Las palabras de su boca eran
dulces como la miel, pero en su
corazón anidaba la guerra: sus
palabras eran balsámicas como el
aceite, pero tenían el filo de una
espada.
Salmo 55, asignado al décimo día
– Supongo que todo esto no tiene ningún sentido, ¿verdad?
– ¿El qué, Mike? ¿Cree que Elizabeth Crilling tiene algún oscuro secreto que su madre no quiere que le arranquemos bajo tortura?
Burden bajó las persianas para defenderse de la intensidad de la luz de aquella mañana.
– Las Crilling siempre me ponen nervioso -dijo.
– Ellas son tan excéntricas como la mayoría de los que pasan por comisaría -dijo Wexford despreocupadamente-. Liz va a tener que comparecer ante el tribunal, entre otras cosas porque dudo de la habilidad de la señora Crilling para sacarle mil libras a su cuñado o a quien quiera que sea el que las mantiene, y si tiene algo que decirnos, nos lo dirá.
La expresión de Burden, aunque conciliadora, era obstinada.
– No dejo de pensar que sea lo que sea puede tener relación con Painter -dijo.
Wexford estaba hojeando un grueso listín telefónico de color naranja y, en ese momento, lo tiró con violencia sobre la mesa.
– ¡Por el amor de Dios, ya es demasiado! ¿Qué es esto? ¿Un complot para probar que no sé hacer mi trabajo?
– Disculpe, señor, sabe que no quería decir eso.
– No sé nada de nada, Mike. Sólo sé que el caso de Painter está cerrado, y nadie tiene la más mínima posibilidad de probar que no fue él el asesino. -Se calmó poco a poco, y extendió las manos por encima del listín como dos inflexibles abanicos-. Puede interrogar a Liz si lo desea. O mejor, pídale a Archery que lo haga. Ése trabaja muy deprisa.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué lo dice?
– No importa. Quizá usted no, pero yo tengo mucho trabajo y… -dijo Wexford-…estoy hasta la coronilla de tropezarme con Painter a todas las horas del día.
Archery había dormido profundamente y sin sueños. Él pensó que sería porque había tenido tantos estando despierto que no pudo aparecer ninguno nuevo mientras dormía. El teléfono le despertó del todo. Era su mujer.
– Lo siento, cariño, sé que es muy temprano, pero he recibido otra carta de Charles.
Había una taza fría de té al lado de la cama. Archery se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Encontró su reloj y vio que eran las nueve.
– ¿Cómo estás?
– Bien. Parece que todavía estés en la cama.
Archery murmuró alguna cosa.
– Ahora, escucha. Charles dice que se marcha mañana y que irá directamente a Kingsmarkham.
– ¿Se marcha?
– ¡Vamos, Henry, no es para tanto! Sólo va a perder los tres últimos días del curso.
– Mientras no esté cumpliendo con su amenaza. ¿Va a venir al Olive?
– ¡Naturalmente! En algún sitio tendrá que quedarse. Sé que es caro, cariño, pero ha conseguido un trabajo para agosto y septiembre, en una fábrica de cerveza. Suena horrible pero va a ganar dieciséis libras a la semana y te podrá devolver el dinero.
– No sabía que mi hijo me considerara tacaño.
– Sabes que no quería decir eso. Estás muy susceptible esta mañana…
Después de que ella colgara, Archery se quedó con el auricular en la mano durante unos momentos. Se preguntó por qué no le había pedido a ella que viniese también. Quería hacerlo la noche anterior… Pero había estado tan adormecido mientras hablaba que apenas recordaba lo que le había dicho. La voz de la telefonista interrumpió sus pensamientos:
– ¿Ha terminado usted o quiere hacer alguna llamada?
– No, gracias. He terminado.
Las pequeñas casas arenosas de Glebe Road parecían decoloradas y agostadas por el sol. Aquella mañana recordaban más que nunca a las moradas del desierto, rodeadas cada una de ellas por su humilde oasis privado.
