No importa la grandeza de la
dignidad… a la que estéis llamados,
seáis mensajeros, vigilantes o
administradores…
La ordenación del sacerdocio
Sólo dos personas se sentaban en la sala pública de audiencias del juzgado de Kingsmarkham: Archery y una mujer de rasgos angulosos y consumidos, que con su larga melena gris, a la moda sin pretenderlo, y la capa que llevaba tenía un aire medieval. Probablemente fuese la madre de la muchacha que acababa de ser acusada de homicidio involuntario, y que el oficial había identificado como Elizabeth Anthea Crilling, domiciliada en el 24A de Glebe Road, Kingsmarkham, Condado de Sussex. La joven, de rasgos finos y demacrados, a excepción de sus labios carnosos, se parecía a su madre, y sus ojos se volvían sin cesar hacia los de ésta que recorrían el escuálido cuerpo de su hija, o se posaban, lacrimosos, con expresión de afecto sobre su rostro. A veces sus ojos se abrían desmesuradamente cuando una palabra o un hecho contundente la conmovían y, otras, se tornaban inexpresivos y vacíos como los de un niño deficiente, que viviese en un mundo secreto lleno de duendes y criaturas nocturnas. Un hilo invisible ligaba a la madre y a la hija, pero Archery era incapaz de decir si estaba hecho de amor o de odio. Las dos mujeres iban mal vestidas y sucias, víctimas, al parecer del clérigo, de las más bajas emociones, pero poseían alguna cualidad -¿pasión quizá?, ¿imaginación?, ¿una gran memoria?- que las diferenciaba del resto de los presentes en el tribunal.
El clérigo tenía suficientes conocimientos de leyes como para saber que en aquella audiencia no se podía hacer otra cosa que citar a la muchacha ante un tribunal superior. Todos los testimonios, que estaban siendo laboriosamente transcritos, declaraban en su contra. Elizabeth Crilling, según el dueño del Swan, de Flagford, había estado bebiendo en su local desde las seis y media. Le había servido siete whiskys dobles y, cuando se negó a servirle otro, ella empezó a insultarle hasta que él la amenazó con llamar a la policía.
– No tengo otra alternativa que citarla para que se celebre una vista ante la audiencia de Lewes -decía el presidente del tribunal-… no debe esperar ningún tipo de merced, ni debe temer ninguna amenaza que pueda…
Un grito surgió de la galería pública:
– ¿Qué le van a hacer? -La señora Crilling se incorporó de un salto, y su voluminosa capa onduló, creando una corriente de aire que recorrió la sala-. No van a enviarla a la cárcel, ¿verdad?
Sin saber muy bien por qué, Archery se dirigió al otro lado del banco hasta llegar a ella. Al mismo tiempo, el sargento Martin se acercó a grandes zancadas, mirando airadamente al clérigo.
– Señora, sería mejor que esperase fuera.
Ella se apartó del oficial, arropándose con la capa, como si hiciese frío en vez de un calor sofocante.
– ¡No voy a permitir que encerréis a mi hija! -Empujó al sargento que se interponía entre ella y el tribunal-. ¡Aléjese de mí, sádico asqueroso!
– Saquen a esa mujer de la sala -ordenó el magistrado con frialdad. La señora Crilling giró en redondo y se volvió hacia Archery, le tomó de la mano, y le dijo-: Usted parece una persona amable. ¿Es mi amigo?
Archery sintió un profundo embarazo, pero murmuró:
– Creo que tiene derecho a pedir una fianza.
La mujer policía que estaba al lado del banquillo de los acusados, se acercó a ellos, y dijo:
– ¡Venga, señora Crilling! Acompáñame, por favor…
– ¡Una fianza, quiero una fianza! Este caballero es un viejo amigo mío y dice que tengo derecho a pedir una fianza para mi hija. ¡Exijo los derechos de mi nena!
– No puedo tolerar este tipo de conducta. -El magistrado miró con desprecio a Archery, y éste se sentó, liberándose de un tirón de la señora Crilling-. ¿Debo entender que desea solicitar la libertad bajo fianza para su hija? -Volvió los ojos hacia Elizabeth, que asintió con un gesto desafiante.
