5

… Que criarán y educarán a sus hijos

en la fe de Cristo.

La solemnización del matrimonio


La casa de los Kershaw estaba a unos dos kilómetros del centro de la ciudad, separada de los comercios, la estación, el cine y la iglesia por millares de grandes chalets suburbanos similares. El número 20 de Craig Hill era un vasto edificio de ladrillo rosa, de estilo georgiano. En el jardín crecían plantas anuales, entre el césped no se veía un solo trébol y habían sido cortados todos los cálices secos de los rosales. En el camino asfaltado, un muchacho de unos doce años estaba lavando un Ford blanco.

Archery aparcó su coche junto a la acera. Él, a diferencia de Wexford, no había visto todavía la cochera de Victor’s Piece, pero había leído su descripción y le pareció que la situación de la señora Kershaw había mejorado mucho desde entonces. El sudor empezó a perlar su frente y su labio superior nada más salir del coche. Archery pensó que aquel era un día demasiado caluroso y que él toleraba mal las altas temperaturas.

– ¿Es ésta la casa del señor Kershaw? -preguntó al muchacho.

– Sí. -Se parecía mucho a Tess, pero su cabello era más rubio y su nariz estaba salpicada de pecas-. La puerta principal está abierta. ¿Quiere usted que le avise?

– Me llamo Archery -dijo el clérigo y le tendió la mano.

El muchacho se secó las manos en los vaqueros y saludó:

– ¡Hola!

Un hombre menudo y arrugado había descendido por las escaleras del porche. El aire, caldeado y brillante, los separaba como una barrera de cristal. Archery intentó disimular su decepción. ¿Qué esperaba? Desde luego, no alguien tan insignificante, con un aspecto tan desmañado, flaco y arrugado como una pasa, vestido con pantalones y camisa de franela. Entonces Kershaw sonrió y de pronto su rostro rejuveneció varios años; tenía unos chispeantes ojos azules y unos dientes irregulares, blanquísimos.

– Encantado de conocerle.

– Buenas tardes, señor Archery. El placer es mío. En realidad, he estado sentado al lado de la ventana esperándole.

En presencia de aquel hombre era imposible no sentir esperanza, casi alegría. Enseguida, Archery detectó en él una cualidad poco común que quizá sólo había encontrado media docena de veces en su vida. Estaba ante un hombre que ponía interés en todo lo que ocurría, pletórico de energía y entusiasmo. En un día de invierno sería capaz de calentar el aire. Ese día, con aquel calor, su vitalidad resultaba abrumadora.

– Pase, por favor, y le presentaré a mi esposa.

– Su voz era como una brisa cálida, una voz con acento cockney [2] que evocaba el pescado con patatas fritas, las anguilas con puré de patatas y las tabernas del este de Londres. Mientras era conducido por el vestíbulo, revestido con paneles de madera, Archery se preguntó cuántos años tendría Kershaw. Quizá algo más de cuarenta y cuatro. Su vitalidad y la falta de sueño, porque dormir era una pérdida de tiempo, podían haber contribuido a envejecerle prematuramente-. Estamos en el salón -dijo, abriendo una puerta de cristal esmerilado-. Eso es lo que más me gusta en un día como éste. Cuando llego a casa del trabajo, suelo sentarme al lado de las cristaleras durante diez minutos a contemplar el jardín. Me hace sentir que ha merecido la pena trabajar como un negro durante todo el invierno.

– ¿Sentarse a la sombra y contemplar el verdor?

– Después de decirlo, Archery se arrepintió de haber hecho ese comentario. No era su intención poner a aquel ingeniero en una posición incómoda.

Kershaw le lanzó una mirada. Luego sonrió, y dijo con naturalidad:

– La señorita Austen sabía muy bien lo que decía, ¿verdad? -Archery se sintió un poco avergonzado. Entró en la habitación y tendió la mano a la mujer que acababa de levantarse de un sillón.

– Mi esposa. Rene, quiero presentarte al señor Archery.

– ¿Qué tal está usted?

Irene Kershaw no dijo nada, pero le dio la mano, y le obsequió con una brillante sonrisa. En su rostro Archery pudo ver el rostro de Tess, cuando el tiempo lo hubiese madurado y endurecido. En su juventud la señora Kershaw había sido rubia, ahora su cabello, que había pasado por la peluquería ese mismo día, tal vez en su honor, estaba teñido de un castaño apagado y arreglado en artificiales mechones plumosos alrededor de la frente y las orejas.

