Capítulo 8

Casa de Consuelo, Santa Clara, Sevilla. Sábado, 16 de septiembre de 2006, 07.45


La mañana empezó con fútbol. Falcón de portero. Tenía un muelle en las piernas, de modo que tenía que acordarse de no pararlo todo. Dejó que Darío le mandase el balón hacia el lado opuesto unas cuantas veces y observaba de rodillas al niño, que corría por el jardín con su camiseta del Sevilla encima de la cabeza, volando. Consuelo lo contemplaba todo desde la sala de estar, en bata. Estaba de un humor raro, como si las confidencias de la noche anterior la hubieran vuelto cautelosa. Sabía que quería a Javier, sobre todo cuando veía su fingida consternación cuando otro de los penaltis de Darío le pasaba por delante como una bala hasta frenarse en la red de nailon de la meta. Había algo infantil en su policía y le infundía tanta ternura como ver a su propio hijo tumbado en la hierba, con los brazos abiertos para recibir los parabienes de sus compañeros de equipo imaginarios. Dio unos golpecitos en la ventana, como si quisiera verificar que la escena era real, y ellos entraron a desayunar.

Falcón se sentó en el asiento delantero del taxi al volver a su casa y conversó animosamente con el taxista sobre las probabilidades del Sevilla en la Copa de la UEFA. Lo sabía todo por Darío. Recogió su coche. El tráfico matinal al otro lado de la plaza de Cuba, obstruido por las obras de construcción del metro, hoy no representaban problema alguno para él. Se sentía totalmente resarcido. La obsesión se había disipado de su mente. Una sensación de plenitud se expandió en su pecho in crescendo. Su paranoia parecía absurda. Las decisiones eran sencillas. Ahora sabía que tendría que hablar con Pablo del CNI sobre la situación de Yacub. No pensaba gestionar un asunto así por su cuenta. La idea emergió con claridad en su mente, acompañada de las palabras del agente de la CIA Mark Flowers, que hacía también funciones de «agente de comunicaciones» adherido al Consulado Estadounidense de Sevilla: «No intentes comprenderlo todo… No hay nadie en el mundo que lo consiga». La conciencia de la exigüidad del trozo de mundo que veía le bastaba para convencerse de que necesitaba otro punto de vista.

Todavía no había llegado nadie del Grupo de Homicidios. Cerró la puerta de su despacho y descolgó el teléfono de la línea cifrada, que lo conectaba directamente con Pablo, en las oficinas del CNI en Madrid. Era una hora temprana de sábado, pero Pablo era el nuevo jefe de sección desde que Juan se marchó, y Falcón sabía que lo encontraría trabajando. Tardó media hora en poner a Pablo al corriente de lo que había ocurrido en el piso de La Latina el día anterior por la tarde; Pablo dedicó otros quince minutos a hacerle preguntas, la última de las cuales fue:

– ¿Adonde dijo que iba y cuándo?

– A Rabat. Esta mañana. El alto mando del GICM iba a comunicarle la decisión.

Largo silencio.

– ¿Sigues ahí, Pablo?

– Sigo aquí. Me pregunto si tenemos que hacer algo inmediatamente.

– ¿Qué quieres decir?

– Yacub no está en Rabat.

– Piensa volar allí desde Madrid esta mañana.

– Eso es lo interesante -dijo Pablo-. Anoche voló a Heathrow. Puede que no signifique nada. Pudo haber sido una omisión por su parte, pero todavía no hemos encontrado un vuelo a Casablanca con su nombre en el manifiesto.

Falcón sintió de nuevo la frialdad metálica en el estómago.

– Ése es el problema que tuve ayer -dijo-. Creo que me estoy quedando sin amigo.

– La confianza es algo poco común en este trabajo -dijo Pablo-. Es más fluida que en el mundo real. No puedes esperar que alguien que está disimulando constantemente sea tan fiable como tú. Mira lo que pasa con la gente casada cuando tienen aventuras. Las primeras mentiras tienen un pase. Luego, a medida que transcurre el tiempo y el subterfugio toma cuerpo, la mentira se convierte en una actividad que todo lo corroe. Yacub ahora tiene que fingir que es otra persona casi veinticuatro horas al día. El GICM ha incrementado la presión, invadiendo también su situación doméstica, lo que significa que Yacub ahora tiene una piedra menos que le fuerce a preguntarse quién es realmente.