– Le prepararé una buena taza de té, señora Crilling -dijo la mujer policía-. Venga conmigo. -Puso su brazo alrededor de la cintura de la madre demente y la acompañó al exterior de la sala. El magistrado consultó con su ayudante, y Elizabeth Crilling fue puesta en libertad bajo fianza de mil libras, quinientas a cargo de ella misma y las otras quinientas de su madre.
– ¡Pónganse en pie, por favor! -dijo el oficial. La sesión había concluido.
Al otro lado de la sala, Wexford guardaba sus documentos en un maletín.
– En la necesidad se conoce al amigo -dijo a Burden, mirando a Archery-. Escuche lo que le digo, le va a costar liberarse de las garras de mamá Crilling. ¿Recuerda aquella vez que tuvimos que ingresarla en la unidad psiquiátrica de Stowerton? En esa ocasión, usted era el amigo. Intentó besarle, ¿no es cierto?
– No me lo recuerde -dijo Burden.
– Lo de anoche fue bastante curioso, ¿no le parece? Fue una casualidad que Archery estuviese aquí en aquel momento, para mostrar a aquel muchacho el camino al paraíso.
– Fue una suerte.
– Sólo recuerdo otro caso similar, aparte de los católicos, desde luego. -Dio media vuelta hacia el clérigo que avanzaba entre los bancos, en su dirección-. Buenos días, señor. Espero que haya dormido bien. Le estaba contando al inspector el caso de un hombre que murió en Forby, al poco tiempo de llegar yo aquí. Fue hace veinte años por los menos. No lo he olvidado nunca. Era muy joven, también, y fue atropellado por un camión. Pero este muchacho no estaba callado, gritaba algo sobre una chica y un niño. -Hizo una pausa-. ¿Ha dicho usted alguna cosa señor Archery? Perdone, creí oírle decir algo. Aquel hombre tampoco paraba de pedir un sacerdote.
– Espero que su deseo se cumpliese.
Bueno, la verdad es que no fue así. Murió sin confesión. El coche del vicario se averió en el camino. Es curioso que siga recordándolo. Se llamaba Grace, John Grace. ¿Nos vamos?
Las Crilling se habían marchado. Cuando salieron a la calle, la mujer policía se acercó a Wexford, y le dijo:
– La señora Crilling me dio una nota, señor. Me pidió que se la entregase al señor Archery.
– Voy a darle un consejo -dijo Wexford-. Tírela a la basura. Esta mujer está como una cabra. -Pero Archery ya había abierto el sobre.
«Estimado señor:
»Me han dicho que es usted un hombre de Dios. Bendito sea aquel hombre que no se sienta entre los desdeñosos. Dios le ha enviado para ayudarnos a mí y a mi nena. Le espero en casa esta tarde para darle las gracias personalmente.
Con afecto, su amiga. Josephine Crilling.»
En la habitación de Archery se combinaban armoniosamente lo mejor de lo antiguo y lo moderno: tenía vigas en el techo y las paredes estaban pintadas de rosa con motivos heráldicos grabados, en contraste el suelo estaba enmoquetado y disponía de un buen número de lámparas en las paredes y la cabecera, y también había un teléfono. El clérigo se lavó las manos en el lavabo rosa (en el cuarto de baño privado que él consideraba un lujo injustificado), luego, cogió el teléfono y pidió una conferencia con Thringford, Essex.
– ¿Querida?
– ¡Henry! ¡Gracias a Dios que has llamado! He telefoneado un montón de veces a ese Olive Branch, o cómo se llame.
– ¿Ocurre algo?
He recibido una carta terrible de Charles. Por lo visto, la pobre Tess llamó a sus padres ayer por la tarde y ahora le ha dicho a Charles que quiere romper el compromiso definitivamente. Dice que no sería justo para él, ni para nosotros.
– ¿Y…?
– Y Charles dice que si Tess no se casa con él, dejará Oxford y se irá a África, a luchar por Zimbabwe.
¡Es completamente ridículo!
– Dice que si tratas de impedirlo, hará algo terrible para que le expulsen.
– ¿Eso es todo?