– Siéntese, señor Archery -dijo Kershaw-. El té estará listo dentro de muy poco. Has puesto el agua, ¿verdad, Rene?

Archery se sentó en un sillón al lado de la ventana. El jardín de los Kershaw estaba lleno de pérgolas con rosales experimentales, y por todas partes había pequeños parterres de guijarros abarrotados de geranios. El pastor echó una mirada por la habitación, y tomó nota de la impecable pulcritud, a pesar de la gran cantidad de objetos que había en aquella sala. Los libros abundaban: Reader’s Digest, enciclopedias, diccionarios, volúmenes sobre astronomía, la pesca de altura y la historia europea. Había una pecera con peces tropicales encima de una mesa, en un rincón, y varias maquetas de aviones en la repisa de la chimenea; un montón de partituras se apilaban sobre el piano de cola, y encima de un caballete se veía un retrato, torpemente ejecutado y a medio acabar, de una muchacha. Era una habitación espaciosa, convencionalmente amueblada con moqueta Wilton y fundas de chintz, pero expresaba la personalidad del dueño de la casa.

– Hemos tenido el placer de conocer a su hijo Charlie -dijo Kershaw-. Un muchacho simpático y muy sencillo. Me gustó. -«¡Charlie!», Archery permanecía muy quieto, intentando no sentirse ofendido. Al fin y al cabo, no era la idoneidad de Charles lo que estaba en cuestión.

De pronto, Rene Kershaw dijo:

– Todos le apreciamos. -Tenía el mismo acento que Wexford-. Pero no sé cómo se las arreglarán, con los precios que tiene todo hoy en día, y Charles no tiene trabajo todavía… -Archery estaba asombrado. ¿Cómo podía preocuparse por esas trivialidades? Él empezó a buscar la manera de sacar a colación el tema que le había llevado a Purley-. ¿Dónde piensan vivir? -preguntó la señora Kershaw con tono remilgado-. Son casi unos niños. Es imprescindible que tengan casa propia, ¿no cree usted? Tendrán que pedir una hipoteca…

– Creo haber oído silbar la tetera. Rene -dijo su marido.

Ella se levantó y se estiró recatadamente la falda para cubrirse las rodillas. Era una sencilla falda plisada, azul y rosa, de una respetabilidad absoluta. Su atuendo se completaba con un jersey rosa de manga corta y un collar de perlas cultivadas. Si por este término se entiende cuidadas y bruñidas, eran las perlas más cultivadas que Archery había visto nunca, estaba seguro de que cada noche eran envueltas en tisú y guardadas en la oscuridad. La señora Kershaw olía a polvos de talco, de los que quedaba algún rastro en las arrugas de su cuello.

– No creo que sea todavía el momento de hablar de hipotecas -dijo Kershaw, después de que ella saliera de la habitación. Archery forzó una sonrisa-. Créame, señor Archery, sé que no ha venido aquí para tomar el té con sus futuros parientes políticos.

– Lo encuentro más penoso de lo que hubiera imaginado.

Kershaw se rió, y dijo:

– Me lo imagino. Yo no puedo decirle nada acerca del padre de Tess que no sea del dominio público, y que no haya aparecido ya en los periódicos.

– ¿Y su madre?

– Puede usted intentarlo. En situaciones como ésta, las mujeres suelen ver las cosas a través de una nube dorada. Ella nunca ha estado a favor de dar estudios a Tess. Lo único que mi mujer quiere es que la chica se case, y hará lo posible para que sus deseos se vean cumplidos.

– Y usted, ¿qué es lo que desea para ella?

– ¿Yo? Pues, que sea feliz. La felicidad no empieza necesariamente delante del altar. -De repente, Kershaw se mostró decidido y directo-. Hablando con franqueza, señor Archery, no creo que ella pueda ser feliz con un hombre que sospecha que tiene tendencias homicidas incluso antes de estar comprometidos.

– ¡Eso no es verdad! -Archery no esperaba que Kershaw se pusiese a la defensiva-. A los ojos de mi hijo, su hijastra es perfecta. Soy yo quien está haciendo indagaciones, señor Kershaw. Mi hijo lo sabe, quiere lo mejor para Tess, pero ni siquiera está enterado de que en estos momentos estoy aquí. Póngase en mi lugar…

– Ya lo hice. Tess sólo tenía seis años cuando me casé con su madre. -Miró hacia la puerta y luego se inclinó más hacia Archery-. ¿Cree usted que yo no la vigilaba, que no estaba atento a cualquier indicio de trastorno? Cuando nació mi propia hija, Tess estaba muy celosa. Sentía celos del bebé y, un día, la encontré inclinada sobre el cochecito de Jill y vi cómo le pegaba en la cabeza con un juguete. Por fortuna era un juguete de plástico.