Burden se dirigió primero al número 102. Un viejo conocido suyo vivía allí, era un hombre con un extenso historial policial y un sentido del humor bastante negro, llamado Monkey Matthews. Burden pensaba que existían bastantes posibilidades de que él fuese el autor de una bomba casera, un extraño invento a base de llenar con azúcar y herbicida una botella vacía de whisky, que esa misma mañana alguien había depositado en el buzón de una rubia de dudosa reputación. La bomba destruyó el vestíbulo del piso, pero no llegó a alcanzar a la mujer, ya que ella y su amante se encontraban en la cama, pero el policía pensó que de todos modos constituía una tentativa de asesinato.
Burden llamó primero a la puerta y luego pulsó el timbre, aunque estaba seguro de que este último no funcionaba. Después se dirigió a la parte de atrás de la casa y se encontró hundido hasta los tobillos en desperdicios, ruedas de cochecito, ropa vieja, periódicos y botellas vacías. Miró por la ventana de la cocina. Había un paquete abierto de herbicida -cloruro sódico- en el alféizar de la ventana. ¿Cómo se podía ser tan confiado, o tan estúpido? Burden volvió a la calle, entró en una cabina telefónica y avisó a Bryant y Gates para que viniesen a detener al ocupante del número 102 de Glebe Road.
El número 24 estaba en la misma acera. Se encontraba tan cerca de la casa que el inspector no vio ningún inconveniente en aprovechar la ocasión para conversar un rato con Liz Crilling. La puerta principal estaba cerrada, pero no habían echado el pestillo. Burden tosió ligeramente antes de entrar.
En la habitación del fondo, una radio de plástico emitía música moderna. Elizabeth Crilling estaba sentada ante una mesa, leyendo la sección de ofertas de trabajo del periódico local de la semana anterior, sólo llevaba puesta una combinación, que tenía uno de los tirantes sujeto por un imperdible.
– No recuerdo haberle invitado a entrar.
Burden la miró con desagrado.
– ¿Le importaría ponerse algo? -Ella no se movió y siguió leyendo el periódico. Él examinó la lúgubre y desordenada habitación y, de uno de los montones de ropa, seleccionó algo que parecía una bata, una prenda de color rosa, cuyos volantes evocaban pétalos marchitos-. Tenga -dijo, y al observar el estremecimiento que la sacudió al ponérsela, Burden pensó que quizá la muchacha no se encontrase bien. Le venía demasiado grande, evidentemente no era suya.
– ¿Dónde está su madre?
– No tengo ni idea. Habrá salido. No soy su niñera. -Sonrió de pronto, mostrando sus bonitos dientes-. ¿Usted cree que debo preocuparme por ella? ¡Qué gracia! A propósito… -La sonrisa desapareció y exclamó-: ¿Qué hacía ese clérigo por aquí?
Burden nunca contestaba una pregunta si lo podía evitar.
– Veo que está usted buscando trabajo.
Ella frunció los labios, y dijo:
– Llamé a mi empresa ayer, cuando salí del maldito juzgado, y me dijeron que estaba despedida. Eso se lo tengo que agradecer a usted. -Burden inclinó la cabeza cortésmente-. Total, que tengo que encontrar otro trabajo, ¿qué remedio me queda? Buscan chicas para una fábrica de impermeables, y dicen que, con las horas extras, puedes llegar a ganar hasta veinte libras a la semana.
Burden recordó la educación que Liz Crilling había recibido, sus familiares le habían costeado los estudios en los colegios más caros. Ella le dirigió una mirada desafiante y añadió:
– No hay ningún mal en ir a verles: total, ¿qué más da? La vida es un infierno de todas formas. -Soltó una carcajada, se acercó a la chimenea y se apoyó contra la repisa, mirándole fijamente. La bata abierta y la ropa interior gastada resultaban provocativas, de manera cruda y directa, y estaban en consonancia con el tiempo bochornoso y el desbarajuste de la habitación-. ¿A qué se debe el honor? ¿Se siente sólo, inspector? Me han dicho que su mujer está fuera. -Liz sacó un cigarrillo y se lo colocó entre los labios. Su dedo índice estaba manchado de nicotina, la uña amarilla y las cutículas mordisqueadas-. ¿Dónde demonios están las cerillas?
