Capítulo 24

Por la carretera de la Serranía de Ronda. Martes, 19 de septiembre de 2006, 14.30


Llevaron dos coches. Falcón, Ramírez y Ferrera iban en el coche de delante, Serrano y Baena detrás. Sólo Pérez se quedó en Sevilla, trabajando en los asesinatos de Las Tres Mil y el suicidio de Carlos Puerta. A Falcón le preocupaba apartar a todos sus hombres de sus diversos casos, pero el Pulmón era un testigo importante y la información que les había proporcionado la Guardia Civil local, con la que iban a reunirse en Cuevas del Becerro, unos veinte kilómetros al nordeste de Ronda, era prometedora. Necesitaba todos estos recursos humanos porque la granja estaba en una zona protegida por altas montañas en el lado norte. Había muchos caballos en la granja y, si los dos gitanos se enteraban de que se aproximaba la policía, podían adentrarse cabalgando en la sierra en cuestión de minutos y, una vez allí arriba, nunca los encontrarían.

Falcón había acordado reunirse con Yacub en Osuna lo más cerca posible de las cinco de la tarde. Al salir de la Jefatura se encontró con el inspector jefe Tirado, del GRUME, pero no encontró la manera, en medio de tantas complicaciones, de advertirle que los rusos no eran el objetivo. Sólo le dijo lo que le había comentado a Flowers -alguno o ninguno- y que mantuviese la mente abierta. Tirado no pensó que eso fuese de gran utilidad. Su investigación estaba estancada. Estaba concentrando los esfuerzos alrededor de la plaza Nervión sin ningún resultado.

El calor era más brutal en campo abierto, donde el cielo blanqueado y la tierra yerma calcárea parecían desprovistos de circulación vascular. Con la neblina de la tarde, la cordillera montañosa que tenían que atravesar para llegar al pueblo donde se reunían con la Guardia Civil no se veía. Las hectáreas infinitas de olivares, alineados como antiguos ejércitos preparados para la batalla en una vasta llanura sin rival, eran la única prueba de la civilización en este árido paisaje.

Por el camino informó a Ramírez y Ferrera sobre la situación de Alejandro Spinola, su implicación en la Alcaldía y su relación con Marisa Moreno y, por lo tanto, muy posiblemente, con los rusos. También les dijo lo que había ocurrido cuando fue a ver a los comisarios Elvira y Lobo.

– ¿Y qué vamos a hacer con Spinola?

– Cuando acabemos con este asunto, vosotros dos os vais al aeropuerto para ver quién viene en el avión fletado por I4IT y seguís al coche hacia donde os lleve. Serrano y Baena van a seguir la pista a Spinola.

– Pero van a acabar todos en ese hotel de lujo, La Berenjena -dijo Ferrera-. ¿Por qué no vamos directamente allí?

– Parece que los rusos quieren influir en el resultado del acuerdo que se traen entre la Alcaldía y el consorcio l4lT/Horizonte -dijo Falcón-. Lo que no sabemos es cómo o cuándo van a hacerlo.

– Y no podemos tocar a Spinola, a causa de Lobo y Elvira -dijo Ramírez.

– Y tampoco podemos organizar una operación oficial en La Berenjena -recordó Falcón-. Quién sabe, a lo mejor es un acuerdo totalmente legítimo, sin implicación de la mafia, y podemos irnos todos para casa a dormir a pierna suelta. Por otro lado, con la información que hemos recabado, creo que yo tengo que estar localizable por si las cosas se tuercen.

– ¿Podemos hacer al menos algo de trabajo preparatorio? -dijo Ferrera-. Como conseguir una lista de los demás invitados, advertir al gerente de que vamos a ir o formarnos alguna idea sobre la seguridad del hotel.

– ¿Qué sabes del local? -preguntó Ramírez.

– La página web dice que es un sitio muy exclusivo, frecuentado por famosos, que la realeza se ha alojado allí, y que no es un hotel en una casa solariega corriente. Tienen un jefe de seguridad y la gerencia quiere establecer medidas de seguridad adicionales.