– Y yo soy la última piedra que le queda.

– Sin ti, corre peligro de perder el sentido vital de su identidad -dijo Pablo-. Parte de tu trabajo consiste en apuntalarlo. Hazle saber que eres de fiar, que puede confiar en ti en cualquier situación.

– Me dijo que no hablase contigo -dijo Falcón-. Estaba obsesionado con sustraerse al control de los demás. Intenta controlarme y, sin embargo, se sitúa fuera de mi control. No estoy seguro de dónde estoy ya. Lo único que sé es que siempre ocuparé un lugar secundario con respecto a su hijo Abdulá.

– Tienes que reconstruir esa confianza. Yacub debe sentir que los dos hacéis frente común contra el GICM. Tienes que ser un anclaje para él -dijo Pablo-. Voy a obtener más información sobre lo que está haciendo.

– Lo que hagas ahora me pondrá en evidencia. Sabrá que he hablado contigo.

– La fluidez de la confianza es recíproca -dijo Pablo-. No se ha ido directo a Rabat como te dijo. Has recurrido a mí para asesorarte sobre cómo proceder. Nadie ha sufrido daño alguno. Déjalo en mis manos durante un tiempo. No recurras a nadie más en busca de consejo, sobre todo a ese «amigo» tuyo, Mark Flowers.

Colgó. A Pablo no le gustaba la relación de Falcón con Mark Flowers, que había empezado cuatro años antes, cuando Falcón se ganó el respeto del agente de la CIA durante una de sus investigaciones. Desde ese momento habían intercambiado información, de manera que Falcón le ponía al corriente de lo que ocurría en su trabajo de policía y Flowers le proporcionaba conocimiento experto y contactos del FBI. Cristina Ferrera llamó a la puerta y entró en el despacho de Falcón cuando él colgaba el teléfono.

– ¿Qué sucede? -preguntó Falcón.

– He examinado todos los discos del maletín del ruso y he contado sesenta y cuatro individuos, cincuenta y cinco hombres y nueve mujeres. Todos ellos aparecen ante la cámara con los pantalones bajados, consumiendo drogas, recibiendo dinero y/o «regalos».

– ¿Y cómo vas con la identificación de esa gente?

– Vicente Cortés del GRECO y Martín Díaz del CICO han logrado identificar a todos los miembros mafiosos y a todos menos tres de las presuntas «víctimas» que aparecen en los vídeos.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, los típicos cargos de la administración municipal: alcaldes, urbanistas, inspectores urbanísticos, concejales de salud y seguridad, empresas de servicio público, algunos empresarios y agentes de la propiedad inmobiliaria locales, guardias civiles. A Cortés y Díaz no les sorprendió… ni siquiera el vídeo de pederastia ni las mujeres que aparecen con unos negros enormes.

– Mira toda esa gente que se supone que nos protege -dijo Falcón, con los ojos orientados hacia la ventana-, y descubrirás que están pringados hasta el cuello.

– He aislado un plano de una secuencia que me gustaría que vieras. Tendrás que venir al despacho de aquí al lado para verlo, porque el inspector Ramírez se está ocupando de que todo se limite a un solo ordenador. Ni siquiera queremos que haya planos aislados en ninguna LAN, por si se filtran a nuestros «amigos» de la prensa.

Falcón salió con ella de su despacho. Los dedos de Ferrera teclearon las claves nada más sentarse delante del ordenador. Apareció en pantalla una imagen de dos personas: un hombre arrodillado detrás de una mujer que tenía el culo levantado, con la cara y los hombros sobre la cama. La chica miraba directamente a la cámara. Ferrera señaló la pantalla.

– Estoy totalmente segura de que esta mujer es la hermana de Marisa Moreno -dijo Ferrera-. Hasta volví a la comisaría y busqué la fotografía que le dio Marisa a la policía cuando denunció la «desaparición». Sólo tiene diecisiete años en la foto del archivo pero… ¿qué te parece?

En la foto de Ferrera se veía a una chica de pelo rizado estilo afro, ojos inocentes y grandes, con la boca cerrada, prieta, y los labios inflamados. La mujer de la pantalla tenía veintitantos años, que era la edad de Margarita Moreno en aquel momento. El pelo estaba trenzado y no era la única diferencia. Los ojos ya no eran inocentes, sino vidriosos, descentrados, evadidos.

