Capítulo 9

Casa de Consuelo, Santa Clara, Sevilla. Sábado, 16 de septiembre de 2006,10.30


Consuelo no conseguía que Darío saliese de casa y se metiese en el coche. Estaba hablando por teléfono con el agente inmobiliario de Madrid que le había encontrado «la propiedad perfecta» en Lavapiés. La presionaba para que comprara, porque pretendía endosarle algo que no se vendía. Darío estaba en el ordenador, jugando a su juego de fútbol favorito. Era inmune a las esporádicas órdenes de su madre, que le decía a gritos que apagase el trasto, y no obedeció hasta que apareció Consuelo y le arrancó el ratón de la mano.


* * *

La demanda de electricidad en el aeropuerto era tan grande que el aire acondicionado no funcionaba en su nivel óptimo. Observando por el cristal las pistas de rodaje donde los aviones se desgastaban los neumáticos en el asfalto abrasador, Falcón se colgó la americana al hombro y llamó a la única persona con la que quería hablar.

– Estoy en un atasco -dijo Consuelo-. Darío, siéntate, por favor. Estoy hablando con Javi.

– ¡Hola, Javi! -gritó Darío.

– Vamos camino de la plaza Nervión. El único lugar en el mundo donde nos dejan comprar botas de fútbol. Ya sabes, el peregrinaje del Sevilla Fútbol Club.

– Hoy tengo que volver a salir de la ciudad -dijo Falcón-, pero me gustaría que nos viéramos esta noche.

– ¿Quieres ver a Javi esta noche?

– ¡Sí-í-í! -exclamó Darío.

– Creo que eso significa que sería aceptable.

– Te quiero -dijo Falcón, probando a pronunciar de nuevo esas palabras, para ver si ella reaccionaba esta vez.

– ¿Y eso?

– Lo que has oído.

– Nos estamos pasando de la raya.

– Te quiero, Consuelo -repitió, y eso le hizo sentirse joven e insensato.

Consuelo se rió.

– ¡Vamos! -bramó Darío.

– El tráfico avanza -dijo Consuelo-. Hasta pronto.

Se cortó la llamada. Falcón estaba decepcionado. Quería oírlo en los labios de Consuelo, pero ésta todavía no estaba preparada para eso, para reconocer el amor delante de su hijo pequeño. Levantó las manos y las apoyó en el cristal, contempló el temblor del aire cálido en el exterior y sintió una gran sensación de anhelo en el pecho.


* * *

«¿Cómo demonios te enamorarías si fueras ciega?», pensó Consuelo, con el teléfono en el regazo, otra vez en una retención. El olor sería importante. No por la calidad del aftershave, aunque eso en sí ya decía algo, sino por el… almizcle. Que no fuera acre ni rancio, ni con olor a jabón o muy fragante, pero tampoco demasiado varonil. La voz también tendría efectos poderosos. No te haría gracia con un tío de voz de pito ni retumbante, ni gutural ni sibilante. Luego estaba el tacto: la sensación de la mano de un hombre. Ni flaccidez, ni fofez, ni humedad. Seca y fuerte, pero no aplastante. Delicada, pero no afeminada. Eléctrica, pero no furtiva. Y luego estaban los labios. La boca era crucial. Cómo encajaban sus labios en los tuyos. La cantidad idónea de elasticidad. Ni duros e inflexibles, ni blandos e inconsistentes. Besar siendo ciego lo diría todo. ¿Por eso cerramos los ojos?

– ¡Mamá! -dijo Darío.

Consuelo no escuchaba. Estaba demasiado absorta en su imaginación, pensando qué nota le daba a Javier en olor, voz y tacto. Nunca había creído, después de su boda con Raúl Jiménez, que volvería a pensar en semejantes estupideces.

– ¡Mamá!

– ¿Qué, Darío?

– No me escuchas.

– Soy yo, cariño, sólo que mamá también está pensando.

– ¿Mamá? Te has pasado la calle.

Consuelo le apretó la rodilla para que él gritase y, a continuación, dio una complicada serie de giros para volver al aparcamiento de la plaza Nervión.

– Mamá -dijo Darío, mientras descendían hacia el parque subterráneo y paraban en la cola que había para entrar.

– ¿Qué quieres, cariño? -dijo Consuelo, sintiendo que los tres primeros «Mamá» inquisitivos eran un preludio de una pregunta importante y candente, que ansiaba formular.

– ¿Me sigues queriendo ahora que Javi está con nosotros?