Hubo algo en la mirada de recelo que ella le lanzó por encima del hombro que le impulsó a seguirla a la cocina. Una vez allí, Liz se volvió hacia él, cogió una caja de cerillas y se colocó en la puerta para impedir que saliese. Burden se puso en guardia. Ella le tendió la caja de cerillas, mientras decía:
– ¿Sería usted tan amable de encendérmelo?
Sin vacilar, él encendió una cerilla. Ella se acercó más a él y, cuando la llama prendió fuego al tabaco, agarró con fuerza su mano. Durante una fracción de segundo, a Burden le embargó una emoción que su pudibundo carácter definía como vil, pero inmediatamente ese mismo carácter, su sentido del deber y una repentina desconfianza volvieron a imponerse. La joven respiraba con dificultad, pero él estaba seguro de que no se debía a su proximidad. Con la facultad que le daba la experiencia, él se apartó a un lado, liberándose de la pierna que tenía entre las suyas, y se encontró frente a lo que ella acaso pretendía ocultarle.
El fregadero estaba atestado de platos sucios, peladuras de patatas, posos de té y papel mojado, pero a aquellas alturas las Crilling ya no tenían la necesidad de ocultar la miseria en la que vivían.
– Le vendrían bien unos días libres, por lo que veo -dijo él en voz alta-, para poner en orden este sitio.
Ella se echó a reír y dijo:
– Escuche, sería usted bastante atractivo si no insistiera tanto en guardar las apariencias.
– ¿Ha estado enferma? -preguntó Burden al ver algunos frascos de píldoras vacíos, otro medio lleno y la jeringuilla-. De los nervios, me atrevería a decir.
Ella dejó de reírse.
– Son de ella.
Burden leyó las etiquetas, en silencio.
– Tiene que tomarlos para el asma. Son todos iguales. -Cuando el inspector tendió su mano para coger la jeringa, ella le agarró por la muñeca-. ¡No tiene derecho a husmear por aquí! ¡Eso es un registro y para eso necesita una orden judicial!
– Es cierto -dijo Burden apaciblemente. Regresó al salón detrás de ella y dio un respingo cuando de repente la oyó gritar-: ¡No ha contestado mi pregunta sobre el clérigo!
– Vino aquí porque conoce a la hija de Painter -dijo Burden con cautela.
Ella palideció y el policía pensó que se parecía mucho a su madre.
– ¿El que asesinó a la vieja?
Burden asintió con la cabeza.
– ¡Qué curioso! -dijo ella-. Me gustaría volver a verla. -Aunque Burden tuvo la extraña sensación de que ella estaba intentando cambiar de tema, su comentario no carecía de interés. Liz miró hacia el jardín, pero él estaba seguro de que no eran las zarzas y la desvencijada verja de alambre lo que ella veía en ese momento-. Yo solía ir a la cochera para jugar con ella. Mamá nunca lo supo. Decía que Tess no pertenecía a mi clase. Yo no lo entendía. Pensaba ¿cómo puede tener una clase, si no va a la escuela? -Levantó la mano y le propinó un empujón malintencionado a la jaula del periquito-. Mamá siempre estaba con la vieja, no hacían más que hablar, hablar y hablar, nunca lo olvidaré, y siempre me mandaba al jardín a jugar. Allí no había nada con que entretenerse hasta que un día me encontré con Tessie, que jugaba con un montón de arena… ¿Por qué me mira así?
– ¿Cómo?
– ¿Sabe ella lo de su padre? -Burden asintió-. La pobre. ¿Cómo se gana la vida?
– Está estudiando.
– ¿Estudia? ¡Dios mío!, yo también estudiaba, pero hace tiempo. -Empezó a temblar. El largo gusano de ceniza de su cigarrillo cayó sobre los volantes rosas de la bata. Miró hacia abajo y sacudió inútilmente las viejas manchas y las quemaduras. Sus movimientos semejaban los espasmos incontrolables de la corea. Se encaró con él y le vomitó todo su odio y su desesperación:
– ¿Qué intenta hacer conmigo? ¡Váyase! -gritó-. ¡Fuera de mi casa!
