Capítulo 30

Jefatura, Sevilla. Miércoles, 20 de septiembre de 2006, 10.10


La ventana cuadrada de cristal reforzado de la puerta de la sala de interrogatorios número cuatro enmarcaba perfectamente a Nikita Sokolov, que estaba considerado lo bastante peligroso como para estar esposado, con las manos detrás de la espalda. Ramírez estaba esperando al traductor y se consternó, varios minutos después, cuando le dio la mano una cubana bajita de mediana edad.

– ¿Tiene experiencia en esto? -le preguntó.

– ¿En traducir? -dijo ella, arqueando la ceja.

– Para nosotros -repuso él-, con criminales.

– ¿Qué ha hecho?

– Es un asesino especialmente peligroso y va a oír cosas muy feas… relacionadas con mujeres.

La mujer tuvo que ponerse de puntillas para mirar por el cristal.

– Muchas gracias por ser tan considerado, inspector. Pero he vivido en Miami. Allí las cosas feas ocurrían en el salón de casa.

– ¿Allí también mataban a las mujeres con una motosierra?

– Sólo si querían ser amables -respondió la traductora.

– Adivina -dijo Ferrera, que apareció sobre el hombro de Falcón-. El comisario Elvira quiere verte.

– ¿Cuándo? -preguntó Falcón.

– Probablemente desde que recibió una llamada del juez decano de Sevilla a las dos de la mañana. Ramírez está a punto de hacer el primer interrogatorio a Sokolov.

– ¿Está en el edificio el inspector jefe Tirado del GRUME?

– Lo averiguaré -dijo Ferrera-. Por cierto, anoche Juan Valverde me dio el nombre y la dirección del puticlub donde tienen a la hermana de Marisa Moreno, Margarita, o al menos donde se acostó con ella.

– Será mejor que entonces vayas allí -dijo Falcón-. Contacta con la Guardia Civil local y ve con el subinspector Pérez.

– Vale, los detectives Serrano y Baena están registrando el piso de Alejandro Spinola en busca de pruebas de su implicación con los rusos y de envío de información interna a Horizonte.

Falcón subió al despacho de Elvira. La secretaria le dijo que pasase. Elvira parecía atrincherado detrás de su mesa y ni siquiera dejó que se sentase.

– No puedo creer que organizases una operación como ésa sin tener mi aprobación.

– Normalmente te lo habría dicho, pero me dijiste que no debía tener contacto con Alejandro Spinola so pena de ser suspendido de servicio -dijo Falcón-. No sólo me percaté de que Spinola estaba en peligro, sino que también pude ver que estaba arrastrando potencialmente a otras personas a una situación peligrosa en el hotel La Berenjena. Por tanto, tuve que actuar sin tu aprobación del plan.

– ¿El plan?

– La improvisación -dijo Falcón, corrigiéndose-. No ha habido mucho tiempo para planificar.

– ¿Sabes lo que me dijo el juez decano anoche? -dijo Elvira-. Que tú acosaste a su hijo y lo arrastraste a la muerte.

– A su suicidio, querrás decir -dijo Falcón-. Recuerda, los detectives Serrano y Baena estaban presentes y el conductor del camión declaró con toda rotundidad.

– Ya veremos.

– Alejandro Spinola me dijo que tenía relación con Belenki y Revnik por deudas de juego y cocaína y que había filtrado información confidencial sobre las propuestas de sus rivales para el proyecto urbanístico de la isla de la Cartuja a Antonio Ramos, ingeniero jefe de construcción de Horizonte. También había traicionado a su propio primo al presentarle a Marisa Moreno, que estaba coaccionada por los rusos -dijo Falcón-. Es un tipo al que no acosé lo suficiente.

– Sólo espero que con la muerte de Belenki, Revnik y Marisa Moreno y con el silencio de Antonio Ramos, podamos reunir las pruebas necesarias para demostrar que tienes razón -dijo Elvira, que miró la hora-. En este estado de cosas, inspector jefe Falcón, voy a tener que suspenderte de servicio con efectos inmediatos, a la espera de toda la investigación. El inspector Ramírez dirigirá la investigación a partir de ahora. Saldrás del edificio antes de las once. Esto es todo.