– Pero, ¡santo cielo…! -Archery sintió como se tensaban los músculos de su rostro.

– ¿Qué podía hacer? Tenía que trabajar y dejar a los niños en casa. Tenía que confiar en mi esposa. Luego tuvimos un hijo -creo que usted ya lo conoce, estaba fuera lavando el coche- y Jill sentía el mismo rencor hacia él y lo demostraba con la misma violencia. El caso es que todos los niños se portan así.

– ¿Nunca volvió a ver… otras manifestaciones de esas tendencias?

– ¿Tendencias? La personalidad no es cuestión de herencia, señor Archery, es cosa del ambiente. Yo quería que Tess se criase en el mejor ambiente posible, y me atrevo a decir, con toda modestia, que lo he logrado.

El jardín reverberaba bajo el sol. Archery descubrió nuevos detalles que, al principio, no había percibido. Unas líneas de tiza cruzaban el césped, donde, sorteando los parterres de hierba, se había trazado una pista de tenis; había unas conejeras adosadas a la pared del garaje, y un viejo columpio. Encima del hogar, que estaba detrás de él, pudo ver dos invitaciones para una fiesta, apoyadas en unos objetos de decoración. También había una fotografía enmarcada de tres niños, vestidos con camisetas y vaqueros, tumbados encima de un almiar. Sí, no podía imaginarse un ambiente mejor para la huérfana de un asesino.

La puerta se abrió y una de las muchachas de la fotografía entró empujando un carrito de té. Archery estaba demasiado acalorado y preocupado para sentir hambre, pero observó con consternación que el carrito estaba repleto de pasteles caseros, fresas en platos de cristal, y magdalenas. La joven tendría unos catorce años. No era tan bella como Tess y vestía un arrugado uniforme escolar, pero su rostro tenía la misma vitalidad que el de su padre.

– Ésta es mi hija Jill.

La muchacha se dejó caer en un sillón, mostrando una buena parte de sus largas piernas.

– Siéntate bien, cielo -dijo la señora Kershaw bruscamente. Lanzó una mirada reprobadora a su hija y empezó a servir el té, sosteniendo la tetera con un gesto amanerado-. No se dan cuenta de que a los trece años ya son mujercitas, señor Archery. -El clérigo estaba azorado, pero a la muchacha parecía no importarle-. Tiene que probar un pastel. Los hizo Jill. -Él cogió un dulce de mala gana-. Verá, siempre les he dicho a mis hijas que todo lo que aprendan en el colegio está bien hasta cierto punto, pero el álgebra no les ayudará a preparar la comida del domingo. Tanto Tess como Jill saben cocinar, aunque sólo sean platos corrientes…

– ¡Mamá, por favor! Yo no tengo nada de corriente, y Tess mucho menos.

– Sabes lo que quiero decir, y deja de discutir todo lo que te digo. Cuando se casen, sus maridos no podrán avergonzarse de ellas cuando tengan invitados a comer.

– Éste es mi jefe, querida -dijo Jill impertinentemente-. Corta un trozo de él y ponlo sobre el asador, ¿lo harás?

Kershaw rió a carcajadas. Luego cogió a su mujer de la mano, y dijo:

– Deja en paz a mamá. -A Archery este exceso de jovialidad e intimidad familiar le estaba poniendo nervioso. Respondió con una tirante sonrisa consciente de que se vería forzada.

– Lo que realmente quiero decir, señor Archery -dijo la señora Kershaw con sinceridad-, es que si bien su hijo Charlie y mi hija Tess tendrán sus altibajos al principio, ella no ha sido educada para ser una esposa ociosa. Para Tess, una casa feliz es más importante que una vida lujosa.

– No lo dudo. -Archery miró sin esperanza a la muchacha repantigada, hundida en su sillón, devorando fresas con nata. Era ahora o nunca. Prosiguió-: Señora Kershaw, no dudo, ni por un momento, de la aptitud de Theresa para ser una buena esposa… -No, no eran las palabras adecuadas. De eso, sí dudaba. No supo qué decir-. Quería hablar con usted de… -¿Kershaw no le echaría un cable? Jill frunció el ceño y le miró fijamente con sus ojos grises. Desesperado, continuó-: Quisiera hablar con usted a solas.