– ¡Qué va! Hay mucho más. Vamos a ver. Tengo la carta por aquí. «… ¿Qué sentido tiene que papá babee… (lo siento, cariño, ¿qué significa? ¿algo horrible?)…siempre discursitos sobre la confianza y la fe cuando no acepta la palabra de Tess ni la de su madre? Yo mismo he estado examinando el caso, o mejor dicho, fiasco, con detenimiento y está lleno de contradicciones. No le costaría mucho a papá convencer al ministro de Gobernación para que volviera a abrirlo. Además, había una herencia por medio que nunca se mencionó en el juicio. Tres personas heredaron sumas respetables, y al menos una de ellas estuvo rondando por la casa el día en que la señora Primero murió…»
– Muy bien -dijo Archery en tono cansado-. Por si no lo recuerdas, Mary, tengo una transcripción del juicio que me costó doscientas libras. Aparte de eso, ¿cómo va todo?
– El señor Sims se está comportando de una forma un tanto rara. -El señor Sims era el coadjutor de Archery-. Según lo que me ha dicho la señorita Bayliss, se guarda el pan de la comunión en el bolsillo y, esta mañana, a ella le entró un largo pelo rubio en la boca.
Archery sonrió. A su esposa se le daba mejor el chismorreo de la parroquia que resolver asesinatos. Su imagen vino a su mente, era una mujer grande y atractiva, preocupada por las arrugas de su rostro, que él nunca advertía. El clérigo empezaba a echarla de menos.
– Ahora, presta atención, cariño. Escribe a Charles. Debes ser diplomática. Dile que el comportamiento de Tess es admirable y que he tenido varias conversaciones interesantes con la policía. Si veo que hay la más mínima posibilidad de conseguir que reabran el caso, escribiré al ministro de Gobernación.
– Eso es maravilloso, Henry. Acabo de escuchar el segundo aviso de la telefonista. Voy a colgar. A propósito, Rusty cazó un ratón esta mañana, y lo dejó en la bañera. Él y Tawny te echan de menos.
– Dales un beso de mi parte -dijo Archery para complacerla.
Bajó las escaleras y entró en el comedor fresco y oscuro, pidió un plato con el nombre de Navarin d’agneau y, en un arrebato de imprudencia, media botella de Anjou. Las ventanas estaban abiertas, pero algunas tenían las contraventanas verdes cerradas. La mesa situada junto a una de ellas, con su mantel blanco, sus sillas de mimbre y su macetero lleno de guisantes de olor, le recordó un Dufy que colgaba en la pared del estudio de su casa. La luz que se filtraba dibujaba unas líneas doradas sobre la mesa y los dos juegos de cubiertos de plata.
Aparte de él y media docena de residentes entrados en años, el comedor estaba vacío, pero entonces se abrió la puerta que daba al bar, y el maître hizo pasar a una pareja. Archery se preguntó si la dirección pondría objeciones al caniche que la mujer acunaba en sus brazos. Pero el maître sonreía respetuosamente y el clérigo observó cómo aquél daba una palmadita en la lanuda cabeza del animal.
El hombre era menudo y moreno, y hasta bien parecido si no fuese por sus vidriosos ojos enrojecidos. A Archery le daba la impresión que llevaba lentes de contacto. El recién llegado se sentó en la mesa del Dufy, abrió un paquete de Peter Stuyvesant y vació el contenido dentro de una pitillera de oro. A pesar de su evidente refinamiento: pelo impecable, traje de buen corte, piel lisa y tersa, había algo grosero en la forma con que aquel hombre rasgaba el papel. Cuando tiró el paquete vacío encima de la mesa, el clérigo percibió el destello de un anillo de bodas y de una sortija de sello en la suave luz de la habitación. A Archery le divirtió la cantidad de joyas que llevaba aquel hombre: un alfiler de corbata con un zafiro y un reloj, además de los anillos.
En cambio, la mujer no lucía ninguna. Ella iba vestida con sobriedad, llevaba un traje de seda de color crema que hacía juego con su sombrero, y toda ella, desde el sombrero con velo y su cabello, a los tobillos cruzados, parecía iluminada por una luz pálida, como si despidiera un tenue resplandor. Salvo en las películas o en las revistas de Mary, Archery nunca había visto una mujer tan bella. Comparada con ella, Tess no era más que una muchacha mona. Al clérigo le hizo pensar en una orquídea color marfil o en una rosa que, al sacarla de la caja de celofán de la floristería, aún retuviese su pátina de rocío.
Archery sacudió la cabeza y concentró su atención en el Navarin que resultó ser dos chuletas de cordero con una salsa oscura.