Cuando Burden se marchó, ella cogió una sábana rasgada de un montón de ropa sin planchar y la arrojó sobre la jaula. Con el movimiento brusco que hizo y la ráfaga de aire que levantó al hacerlo, se ondeó sobre su cuerpo aquella prenda que su madre llamaba negligé y que a ella nunca le había producido aprensión hasta ese momento en que la sintió rozar su propia piel. ¿Por qué tenía que venir aquí ese hombre y sacarlo todo a la luz otra vez? Quizá una copa le ayudase. Ciertamente, no le había servido de mucho el día anterior… De todas formas, nunca había nada de beber en aquella casa.
Un montón de periódicos, cartas viejas, facturas sin pagar, paquetes de tabaco vacíos y unas medias con carreras cayeron al suelo cuando Elizabeth abrió el armario. Buscó tras unos floreros polvorientos, entre el papel de regalo de Navidad y unos naipes sobados. Uno de los floreros tenía una forma prometedora. Lo sacó y descubrió que era una botella de licor de cerezas que su tío había regalado a su madre por su cumpleaños. Licor de frutas, dulce, repugnante… Se puso en cuclillas entre la inmundicia del suelo y se sirvió un poco en un vaso pringoso. Al cabo de unos minutos, se sentía mucho mejor, lo suficiente por lo menos como para vestirse y ponerse a buscar un cochino trabajo. Pero ahora que había empezado, ¿por qué no terminar la botella? Era increíble lo rápido que cogías el punto cuando empezabas a beber con el estómago vacío.
El cuello de la botella tintineó contra el vaso. Ella concentró sus esfuerzos para mantener firme el pulso, y no vio que el nivel del líquido seguía subiendo hasta que rebosó y se derramó sobre los volantes rosas esparcidos por el suelo.
Líquido rojo por todas partes. «¡Menos mal que no presumimos de casa!» pensó, y entonces bajó la vista y se miró: manchas rojas sobre el rosa pálido… Sus dedos rasgaron el nailon hasta que estuvieron rojos y pringados también. ¡Oh Dios, Dios! Pisoteó la tela, estremeciéndose como si fuese algo vivo y baboso, y se tiró encima del sofá.
… Ya no llevabas nada bonito, nada que ir a enseñar a Tessie. Ella se preocupaba si te ensuciabas la ropa, y un día cuando mamá estaba dentro con la abuela Rose y aquel hombre llamado Roger, te llevó arriba para ver a la tía Rene y al tío Bert, y la tía Rene te mandó ponerte un delantal viejo encima del vestido.
Tío Bert y el señor Roger. Ellos eran los únicos hombres que conocías, aparte de papá que siempre estaba enfermo mamá, decía «afligido». El tío Bert era tosco y grande. Una vez que subiste las escaleras sin hacer ruido, oíste gritar a la tía Rene y luego viste cómo la pegaba. Pero contigo él era amable y te llamaba Lizzie. Roger no te llamaba de ninguna manera, ¿cómo iba a hacerlo si nunca te hablaba, sin embargo te miraba como sí te odiara?
Fue en otoño cuando mamá te dijo que necesitabas un vestido de fiesta. Una idea bastante extravagante, porque no había fiestas a las que ir, pero mamá dijo que podrías llevarlo el día de Navidad. Era rosa, con tres volantes de tul rosa claro encima de una enagua del mismo color; el vestido más bonito que habías visto jamás…
Elizabeth Crilling sabía que una vez que hubiese empezado no había forma de parar. Sólo una cosa podía detenerlo. Apartó la vista de la tela manchada de rojo y se dirigió dando traspiés hacia la cocina en busca de su salvación.
Por teléfono, la voz de Irene Kershaw parecía fría y distante:
– Parece que su Charlie ha discutido con Tess, señor Archery. No sé de qué se trata, pero estoy segura de que no ha sido por culpa de ella, que va besando el suelo que él pisa.
– Ya son bastante mayores para saber lo que hacen -contestó Archery, sin creerse mucho lo que decía.
