Capítulo 12

Vuelo Londres-Sevilla. Sábado, 16 de septiembre de 2006,20.15


No había sido capaz de responder. Había anhelado tanto esas palabras y, cuando llegaron, no pudo repetirlas. ¿Por qué? Porque las palabras que tanto la habían reconfortado, y que habían suscitado esos sentimientos tan bien guardados, provenían del despacho del inspector jefe Javier Falcón. Había dicho esas cosas a cientos de personas que se encontraban al borde del abismo de un trineo ruso, después de saber que un ser querido había muerto asesinado. Se lo había enseñado un detective noruego jubilado en la academia de policía en la década de los ochenta. Cuando Per Aarvik les dijo que el abismo era inevitable para los seres más próximos de la víctima, les empezó a describir lo que era un trayecto en trineo ruso. Esa helada insensatez era terrible para una clase de veinteañeros españoles. Y, como decía Per Aarvik, todo el mundo pasaba por ello, pero, si querías ser útil en tu investigación, tenías que centrarte, tranquilizarlos, señalarles la dirección correcta y, cuando se fuesen, hacerles creer que podrías estar con ellos hasta el final. Si lo decías bien, si creías firmemente en ello, te querrían como a un familiar cercano.

Consuelo lo quería por el curso de la academia de policía. Per habría estado orgulloso.

Clarifica la mente. Esto es pensamiento evasivo. Veía lo que le estaba ocurriendo. El estrés del vuelo había sido terrible, a pesar de que, como el avión estaba lleno, habían tenido que acomodarlo en clase preferente. Se había tomado un whisky con agua, se había mordido la uña del pulgar y se había estremecido en la profundidad de su lujoso asiento al pensar en Darío en manos de unos desconocidos. Consuelo se daría cuenta, en cuanto le mirase a la cara, de que él era culpable, porque él era la causa del secuestro de su hijo más querido.

Si se lo decía, nunca le perdonaría. Si no se lo decía, Consuelo nunca se lo perdonaría. Sólo quedaba la esperanza como primera medida. Y él tenía que encontrar al niño.

Llamó a Cristina Ferrera mientras recorría a toda prisa la terminal de llegadas del aeropuerto de Sevilla. Eran las 10.35 de la noche, había perdido una hora con la diferencia horaria. Ferrera había estado dos horas con Marisa y la cubana no soltó prenda. Cristina la acompañó a casa, le dio una aspirina y la metió en la cama. Marisa no estaba preparada para confirmar que eran los rusos quienes tenían a su hermana y quienes la sometían a una presión tan extrema que no podía hablar. No confirmó si conocía a Vasili Lukyanov. No dijo nada sobre la finalidad de su relación con Calderón. Nunca estaría lo bastante borracha para olvidar el miedo.

– La llevaste a casa -dijo Falcón-. Está bien.

– Creo que soy todo lo que tiene.

– ¿Qué vas a hacer esta noche?

– Me voy a la cama para levantarme mañana y llevar a los niños a la playa cerca de Cádiz, donde comemos con mi madre.

– Claro.

– ¿Y tú?

– He pensado que voy hacer el primer turno de una vigilancia de veinticuatro horas diarias de Marisa Moreno.

– Para lo cual no tienes presupuesto -dijo Ferrera-. ¿Y Consuelo?

– No creo que quiera verme en mucho tiempo.

– ¿Se lo vas a decir?

– La alternativa no es una opción viable.

– Montaré guardia delante del piso de Marisa. Relévame cuando puedas.

– ¿Y los niños?

– Mis vecinos podrán quedarse con ellos unas horas, pero no puedo ir a casa de Marisa inmediatamente -dijo-. No he cenado.

– En cuanto puedas.

Falcón siguió caminando hacia su coche, donde llamó al inspector jefe Tirado del Grupo de Menores. Ya habían hablado en Heathrow. Tirado iba en coche a algún sitio.

– Acabo de dejar a la señora Jiménez -dijo-. Ahora está con su hermana y los otros dos chicos. Está notablemente tranquila. Ha venido a verla un médico: tiene la tensión bien, esas cosas. Se encuentra bien. Le ha dado unas pastillas para dormir y algo para la ansiedad, aunque ella dice que no se las va a tomar.