Entre la calle principal de Kingsmarkham y la carretera de Kingsbrook, se alzaba un conjunto de espantosas casas adosadas, enlucidas con una mezcla de argamasa y grava que los constructores llaman enguijarrado. En los días calurosos, cuando las calles polvorientas reverberan a causa del calor, las hileras de viviendas parduzcas parecen estar hechas de arena, como si las hubiese construido el hijo de un gigante con sus toscas herramientas, sin ninguna imaginación.
Archery encontró Glebe Road, valiéndose del tradicional y sencillo recurso de preguntar a un guardia. Se estaba volviendo un experto en interrogar a los policías y éste, de bajo rango, era un joven que dirigía el tráfico en un cruce.
Glebe Road era tan recta, tan larga, y tan homogénea que podía haber sido diseñada por los romanos. Las casas de arena no tenían ni un solo elemento de madera. Los marcos de las ventanas eran de metal y los tejados de los porches, excrecencias de yeso con guijarros. Cada cuatro casas, había un arco en la fachada que comunicaba con la parte trasera y a través de ellos se divisaban los cobertizos, las carboneras, y los contenedores de basura.
La numeración de la calle empezaba por el extremo que daba a la carretera de Kingsbrook, así que Archery tuvo que recorrer casi un kilómetro andando hasta dar con el número 24. Los pies le ardían al avanzar sobre los adoquines calientes y el alquitrán semiderretido. El clérigo abrió la verja y vio que el tejado del porche cubría no una, sino dos puertas. La casa había sido dividida en dos minúsculos pisos. Él hizo sonar la aldaba de la puerta 24A y esperó.
Al no obtener respuesta, volvió a llamar; oyó chirriar unas ruedas y un muchacho con patines salió de debajo del arco, y ni siquiera le miró. Quizá la señora Crilling estuviese durmiendo. El calor de la tarde invitaba a hacer la siesta, y el propio Archery se sentía un poco fatigado.
Éste retrocedió entonces y miró a través del arco. En ese momento, el clérigo oyó abrir y cerrar una puerta. Así que había alguien en casa. Dobló la esquina de la pared arenosa y se encontró cara a cara con Elizabeth Crilling.
Enseguida Archery pensó que ella no le había abierto la puerta, porque probablemente no habría oído su llamada. Era evidente que la muchacha iba a salir. La señorita Crilling se había cambiado el vestido negro por otro más corto y recto de algodón azul, que insinuaba la forma de sus prominentes caderas, calzaba unas babuchas blancas y llevaba un voluminoso bolso, blanco y dorado.
– ¿Qué quiere? -Era evidente que no sabía quién era él. A Archery le pareció vieja, acabada, como si alguien la hubiese utilizado y desgastado-. Si pretende vender algo -dijo ella-, se ha equivocado de casa.
– Esta mañana conocí a su madre en el juzgado -dijo Archery-. Me pidió que viniese a verla.
Su sonrisa tenía cierto encanto, porque su boca estaba bien formada y tenía unos dientes bonitos; pero se desvaneció enseguida.
– Eso -dijo ella- fue esta mañana.
– ¿Está su madre en casa? -Miró desalentado hacia las dos puertas-. Yo… verá… ¿cuál es su piso?
– ¿Lo dice en serio? Ya es bastante molesto tener que compartir la casa con ella. Sólo un paralítico sordo como una tapia podría vivir debajo de ella.
– ¿Puedo pasar?
– Haga lo que quiera. Es poco probable que ella salga. -Cruzó la correa del bolso por encima de su hombro derecho e hizo pasar la banda azul entre sus pechos. Sin saber por qué, Archery recordó a la exquisita dama del comedor del Olive and Dove, su piel delicada y su elegancia natural.
La piel de Elizabeth Crilling era grasienta. En la deslumbrante luz de la tarde, tenía la textura de la piel de un limón.
– Pase -dijo ella bruscamente. Dio la vuelta a la llave, abrió la puerta de un empujón y se marchó, haciendo resonar sus babuchas por el camino de entrada-. No le va a morder -dijo por encima del hombro-. Al menos es poco probable. A mí me mordió una vez, pero hubo… bueno, circunstancias atenuantes.
Archery entró en el vestíbulo. Había tres puertas, pero todas estaban cerradas. Tosió discretamente y, llamó:
– ¿Señora Crilling?