– Mi hija vuelve a casa mañana y realmente tiene que estar muy disgustada para perder los últimos días del curso. Los vecinos no dejan de preguntarme cuándo es la boda y no sé qué decirles. Toda esta situación está siendo muy embarazosa para mí.
La respetabilidad, siempre la dichosa respetabilidad.
– ¿Me ha llamado por alguna razón especial, señor Archery, o sólo ha sido para charlar?
– ¿Sería tan amable de darme el número de teléfono del trabajo de su marido?
– Si ustedes pudieran verse -dijo con un tono más agradable- e intentar arreglar todo esto, sería magnífico. Me es muy difícil aceptar la idea de que alguien pueda, bueno, rechazar a mi Tess. -Archery no contestó-. El número es Uplands 62234.
Kershaw tenía una extensión propia y una jovial secretaria con acento cockney.
– Quiero escribir una carta al comandante de Painter -dijo Archery después de intercambiar las obligadas cortesías.
Le pareció que Kershaw vacilaba, pero luego con su voz enérgica tan característica dijo:
– No sé su nombre, pero sé que Painter estuvo en la infantería ligera del duque de Babraham, en el III Batallón. Seguramente podrán darle más información en el Ministerio de Defensa.
– La defensa no le citó en el juicio, pero tal vez sirva de ayuda si me proporciona un informe favorable de Painter.
– Si es posible. ¿Por qué cree usted que no le citó la defensa, señor Archery?
En el Ministerio de Defensa se mostraron muy atentos. El III Batallón había estado bajo el mando del coronel Cosmo Plashet, que ahora era un hombre muy mayor, ya retirado, que vivía en Westmorland. Archery redactó varios borradores de la carta antes de escribir la definitiva al coronel Plashet, y aunque ésta no acababa de convencerle, decidió que debía darla por buena. Después del almuerzo el clérigo salió para echarla al correo.
Fue paseando sin prisas hacia la oficina de correos; le sobraba tiempo y no tenía la menor idea de qué debía hacer a continuación. Charles iba a llegar el día siguiente, lleno de ideas y planes extravagantes, pero sería alentador tener un ayudante, o, conociendo a Charles, un director. No le vendría nada mal tampoco que alguien le dirigiese. «Las pesquisas eran para la policía -pensó-, para expertos entrenados, que disponen de todos los medios materiales necesarios para la investigación.»
Entonces Archery la vio. Ella salía de la floristería situada junto a la oficina de correos y llevaba un gran ramo de rosas blancas, que combinaban y se mezclaban con el estampado blanco y negro de su vestido de tal manera que no era fácil distinguir entre las flores reales y las de seda.
– Buenas tardes, señor Archery -dijo Imogen Ide.
Hasta ahora él apenas había notado lo hermoso que era el día, el azul intenso del cielo, lo maravilloso que era disfrutar de un día como aquél en tus vacaciones. Ella sonrió.
– ¿Sería usted tan amable de abrir la puerta de mi coche?
Como un niño, él se apresuró a cumplir la orden. Perro, el caniche, estaba sentado en el asiento delantero, y cuando Archery puso la mano en la puerta gruñó, enseñando los dientes.
– No seas tonto -dijo ella al perro, y lo hizo pasar al asiento trasero-. Voy a llevar estas flores al cementerio de Forby. La familia de mi marido tiene una especie de panteón. Auténticamente feudal. Está en la ciudad, así que me ofrecí a hacerlo. Hay una iglesia antigua muy interesante. ¿Ha tenido usted la oportunidad de visitar la zona?
– Muy poco, me temo.
– Quizá no le interesen los trifolios, los baptisterios y ese tipo de cosas.
– ¡Muy al contrario!, se lo aseguro. Si dice usted que merece la pena visitarla, cogeré el coche y me acercaré a Forby esta tarde.
– ¿Por qué no viene ahora conmigo?