Ella lo miró, mientras los grandes ojos de Darío la miraban implorantes, y sintió que se le abrían las entrañas. ¿Cómo nos enteramos de estas cosas? Hasta con ocho años se da cuenta de que algo importante se le escapa. Consuelo le acarició la cabeza y la mejilla.

– Pero si tú eres mi hombrecito -dijo Consuelo-. El más importante del mundo.

Darío sonrió, ahora que el breve encuentro con la tristeza se había disipado. Embutió los puños entre las rodillas y encorvó los hombros hasta las orejas, como si su mundo volviese a su lugar.


* * *

El conductor del Jaguar negro no dijo una palabra. El coche circulaba a gran velocidad por la autopista M4 hacia Londres. Falcón tenía frío, no llevaba ropa suficiente para la estación, y sentía el típico desasosiego español ante el silencio en compañía, hasta que recordó que su padre, Francisco, le decía que a los ingleses les gustaba hablar del tiempo. Pero al observar por la ventana las nubes grises y anodinas suspendidas en el cielo, no se le ocurrió nada que decir al respecto. Acercó la cara a la ventanilla para intentar percibir qué vería un lugareño en esa luz tan gris y pensó que debía de ser algo invisible.

– ¿Cuándo vio el sol por última vez? -preguntó, en perfecto inglés, empañando el cristal con el aliento.

– Lo siento, amigo -dijo el taxista-, no hablo español. Voy a Mallorca todos los años de vacaciones, pero todavía no entiendo ni una palabra.

Falcón pensó que lo decía con ironía, pero comprendió, incluso por la cabeza del taxista vista desde atrás y por el rápido vistazo a través del espejo retrovisor, que no lo decía con mala intención.

– Tampoco es nuestro punto fuerte -dijo Falcón-. Las lenguas.

El conductor miró atrás como para verificar si todavía llevaba al mismo pasajero.

– Oh, sí -dijo-. Bueno, no. Se les da bastante bien. ¿Dónde aprendió a hablar inglés así?

– Clases de inglés -dijo Falcón.

– Me está tomando el pelo, ¿verdad? -dijo el conductor, y los dos se rieron, aunque Falcón no sabía muy bien por qué.

El tráfico se paralizó al entrar en la ciudad. El taxista giró por Cromwell Road; al cabo de veinte minutos pasaron por delante del famoso letrero giratorio de New Scotland Yard.

Falcón se presentó en recepción, entregó su placa y su carné de policía. Pasó el control de seguridad y fue recibido en los ascensores por un agente uniformado. Subió a la quinta planta. Douglas Hamilton lo recibió al salir del ascensor y lo acompañó a una sala de reuniones donde había otro hombre de treinta y tantos años.

– Te presento a Rodney, del MI5 -dijo Hamilton-. Siéntate. ¿Qué tal el vuelo?

– No es tu temperatura ideal, ¿eh, Javier? -dijo Rodney, soltando la mano gélida de Falcón.

– Pablo se olvidó de decirme que aquí ya era invierno -dijo Falcón.

– Es el puñetero verano que tenemos aquí -dijo Hamilton.

– ¿Has estado en el bar irlandés de Sevilla, junto a la catedral? -preguntó Rodney.

– Sólo si ha habido algún asesinato ahí -respondió Falcón.

Se rieron. La sala se relajó. Iban a entenderse bien.

– Eres el responsable directo de Yacub Diuri -dijo Rodney-, pero tú eres agente de policía.

– Yacub es amigo mío. Dijo que suministraría información al CNI sólo con la condición de que yo fuese su contacto principal.

– ¿Cuánto hace que lo conoces?

– Cuatro años -dijo Falcón-. Nos conocimos en septiembre de 2002.

– ¿Y cuándo fue la última vez que lo viste antes de ayer?

– Pasamos parte de las vacaciones juntos, en agosto.

– ¿Y su hijo, Abdulá, estaba con vosotros?

– Eran unas vacaciones familiares.

– ¿Y qué te pareció Abdulá?

– Como era de esperar, el hijo de un miembro opulento de la élite marroquí -dijo Falcón.

– ¿Un niño pijo? -preguntó Hamilton.

– No exactamente. No se comportaba de modo diferente a un chico español de su edad. Estaba muy pegado al ordenador, aburrido junto a la playa, pero es buen chico.

– ¿Era devoto?

– No más que el resto de la familia, que se toma la religión muy en serio. Por lo que yo sé, no se levantaba pronto de la mesa después de cenar para ir a estudiar el Corán, pero si Yacub me dijo que tenía el navegador lleno de páginas web «islámicas», seguramente eso es lo que hacía.