Falcón cogió la foto que le había dado Marisa el día anterior y la acercó a la pantalla. En la foto, el pelo de Margarita estaba trenzado.

– Tienes razón, Cristina. Buen trabajo -dijo-. Nos estamos acercando, en lo de Marisa, ¿verdad?

– ¿Acercándonos a qué? -preguntó Ferrera.

– A otra versión de la historia de Marisa -dijo Falcón-. El motivo por el que tenía una aventura con Esteban Calderón, por qué esa aventura incluía algo más que deberes sexuales, y, quizá, por qué asesinaron a Inés en su propia casa.

– ¿Marisa tiene que ver con los rusos?

– He ido a verla dos veces y las dos he recibido llamadas amenazadoras pocas horas después de los encuentros -dijo Falcón-… ¿Habéis identificado al hombre de la foto?

– Todavía no.

– Dile a Cortés y a Díaz que, de las tres, ésta es la primera fotografía en la que tienen que trabajar. Este tipo nos dirá dónde tienen a Margarita -dijo Falcón-. Y ahora volvamos a Marisa.

– ¿Los dos?

– No le gustan los hombres -dijo Falcón-. Quiero que intimes un poco con ella.


* * *

Camino de la calle Hiniesta, Cristina Ferrera llamó al inspector José Luis Ramírez y a Vicente Cortés. La fotografía estaba accesible en el ordenador de Ramírez en archivos protegidos cuya clave de acceso sólo tenían él y Ferrera.

Marisa no estaba en casa. Fueron andando hasta su taller de la calle Bustos Tavera. Marisa abrió la puerta vestida con una bata de seda escarlata lo suficientemente abierta para mostrar la parte de abajo de un bikini. En una mano tenía un martillo y un cincel de madera y en la otra una colilla mordida.

– Otra vez usted -dijo, mirando a los ojos a Falcón, antes de desplazar la vista hacia Ferrera-. ¿Y ésta quién es?

– Ahora entiendo perfectamente que no le gusten los hombres, Marisa -dijo Falcón-. Así que le he traído a otro agente de mi equipo para que hable con usted. Es la detective Cristina Ferrera.

– Encantada -dijo Marisa, y les dio la espalda.

Dejó el martillo y el cincel en el banco de trabajo, se ató la bata, se sentó en un taburete alto y encendió la colilla. Obstinación era una descripción suave de su actitud.

– ¿Ahora? -preguntó ella-. ¿Por qué lo entiende perfectamente ahora, inspector jefe?

– Porque acabamos de encontrar a su hermana -dijo Falcón.

El argumento estaba pensado para impresionar y surtió efecto. En el intenso silencio que siguió a esta declaración, Falcón vio un destello de dolor, miedo y horror en las hermosas facciones de Marisa.

– Recuerdo claramente que le dije que mi hermana no había desaparecido -dijo Marisa, haciendo acopio de todo el autocontrol posible.

Ferrera dio un paso al frente y le entregó la copia impresa del plano sacado de los discos de Vasili Lukyanov. Marisa la miró, frunció los labios. Su semblante era impasible cuando volvió a conectar con Falcón.

– ¿Qué es esto?

– Estaba en poder de un conocido gánster ruso que murió en un accidente de autopista ayer por la mañana -dijo Falcón-. A lo mejor lo conocía usted también: Vasili Lukyanov.

– ¿Y esto qué tiene que ver conmigo? -preguntó Marisa, mientras el nombre retumbaba en su mente con la fuerza de un aturdidor de matarife-. Si mi hermana, a la que hace seis o siete años que no veo, ha decidido dedicarse a la prostitución…

– ¿Que ha decidido dedicarse a la prostitución? -dijo Ferrera, incapaz de contenerse-. De las cuatrocientas mil prostitutas que ejercen en España, apenas el cinco por ciento ha elegido su profesión. Y no creo que ninguna de ellas trabaje para la mafia rusa.

– Mire, Marisa, no hemos venido a humillarla -dijo Falcón-. Sabemos que está coaccionada. Y sabemos quién la coacciona. Hemos venido para aliviar su situación. Para sacarla de ahí, y también a su hermana.

– No sé muy bien a qué situación se refiere -dijo Marisa, todavía poco preparada para afrontar ese giro de los acontecimientos, con la esperanza de que el desarrollo del diálogo le permitiera sopesar mejor las cosas.