El lugar estaba mal ventilado y reinaba un silencio sepulcral. El clérigo vaciló unos instantes y, luego, abrió la primera de las puertas. Dentro había un dormitorio dividido en dos por un tabique de conglomerado. Se había estado preguntando de qué vivían aquellas dos mujeres, pero ahora lo sabía, tenían que ocupar la habitación de en medio. Archery llamó a la puerta y la abrió.
A pesar de que las ventanas estaban entreabiertas, el aire estaba lleno de humo, había dos ceniceros colocados encima de una mesa plegable, atestados de colillas, se veían papeles y desechos por todas partes y todo estaba cubierto por una capa de polvo. Al entrar, un periquito azul empezó a piar agudamente, sacudiendo violentamente su minúscula jaula.
La señora Crilling llevaba una bata de nailon rosa que parecía haber sido diseñada para una recién casada. «Desde su luna de miel, pensó Archery, había pasado mucho tiempo», porque la bata, manchada y rasgada, presentaba un estado deplorable. Ella estaba sentada en un sillón contemplando por la ventana un trozo de tierra cercado, en la parte trasera. No podía llamársele jardín, porque allí sólo crecían ortigas, maleza, y zarzas infestadas de moscas.
– Señora Crilling, ¿recuerda usted que me invitó a venir esta tarde?
El rostro que asomó por detrás de la oreja del sillón podía haber intimidado a cualquiera. Parecía que sus ojos iban a salirse de sus órbitas. Sus músculos parecían tensos y arqueados, como si padeciese alguna agonía interna. El cabello blanco, peinado a la moda de las adolescentes, cubría sus pómulos prominentes.
– ¿Quién es usted? -La señora Crilling se levantó con dificultad, agarrándose al sillón, y volvió lentamente la cara hacia él. El escote en forma de V de la bata dejaba ver un valle labrado y marchito como el lecho de un torrente, seco desde hace tiempo.
– Nos conocimos esta mañana, en el juzgado. Usted me escribió una…
Archery se detuvo. Ella había acercado su cara a sólo unos centímetros de la suya y parecía escudriñarla; luego, dio un paso atrás y soltó una risa aguda que el periquito imitó.
– Señora Crilling, ¿se encuentra bien? ¿Puedo hacer algo por usted?
Ella se llevó las manos al cuello y la risa se transformó en un jadeo.
– Las pastillas… tengo asma… -gimió. A pesar del susto y el desconcierto, logró dar media vuelta y coger un frasco de pastillas que había entre la basura de la repisa de la chimenea-. ¡Déme las pastillas y… váyase de aquí!
– Discúlpeme si he hecho algo que la haya podido molestar.
Ella no hizo ademán de tomar una pastilla sino que apretó el frasco contra su pecho convulso. El movimiento hizo que las pastillas repiqueteasen dentro del frasco y el pajarito empezó a batir sus alas contra los barrotes de la jaula, en un crescendo frenético, mitad canto, mitad dolor.
– ¿Dónde está mi nena? -preguntó. ¿Se referiría a Elizabeth? Sí, tenía que ser ella.
– Ha salido. Me crucé con ella en el porche. Señora Crilling, ¿quiere que le traiga un vaso de agua? ¿Una taza de té?
– ¿Té? No quiero té. Eso mismo me dijo la mujer policía, esta mañana: «Venga, señora Crilling, le voy a preparar una taza de té.» -Se retorció de dolor y cayó de espaldas sobre un sillón, luchando por respirar-. Usted… mi nena… pensaba que era mi amigo… ¡Aaah!
Archery estaba realmente asustado. Salió corriendo de la habitación, entró en la mugrienta cocina y llenó un vaso de agua. El alféizar de la ventana estaba atiborrado de frascos vacíos de farmacia y entre ellos había una jeringa hipodérmica sucia al lado de un cuentagotas igualmente pringoso. Cuando el clérigo regresó, la señora Crilling seguía resollando y temblando. Archery se preguntaba si debería obligarla a tomar las pastillas; la verdad es que ni siquiera sabía si se atrevería a hacerlo. En la etiqueta del frasco ponía: «Señora J. Crilling. Tomar dos en caso de necesidad.» Sacó dos pastillas del frasco y, sosteniendo a la mujer con el otro brazo, se las metió en la boca a la fuerza. Ella se atragantó y parte del agua resbaló por las comisuras de su boca. Archery apenas pudo contener un acceso de náuseas.
