilla! -ordenó Sharpies- ¡Amartíllalo! -gritó, pinchando a Morris con la pica en el trasero y obligando al guardiamarina a mirar a Threddle a la cara. El sonido del percutor al amartillarse sonó en los oídos de Drinkwater, que despertó de su letargo y dijo en un susurro:

– ¡No! ¡Por amor de Dios! ¡Sharpies, no!

Su voz fue ganando fuerza pero antes de que pudiera decir algo más, Sharpies gritó: -¡Fuego!

Durante, quizás, una décima de segundo, Morris dudó pero, luego, la pica de abordaje le hizo contraer los músculos involuntariamente. La pistola se disparó y la cara de Threddle se desintegró.

Nadie se movió durante, quizás, treinta segundos.

– ¡Dios mío! -pudo decir Drinkwater por fin-. ¡Qué demonios has hecho, Sharpies!

El hombre se dio la vuelta. Una pueril y breve sonrisa se le dibujada en la boca. Sus ojos parecían charcas profundas en la cercana noche, charcas de lágrimas. Cuando consiguió hablar, su voz salía entrecortada por los sollozos.

– Vino con el correo, señor Drinkwater, el correo de la Galatea, la carta que me decía que mi Kate había muerto. Dijeron que murió al dar a luz, pero yo sé que no es cierto, señor. Sé que no es cierto.

Drinkwater consiguió dominarse al fin.

– Lo siento, Sharpies, lo siento mucho… y gracias por ayudarme. Pero, ¿por qué mataste a Threddle?

– Porque no era más que un pedazo de mierda, señor -dijo simplemente.

Morris levantó los ojos. Su rostro era pálido como la nieve. Comenzó a tambalearse en dirección al campamento. Con una última ojeada a Threddle, Sharpies lo siguió y, luego, al sentir que Drinkwater se quedaba atrás, giró sobre sus talones.

– A lo hecho, pecho, señor Drinkwater…

– ¿No deberíamos enterrarlo?

Sharpies le contestó en tono despectivo:

– No.

– Pero, ¿qué le voy a decir al primer oficial?

Sharpies le arrastraba ya fuera de aquel claro ensombrecido. Se oyó el sonido de las ramas al caminar sobre ellas. Vieron acercarse a Wheeler y dos infantes de marina, con sus blancos cinturones cruzados brillando en la noche que se avecinaba, rodeando a Morris.

Sharpies soltó la pica de abordaje.

Ambos grupos se encontraron.

– ¿Qué sucede? -inquirió Wheeler mirando a Morris, que aún tenía la pistola en la mano. El impasivo rostro de Morris no movió ni un solo músculo y miró a través de Wheeler, en vez de hacia él.

Drinkwater dijo:

– Ha sido una estúpida confusión, señor Wheeler. Estaba vaciando mi vejiga cuando Morris pensó que era un rebelde. Sharpies estaba haciendo lo mismo a unas diez yardas -siguió, sonriendo a duras penas-. ¿No es eso cierto, Morris?

Morris lo miró y Drinkwater sintió que sobre su corazón se cerraban varios dedos helados. Pues lo que hizo Morris fue sonreír, una espantosa sonrisa cómplice.

– Si usted lo dice, Drinkwater…

Sólo entonces Drinkwater se percató de que al justificar sus acciones con una mentira, se había convertido en cómplice de un crimen.

A la mañana siguiente, muy temprano el campamento bullía quejumbroso. Nadie alcanzaba a comprender el propósito, supuestamente inútil, de aquella marcha, alejados de su propio entorno y en un estado de semilocura; allí se respiraba una inconfundible atmósfera de rebelión. Devaux hizo todo lo que pudo para aplacarlos, pero le fallaba la convicción pues él compartía sus sentimientos, con mayor justificación, de que aquella misión era una total pérdida de tiempo.

– Bien, Wheeler -dijo-, puede que estemos siguiendo el «camino militar» correcto, pero apenas veo que por él camine ningún correcto militar, exceptuándole a usted, desde luego. Creo que bien podríamos volver por donde hemos venido antes de que nos sigan comiendo los malditos insectos.

Al llegar a este punto, se abofeteó la cara, dejando escapar al culpable y presintiendo que los hombres habrían visto un espectáculo absurdo.

Wheeler consideró la cuestión y se alcanzó un acuerdo. Seguirían adelante hasta el mediodía y luego, si no habían encontrado nada, regresarían.

Una hora más tarde se pusieron en marcha.