– ¿Cuál era el trato? ¿Dijeron que dejarían libre a Margarita si usted iniciaba una relación con Esteban? -preguntó Falcón-. Si usted les proporcionaba información, les decía que él pegaba a su mujer, les daba una llave de su casa…

– No sé de qué me habla -dijo Marisa-. Esteban y yo somos amantes. Voy a verle todas las semanas a la cárcel, o al menos eso hacía, hasta que ustedes interrumpieron mis visitas.

– Así que todavía no han soltado a Margarita -dijo Ferrera-. ¿Es correcto?

– ¿Que si es correcto qué? -dijo Marisa, mirando a Ferrera, percibiendo que ésta podía desatar parte de su fiereza-. ¿Qué…?

– Que usted tiene que mantener el servicio posventa -dijo Falcón-. ¿Pero durante cuánto tiempo, Marisa? ¿Cuánto tiempo cree que la mantendrán ahí colgada? ¿Un mes? ¿Un año? ¿Para siempre, quizá?

Mientras decía esto, se preguntó si era el hombre adecuado para este trabajo. A lo mejor tenía una excesiva implicación personal. La responsabilidad de esta mujer en la muerte de Inés le hacía ser quizá demasiado cruel, lo cual la dejaba en una situación sin salida. Pero tenía que hacerle ver todo el peso de su conocimiento, conseguir que afrontase la gravedad de las circunstancias, antes de demostrarle que él era la opción más suave. Esto, pensó, no se conseguiría en una sola visita.

– Esteban y yo estamos muy unidos -dijo Marisa, lanzando otra tanda de mentiras-. Aunque no lo parezca desde fuera. Usted se debe de pensar que lo he utilizado de alguna manera. Que de alguna manera él era mi billete para una vida mejor. Pero no es así…

– Esto ya lo he oído antes, Marisa -dijo Falcón-. Quizá debería dejar que viera a Esteban otra vez.

– ¿Ahora que usted ha envenenado la mente de Esteban contra mí, inspector jefe? -dijo Marisa, mientras se ponía en pie y entraba al ataque con la colilla-. Ahora que usted le ha dicho que tiene posibilidades de no pasarse veinte años en la cárcel porque usted calcula que puede echarle la culpa a un culo negro que se follaba. ¿Es eso, inspector jefe?

– Yo no soy quien la ha puesto a usted en esta situación.

– ¿Qué situación ni qué cojones? -dijo Marisa a gritos-. No sé a qué porras se refiere.

– Su posición entre los gánsteres que tienen retenida a su hermana y la policía que investiga el atentado de Sevilla -dijo Falcón sin perder la calma.

– No falta mucho para que averigüemos dónde tienen a Margarita -dijo Ferrera, comentario que atrajo de inmediato la atención de Marisa.

– El hombre de la foto -dijo Falcón-. Hablará. Y si usted habla con nosotros, no ocurrirá nada hasta que Margarita esté a salvo.

Marisa miró la foto impresa. Aún no estaba preparada. Necesitaba más tiempo para poner orden en su mente, pues no estaba segura de quién o qué iba a ser más peligroso para su hermana. Ferrera y Falcón se miraron. Ferrera le dio una tarjeta con su número fijo y móvil. Se dirigieron a la puerta.

– Hable con nosotros, Marisa -dijo Ferrera-. Yo lo haría, si fuera usted.

– ¿Por qué? ¿Por qué lo haría? -dijo Marisa.

– Porque usted no se dedica al negocio de matar mujeres indefensas, poner bombas, sobornar a las autoridades locales o forzar a las chicas a ejercer la prostitución -dijo Falcón.

Bajaron las escaleras desde el taller y se toparon con el calor achicharrante del patio. Permanecieron un instante en el frescor del túnel que conducía a la calle Bustos Tavera.

– Hemos estado cerca -dijo Ferrera, presionando el pulgar contra el índice.

– No lo sé -dijo Falcón-. El miedo tiene efectos extraños en la gente. Los acerca al borde del único paso lógico, pero luego se vuelven hacia la oscuridad de la noche porque alguna amenaza parece más cercana y más fea.

– Sólo necesita tiempo -dijo Ferrera.

– El problema es el tiempo, porque está sola -dijo Falcón-. En esas circunstancias, la persona que te va a matar parece más poderosa que la que te tiende una mano de ayuda. Por eso quiero que entables una relación con ella. Quiero que consigas que sienta que no se enfrenta a esto sola.