– ¿Qué tal os va a vosotros?

– La gran noticia es que los hemos localizado en las grabaciones de televisión.

– ¿Un buen plano?

– No está mal, pero tampoco es una maravilla. Lo tiene la señora Jiménez. Lo está mirando.

– ¿Hay más testigos?

– No hemos podido recabar mucha más información, aparte de lo que descubrió Cristina Ferrera esta mañana -dijo Tirado-. Esperemos que cuando dijeron que no volverían a establecer contacto sólo estuviesen incrementando el grado de amenaza. Sería poco común que no hiciesen una petición, pero calculo que se lo harán pasar mal hasta el lunes.

– ¿Y la prensa?

– Es demasiado tarde para las ediciones del domingo y yo quería retener la noticia hasta los periódicos del lunes, dar algo de tiempo a la señora Jiménez para que se serenase. Será una noticia importante. Hicimos algunos anuncios en la radio local, así que están presionando para tener más datos, y tengo la sensación de que el Canal Sur ya anda rondando por la Jefatura.

– Voy a poner vigilancia a Marisa Moreno.

– Cristina Ferrera me ha hablado de ella -dijo Tirado-. ¿Así que piensas que los rusos establecerán contacto?

– ¿Tienes a alguien que pueda colaborar en la vigilancia?

– Me imaginaba que me lo ibas a pedir. Mira, Javier, tienes una buena teoría sobre por qué secuestraron al niño, pero no puedo dejar de lado las demás líneas de investigación. Si hubieran establecido contacto y estuviéramos en negociaciones, sería diferente. Pero tengo que encontrar al tipo que la asaltó cerca de la plaza del Pumarejo y, según su hermana, apareció después en su casa. No he empezado con sus socios de trabajo y ni siquiera he examinado a los enemigos de Raúl Jiménez. Y a quien buscamos es a su hijo. Nunca conocí a ese tío, pero dicen que no era muy simpático. Ya sabes lo que dicen de la venganza.

Casi 36°C a las once de la noche. Falcón salió del aeropuerto con un tenue olor a combustible de avión que penetraba a través del aire acondicionado. Eso le llevó a pensar en la huida. Tenía las palmas sudorosas. Sí, no le importaría escapar ahora. Intentó pensar en las cosas que podría decirle a Consuelo. No le salía del corazón nada creíble. Esa vía parecía obstruida por barricadas de culpabilidad.

Los coches lo adelantaban a toda pastilla por la autopista; había reducido la velocidad a sesenta kilómetros por hora, pues la aversión a enfrentarse a la siguiente escena inconscientemente influyó en la conducta de su pie. Cruzó la circunvalación. El barrio de Santa Clara estaba justo allí, un nido de riqueza rodeado por zonas industriales y por los supermercados de la droga del polígono de San Pablo.

Aparcó. Llamó al timbre. Se abrió el portal. Apareció una silueta. Entró y se fundió entre sus brazos como un impostor. Sintió el cálido aliento en su cuello fraudulento. Cierta humedad rozó su mejilla tramposa. Él la abrazó. Ella se aferró a él firmemente. Él le dio palmaditas en la espalda, porque le habían dicho que eso traía a la gente el recuerdo reconfortante del corazón de la madre en el útero.

– Tenemos que hablar -dijo Falcón.

– Vamos arriba. Están todos en el salón.

Había encendido una televisión en el dormitorio. Había una marca al pie de la cama, donde había estado sentada, tomándose un rato libre solitario mientras veía la secuencia de circuito cerrado de televisión.

– No lo han dicho en las noticias todavía, ¿verdad? -preguntó Falcón.

– Todavía no. No han comunicado nada a la prensa, después de ver esto -dijo, y pulsó el mando a distancia.