Archery tuvo la impresión de que Irene Kershaw se encogía. Entonces, ella colocó su taza sobre la mesa, dejó cuidadosamente el cuchillo encima de su plato, posó las manos sobre su regazo y clavó la mirada en ellas. Eran unas manos sin atractivo, cortas y ajadas, en las que llevaba un sólo anillo, el de sus segundas nupcias.

– ¿No tienes que hacer tus deberes, Jill? -preguntó Kershaw en voz baja, al tiempo que se levantaba, limpiándose la boca.

– Los puedo hacer en el tren -contestó la muchacha.

– Archery empezó a sentir antipatía por Kershaw, pero al mismo tiempo no podía menos que admirarle.

– Jill -dijo Kershaw-, ya sabes lo que le ocurrió a Tess cuando era pequeña. Mamá tiene que discutirlo, a solas, con el señor Archery. Tenemos que dejarles porque, aunque es algo que nos concierne, no debemos entrometernos. Es algo que tienen que hablar ellos, ¿me entiendes?

– Vale -dijo Jill. Su padre la rodeó con el brazo y salieron juntos al jardín.


Le tocaba a él romper el hielo, pero tenía calor y se sentía incómodo. Al otro lado de la ventana, Jill había encontrado una raqueta y estaba practicando contra la pared del garaje. La señora Kershaw cogió su servilleta y se limpió delicadamente las comisuras de los labios. Alzó la vista, sus ojos se encontraron con los del clérigo y ella apartó la mirada. Archery sintió de repente como si no estuviesen solos, como si sus pensamientos concentrados en el pasado hubiesen levantado de su tumba una presencia de fuerza inusitada, que aguardaba detrás de sus sillas, posando una mano sangrienta sobre sus hombros, en espera de su veredicto.

– Tess me ha dicho que usted tiene algo que contarme -dijo Archery en voz baja-. Acerca de su primer marido. -Ahora, ella estaba jugando con su servilleta de papel comprimiéndola, hasta darle el aspecto de una pelota de golf-. Señora Kershaw, creo que debe decírmelo.

Ella dejó la servilleta arrugada en el plato vacío, se llevó una mano a las perlas, y dijo:

– Nunca hablo de él, señor Archery. Prefiero olvidar el pasado.

– Sé que tiene que ser doloroso para usted. Pero si pudiésemos discutirlo una vez y acabar con esto para siempre, le prometo que no mencionaré el tema jamás. -Se dio cuenta de que, por su forma de hablar, daba por sentado que iban a verse a menudo en el futuro, como si ya estuviesen emparentados. También hablaba como sí confiase plenamente en su palabra-. Hoy, he estado en Kingsmarkham y…

Ella se aferró a este comentario, y dijo:

– Supongo que habrán construido casas por todos lados y ya no será lo que era.

– No tanto -dijo, «¡Por el amor de Dios, que no se ponga a divagar!», pensó.

– Nací cerca de allí -prosiguió ella. Él intentó disimular un suspiro-. Mi pueblo era un lugar bonito y pacífico. Supongo que creía que iba a vivir y a morir allí. Nadie sabe lo que nos deparará el futuro, ¿verdad?

– Hábleme del padre de Tess.

Ella dejó de juguetear con las perlas y puso de nuevo las manos sobre su respetable regazo azul. Cuando volvió la cabeza hacia él, en su rostro se dibujaba una expresión de dignidad tan envarada y rígida que resultaba absurda. Su actitud parecía la de una alcaldesa presidiendo alguna reunión parroquial, preparándose antes de dirigirse a la asociación de mujeres. Parecía estar a punto de decir; «Señora presidenta, señoras…». En lugar de eso, dijo:

– Todo aquello pertenece al pasado, señor Archery. -En ese momento el clérigo se convenció de que todo sería inútil-. Entiendo su problema, pero no puedo volver a hablar de ello. Él no era ningún asesino, tendrá que creer en mi palabra. Era un buen hombre, incapaz de matar una mosca. -Archery pensó que era curioso como aquella mujer mezclaba viejas expresiones del pueblo con la jerga moderna. Él esperó y, de repente, explotó:

– Pero ¿cómo lo sabe usted? ¿Cómo puede saberlo? Señora Kershaw, ¿es qué usted vio u oyó algo…?

Ella se había llevado el collar de perlas a la boca y lo mordió con fuerza. El hilo se partió y las perlas se desparramaron en todas direcciones, rodando sobre su regazo, sobre el juego de té hasta el suelo. Soltó una irritada risita de disculpa.