– Entonces vamos a buscar a Margarita -dijo Ferrera-. Si conseguimos ponerla a salvo, Marisa cederá.113


* * *

Al volver a la jefatura, el inspector José Luis Ramírez observaba a Vicente Cortés y Martín Díaz con los brazos cruzados, los bíceps marcados bajo el polo rojo. Tenía la frente arrugada de furia. El color caoba de su piel y el pelo oscuro, peinado hacia atrás, le conferían un aspecto aún más intimidatorio. Estaban revisando las secuencias de los discos encontrados en el maletín de Vasili Lukyanov. La imagen de las chicas jóvenes mancilladas siempre hacía sentir incómodo a Ramírez. Ni siquiera le gustaba ver a su propia hija adolescente de la mano de su novio, a pesar de que su mujer le aseguraba que todavía era inocente.

Cortés y Díaz habían encontrado un mejor ángulo de la cara del hombre que se acostaba con Margarita. Habían aislado sus facciones en la secuencia, para ampliarlas y enviarlas a todas las comisarías de Andalucía, la Guardia Civil y el CICO de Madrid.

– ¿Por qué sólo a Andalucía?

– Los sesenta y un hombres y mujeres que ya hemos identificado son todos de ciudades costeras situadas entre Algeciras y Almería.

– A lo mejor no lográis identificar a estos tres hombres precisamente porque son de fuera -dijo Falcón-. Creo que al menos deberíais enviar estas fotos a Madrid y Barcelona y encargarle a alguien que se las muestre a las Cámaras de Comercio. Esto es una oportunidad. Si logramos localizar a la chica y ponerla a salvo, tenemos la oportunidad de conseguir que Marisa Moreno hable. Y posiblemente ella es la única persona viva que está relacionada con alguien que participó en el atentado de Sevilla.

Sonó el teléfono de su despacho, la línea cifrada del CNI. Falcón pidió a Ramírez que le enviase por correo electrónico la foto ampliada del varón no identificado.

– Hablé con el MI5 sobre Yacub -dijo Pablo-. Por supuesto, sabían que viajaba en ese vuelo, pero le han perdido la pista.

– ¿Le han perdido la pista? ¿Qué quieres decir?

– Lo siguieron. Cogió el metro hacia Londres. Le perdieron la pista en Russell Square.

– Así que Yacub se dio cuenta de que le seguían y se zafó, lo que significa que ya sabe, o puede suponer, que yo he hablado.

– No necesariamente. No es la primera vez que los británicos se interesan por Yacub. Lo que significa es que Yacub no quería que supieran lo que hacía -dijo Pablo-. Ahora hemos visto que su nombre aparece en un manifiesto de un vuelo de Londres a Málaga para mañana por la noche.

– ¿Qué significa esto?

– Puede significar que tenemos un agente traidor en nuestras manos. Por otro lado, puede significar simplemente que tiene que comportarse de una determinada manera por las presiones del GICM -dijo Pablo-. Lo que tenemos que hacer ahora es averiguar qué intereses está protegiendo.

– ¿Cómo lo vas a averiguar?

– A través de ti. Pero todavía estamos pensándolo -dijo Pablo-. Hay algo más. Un varón no identificado ha aparecido en la casa de Yacub en Rabat. Parece un familiar, pero los marroquíes todavía no han sido capaces de localizarlo y no quieren entrar y aguarnos la fiesta.

– ¿No pueden pedirle los documentos cuando salga de la casa?

– Si saliese, sí, pero el problema es que no sale -dijo Pablo-. Tenemos una foto suya en nuestro sitio web. Echa un vistazo. Puede que te suene de las vacaciones que pasaste con Yacub en Esauira. Por cierto, hace tres semanas que no te comunicas con Yacub a través del sitio web del CNI.

– No se ha comunicado él conmigo.

– Pero antes manteníais un contacto asiduo.

– Dada su situación familiar, habrá tenido que tomar más precauciones.

– Eso es lo que pensamos aquí -dijo Pablo-. ¿Algo más?

– Estoy trabajando en un importante avance potencial sobre el atentado de Sevilla. Hemos encontrado unos discos que estaban en poder de un importante mafioso ruso. En ellos aparecen hombres manteniendo relaciones sexuales con prostitutas -dijo Falcón-. ¿Te acuerdas de los dos cabecillas de la conspiración, Lucrecio Arenas y César Benito?