Falcón salió del despacho del comisario, bajó al suyo, donde le esperaba el inspector jefe Tirado, charlando con Ferrera. Falcón lo puso al corriente de las últimas informaciones sobre Darío, que estaba retenido en Marruecos, y le dijo que probablemente sería un asunto adecuado para el CNI, en colaboración con las autoridades marroquíes. También le comunicó su suspensión de servicio y que se encargaría de que el CNI contactase con el comisario Elvira para darle noticias de Darío. Tirado se marchó. Ferrera miró a Falcón. Negó con la cabeza en un gesto de consternación. Él entró en su despacho, cerró la puerta y llamó a Pablo, que acababa de llegar a la Jefatura e iba subiendo las escaleras hacia su despacho. Sacó la carta de Yacub y la releyó. Esto iba a ser una táctica de venta agresiva.

Ferrera hizo pasar a Pablo, le dijo que ella se marchaba a la Costa del Sol, cerró la puerta. Pablo dejó su maletín en el suelo, se sentó. Estaba enfadado. Falcón decidió dejarle empezar.

– Acabamos de recibir noticias de los servicios secretos saudíes -dijo Pablo-. También se han puesto en contacto con los británicos, y han confirmado que no había miembros de la familia real saudí a bordo del barco y que no habrá comunicado de prensa sobre el asunto durante al menos veinticuatro horas. ¿Estabas informado de algo?

– Prácticamente nada, salvo que había una conexión saudí. Yacub ni siquiera me dijo su verdadero nombre.

– Estabais jugando a un juego muy peligroso, Javier -dijo Pablo-. Él era ayudante del Ministerio de Defensa Saudí.

– Piensa en cómo habríais actuado los británicos y tú si os hubierais enterado la semana pasada -dijo Falcón-. Y si se hubieran enterado los americanos.

– No sé si volar un barco en alta mar es lo que yo denominaría una operación secreta contenida -dijo Pablo.

– ¿Los servicios secretos saudíes fueron los que se pusieron directamente en contacto contigo, o fueron instancias superiores?

– ¿Tú qué crees? -dijo Pablo-. He quedado como un imbécil en mi propio territorio. En cuanto Yacub bajó del avión en Málaga, he tenido a un hombre vigilándolo en todo momento. Después de que te reunieses con él en Osuna, tenía a dos agentes, delante y detrás del hotel. Y aun así una célula logística del GICM consigue proporcionar una lancha cargada de explosivos a disposición de un aficionado, para llevar a cabo una misión imposible. Y nosotros como si nada…

– ¿Y yo cómo podía ayudarte? -dijo Falcón-. No sabía nada de la lancha ni del Princesa Bujra.

Pablo resopló, miró por la ventana el aparcamiento tórrido.

– Tengo un problema -dijo Falcón-, y voy a necesitar tu ayuda.

– No sé por qué. Parece que los aficionados tienen tantas probabilidades de éxito como los profesionales -dijo Pablo-. ¿Tiene que ver con Darío?

– En parte -dijo Falcón-. Pero para liberar a Darío antes tengo que matar a una persona.

Silencio. El cerebro de Pablo marchaba al ralentí.

– El problema -prosiguió Falcón- es que esa persona es alguien a quien tanto vosotros como los marroquíes querríais interrogar, pero la última petición de Yacub fue que, aunque quiere que maten a esta persona, no quieren que lo torturen hasta matarlo.

– Eso no fue lo que hablasteis en Osuna -dijo Pablo-. Es imposible. Habría tenido que contarte que quería morir. Así que, de alguna manera has tenido noticias de Yacub, pero no por correo electrónico. ¿Te escribió una carta?

– Podrás leerla dentro de un minuto.