En la franja del río Galuda, el guardiamarina Cranston servía galleta y agua a la dotación de la chalupa. A pesar de que estaban muy apretados y les dolían todos los huesos tras una noche en la pequeña embarcación, los marineros se mostraban alegres. La navegación cercana al litoral les permitía disfrutar de la brisa marina o costera, y apenas les molestaban los insectos. Ansiaban pasar un día agradable, casi una excursión comparado con lo que sufrían los adinerados miembros de la flota del duque de Cumberland. Todo aquello parecía no tener mucho que ver que los rigores de la vida en un buque de guerra. Con vela aurica, la chalupa navegaba exigiendo pocos esfuerzos de su dotación. Confiados en su situación, fue un duro golpe divisar las juanetes de un enorme navío cerca del litoral.

Cranston maniobró para tener el viento de popa y se dirigió al estuario. Estaba seguro de que el barco extraño era La Creole.


El sol había alcanzado casi su cénit cuando llegaron al molino. Era otro edificio de madera y mostraba signos de estar habitado, puesto que el camino que se alejaba estaba despejado y se notaban las pisadas recientes. Con todo, allí no había nadie, a pesar de que encontraron un saco de harina mediado y un montón de maíz rojo.

– Se lo han dejado con las prisas -dijo Wheeler señalando la pila de maíz.

– Muy perspicaz -dijo Devaux, molesto porque, cuando parecía que se saldría con la suya y darían media vuelta, iban a encontrar a alguien.

– ¿Cree que se fueron porque nos acercábamos?

– No sé -dijo Devaux, sin florituras.

– Será mejor parar para que los hombres puedan comer antes de seguir, no me gusta nada este sitio.

La confianza de Wheeler flaqueaba por primera vez. Devaux se percató de ello y recobró la compostura. Él estaba al mando de la brigada. Comerían primero y decidirían después qué hacer.

– Ocúpese de ello, Wheeler y que un par de hombres vayan al tejado del molino, así estaremos más tranquilos, ¿no cree?

– Sí, sí -contestó el sargento de los infantes de marina, mordiéndose el labio con disgusto por no haber previsto dicha precaución elemental.

Los hombres se dispusieron para ingerir otra comida formada por galleta seca y agua. Se habían sentado, abatidos, rascándose y gruñendo irritados. Tras asignar a los centinelas, Wheeler se apresuró a sentarse a la sombra.

Durante toda la mañana, Drinkwater había avanzado bajo el sol intentando desesperadamente olvidar los acontecimientos de la noche pasada. Pero le dolían los testículos y, de vez en cuando, le subían las náuseas a la garganta. Conseguía contenerlas valientemente y evitaba cualquier contacto con Morris. Sharpies avanzaba con los marineros con una benigna sonrisa en los labios. Drinkwater sintió una profunda sensación de alivio cuando se tendieron a la sombra del molino. Cerró los ojos y cayó en una semi inconsciencia.

Entonces, se les echaron encima los caballos rebeldes.

Los asaltantes se abalanzaron hacia el claro con un repentino ruido atronador de cascos y polvo y un relucir de sables. La mayoría de los británicos descansaban tumbados boca arriba. Sorprendidos en terreno abierto, los marineros se sintieron aterrorizados por la aparición de los caballos. Los cascos y sus resoplantes fosas nasales les resultaban extraños y consiguieron horrorizar a estos hombres que habrían dado sus vidas sin rechistar en la oscuridad claustro fòbica de una cubierta de cañones. Se defendieron como buenamente pudieron y el terror absoluto se unió a la confusión.

Wheeler y Devaux se pusieron en pie blasfemando.

– ¡A mí los infantes de marina! ¡Oh Dios! ¡A mí, sargento! ¡Maldita sea!

Los infantes comenzaron a abrirse paso hacia la puerta del molino, formando pequeños grupos para iniciar una metódica carga de mosquetes.

La confusión generalizada duró diez minutos; en este tiempo cayó un tercio de los marineros y prácticamente no quedaba nadie en toda la brigada que no hubiese recibido un corte o un rasguño.

Drinkwater reaccionó como los demás. Había traído un alfanje, que desenvainó, aunque se le hacía extraña aquella hoja desequilibrada y desgarbada. Un hombre que montaba un caballo zaino se abalanzó sobre él. Drinkwater esquivó el golpe, pero el impulso del caballo le hizo caer y rodar hacia un lado para evitar los cascos. Una bala de pistola levantó el polvo al lado de su cabeza, al tiempo que luchaba por ponerse en pie. Le superó la debilidad y no sentía más que un poderoso deseo de tumbarse. Giró sobre su espalda, entregándose, en parte, a aquel deseo. Un hombre pasó corriendo a su lado con un mosquete. Se arrodilló y disparó al jinete, girando a toda prisa para volver a abrir fuego. Era Sharpies. Disparó su mosquete otra vez y arrastró a Drinkwater hacia el molino. El jinete se desvió bruscamente y cabalgó hacia donde cuatro marineros luchaban espalda contra espalda, e iban cayendo ante las estocadas de los sables.