– Benito era arquitecto del Grupo Horizonte y Arenas era el director general de sus banqueros, el Banco Omni -dijo Pablo.

– Exacto. Nunca hemos encontrado nada en ninguno de los dos grupos que los vinculase a la conspiración, pero también estamos seguros de que no actuaban motivados por sus creencias católicas -dijo Falcón-. He aislado a un varón de los discos encontrados en manos del mañoso ruso. Nuestros dos especialistas de Crimen Organizado de la Costa del Sol han logrado identificar a más de sesenta personas de los discos, pero a este tipo no, y se me ocurre que puede ser alguien de fuera.

– ¿Y crees que esto vincula a la mafia rusa con Horizonte y el Banco Omni?

– Es posible, si este tipo estuviera en la jerarquía de alguna de las dos compañías o en el holding de Horizonte, un grupo de inversión con sede en Estados Unidos llamado I4IT -dijo Falcón-. El problema es que, por otras investigaciones anteriores sobre estas dos compañías, sé que su personal suele rehuir las cámaras, y supongo que quizá tú tienes acceso a… ciertos archivos que no están a mi alcance. Hasta podría ser extranjero.

– ¿Quieres que vea si lo identifico? -dijo Pablo-. Por ti, Javier, hago lo que sea.

Colgaron. Falcón envió por correo electrónico al sitio web del CNI el primer plano facial del hombre que mantenía relaciones sexuales con Margarita y, mientras estaba conectado a la página, examinó la foto del tipo que estaba en casa de Yacub, pero no lo reconoció.

– Envíame las fotos de los otros dos tipos que no habéis podido identificar en los discos del ruso -gritó Falcón a Vicente Cortés, que estaba en el despacho contiguo.

Aparecieron las tres caras en su pantalla. Las examinó despacio. Entró Ramírez y se quedó de pie junto a la ventana.

– Este tipo, el «Identificado B», no me parece español -dijo Falcón.

– No -dijo Ramírez rotundamente, girando la cabeza para mirarle.

– Los otros dos podrían ser españoles o hispanoamericanos -dijo Falcón-, pero este tío parece yanqui.

– ¿Yanqui? -dijo Cortés, que apareció en ese momento en la puerta-. ¿Cómo puedes saber que es americano por una foto granulada?

– Por su cara, no parece un tipo con una carga de siglos de historia -dijo Falcón-. Tiene la inocencia de alguien que se ha pasado la vida abrazando el futuro.

– Aunque sea un puto adolescente -dijo Ramírez con gravedad.

– ¿Puedes deducir todo eso de esta foto? -dijo Cortés, inclinándose sobre la mesa de Falcón.

– Mira el pelo -dijo Falcón-. Ya no hay pelos así en Europa. Es lo que yo denominaría pelo corporativo americano. Es muy conservador.

– Deberías ver el vídeo entero. El pelo ni se le mueve al follar -dijo Ramírez, mirando por la ventana-. Cuando acabó con la pobre chica, debería tener el pelo como el de un luchador, y sin embargo… ¿No será un peluquín?

– Es posible.

Sonó el teléfono de la línea cifrada con el CNI. Ramírez cogió del brazo a Cortés y lo sacó del despacho. Ferrera se inclinó y cerró la puerta.

– Queremos que vayas a Londres -dijo Pablo.

– No puedo.

– Ya hemos hablado con el comisario Elvira.

– Te lo acabo de decir, las cosas están en un punto de inflexión. Tengo la sensación de que por fin estoy penetrando en este tema. No puedo dejarlo ahora -dijo Falcón-. Y si voy a Londres, Yacub sabrá que he hablado con vosotros. Se lo tomará como una traición a la confianza.

– Vas a ver a la brigada antiterrorista británica, el SO15, en New Scotland Yard. Te reunirás con un tipo llamado Douglas Hamilton. Él te dará instrucciones. Cuando entables contacto con Yacub, le explicarás por qué razón estás en Londres, que es para averiguar por qué demonios se está zafando de la vigilancia del MI5 que le sigue la pista. No es el tipo de conducta que esperamos de uno de nuestros agentes «menos experimentados» -dijo Pablo-. ¿Me entiendes, Javier? Y mira, sólo te ausentarás de la oficina durante el resto del día. Te hemos programado un vuelo para dentro de una hora y haremos todo lo posible para que vuelvas al final de la tarde.