Blanco y negro. Igual que las películas de cine negro que lo impulsaron a trabajar como policía. Pero ésta era gris y poco interesante, con la cámara estática en un ángulo anodino desde arriba. A un lado se veía el cristal plano de la tienda de deportes. El suelo de baldosa era mate, estaba vacío, y de pronto aparecieron allí dos hombres de pelo oscuro, uno con una camisa de manga larga, el otro con un polo, los dos cargados con otras prendas de ropa. Se pararon, echaron un vistazo, y se alejaron de la cámara.

– ¿Y el otro ángulo?

– Ahora viene.

Ahí estaban de nuevo, pero con las gorras, la cabeza gacha, las americanas puestas, las manos en los bolsillos, alejándose de la tienda.

– Saben lo que hacen -dijo Falcón.

– Es lo que parece en toda la otra secuencia -dijo Consuelo-. Sólo se quitaron las gorras y las americanas para localizarnos en la tienda.

– ¿Y la secuencia desde el exterior del estadio?

– Ahora viene -dijo-. Lo han grabado todo en esta cinta.

– ¿Os ha dicho algo la gente que trabaja en la tienda del Sevilla Fútbol Club?

– Nada. La tienda estaba llena, con mucho ajetreo. Ni siquiera vieron a Darío -dijo Consuelo-. Es la confirmación de lo que averiguó Cristina a través de la pareja que vive en el piso de la avenida de Eduardo Dato.

Todo sucedió en una fracción de segundo. Rebobinado. Reproducción. Rebobinado. Reproducción. Rebobinado. Congelación de la imagen. Consuelo trazó un círculo alrededor de las tres figuras que se veían al fondo de la imagen.

– Darío lleva una bufanda. El tío de la derecha lleva las botas de fútbol. Son los mismos hombres captados por la televisión de circuito cerrado en la plaza Nervión, americanas, gorras de béisbol.

– ¿Esto es todo lo que tienen en el exterior del centro comercial? -preguntó Falcón.

Se sentó con ella en el extremo de la cama, se inclinó hacia delante, con los codos en las rodillas, las manos juntas sobre la nariz. Consuelo rebobinó la cinta, volvió a reproducir la secuencia, con la esperanza de que el cerebro de policía de Falcón captase algo que ella no había visto.

– Háblame de todo el trayecto que hiciste para ir de compras -dijo Falcón, mientras apagaba la televisión-. Quiero saber cada centímetro y cada segundo de lo que hiciste desde el momento en que acabamos la llamada que te hice desde el aeropuerto esta mañana. Hasta el menor detalle, cualquier detalle minúsculo, insignificante, que se haya quedado en tu cerebro. Todas las llamadas que hiciste y recibiste. Estás todo el tiempo pegada al teléfono últimamente. La cobertura no es siempre buena en esos centros comerciales, probablemente tuviste que caminar por allí. ¿Qué viste? Quiero que hables sin interrupción.

Falcón cerró la puerta de la habitación, apagó las luces, dejando encendida sólo una lámpara en la mesilla de noche, en el rincón. Sacó el cuaderno. Consuelo empezó por el momento descorazonador que tenía alojado en el pecho, cuando Darío le preguntó: «¿Me sigues queriendo ahora que Javi está con nosotros?». Falcón no soportaba levantar la mirada. Asintió cuando oyó la respuesta de Consuelo. Ella miró su reflejo en la ventana oscura a la luz de la lámpara, una escena casi entrañable. Él la dejó hablar. Sólo de vez en cuando la interrumpía para sonsacarle más detalles, para que su cerebro no se volviese perezoso y eludiese lo que parecía poco importante. Quería que todo lo sucedido se reprodujera como una película en su mente. Quería ver qué veía su cámara. Ella relató el momento en que vio a los dos hombres por primera vez.

– Los dos eran españoles. Tendrían veintitantos años. Uno de complexión gruesa, pelo convencional, peinado con raya, las cejas prolongadas por los lados, la nariz un poco gruesa, como si se la hubiera roto, bien afeitado, buena dentadura. El otro era delgado, de pelo largo, dos arrugas que descendían desde los pómulos hasta la mandíbula, la frente arrugada.

– ¿Cómo le viste la frente, si tenía el pelo largo?

– Lo llevaba metido por detrás de las orejas.

– ¿Qué camisa llevaba?