Drinkwater se levantó. Vio a Devaux y a Wheeler que formaban un grupo de defensa con varios hombres. Los señaló y Sharpies asintió. De pronto, se les había unido otro hombre. Era Morris. Empujó a Drinkwater que, trastabillando, consiguió apoyarse contra el molino. Sharpies dio la vuelta y colocó el cañón de su mosquete entre los dos. Morris abrió fuego y Sharpies se inclinó con un enorme agujero en el pecho. Drinkwater estaba aturdido y veía doble. No entendía nada.

Llegó otro hombre a caballo lanzando estocadas. Morris dio media vuelta y corrió hacia un extremo del molino. El jinete lo siguió. Drinkwater echó una rápida ojeada a Sharpies. Estaba muerto.

Volvió a levantar la mirada y vio como había crecido el minúsculo grupo que antes rodeaba a los dos tenientes. Con un pánico ciego, agachó la cabeza y echó a correr, esquivando los sables desenvainados y las patas de los caballos con instinto animal.

La caballería rebelde se había aprovechado del elemento sorpresa. Estaban acostumbrados a atacar granjas solitarias o a tender emboscadas a grupos de milicianos conservadores novatos y, por ello, los hombres a caballo se habían acostumbrado a obtener una rápida e indiscutible victoria. Tras luchar contra los invasores durante unos minutos, los marineros supervivientes se tranquilizaron. Devaux estaba entre ellos enseñando los dientes, en pleno ataque de furia. Comenzaron a atacar y, con sus alfanjes, alcanzaban a los caballos o los muslos de los jinetes, concentrándose en aquel rojo brillante que, en medio de la espiral de polvo, señalaba el lugar donde los infantes de marina formaban un disciplinado centro defensivo.

El oficial americano comprendió que el deseo de luchar del escuadrón se atenuaba. Con la intención de reagrupar a sus hombres, gritó:

– ¡Estrategia de Tarleton, muchachos! ¡Enseñadles a estos cabrones la estrategia de Tarleton!

Esta referencia al líder de la Legión británica, un grupo de americanos leales al rey comandados por oficiales británicos, que no dejaban escapar a rebelde alguno si podían evitarlo, tuvo el efecto esperado y consiguió que retomasen el ataque con fuerzas renovadas. Pero la resistencia de los británicos estaba ahora establecida y, gradualmente, los americanos se fueron retirando con sus veloces caballos, separándose lo justo del fuego de los mosquetes.

Poco a poco, el polvo se fue asentado y los dos grupos de adversarios se miraban, enfrentados, en aquel terreno de nadie poblado por cuerpos quebrantados y caballos cercenados. Entonces, el enemigo dio media vuelta y se desvaneció entre los árboles, tan rápida y silenciosamente como había venido.


Las noticias de la llegada de La Creole a las costas del Galuda no sorprendió a Hope. Al recibir el aviso de Cranston, el capitán ordenó a Skelton que trepara al tope del palo mayor para observar al buque corsario. Con cierto alivio, el teniente informó al caer la tarde de que La Creole se había mantenido cerca de la costa, regalándoles a los británicos un tiempo precioso. Hope no podía más que imaginar por qué lo había hecho; resultaba posible que el comandante enemigo buscase tiempo para prepararse, quizás no creía que lo estuviesen observando y deseaba atacar al día siguiente. Quizás, y Hope no se atrevió casi a creer en ello, quizás no habían detectado a la Cyclops y La Creole seguía su paciente navegar hacia el sur en su busca. En cualquier caso, el capitán era un combatiente demasiado mayor como para preocuparse porque el destino le hubiese servido una carta que no esperaba.

La aparición de La Creole le permitió tomar una decisión. Llamaría a Devaux y a la brigada de reconocimiento de inmediato. La indecisión que se había manifestado con anterioridad y que había enojado a Devaux era ya cosa del pasado, pues la había provocado no la senilidad sino la falta de fe en las órdenes. Hope ordenó la retirada de la guarnición del fuerte Frederic y que se fortaleciesen las defensas de la fragata ante un posible ataque nocturno.

En una reunión de oficiales pidió un voluntario para llevar el mensaje de retirada a Devaux. El lastimoso y reducidísimo grupo de oficiales observaba, con recelo, el silencioso bosque a través de las ventanas de popa.

– Yo iré -dijo Cranston al fin.

– Bien hecho, señor Cranston. Haré todo cuanto esté en mi mano para favorecerle por este servicio. ¿Alguien más ayudará al señor Cranston?

– No es necesario, señor. Me llevaré al negro.

– Muy bien, pídale cuanto le haga falta al contador y armas ligeras al teniente Keene. Buena suerte.

Los oficiales salieron de la reunión aliviados porque Cranston cumpliría con tan peligroso cometido. Cuando todos ellos se hubieron ido, Hope se sirvió un vaso de ron y se enjugó la frente por centésima vez ese día.