– De acuerdo -dijo Falcón-. Te mando dos fotos más de los hombres de los discos del ruso que no hemos podido identificar. Creo que uno es americano.

– No comentes nada de esto con tu amigo Flowers.

– ¿Vas a decir lo mismo cada vez que pronuncie la palabra «americano»?

– Mark Flowers es perro viejo. Tiene un instinto especial para las cosas que ocurren. Me sorprendería mucho que no tuvieras noticias suyas antes de que acabe el día.

– ¿Y qué es lo que ocurre?

– ¿Has echado un vistazo al hombre misterioso que apareció en casa de Yacub? -preguntó Pablo, eludiendo la pregunta.

– No lo he visto en mi vida -dijo Falcón.

Colgaron. Falcón miró el teléfono con tristeza, sin querer enfrentarse a ese otro asunto, aún más peliagudo. Llamó a Ferrera.

– Me voy a ausentar hasta esta noche -dijo-. Quiero que vuelvas a ver a Marisa y que trabajes con ella. Haz todo lo que puedas para ganarte su confianza. Tiene que decirnos quién la está presionando.

Se apoyó en el respaldo, intentó calmar el estrés con la respiración, cerró los ojos, pensó en el beso de despedida de Consuelo. Ese beso lo encerraba todo. Toda la complejidad de una mujer que une su vida a la de él. Luego pensó en el rato de fútbol en el jardín con Darío y recordó la confianza instintiva del chico en él la noche anterior, cuando apoyó la cabeza en el pecho de Falcón. El chico había hecho algo por él, le había traído el recuerdo de la confianza en su propia madre; los besos de buenas noches en Tánger. Eso lo unía a Darío de una manera que le hacía sentir a la vez fuerte y vulnerable. Abrió los ojos, apoyó las manos en la mesa, enderezó la espalda y, mientras se levantaba para ir al aeropuerto, de pronto se percató de lo que pasaba. Había comenzado la paternidad de Javier Falcón, y eso era lo que había variado en Consuelo: había decidido dejarle entrar plenamente en su vida.


* * *

– Otra vez usted -dijo Marisa, al ver a Cristina Ferrera a través de la puerta, que sólo había abierto una rendija-. No sé qué pasa con ustedes. Ya pueden estar robando y violando a gente en media Sevilla, que erre que erre, siguen llamando a mi puerta.

– A lo mejor es que mi trabajo consiste precisamente en investigar casos de asesinato -dijo Ferrera-, más que nada.

Marisa la miró de arriba abajo. Tenía los ojos vidriosos. Debía de estar bebida o colocada.

– Especialmente seleccionada -dijo Marisa.

– ¿Para qué? -preguntó Ferrera, mientras el sudor se le concentraba bajo los ojos.

– Pase -dijo Marisa, con un tono repentinamente cansino, alejándose de la puerta.

Sólo llevaba puesta la parte de abajo del bikini. Cogió una colilla, la encendió, se apoyó en el banco de trabajo y exhaló el humo.

– Dulce y virginal -comentó.

– Antes era monja -dijo Ferrera-. A lo mejor tiene algo que ver con eso.

Marisa soltó una carcajada, que expulsó por la nariz una larga columna de humo.

– Está de broma.

Ferrera la miró fijamente, vio la media botella de Havana Club y una lata de Coca-Cola detrás de Marisa.

– Voy a ponerme algo encima -dijo Marisa, que fue a buscar una camiseta, se la puso y continuó-: Su jefe… -Y, después de perder el hilo, frotó el aire con la colilla-. Como se llame. Es un tipo inteligente. No se ven muchos polis como él. No se ven muchos sevillanos como él. Un tipo inteligente. Y la ha enviado a usted aquí sola. Ese hombre está todo el tiempo dándole al coco. Entra aquí, mira mis esculturas… no dice ni una palabra. Piensa. Piensa. Y resuelve las cosas. Y por eso está usted aquí, ¿verdad? La ex monja. Todo está calculado.

– Yo no era muy buena monja, la verdad -dijo Ferrera, interrumpiendo la cháchara etílica.

– ¿Ah, no? ¿Por qué no? Tiene usted una pinta perfecta -dijo Marisa-. Apuesto a que sólo la persiguen los tíos que le gustan.

– ¿Qué quiere decir?

– A mí me persigue toda clase de gente -dijo para sí-. Dígame por qué no le fue bien de monja.