– Llevaba camisa de manga larga. Azul oscuro. La llevaba por fuera del pantalón. El más gordo tenía un Lacoste. Con un cocodrilo pequeño. Verde oscuro.

– ¿Y los pies?

– No veo sus pies.

– ¿En las manos?

– Las americanas. Sí, recuerdo que pensé: ¿americanas, en un día como éste? El ordenador del coche marcaba 40°C cuando salimos al parking del sótano.

– ¿Color?

– Oscuro. No puedo decir nada más.

Falcón reprodujo de nuevo la secuencia. La vio a cuatro patas, con la cara pegada a la pantalla. Ella se sentó detrás de él en la cama. Él congeló el plano en que las tres figuras salían de la tienda.

– Trabajarán en esa instantánea, para darle más nitidez y publicarla en la prensa -dijo-. Luego entrevistaremos a todas estas personas que estaban alrededor…

– ¿Pero quiénes son esas personas? -preguntó ella, arrodillándose también, señalando la pantalla.

Se miraron y ella lo vio de inmediato a la luz procedente de la imagen trémula;

– Tú sabes algo -dijo, parpadeando-. ¿Qué sabes, Javier?

No soportaba estar tan cerca de ella. Se levantó. Y ella también.

– ¿No conoces a estos hombres, verdad? -preguntó Consuelo-. No puedes conocerlos. ¿Cómo vas a conocerlos?

– No los conozco. Pero sé que mi trabajo es responsable…

– Tu trabajo. ¿Cómo puede ser responsable tu trabajo? Tú haces tu trabajo. Tú, por lo tanto, eres responsable. ¿Cómo? -preguntó ella.

Él le habló de sus reuniones con Marisa Moreno y por qué era de interés para él. El hallazgo de los discos en el maletín del mafioso ruso muerto. La intensificación de sus interrogatorios a Marisa. Las llamadas de teléfono. La llamada que recibió justo antes de verla la noche anterior.

– Así que esta gente te está vigilando -dijo Consuelo-. Lo que significa que han estado observando mi casa, a mí, a mis hijos…

– Es posible.

– Tú lo sabías -dijo Consuelo y se alejó de él para mirar, en la ventana negra, la lámpara y el reflejo de las dos siluetas, ahora transformadas en su mente en una escena de flagrante traición.

– Me han amenazado en otras ocasiones. Es una clásica táctica de intimidación, una táctica de dilación. Lo hacen para entorpecerme. Para distraer.

– Bueno, pues esto es una distracción muy seria, joder -dijo Consuelo, volviéndose hacia él-. Mi hijo… -Interrumpió la frase, se le ocurrió otra cosa-. Hicieron lo mismo hace cuatro años. No sé cómo pude haberlo olvidado, porque… ¿Cómo pude olvidadlo? -Se alejó de él y dio la vuelta, como un abogado-. Fue una de las razones por las que rompí contigo hace cuatro años.

– La fotografía.

– La cruz roja en la fotografía. El rotulador rojo que tachaba a mi familia. Una gente que entraba en mi casa, dejaba la televisión encendida y tachaba a mi familia. Fue una de las razones por las que no pude seguir contigo la última vez. ¿Cómo se supone que voy a vivir con eso?

– No tienes por qué -dijo Falcón.

– También eran rusos -añadió Consuelo, con los ojos encendidos y la boca tensa.

– Sí, pero eran un grupo diferente. Los dos hombres que dieron la autorización han muerto.

– ¿Quién los mató? -preguntó Consuelo, sintiéndose lívida ahora, después de perder toda la lógica, mientras el estrés del día de pronto se abría paso por sus venas, y el corazón le palpitaba en el pecho-. ¿O da igual quién mató a quién? La gente va por ahí matando todo el tiempo, joder. Ésa es la gente con la que tú te relacionas, Javier: asesinos. Son tu pan de cada día.

– Esto no es buena idea -dijo-. Es mejor que me vaya.

En un instante ella se le acercó y le aporreó con los puños en el pecho, empujándolo contra la pared.