«Maldita sea, estaré más tranquilo cuando regresen Devaux y Wheeler… Le ruego al cielo que estén bien», murmuró para sí.

La brigada de reconocimiento alcanzó el campamento de la noche previa arrastrando tras ellos lo que quedaba de su expedición. Los hombres se desmoronaron a orillas del arroyo para lavar sus heridas o beber el agua ensangrentada. Los heridos graves emitían horribles gruñidos al reanudar los mosquitos su asalto, y varios de estos hombres comenzaron a delirar durante la noche.

Drinkwater apenas durmió. A pesar de que no estaba herido, más allá del golpe de un sable en un hombro y las rascaduras del camino, el calor, la fatiga y los acontecimientos de las horas previas pasaron factura. Desde el molino, había caminado aturdido; su mente derivaba constantemente hacia las imágenes de Threddle, yaciendo muerto en el ocaso y Sharpies, rígido, con su sangre reseca bajo el sol del mediodía. Entre ambos cuerpos flotaba Morris, Morris y una pistola aún humeante en las manos, Morris y una sonrisa de triunfo en sus labios y, lo que es peor, la imagen de Morris superpuesta sobre la imagen de Elizabeth.

Intentó con todas sus fuerzas retener la imagen de la muchacha, pero se desvaneció, se disolvió y, después, no podía recordarla, así que creyó que se volvería loco en esta pesadilla boscosa por la que caminaban penosamente.

Y al llegar la noche, no podía haber descanso, pues los mosquitos reactivaban el exhausto sistema nervioso, despertando una y otra vez la mente y el cuerpo, que no querían más que dormir. Justo a la medianoche, Drinkwater pensó que la muerte resultaría una dichosa bendición.

Tampoco Wheeler durmió demasiado. Patrullaba sin cesar sus puestos de avanzada, por miedo a que el enemigo lanzase de nuevo su ataque contra los hombres dormidos. Agitó la cabeza tristemente cuando un gris amanecer reveló su campamento. Los hombres estaban destrozados: piernas y brazos marcados por numerosas cicatrices y cortes de las ramas de los árboles, sangre seca que ennegrecía los vendajes improvisados y moscas que se posaban sobre las heridas abiertas.

Varios de los heridos deliraban y Devaux ordenó preparar varias parihuelas y, una hora después del amanecer, el grupo reanudó su dolorosa marcha.

A media mañana, encontraron a Cranston y Achilles.

Habían atado al negro a un árbol y lo habían despellejado vivo. Su espalda era un enjambre de moscas. Hagan, gravemente herido, se le acercó a saltitos y, cortando las amarras, lo tendió en el suelo. Achilles seguía vivo y expulsaba su aliento entrecortadamente.

Resultaba evidente que Cranston se había resistido. Colgaba de un árbol, pero era obvio que ya estaba muerto antes de que los rebeldes lo pusiesen allí. O, al menos, eso prefirió pensar Devaux. Apenas nadie pudo contener los vómitos al ver la mutilación infligida al cuerpo de Cranston. Devaux se preguntó si habría tenido esposa o amante o… y luego, dio media vuelta.

Wheeler y Hagan tendieron al negro en el suelo con sumo cuidado, apartándole las moscas de la cara. Devaux estaba a su lado y le tocó el hombro. Wheeler se levantó y se le hizo un nudo en la garganta:

– Hijos de mala madre -fue cuanto dijo.

Achilles abrió los ojos. Vio el abrigo escarlata y el gorjal dorado. Movió su mano levemente en señal de saludo antes de dejarla caer. Había muerto.

Los dos oficiales cortaron las amarras del guardiamarina y, de forma rudimentaria, lo enterraron junto al negro y luego, la columna siguió adelante.

Al llegar la noche, salieron del bosque y a trompicones, llegaron al embarcadero. Wheeler no protestó cuando vio que no quedaban hombres en el pequeño fuerte y Devaux sintió que una sensación de alivio le recorría por dentro. Alivio por las tensiones del mínelo, y alivio porque muy pronto vería el anciano y tranquilizador rostro de Henry Hope.

Todo cuanto vio Nathaniel Drinkwater fue la fragata, oscura y extrañamente acogedora en el crepúsculo, y esperó impaciente a que el bote lo llevase hasta allí.

– ¿Te encuentras bien, Nat?

Era el pequeño White, quemado por el sol y resplandeciente por las nuevas responsabilidades.

Drinkwater lo miró. No era posible que fuesen de la misma generación.

– ¿Dónde está Cranston? -preguntó White.

Drinkwater levantó su cansado brazo y señaló hacia el bosque, diciendo:

– Muerto, defendiendo los dominios de Su Majestad -articuló, consciente de que el cinismo le producía un gran alivio-, con los testículos en la boca.

De alguna forma, encontró que la mirada horrorizada de White le divertía.


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