– Una noche, en Cádiz, me violaron un par de tíos -dijo Ferrera abiertamente-. Iba a ver a mi novio. Eso es todo. Todo lo que le puedo contar. No me salió muy bien lo de ser monja. Tenía debilidades.

Marisa escupió tabaco del extremo raído de la colilla.

– Hasta eso es calculado -dijo con maldad.

– Lo único que ha calculado el inspector jefe es que a usted no le gustan mucho los hombres, así que decidió enviarme a mí… a una mujer.

– Una ex monja a la que han violado.

– Él no esperaba que le contara eso.

– ¿Y por qué me lo ha contado?

– Para demostrarle que no soy la mujercita dulce y virginal que usted se piensa -dijo Ferrera-. He sufrido… quizá no tanto, o tan continuamente, como Margarita, pero lo suficiente para saber lo que es que a una la traten como un trozo de carne.

– ¿Una copa? -preguntó Marisa, como si las palabras de Ferrera le hubiesen indicado algo.

– No, gracias -dijo Ferrera.

Marisa se sirvió una dosis generosa de ron y lo coronó con Coca-Cola.

– Siéntese -dijo, señalando un taburete bajo y barato-. Parece que tiene calor.

Ferrera se sentó con el olor del jabón y el desodorante mezclado con sudor.

– ¿Siempre bebe mientras trabaja? -preguntó.

– Nunca -dijo Marisa, mientras volvía a encender la colilla.

– ¿Entonces no está trabajando?

– Trabajaría si no me interrumpieran.

– ¿Se refiere a otra gente? -preguntó Ferrera-. ¿Aparte de nosotros?

Marisa asintió. Bebió un trago más.

– No es sólo que se piense que odio a los hombres… -dijo Marisa, señalando a Ferrera con la colilla-. Y no odio a los hombres. ¿Cómo voy a odiarlos? Sólo los hombres me satisfacen. Sólo folio con hombres, ¿así que cómo voy a odiarlos? ¿Y usted? ¿Sólo folla con hombres? ¿Después de lo que le hicieron aquellos tíos?

– ¿Entonces qué otra cosa es? -preguntó Ferrera, percibiendo que la mente ebria de Marisa se desviaba bruscamente del hilo anterior.

– Se piensa que la maté yo -dijo Marisa-. El inspector jefe se cree que yo maté a su mujer. A su ex mujer, quiero decir, la mujer de Esteban.

– No piensa eso.

– ¿Usted la conocía?

– ¿A Inés? -preguntó Ferrera, negando con la cabeza.

– No sé por qué su inspector jefe se casó con ésa -dijo Marisa, con el dedo en la sien, volándose los sesos-. No tenía nada dentro.

– Todos cometemos errores -dijo Ferrera, recordando algunos de los que ella misma cometió, y sus consecuencias.

– Era adecuada para Esteban -dijo Marisa-. Totalmente de acuerdo.

– ¿Por qué dice eso?

– También él es un cabeza hueca -dijo Marisa, golpeando con los nudillos la cara lateral del banco de trabajo-. Un tipo hueco.

– ¿Y por qué le gustaba a usted Esteban?

– Querrá decir que por qué le gustaba yo a él -dijo Marisa-. Yo estaba allí. Él me vino detrás. Daba igual lo que yo pensase. Así son los sevillanos. Persiguen a las tías. No hace falta que los animen.

– ¿Los cubanos son distintos?

– Saben cuándo una mujer no es adecuada para ellos. Ven quién es.

– Pero usted no rechazó a Esteban.

– Ya se lo he dicho, Esteban no es mi tipo -dijo Marisa, y su cara a duras penas intentó dibujar una expresión desdeñosa a pesar del alcohol.

– ¿Y qué ocurrió?

– Me persiguió.

– Hombre, usted ya es mayorcita para decirle a un tío que no va a llegar a ninguna parte.

– A no ser… -dijo Marisa, levantando el dedo.

Empezó a sonar una música cubana en la trastienda del taller. Marisa trastabilló entre el revoltijo de cosas y cogió el móvil. Ferrera apretó los dientes, otra ocasión perdida. Marisa se retiró a la oscuridad y escuchó atentamente sin decir una palabra. Al cabo de largos instantes en silencio, soltó el teléfono y se apartó de él como si acabase de percatarse de que le inoculaba veneno en el oído.

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