– Tú trajiste a esa gente a mi casa la última vez -dijo-. Y ahora, justo cuando te dejo entrar otra vez en mi… en todo… vuelven a aparecer.

Él le agarró las muñecas. Ella se zafó y le pegó en la cabeza y los hombros hasta que él logró sujetarla de nuevo. La atrajo hacia sí.

– Lo más importante es que comprendas, Consuelo -le dijo, mirándole a la cara lívida-, que nada de esto es culpa tuya.

Eso cambió algo en el interior de Consuelo, apagó algún mecanismo. A él no le gustó. Desapareció la pasión. Sus ojos azules se volvieron gélidos. Se alejó de él, se zafó de sus manos, que la agarraban con menos fuerza. Después de retroceder hasta el centro de la habitación, cruzó los brazos.

– No quiero volver a verte -declaró-. No quiero que tu mundo se entremezcle con el mío nunca más. Tú eres el responsable del secuestro de Darío y no puedo perdonarte. Aunque me lo traigas mañana nunca te perdonaré por lo que has hecho. Quiero que te marches y no vuelvas nunca más.

Le dio la espalda. Él vio la tensa musculatura de la espalda de Consuelo bajo el top fino, y no encontró palabras para aliviarla. Y comprendió lo que significaba todo esto. Ella se estaba castigando. Se estaba responsabilizando por completo. Había dejado de vigilar a Darío a causa de una estúpida llamada de un agente inmobiliario idiota que intentaba venderle algo que ella no quería, y por eso lo secuestraron. Y por mucho que él se echase la culpa, eso no iba a cambiar. Así que abrió la puerta, salió de la habitación, bajó las escaleras y emergió en la noche sofocante, colmada del susurro inquietante de los árboles y la grave amenaza distante de la ciudad que se forjaba su futuro.

Cristina Ferrera se sobresaltó ante la aparición de Falcón en el marco de la ventanilla del conductor.

– Se lo has dicho -dijo, al verle la cara.

Él apartó la mirada hacia la calle Hiniesta y asintió.

– Entonces me alegro de no haber llamado.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada. La luz está encendida, pero no estoy segura de que Marisa esté dentro.

Cristina salió del coche. Miraron el piso desde la calle. La luz brillaba en la terraza, iluminando la vegetación que cultivaba allí.

– He llegado a las once y media y no he visto ningún movimiento.

– ¿Has mirado en el estudio?

– Está a oscuras.

– Vamos a llamarla -dijo Falcón, y marcó el número en su móvil. No respondía.

– ¿Y si tocamos el timbre? -preguntó Ferrera.

Cruzaron la plaza delante de Santa Isabel, pasando por delante de los bares de la calle Vergara, que a la una menos cuarto de la mañana ya estaban cerrados. Falcón pulsó el timbre del interfono. Ferrera se quedó en la calle.

– No oigo que abra -dijo ella.

– No hay nadie.

– O está borracha… inconsciente.

– ¿No dejaste las luces encendidas cuando la trajiste a casa y la metiste en la cama?

– No.

– ¿Sábado por la noche?

– No parecía que fuera a ir a ningún lado.

– Echemos un vistazo al estudio -dijo Falcón-. ¿Cuándo lo inspeccionaste por última vez?

– Hará media hora.

Recorrieron la calle Bustos Tavera y encontraron la entrada arqueada en una profunda oscuridad. Encendieron las linternas y entraron en el patio, donde una brisa cálida jugueteaba perezosamente alrededor de los restos oxidados de un chasis y olvidaba la ropa blanca tendida. Falcón iba delante. Un perro ladró a cierta distancia. Una linterna captó dos pequeños discos de luz reflejada. El gato no se movió hasta que se sintió demasiado expuesto, y entonces se dio la vuelta y se encogió entre las sombras. Los escalones metálicos que subían al estudio temblaban con el peso, la ventana encubierta tenía una rajadura que Falcón no recordaba. Llegó al rellano de delante de la puerta, mientras Ferrera seguía dos peldaños más debajo. Falcón empujó la puerta, que se abrió. Se metió la linterna en la boca, sacó unos guantes de látex y se los puso.

– Esto no tiene buena pinta.

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