– Entretanto, quieres que acceda a facilitarte una misión en un país extranjero en el que vas a asesinar a una fuente de información anónima pero valiosa -dijo Pablo-. Vete al carajo, Javier. Es lo único que puedo decir.

– Supuse que ésa sería tu actitud.

– No estás en condiciones de negociar -dijo Pablo-. Déjame leer la carta.

Falcón se la entregó, se acomodó en el respaldo mientras Pablo la leía.

– Quiero una copia de esto y tengo que hacer una llamada -dijo Pablo-. ¿Te importaría esperar fuera del despacho?

Falcón salió del despacho. Al cabo de diez minutos Pablo le dijo que volviera a entrar.

– Parece que los datos certeros fueron proporcionados a los saudíes desde instancias más altas -dijo Pablo-. Los ministros de Defensa y personas muy próximas a ellos son gente muy poderosa, sobre todo cuando compran equipamiento militar. Me han dado instrucciones de que haga las disposiciones necesarias para ti. ¿Pero eres tú, el inspector jefe del Grupo de Homicidios, quien va a hacer esto?

– No es que eso importe mucho, pero me han suspendido de servicio, a la espera de una investigación sobre los acontecimientos de anoche.

– No voy a hacer preguntas.

– Debo reconocer que no es mi método preferido de administrar justicia, pero no sólo es la última petición de mi amigo, sino que además es la única manera de rescatar a Darío. Con Barakat vivo en el exterior, no podríamos acercarnos al chico -dijo Falcón-. Y sé que tú dirigías a los agentes de Marruecos antes de que te concediesen el puesto de Madrid, así que puedes ayudarme.

– Puedo proporcionarte un arma de fuego, cederte algunos hombres en la zona, y puedo despejarte el terreno con los marroquíes después del acontecimiento -dijo Pablo-. O puedo designar a un profesional que lo haga.

– Como sabes por la carta, en esto hay algo personal. No sé exactamente qué es, pero no creo que Yacub me pidiera algo así si no tuviera un motivo importante.

– ¿Y el niño?

– Lo primero, tengo que contactar con el comisario Elvira y decirle que tú crees que Darío está en Marruecos y él se encargará de liberar al inspector jefe Tirado de la investigación que se desarrolla aquí -dijo Falcón-. En cuanto liquide a Barakat, tus hombres tienen que ocultar la noticia de su muerte hasta que haya rescatado a Darío. No sé cómo voy a entrar en la casa de Fez a menos que Yusra, la mujer de Yacub, o quizá Abdulá, me ayuden a entrar allí.

– ¿Cómo vas a ir a Fez?

– En coche hasta Algeciras, en ferry hasta Ceuta. Podría llegar a Fez esta noche.

– Te reservaré una habitación en el Hôtel du Commerce. Es un hotel tranquilo, apartado, y no llamarás la atención, a diferencia de lo que ocurriría en el Palais Jamai o en el Dar Batha. Está también en el casco antiguo, pero en Fez El Yedid, en lugar de Fez El Bali, donde Barakat tiene su tienda y los Diuri su casa -dijo Pablo-. ¿Y Yusra?

– La llamaré. Se reunirá conmigo en Fez.

– Deja tu coche en Meknes, reúnete con ella allí. El Hotel Bab Mansour tiene garaje. Te reservaremos una habitación. Coge un taxi desde allí -dijo Pablo-. No aparezcas con un vehículo de matrícula española, Barakat tendrá sus informadores en Fez.

– Consuelo vendrá conmigo.

– ¿En serio?

– No puede quedarse aquí.

– ¿Por qué se lo vas a decir?

– Ya se lo he dicho.

– Llámame desde Ceuta -dijo Pablo-. Ve al hotel Puerta de África y pregunta por Alfonso. Dile que eres un gran admirador de Pablo Neruda y él te ayudará a cruzar la frontera.