– Repugnante… horrible -murmuró ella. Logró sentarla en el sillón, ayudándola con cuidado, y juntó las solapas abiertas de su bata. Movido por una mezcla de piedad y temor, el clérigo se arrodilló a su lado.
– Seré su amigo si es eso lo que desea -dijo para tranquilizarla.
Sus palabras produjeron el efecto contrario. Ella hizo un tremendo esfuerzo para respirar, abrió la boca y Archery pudo ver su lengua alzarse temblorosa contra el cielo de la boca.
– ¡No es mi amigo… es un enemigo… un amigo de la policía! Quiere llevarse a mi nena… le vi con ellos… le vi salir con ellos. -Él se levantó y dio un paso hacia atrás. Nunca hubiera imaginado que a aquella mujer le quedasen fuerzas para gritar después de un ataque semejante, y cuando dio aquel alarido tan estridente y ensordecedor como el de un niño, él se tapó automáticamente los oídos con las manos-. ¡No permitiré que se la lleven! ¡No la meterán en la cárcel! ¡Allí, lo descubrirán! ¡Ella se lo dirá… mi nena… tendrá que decírselo! -La señora Crilling se levantó de un salto, con la boca abierta y agitando los brazos-. ¡Lo sabrán todo! Antes la mataré, la mataré… ¿me oye?
El ventanal estaba abierto. Archery retrocedió y salió a trompicones al exterior, hasta que chocó de espaldas contra una enorme mata de ortigas. Los jadeos incoherentes de la señora Crilling habían dado paso a una sarta de improperios. Finalmente, el clérigo encontró una puerta en la verja de alambre, la abrió, se limpió el sudor de la frente y se refugió en la fresca oscuridad del arco de la pared arenosa.
– Buenas tardes, señor. No tiene buen aspecto. ¿Le sienta mal el calor?
Archery se hallaba inclinado sobre el pretil del puente, respirando profundamente, cuando el policía apareció a su lado.
– Usted es el inspector Burden, ¿no es así? -Se sacudió y parpadeó. Había algo reconfortante en la apacible mirada de aquel hombre y en los transeúntes que cruzaban tranquilamente el puente-. Vengo de ver a la señora Crilling y…
– ¡No hace falta que diga nada más, señor! Le comprendo muy bien.
– La dejé en medio de un ataque de asma. Quizá debería haber llamado a un médico o a una ambulancia. Francamente, no sabía qué hacer.
Había un mendrugo de pan viejo encima del pretil. Burden lo lanzó al agua y un cisne se zambulló tras él.
– Ella no está bien de la cabeza, señor Archery. Debí haberle prevenido de lo que le esperaba. Le montó una de sus escenas, ¿no es así? -Archery asintió-. La próxima vez que la vea seguro que está más suave que un guante. Según cómo le da, tan pronto está bien, como todo lo contrarío. Se llama enfermedad maníaco-depresiva. Me dirigía al Carousel a tomar una taza de té. ¿Por qué no me acompaña?
Recorrieron juntos High Street. Algunas tiendas se protegían del sol con descoloridos toldos a rayas, proyectando una sombra oscura como la noche, bajo la luz despiadada de aquel cielo azul como el del Mediterráneo. El interior del Carousel estaba oscuro y mal ventilado, y olía a matamoscas.
– Té para dos, por favor -dijo Burden.
– Hábleme de las Crilling.
– Hay mucho que contar de ellas, señor Archery. El marido de la señora Crilling murió, dejándola sin un céntimo, así que se mudó a la ciudad y consiguió un trabajo. La hija, Elizabeth, fue siempre una niña problemática, pero empeoró por culpa de su madre. Ésta la llevó a ver a varios psiquiatras (no sé de dónde sacaba el dinero) y cuando la obligaron a llevarla a la escuela, la señora Crilling recorrió un colegio tras otro. Durante una temporada, Elizabeth estuvo en el St. Catherine’s de Sewingbury, pero la expulsaron. Cuando tenía unos catorce años tuvo que comparecer ante el Tribunal de Protección de Menores de Kingsmarkham, puesto que se consideró que la muchacha carecía de los cuidados y la protección necesaria y la separaron de su madre. Pero, finalmente, Elizabeth regresó a casa. Algo normal en este tipo de casos.
– ¿Cree usted que todo lo que le ha estado sucediendo a esta joven y el propio desarrollo de su personalidad tienen algo que ver con el hecho de que fuese ella quien encontró el cuerpo de la señora Primero?