– ¿Bebía? -preguntó Rodney-. ¿Alcohol?

– Sí -dijo Falcón, sintiendo el peso extraño de esta pregunta-. Yacub, Abdulá y yo compartíamos una botella de vino en la cena.

– ¿Sólo una botella de vino para los tres? -dijo Rodney, que tenía el botón superior de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata descentrado.

Hamilton soltó una carcajada estruendosa.

– Si yo no hubiera estado, no habrían bebido alcohol -dijo Falcón-. Era sólo para que me sintiera cómodo como invitado.

– ¿Abdulá ha acompañado alguna vez a Yacub en sus viajes de negocios al Reino Unido? -preguntó Hamilton.

– Creo que sí. Creo recordar que Yacub me comentó que llevó a Abdulá a la Tate Modern a ver la exposición de Edward Hopper. Eso fue antes de que yo reclutase a Yacub.

– ¿Sabías que Abdulá está ahora en Londres?

– No. De hecho, ayer Yacub me dijo que estaba en un campo de entrenamiento de muyahidines del GICM, en Marruecos. También me dijo que él regresaba a Rabat…

– Pablo nos ha puesto al corriente -dijo Rodney, asintiendo.

– ¿Ya lo habéis encontrado? -preguntó Falcón, y Rodney lanzó una mirada desafiante-. Pablo dijo que le habíais perdido la pista, o, mejor dicho, que Yacub se había zafado de vuestro…

– Volvimos a encontrarlo hace una hora -dijo Rodney-. Estaba sólo él. Abdulá se quedó en el hotel. No es la primera vez que se zafa de uno de nuestros vigilantes, ¿sabes?

– ¿Lo seguís todas las veces que viene a Londres?

– Lo hacemos ahora -dijo Hamilton-, desde la primera vez que se zafó del vigilante, en el mes de julio.

– ¿En julio? -dijo Falcón, asombrado-. Si fue sólo un mes después de que lo reclutase.

– Ésa es la cuestión -dijo Rodney, mientras se movía en el asiento y se recolocaba la corbata-. ¿Cómo pudo quedarse con nosotros un mero aficionado?

– ¿Quedarse con vosotros? -dijo Falcón, atónito.

– Tomarnos el pelo, vaya -dijo Hamilton, explicando la expresión.

– ¿Cómo pudo un puto fabricante de vaqueros de Rabat llegar al MI5 y hacernos quedar a todos como imbéciles? -dijo Rodney.

– ¿Y la respuesta es…? -dijo Hamilton, que no quería fomentar la irritación de Rodney.

– Está muy bien entrenado -dijo Rodney-. Y no creemos que todo eso lo aprendiese en un mes.

– Si fue así, fue auto-didactic -dijo Falcón.

– ¿Cómo dices? -preguntó Rodney.

Self-taught-dijo Hamilton.

– Lo siento, no hablo muy bien inglés. A veces sólo me viene a la mente la palabra española -dijo Falcón-. ¿No fuisteis vosotros… o fue el MI6, quien intentó reclutar a Yacub antes que yo? Y creo que los americanos también hicieron un intento.

– ¿Y qué? -preguntó Rodney.

– Entonces lo sometisteis a una investigación, ¿no? -preguntó Falcón.

– El MI6 dijo que no era nada fuera de lo común -dijo Rodney-. Aparte de ser un shirt-lifter. Pero no un puto doctor de la escuela de espionaje, si es eso lo que quieres decir.

– ¿Shirt-lifter? -preguntó Falcón.

– Nada -dijo Hamilton.

– Maricón -dijo Rodney, clavándole la mirada.

– ¿Y ahora en qué punto está la cosa? -preguntó Falcón, captando de soslayo la agresión de Rodney.

– Esperábamos que nos lo dijeras tú -dijo Hamilton, mientras le pasaba una hoja de papel-. Éstas son las cinco ocasiones en que lo perdimos de vista.

– Falcón revisó la lista de citas, horas y lugares. Holland Park, Hampstead Heath, Battersea Park, Clapham Common y Russell Square. Dos veces en julio, una en agosto y dos en septiembre. Nunca menos de tres horas, salvo esta última vez.

– Así que lo perdisteis de vista en estos lugares, ¿pero dónde volvió a aparecer?

– Volvimos a dar con él cuando regresaba al hotel -dijo Hamilton.

– ¿Al Brown's?

– Siempre.