* * *

Falcón bajó al laboratorio forense, cogió unos hisopos para muestras de ADN y continuó hacia la sala de observación para ver el primer interrogatorio de Ramírez a Nikita Sokolov. Estaba esperando el momento adecuado para interrumpir, pero también le fascinaba ver cómo manejaba Ramírez al ruso. Todavía estaban en los preliminares. La traductora estaba sentada en un punto alejado de la mesa entre los dos hombres. Sokolov se inclinó hacia delante, con un vendaje blanco y ancho en la cabeza. Su corpulencia le hacía parecer un personaje de dibujos animados. La cara ladeada parecía extrañamente triste, como si el remordimiento pudiera hacer acto de presencia. De vez en cuando, cuando se ponía un poco rígido, enganchaba los brazos sobre el respaldo del asiento y se erguía, y entonces su cara perdía el semblante de tristeza y quedaba desprovista de alguna emoción humana reconocible.

– Voy a resumir -dijo Ramírez, concluyendo una declaración inicial bastante larga-. Hay cinco asesinatos de los que podemos acusarle hoy. No hay duda de ninguno de ellos. Tenemos testigos y tenemos el arma con sus huellas. Y en el caso de los dos primeros asesinatos, tenemos también su sangre en el lugar del crimen. Estos asesinatos son: Miguel Estévez y Julia Valdés en el piso de Roque Barba en Las Tres Mil Viviendas el lunes 18 de septiembre. Y Leonid Revnik…

Ramírez hizo una pausa mientras Sokolov escupía un desdeñoso glóbulo de esputo en el suelo.

– Leonid Revnik -prosiguió Ramírez-, Isabel Sánchez y Viktor Belenki en el hotel La Berenjena el martes, 19 de septiembre. Le imputarán de todos estos asesinatos esta misma mañana. ¿Entiende?

La traductora hizo su trabajo. Sokolov torció la boca hacia abajo y asintió como si ése fuera un resumen razonable del trabajo de un par de días. No miraba a la mujer cubana mientras ésta hablaba. Tenía la mirada fija en la frente de Ramírez, como si ése fuera el punto en el que preveía hacer su primer asalto al salir de la sala. Ramírez estaba extraordinariamente tranquilo. Su estilo de interrogatorio normalmente tendía al tono agresivo, pero había decidido adoptar una aproximación diferente con Sokolov, aunque el ruso parecía inmune a la agresión.

– Dado que estos cinco asesinatos lo llevarán a la cárcel para el resto de su vida, me pregunto si hay algún otro crimen que quiera que tomemos en consideración al mismo tiempo.

La respuesta de Sokolov fue muy sorprendente.

– Me gustaría ayudarle, inspector -dijo-, pero debe comprender que mi trabajo consiste en esto. Fui «sicario» durante muchos años en la Costa del Sol con Leonid Revnik y su predecesor antes de pasarme al bando de Yuri Donstov con el mismo cargo. Me daban nombres de personas que tenía que matar, pero no siempre los recordaba. Yo sólo cumplía con mi trabajo. Si puede ser más concreto y recordarme las circunstancias, quizá pueda ayudarle.

Ramírez quedó momentáneamente descolocado por el tono de la respuesta. Esperaba un silencio beligerante. Eso le hizo concentrarse en su adversario. Falcón empezó a pensar que en el interior del marco brutal de Sokolov debía de haber un joven con un maletín, un juego de bolígrafos y una voluntad de complacer. Entonces se le ocurrió que lo último que requería esta clase de trabajo era locura. Lo que se le pedía era disciplina, temple, atención a los detalles y una mente clara sin complicaciones. Quizá el levantamiento de pesas no era tan mal entrenamiento para ese trabajo.

– Estaba pensando en Marisa Moreno -dijo Ramírez, volviendo al interrogatorio-. Usted la conocía, claro.

– Sí.

– La descuartizaron con una motosierra.

– Como probablemente sabrá, ése no es mi método -dijo Sokolov-. A veces tengo que satisfacer las necesidades de otros. Los dos que hicieron eso eran animales, pero se criaron con la brutalidad. No conocen otra cosa.

– ¿Dónde están ahora?

– Han muerto. Fueron capturados por los hombres de Revnik la noche del lunes y se los llevaron para… procesarlos.