– Puede que sí. -Al llegar la camarera con el té, Burden levantó la vista y sonrió-. Muchísimas gracias, señorita. ¿Quiere azúcar, señor Archery? No, yo tampoco tomo. -Carraspeó y prosiguió-: Creo que las cosas hubieran sido diferentes si Liz se hubiese criado en una familia apropiada, pero la señora Crilling siempre fue muy inestable. Ella cambiaba de trabajo a menudo, hasta que acabó de dependienta en una tienda. Tengo entendido que un familiar las ayudaba económicamente. La señora Crilling solía estar de baja con frecuencia, con el pretexto de su asma, aunque la verdadera razón era porque estaba loca.
– ¿Está legalmente incapacitada?
– Le sorprendería saber lo difícil que es incapacitar a alguien, señor. El doctor decía que podría conseguir un mandamiento de emergencia, si conseguía presenciar uno de sus ataques, pero ya sabe usted que este tipo de enfermos son muy astutos, cuando llega el doctor se comportan con la misma normalidad que usted o yo. En un par de ocasiones la señora Crilling ingresó voluntariamente en Stowerton. Hace unos cuatro años, ella inició una relación con un hombre, fue algo que se comentó por toda la ciudad. En esa época, Elizabeth estaba estudiando para ser fisioterapeuta. Al final, resultó que el novio prefirió a la joven Liz.
– Mater pulchra, filia pulchrior -murmuró Archery.
– Usted lo ha dicho. Ella dejó sus estudios y se fue a vivir con él. La señora Crilling volvió a perder la chaveta y pasó seis meses en Stowerton. Al salir del hospital, no les dejaba en paz: cartas, llamadas telefónicas, visitas imprevistas, de todo. Liz no pudo soportarlo y, finalmente, regresó a casa de su madre. El novio andaba metido en el mercado de coches, y le regaló el dichoso Mini.
Archery suspiró, y dijo:
– No sé si debería decirle esto, pero usted y el señor Wexford han sido tan amables conmigo… -A Burden le empezó a remorder la conciencia. Amables no era la palabra-. La señora Crilling dijo que si encerraban a Elizabeth…, es posible que la chica vaya a la cárcel, ¿no es cierto?
– Sí, es muy posible.
– Pues, ella dice que entonces su hija les contaría algo, a usted o a las autoridades de la prisión, a quien sea. Tengo la impresión de que Elizabeth se vería obligada a revelar alguna información que la señora Crilling no quiere que se sepa.
– Le estoy muy agradecido, señor. Tendremos que esperar a ver qué nos depara el futuro.
Archery terminó su té. De pronto se sintió desleal. ¿Había traicionado a la señora Crilling porque quería mantener unas buenas relaciones con la policía?
– Me pregunto -dijo, justificándose- si lo que intenta ocultar podría tener alguna relación con el asesinato de la señora Primero. No veo por qué la señora Crilling no pudo haberse llevado el impermeable y después ocultarlo. Usted mismo ha dicho que es una mujer trastornada. Ella estaba allí y, al igual que Painter, tuvo la oportunidad de hacerlo.
Burden negó con la cabeza, y preguntó:
– ¿Y cuál fue el móvil?
– Los locos tienen motivos que, a la gente normal, pueden parecerles impensables.
– Pero adora a su hija, a su manera. Nunca habría llevado a la niña consigo.
– En el juicio -dijo Archery lentamente-, la señora Crilling dijo que la primera vez que fue a la casa eran las seis y veinticinco. Pero no tenemos más que su palabra. Supongamos que pasó por allí después de que Painter hubiera ido y se hubiera marchado. Luego ella pudo regresar con la niña porque nadie iba a creer que una supuesta asesina dejaría que una niña encontrase un cuerpo que ella sabía que estaba allí.
– Ha errado su vocación, señor -dijo Burden, levantándose de la mesa-. Debería haber sido policía. Ahora sería superintendente.
– Me estoy dejando llevar por la imaginación -dijo Archery. Para evitar que siguiera con la broma, cambió de tema rápidamente, y añadió-: ¿Conoce usted por casualidad las horas de visita del hospital de Stowerton?
– ¿Así que Alice Flower es la siguiente persona de su lista? Las horas de visita son de siete a siete y media, pero yo en su lugar llamaría primero a la enfermera jefe.