– Y ya que has informado a Pablo sobre lo que ocurrió entre Yacub y tú en Madrid ayer, no nos importaría saber a qué se ha estado dedicando -dijo Rodney-. Tú eres su supervisor y te está mintiendo. No está trabajando con nosotros, pero se supone que está de nuestra parte. Una cosa es que actúe en función de sus propios intereses, y otra muy distinta que se haya pasado al otro bando.

– Ya tenemos treinta y dos presuntos grupos terroristas distintos sometidos a cierto tipo de vigilancia aquí en el Reino Unido -dijo Hamilton-. Diecisiete de ellos están en Londres. Son casi dos mil personas las que tenemos vigiladas en todo el país. Evidentemente, hemos tenido que incrementar nuestros efectivos desde los atentados del 7 de julio del año pasado, lo que significa que nos hemos ampliado. Tenemos que reclutar a gente al mismo ritmo que los terroristas.

– Así que no estamos para que nos vengáis a cagar a la puerta -dijo Rodney-. Por decirlo cortésmente.

– ¿Alguno de esos grupos que vigiláis está conectado con alguna de las células del GICM en el resto de Europa, o Marruecos? -preguntó Falcón.

– Digámoslo así -respondió Rodney-: no hemos sido capaces de encontrar ninguna conexión entre los miembros el GICM y los grupos del Reino Unido. Pero eso no significa que no existan vínculos. Los franceses nos dicen que ya hay aquí una célula viva del GICM.

– ¿Y ellos cómo lo saben? -preguntó Falcón.

– Atraparon a un chico marroquí en una redada antidrogas en Alès, al sur de Francia, y el chaval aportó información sobre un grupo de Marsella a cambio de no ir a la cárcel. Esta célula de Marsella suministraba pisos francos y documentación. La DGS entró allí y encontró información bastante interesante. El chico marroquí apareció muerto en el río Gard una semana después, con los pies triturados y degollado. Así que los franceses pensaron que habían dado en el clavo -dijo Rodney, que a continuación recordó algo más-. Y los alemanes nos dijeron que vieron a Yacub reunido con un empresario turco muy devoto en una feria en Berlín a principios de este mes.

– ¿Qué clase de empresario? -preguntó Falcón-. Hay mucho algodón en Turquía, y Yacub es fabricante de ropa.

– Por eso no nos preocupamos demasiado -dijo Rodney-. El turco es un fabricante de algodón de Denizli. Pero cuando cotejamos eso con otra información que encontramos, suscita más preguntas.

– ¿Qué «otra información»?

– ¿Adónde va el dinero del turco? -preguntó Rodney.

– Los musulmanes ricos y devotos consideran parte de su deber para con la comunidad…

Rodney le hizo un gesto para ridiculizar su verborrea.

– Ya sabes lo que pasa en Turquía, con esa batalla entre lo laico y lo religioso -dijo Rodney-. Podríamos entender que el dinero turco se destinase a una escuela local, pero resulta que acaba en Estambul y en las arcas políticas de allí. Y no son arcas laicas.

– De acuerdo -dijo Falcón, levantando las manos-. Así que lo que queréis que os proporcione es cierta clarificación sobre la conducta de Yacub en los últimos meses.

– No nos malinterpretes -dijo Hamilton, pasándose la corbata entre los dedos-. Estamos muy agradecidos a Yacub. Sus observaciones de junio sobre la trama del 4x4 fueron sumamente valiosas. El MI6 no había avanzado nada en esa misión. Pero la cuestión es que entonces él estaba en vuestro territorio, y ahora está en el nuestro, y no queremos correr riesgos.

– No creemos que fuera casual que rechazase al MI6 y a los yanquis -dijo Rodney, y Douglas Hamilton le fulminó con la mirada.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Falcón.

– Es el momento idóneo para echarse un pitillo -dijo Rodney, que se levantó y salió de la sala.


* * *

La tienda de deportes, Décimas, en el primer piso del centro comercial de la plaza Nervión, estaba repleta de niños y padres. Todo el mundo con la misma idea. Los dependientes no paraban de moverse de acá para allá. Darío sabía lo que quería. Unas Pumas negras. Consuelo abordó a una vendedora y la puso a trabajar en el proyecto. Sonó el móvil. Ricardo, el hijo mayor, le pedía permiso, o mejor dicho le informaba de que se iba a Matalascañas, en la costa, a pasar la tarde. Ella le dijo que volviese a tiempo para cenar con Javier. Había llegado a la entrada de la tienda cuando colgó. Dos hombres la miraron de soslayo al pasar por delante del local comercial, y luego le clavaron la mirada, uno tras otro. Arquearon las cejas, se encogieron de hombros y salieron hacia las escaleras.