– ¿Y por eso usted y Yuri Donstov estaban en el hotel La Berenjena anoche? -preguntó Ramírez-. ¿Sólo por venganza?

– Le contaré cosas, inspector, pero quisiera que me garantizase una cosa.

– No sé si puedo ofrecerle garantías.

– Sólo ésta -dijo Sokolov-. Quiero que todo lo que le diga salga en el juicio.

– ¿Por algún motivo?

– Hay gente en Moscú que debe saber la clase de hombre que era Leonid Revnik.

– Creo que eso podemos garantizarlo.

– Leonid Revnik contaba con el respaldo del Consejo Supremo de vor-v-zakone en Moscú para poner fin a las operaciones de Yuri Donstov en Sevilla. Y se lo concedieron porque les dijo que Donstov había matado a dos directores en la Costa del Sol. Eso no era cierto. Los ejecutó el propio Revnik. No se puede matar a un vor-v-zakone sin repercusiones -dijo Sokolov-. Muy pronto se cortaron nuestras líneas de suministro de heroína procedente de Uzbekistán. Entonces Vasili Lukyanov murió en un accidente de coche el jueves pasado camino de Sevilla.

– ¿Quiere decir que lo del hotel La Berenjena anoche fue venganza?

– Les hice un favor a ustedes, matando a Revnik.

– ¿Por qué?

– Tenía acuerdos con gente importante. Políticos -dijo Sokolov-. Mantenía Sevilla limpia a cambio de grandes favores en la Costa del Sol.

– ¿Por qué tuvo que matar a Marisa Moreno?

– Ella estaba en el límite. No se podía confiar en que mantuviese la boca cerrada.

– ¿Qué sabía?

– Conocía la cara y el nombre de la gente. Si descubría que yo ya no trabajaba para Revnik, podía pensar que su hermana estaba a salvo y empezar a hablar con ustedes -dijo Sokolov-. También revelaría que la habían obligado a mantener una relación con el juez.

– ¿Con Esteban Calderón?

– Sí.

– ¿Por qué tuvo que hacerlo?

– Información.

– Pensaba que era para que les proporcionase la llave del piso del juez.

– A lo mejor tiene usted razón.

– ¿Les proporcionó la llave?

– Sí.

– ¿Qué hicieron con esa llave la noche del 7 de junio al 8 de junio de este año?

– Se utilizó para entrar en el piso del juez.

– Pero el juez no estaba, ¿verdad?

Sokolov echó un vistazo al panel de observación.

– Estaba su mujer -dijo Sokolov.

– ¿Usted fue la persona que tuvo acceso al piso del juez aquella noche?

– Sí.

– ¿Mató usted a la mujer del juez, Inés Conde de Tejada?

– Si se llamaba así, sí.

– ¿Por qué lo hizo?

– Porque me lo ordenó Leonid Revnik.

– ¿Sabe por qué le dieron esa orden?

– Por supuesto. Tenía que parecer que el juez había matado a su mujer, para que lo quitaran de la investigación del atentado de Sevilla -dijo Sokolov-. Lo que no esperábamos es que intentase deshacerse del cadáver. Por suerte, había dejado a un hombre vigilando el piso y él pudo denunciar al juez en la policía… Si no, se habría salido con la suya. Y eso no habría sido justo, ¿verdad, inspector?

Ramírez y Sokolov se miraron a través de la mesa. La traductora contemplaba pasmada la escena.

– No, no habría sido justo -dijo Ramírez, y su siguiente pregunta salió del corazón de su garganta-. ¿Sabe quién fue el responsable de la colocación de la bomba en la mezquita de la calle Romeros, en el barrio de El Cerezo, en Sevilla, el 5 de junio de 2006, que explosionó a la mañana siguiente?

– Sé que lo organizó Leonid Revnik, pero no sé quién colocó la bomba.

– ¿Y los inspectores de obras?

– De eso no sé nada -dijo Sokolov-. No era mi trabajo.