– ¡Mire lo que he hecho! -Un instante después estaba de rodillas, recogiendo las cuentas y depositándolas en un platillo-. Me gustaría que se casaran por la iglesia. -De pronto, asomó la cabeza de ella por detrás del carrito. La urbanidad requería que él también se arrodillase para ayudarla-. ¿Podría usted hablar con su esposa para que me apoyase? ¡Muchísimas gracias! ¡Mire, allí hay otra, justo al lado de su pie izquierdo! -Archery gateaba por la habitación tras ella. Sus miradas se cruzaron debajo del mantel-. Mi Tess es muy capaz de casarse en vaqueros si le da por ahí. Otra cosa, ¿le importa que celebremos la recepción aquí? Es una habitación bastante agradable.

Archery se levantó y le entregó tres perlas más. En esos momentos, la pelota de tenis golpeó la ventana y el clérigo se sobresaltó. El ruido había sonado como un disparo.

– ¡Ya está bien, Jill! -dijo la señora Kershaw con evidente malhumor. Con el platillo lleno de perlas en la mano, abrió la ventana-. ¡Te he dicho miles de veces que no quiero más destrozos!

Archery la miró. Estaba enfadada, ofendida, incluso ligeramente escandalizada. Se preguntó si habría tenido la misma expresión aquel domingo por la noche, muchos años atrás, cuando la policía había invadido la intimidad de su hogar, en la cochera. ¿Era capaz de sentir emociones más profundas que la de mera irritación cuando alguien alteraba su paz?

– No se puede tener una conversación tranquila cuando hay niños por el medio -dijo ella.

Inmediatamente, como si se tratase de una señal, apareció toda la familia: Jill, agresiva y protestando; el muchacho que él había conocido en el camino de la entrada, exigiendo su merienda, y el propio Kershaw, enérgico como siempre, con un brillo perspicaz en su rostro menudo y arrugado.

– Vamos, Jill, tienes que ayudarme a fregar los platos. -El platillo con las perlas fue a parar a la repisa de la chimenea, entre una hucha para la colecta de Oxfam y una invitación a nombre de la señora Kershaw para una reunión de la asociación de la lucha contra el cáncer-. Me despido ya, señor Archery. -Le tendió la mano-. Le queda un largo viaje por delante, y sé que está impaciente por marcharse. -A pesar de la impertinencia de sus palabras, su tono era autoritario-. Si no nos vemos antes del gran día, le veré en la iglesia.

La puerta se cerró. Archery permaneció de pie.

– ¿Qué debo hacer? -dijo sin más.

– ¿Qué esperaba usted? -contestó Kershaw-. ¿Alguna prueba irrefutable, una coartada que sólo ella pudiera confirmar?

– ¿Usted la cree? -Era un importante detalle para Archery.

– ¡Oh, eso es otra cuestión! La verdad es que no me preocupa. Me da igual que sea lo uno o lo otro. Es tan fácil no hacer preguntas y limitarse a olvidar y aceptar, señor Archery.

– Pero a mí sí me preocupa -dijo éste-. Si Charles sigue adelante y se casa con su hijastra, me veré obligado a abandonar la iglesia. No creo que usted se dé cuenta del ambiente en que vivo, la clase de gente que…

– ¡Vaya! -Kershaw hizo una mueca y levantó furioso las manos con los dedos extendidos-. Esas ñoñerías anticuadas me hacen perder la paciencia. ¿Quién se va a enterar? Por aquí, todos piensan que es hija mía.

– Yo lo sabré.

– ¿Por qué diablos tuvo que contárselo? ¿Es que no podía mantener la boca cerrada?

– ¿La condena por su sinceridad, Kershaw?

– ¡Bien sabe Dios que sí! -Al oír la blasfemia, Archery se sobresaltó y cerró los párpados contra la deslumbrante luz. Lo vio todo rojo. Sólo era la membrana de los párpados, pero se sentía sumergido en un lago de sangre-. La mejor política es la discreción, no la sinceridad. De todas formas, ¿qué le preocupa? Sabe muy bien que ella no se casará con su hijo si usted se opone.

– ¿Qué clase de relación tendría con mi hijo después? -dijo Archery con brusquedad. Se calmó y suavizó su voz y su expresión-. Tendré que encontrar la forma de averiguarlo. ¿Su mujer está segura?

– Nunca ha vacilado en su convicción.

– Entonces volveré a Kingsmarkham. Es una esperanza remota, ¿no es cierto? -Sus propias palabras le sonaron absurdas y añadió-: Gracias por intentar ayudarme, y por el excelente té.

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