De nuevo atendió a Darío. Se había probado las botas. Le quedaban pequeñas. ¿Ya le quedaban pequeñas? Le crecían los pies mes a mes. La chica volvió al almacén, pero la abordó una pareja que se resignaba a esperar. Sonó de nuevo el móvil de Consuelo. El agente inmobiliario de Madrid. Intentaba impresionarla, mostrándole que estaba muy ocupado en sábado. Había poca cobertura en la tienda, empezaba a cortarse la comunicación. La vendedora volvió con un número mayor. De inmediato la cogió por banda otra persona. Consuelo le calzó las botas a Darío. El niño trotó por la tienda. Sonrió. Le quedaban perfectas. Volvió la chica, las metió en la caja y las llevó al mostrador. Tres personas esperaban para pagar. El móvil volvió a sonar. Dejó a Darío en el mostrador, salió de la tienda, se acercó al ventanal que daba a la gran plaza descubierta en el medio del centro comercial, a cuya izquierda se alzaba imponente el estadio de fútbol con el escudo del Sevilla. Con un ojo vigilaba el avance de la cola desde el vestíbulo principal. Dos minutos. Volvió a colgar. Entró en la tienda. Dejó la tarjeta de crédito en el mostrador mientras Darío le daba la vuelta a la bolsa. Estaba deseando llegar a casa, probárselas, meterle unos cuantos goles a Javi al final de la tarde… si volvía antes de que se hiciera de noche.

Llegó el turno de pago de Consuelo. Se embutió el recibo en el bolso. Salió de la tienda. Cogió a Darío de la mano, bajaron en ascensor. El móvil volvió a sonar. No iba a haber cobertura en el garaje, así que salió a la plaza, delante del estadio de fútbol. Había buena cobertura. Hablaba de propiedades inmobiliarias mientras subía por la rampa hacia la taquilla del estadio. Darío se aburría. Deambuló por allí. Consuelo daba vueltas sin rumbo por la zona, haciendo sus propuestas, clavando el tacón. Pasó corriendo un grupo de niños por delante. Darío vio la tienda del Sevilla, justo debajo del estadio, y entró. Ella encendió un cigarro, inhaló el humo, se volvió para buscar a Darío. Se volvió otra vez. Dio una vuelta entera. Darío no estaba. Vio la tienda del Sevilla. Sabía que el crío habría sido incapaz de resistirse. Se acercó a la tienda. Puso fin a la llamada, cerró el móvil. Echó un vistazo. Mucho espacio y demasiada gente. Entró en la tienda. Darío no estaba.


* * *

A pesar de los esfuerzos de Douglas Hamilton por tranquilizarlo, Falcón seguía sintiendo el peso de la acusación de Rodney cuando éste volvió a la sala con tres tazas de café.

– Al tuyo le he echado azúcar. Espero que te parezca bien -dijo Rodney.

– Tengo la impresión -dijo Falcón, todavía molesto- de que piensas que nosotros, o mejor dicho el CNI, os hemos tendido una trampa. Crees que soy un mero canal de información para transmitiros lo que el GICM quiere que sepáis… y que, en realidad, nuestro agente nos está desinformando. ¿Es correcto?

– Tenemos que contemplar todas las posibilidades -dijo Rodney, mirándolo fijamente por encima del borde de su taza humeante-. Pablo nos dijo que habías perdido la confianza en Yacub.

– Yo no diría tanto -dijo Falcón, sintiendo que defendía irracionalmente a su amigo, porque pensaba que probablemente sí diría tanto y eso le revolvía el estómago.

– Lo único que podemos hacer es solventar la incertidumbre -dijo Rodney-. Te vas a reunir con él y nosotros juzgaremos por nuestra cuenta.

– ¿Queréis escuchar la conversación?

Rodney extendió las palmas como si no hubiera nada más evidente en el mundo.

– No puedo permitir que nos escuchéis -dijo Falcón.

– Estás en nuestro territorio -dijo Rodney con firmeza.

– Cuando llegue allí, hablaré con él como amigo, no como responsable directo del espía.

– ¿Y cómo hablaste con él cuando estabas ayer en Madrid?

– Eso era trabajo -dijo Falcón-. Él estaba sometido a excesivas presiones como para hablar conmigo abiertamente.

– Y por eso te mintió -dijo Rodney-. ¿Por qué va a ser distinto si llegas allí como Javier, su íntimo amigo personal?