Él estaba esperando que le invitase y se sintió un tanto avergonzado por ello. No obstante, ¿por qué tenía que sentir vergüenza? Al fin y al cabo, estaba de vacaciones y en vacaciones se trataban amistades fácilmente. Él ya conocía a su marido y era una pura coincidencia que no estuviese ahí en ese momento. Si hubiese sido así, Archery hubiese aceptado sin remordimientos de conciencia. Además, en estos tiempos no se miraba con malos ojos que un hombre diese un pequeño paseo con una mujer. ¿Cuántas veces había recogido él en su coche a la señorita Baylis en Thringford para llevarla a Colchester, a hacer la compra? Había una diferencia de edad mucho mayor entre él e Imogen Ide, que la que existía respecto a la señorita Baylis. Aquélla no podía tener más de treinta años. Él podría ser su padre. De repente, deseó no haber pensado en eso, porque las cosas, vistas desde esa perspectiva, se presentaban poco agradables.
– Es usted muy amable -dijo él-. Será un placer para mí acompañarla.
Ella conducía con destreza. Por una vez a Archery no le importó no estar al volante. Era un coche precioso, un Lancia Flavia plateado, que se deslizaba casi sin ruido por las carreteras sinuosas. Todo estaba tranquilo, y sólo se cruzaron con dos coches. Los campos eran de color verde brillante o amarillo pálido donde se había cosechado el heno, y entre ellos y la franja oscura del bosque corría un arroyo de aguas relucientes.
– Ése es el Kingsbrook -dijo ella-, el mismo que pasa por debajo de High Street. ¿No le parece extraño? El hombre es capaz de hacer cualquier cosa, mover montañas, irrigar desiertos, pero no puede detener el flujo del agua. Puede construir presas, canalizarla, hacerla pasar por tuberías, construir puentes para atravesarla… Él, mientras tanto, la observaba, recordando con asombro que ella había sido modelo. Imogen tenía los labios entreabiertos y la brisa hacía ondear su cabello-. Pero el agua sigue brotando de la tierra y encontrando el camino hacia el mar.
Él no respondió y deseó que ella hubiera advertido su gesto de asentimiento. Se acercaban a un pueblo. Había una media docena de cottages y varias casas grandes alrededor de un extenso campo común, una pequeña fonda y, a través del follaje, Archery pudo distinguir el perfil de una iglesia.
Se entraba al camposanto por una verja. Él, cargado con las rosas, iba siguiendo a Imogen. El lugar era sombreado y fresco, pero estaba descuidado y algunas de las lápidas más antiguas se habían caído hacia atrás y estaban semiocultas por una maraña de ortigas y zarzas.
– Por aquí -dijo ella, tomando el camino de la izquierda-. No se debe dar la vuelta a una iglesia en sentido opuesto a las agujas del reloj. Dicen que trae mala suerte.
Tejos y encinas bordeaban el camino. El suelo era arenoso, sin embargo, estaba cubierto de musgo y delicadas matas de arenaria. Era una iglesia milenaria, construida con troncos de haya desbastados. Su belleza radicaba en su antigüedad.
– Es una de las primeras iglesias de madera del país.
– Hay una parecida en mi condado -dijo Archery-. En Greensted. Creo que se remonta al siglo ix.
– Ésta también es del siglo ix, más o menos. ¿Le gustaría ver la mirilla de los leprosos?
Se pusieron de rodillas uno al lado del otro, se inclinaron hacia delante y él miró por el pequeño hueco triangular que había al pie de la pared de troncos. Aunque no era la primera vez que había visto este tipo de rejillas en una iglesia, el clérigo se entristeció pensando en los proscritos y los impuros que habrían llegado hasta ella y habrían tenido que escuchar la misa y recibir la hostia, que según algunos es el cuerpo de Cristo, desde un lugar tan marginado. Todo esto le hizo pensar en Tess, también proscrita, condenada como el leproso a una enfermedad inmerecida. En el interior, pudo ver una pequeña nave lateral de piedra, bancos de madera y un pulpito labrado con rostros de santos. Le recorrió un escalofrío y, a su lado, sintió como ella también temblaba.