– ¿Y los asesinatos de Lucrecio Arenas y César Benito?

– Yo maté a César Benito en el Holiday Inn, cerca del estadio de fútbol del Real Madrid -dijo Sokolov-. Otro hombre de Revnik se encargó de matar a Lucrecio Arenas en su casa de Marbella.

– ¿Nombre y dónde podemos encontrarle?

– No sé quién lo hizo, pero probablemente le encontrarán en el puticlub cerca de Estepona, que estaba regentado por Vasili Lukyanov -dijo Sokolov.

– Usted era amigo de Vasili Lukyanov -dijo Ramírez-. Venía a pasarse al bando de Donstov cuando le sorprendió el accidente. Llevaba consigo dinero y algunos discos…

– Todo se lo había robado a Revnik -dijo Sokolov-. Teníamos problemas de liquidez, así que necesitábamos el dinero para los meses siguientes. Los discos: Vasili pensó que podríamos utilizarlos para entrar en el proyecto urbanístico, aquí en Sevilla.

– ¿Y no había nada más? -preguntó Ramírez-. Aparecía mucha gente en esos discos, más de sesenta. También había dos discos encriptados, que todavía no hemos podido descifrar.

– Con los discos que traía Vasili, Yuri decía que podríamos obligar a Revnik a salir a la luz, de manera que podríamos matarlo. No conozco a la gente que aparece en los vídeos -dijo Sokolov-. Los discos encriptados contienen las verdaderas cuentas de todos los negocios de Revnik en la Costa del Sol. Eran muy importantes para él. Era información valiosa para Hacienda.

– Le agradezco que haya colaborado tanto en nuestro primer interrogatorio -dijo Ramírez.

– Tal como dice, inspector, todo se acabó para mí.

– Pero normalmente la gente como usted no habla con la policía.

– Los dos directores que mató Revnik eran vor-v-zakone. Debería haberlos despedido, no matado. Cuando Revnik hizo eso, y culpó a Yuri Donstov, en mi opinión infringió las condiciones de vor-v-zakone. Le contaré todo lo que necesitan saber sobre él.

Falcón salió de la sala de observación y llamó a la puerta de la sala de interrogatorios. Ramírez salió con la traductora, que se disculpó.

– Gran interrogatorio, José Luis -dijo Falcón-. No es tu estilo habitual.

– Pura suerte, Javier. Iba a entrar duro con detalles sobre el descuartizamiento de mujeres con motosierras y disparos en la cara, pero, ya sabes, la traductora. Así que… fui amable.

– Cualquiera diría que es un ser civilizado, si no hubiese confesado siete crímenes -dijo Falcón.

– ¿Qué más queremos de él? -dijo Ramírez-. Parece dispuesto a hablar.

– A mí no me mires, ahora esta investigación es tuya, José Luis. Tengo que salir del edificio en menos de tres minutos -dijo Falcón, que le puso al corriente de su suspensión-. Lo que debes hacer es revisar todas las caras de los discos de Vasili Lukyanov con Cortés y Díaz y pedirles que identifiquen a todos los inspectores de obras. Luego investiga los antecedentes de todos los demás hombres y mira si algunos de ellos eran electricistas formados, posiblemente incluso entrenados en el manejo de armas. Interrógalos y a ver si se desmoronan. Creo que es una de las cosas que llevaba Lukyanov en esos discos. Las respuestas de la conspiración del atentado de Sevilla.

Se dieron la mano y una palmada en la espalda. Falcón se dirigió al pie de la escalera.

– Y otra cosa, José Luis: Ferrera y Pérez van camino del puticlub de Lukyanov a recoger a la hermana de Marisa Moreno -dijo-. Por lo que acaba de decir Sokolov, allí hay gente peligrosa. Deberían contar con plenos refuerzos antes de entrar.

– Te rehabilitarán en el cargo, Javier -dijo Ramírez-. No podrán…

– Esta vez no, José Luis -dijo Falcón, y con un rápido saludo subió las escaleras.

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