– En su cultura, en los negocios, se considera permisible cierta flexibilidad con la verdad. Si a eso se añade la paranoia inducida por la nueva incertidumbre de su situación, después de averiguar lo sucedido con su hijo, es comprensible su actitud evasiva -dijo Falcón-. Si establezco un grado de intimidad diferente con él desde el principio y él sigue mintiéndome, entonces sé que estamos perdidos. Y no puedo hacer eso si estoy conectado con vosotros.

– Ni siquiera te darás cuenta -dijo Rodney.

Falcón le clavó la mirada.

Los dos ingleses mantuvieron con la mirada una compleja comunicación que hizo pensar a Falcón que iban a hacer exactamente lo que quisieran, al margen de lo que él opinase al respecto.

Rodney asintió como si cediese. A Falcón no le gustaba su aspecto; el hombre tenía una especie de seguridad infundada que no resultaba atractiva.


* * *

La fealdad del centro comercial de la plaza Nervión se hizo patente a medida que se dificultaba la búsqueda de Darío en la gris brutalidad de aquel entorno. Consuelo pensó que debía de estar diseñado por un alemán del Este antes de la caída del Muro. Permaneció en el centro de aquel espacio vacío, frecuentado por niños que corrían y adultos aturdidos. En lo alto había un toldo moderno de colores chillones, que proyectaba una sombra de formas geométricas en la zona, lo que dificultaba todavía más el reconocimiento de las caras de los niños. Sólo podía presuponer que su hijo había entrado en la tienda y luego se aburrió y salió, atraído por la animación de la zona. Había muchos modos de entrar y salir: el centro comercial, donde acababan de comprar las botas, la calle, el estadio y el acceso a los cines.

Consuelo recorrió la zona cuatro o cinco veces, circulando a gran velocidad por diversos callejones en busca de Darío, pero siempre volviendo al centro con la esperanza de encontrar a su hijo rubio con la caja de las botas de fútbol. Mientras hacía esto, llamó a sus otros hijos, Ricardo y Matías, y les dijo que tenían que venir inmediatamente a la plaza Nervión a ayudarle a buscar a Darío: Hubo algunas protestas, sobre todo de Ricardo, que ya iba camino de la costa.

Al cabo de veinte minutos aparecieron todos en la plaza Nervión. La hermana de Consuelo había traído a Matías, y la familia con la que estaba Ricardo también se sumó a la búsqueda. El padre se dirigió al primer guardia de seguridad que encontró y consiguió que avisasen a la policía municipal. Se dieron avisos por megafonía. Registraron los aparcamientos. Investigaron en los baños. Entraron en todas las tiendas. Las películas infantiles que ponían en los cines se suspendieron durante diez minutos mientras inspeccionaban al público. La búsqueda se extendió a las calles y los alrededores del estadio. Contactaron con la radio local.

Sólo después de que perdiesen su efecto las palabras de ánimo de todo el mundo y Consuelo volviese sobre sus pasos un centenar de veces y escudriñase en su mente la imagen del último instante en que vio a Darío, abrazado a la caja de botas de fútbol en el centro de la desangelada plaza Nervión, su cerebro paralizado pensó en llamar a Javier. Tenía el móvil apagado.


* * *

Ramírez seguía delante de la pantalla de ordenador cuando llegó la llamada de Consuelo.

– Javier no está… -empezó a decir.

– ¿Dónde está? -preguntó Consuelo-. Tiene los móviles apagados, tanto el personal como el de policía.

– Hoy no está en Sevilla.

– ¿Pero dónde está, José Luis? Necesito hablar con él. Es urgente.

– No podemos decir nada más, Consuelo.

– ¿Puedes transmitirle un mensaje?

– Ni siquiera eso en este momento.

– No me lo puedo creer -dijo Consuelo-. ¿Qué demonios está haciendo que es tan… importante, joder?

– No te lo puedo decir.

– ¿Puedes darle un recado en cuanto vuelva a ponerse en contacto contigo?

– Claro que sí.

– Dile que mi hijo pequeño, Darío, ha… ha…

– ¿Qué ha pasado, Consuelo?

A Consuelo le costaba pronunciar la palabra que se le atascaba en la garganta, la palabra que no había dejado entrar en su conciencia, la palabra que acechaba en algún rincón oscuro del estómago, donde todas las madres acordonan sus peores temores, pero que ahora estaba escalofriantemente iluminado.

– Ha desaparecido.

Загрузка...