Sus cuerpos casi se tocaban bajo las ramas del tejo. Él tuvo la extraña sensación de que estaban solos en el mundo y unas fuerzas ocultas les habían empujado hasta ese lugar por avalares del destino. Archery levantó la vista y, al volverse hacia ella, tropezó con su mirada. Él había esperado ver una sonrisa, sin embargo el semblante de Imogen era grave, en él había una mezcla de asombro y de miedo. Sin analizarlo, él sintió que compartía la emoción reflejada en los ojos de ella. El perfume de las rosas era embriagador, fresco e insoportablemente dulce.
El anquilosamiento de sus rodillas apaciguó sus alborotadas emociones y le obligó a ponerse en pie. Durante un breve momento se había sentido como un niño, pero, como suele ocurrir, su cuerpo le traicionó.
– ¿Por qué no entra a echar un vistazo mientras pongo las flores en la tumba? No tardaré mucho -propuso ella con entusiasmo forzado.
Archery entró en la nave silenciosa y se paró frente al altar. Su mirada era tan fría y tan desinteresada que cualquier persona que le observase le hubiese tomado por un ateo. Volvió sobre sus pasos para examinar la modesta pila bautismal y leer las inscripciones de las placas que había en la pared, depositó dos medias coronas en el cepillo de la colecta y firmó en el libro de visitantes. Le temblaba tanto la mano que su firma parecía la de un anciano.
Cuando Archery salió de nuevo al camposanto no pudo encontrarla. Las inscripciones de las piedras sepulcrales más antiguas habían sido borradas por el paso de los años y las inclemencias del tiempo. Se dirigió a la parte nueva y empezó a leer los mensajes de despedida de los familiares a sus difuntos.
Al llegar al final del camino, donde un seto separaba el cementerio de los campos, un nombre familiar le llamó la atención. Grace, John Grace. Meditó, intentando hacer memoria. No era un nombre muy común y, hasta no hacía mucho lo había asociado con el legendario jugador de críquet. ¡Claro!, el ruego de aquel joven que yacía moribundo en la calle le había recordado a Wexford otra tragedia parecida. El inspector le contó aquel suceso en el juzgado. «Fue hace más de veinte años…»
Archery leyó la inscripción para confirmarlo.
A la sagrada memoria de John Grace
que dejó esta vida
el 16 de febrero de 1945
a la edad de veintiún años.
Ve, pastor, y descansa en paz;
tu vida ha llegado a su fin.
El cordero de Dios acoge
a los pastores en su aprisco.
«Un pensamiento hermoso», pensó Archery. Podría ser una cita, pero no la reconoció. Al volverse vio que Imogen Ide venía en su dirección. Las sombras de las hojas bailaban en su rostro y dibujaban formas en su cabello como si estuviera cubierto por un velo de encaje.
– ¿Piensa usted en su propia mortalidad? -preguntó ella muy seria.
– Supongo que sí. Es un lugar interesante.
– Me alegro de haber tenido la oportunidad de enseñárselo. Soy muy patriota, si ésa es la expresión correcta, aunque no haya estado en mi tierra desde hace mucho tiempo.
Él estaba seguro de que iba a ofrecerse como guía para una futura ocasión y añadió sin perder un momento:
– Mi hijo llega mañana. Podremos ir de exploración con él. -Ella sonrió cortésmente y, con cierto orgullo, añadió-: Tiene veintiún años.
Sus ojos volvieron a un tiempo hacia la inscripción de la lápida.
– Si desea marcharse, yo ya he terminado.
Ella le dejó enfrente del Olive and Dove. Se despidieron brevemente y él se dio cuenta de que Imogen no había hecho ningún comentario sobre volverse a ver. No tenía ganas de tomar el té, así que subió directamente a su habitación. Sin saber el motivo, sacó la fotografía de la hija de Painter y mientras la miraba se preguntó por qué habría pensado que era tan hermosa, simplemente era una muchacha bonita, agraciada con el encanto de la juventud. No obstante, mientras seguía observando la fotografía pareció entender, por primera vez, la razón por la que Charles deseaba con tanta pasión hacerla suya. Era una sensación extraña que tenía poco que ver con Tess, con su aspecto físico o con Charles. De algún modo, era una empatía difundida universalmente, pero también egoísta, y no procedía de su mente sino de su corazón.