– Es importante que Elvira no se entere de nada de esto -dijo Falcón-. Para que podamos lograrlo en secretismo total; luego, adelante.

– Necesitaremos ayuda para la identificación de los participantes que no conocemos -dijo Ferrera-. Hay cuatro suites reservadas en La Berenjena, así que, ¿quién es la persona adicional del equipo l4lT/Horizonte, y cómo reconocemos a los mafiosos?

– No tenemos fotografías de Leonid Revnik y sólo una antigua de gulag de Yuri Donstov -dijo Falcón-. El resto debería estar en la base de datos del CICO.

– Tendremos que sacarles fotos cuando lleguen y enviárselas a Vicente Cortés y Martín Díaz para que los identifiquen -dijo Ramírez.

– Llevaré un portátil -dijo Ferrera.

– Será mejor que informéis a Cortés y Díaz -dijo Falcón-. Y yo hablaré con el CNI.

Cruzaron la carretera general, ascendieron por la cordillera y fueron a parar a donde los esperaba la Guardia Civil, a las afueras de Cuevas del Becerro. Tenían un mapa a gran escala de la zona, y alguna información adicional. Habían visto al amigo gitano del Pulmón en Ronda comprando ropa y cartuchos de escopeta. El propietario de la granja estaba de viaje por el norte y el lugar estaba regentado por un gerente, que se había ido a la costa con su familia. Había un establo para veinte caballos y el gitano vivía en una pequeña casita de campo contigua. Su trabajo consistía en cuidar de los animales. Era conocido en la zona y conocía el campo como la palma de su mano.

– ¿Por qué creéis que lo más probable es que estén en casa a esta hora del día? -preguntó Ramírez.

– Con un poco de suerte estarán durmiendo la siesta -dijo el guardia civil-. Pero podrían estar… es una posibilidad, en la parte de atrás de los establos, hay un tentadero para adiestrar a los caballos con toros.

– ¿Para eso se usan los caballos? -preguntó Baena.

– Sí. Es uno de los mejores rejoneadores que hay. Caballos estupendos. Va por toda España y Portugal con ellos -dijo el guardia civil.

– No saldrán al campo a esta hora del día con este calor -dijo el otro guardia civil.

– Estos caballos serán muy valiosos -dijo Baena.

– Así que más vale que no les disparemos accidentalmente -dijo Serrano, mientras sacaba su revólver, para verificar que estuviera plenamente cargado.

– Joder, no -dijo el guardia civil-. Si hacéis eso, tendréis que pagar al menos cien mil euros por animal.

– Y el resto -dijo Baena.

– ¿Conocéis el tentadero? -preguntó Falcón-. ¿Cuántas entradas y salidas tiene?

El guardia civil se encogió de hombros. Falcón decidió que iban a ir en los dos coches no señalizados, para no correr el riesgo de que la Guardia Civil los acompañase en los Nissan Patrol verde y blanco.

– Cuando lleguemos -dijo Falcón-, Serrano y Baena entrarán en los establos y los registrarán. Ramírez y yo registraremos la casita de campo. Si no hay rastro de ellos, nos desplazaremos al tentadero. Vosotros tres vigilaréis los puntos de entrada y Ramírez y yo entraremos en el cercado.

– ¡Toro! -dijo uno de los guardias civiles, y todos se rieron.

El guardia civil les indicó por dónde se accedía al campo y señaló la entrada de la Finca de la Luna Llena. Los edificios de la granja no eran visibles desde la carretera. Había una larga cuesta de dos kilómetros desde las puertas de la finca y el edificio principal se veía en lo alto de la ladera.

– Si andan por ahí fuera, nos verán llegar por esa cuesta -dijo Ramírez.

– Eso será si están asomados a ver si llegamos -dijo Falcón-. El Pulmón no se espera que nadie pueda encontrarlo aquí.

– ¿Cartuchos de escopeta? -preguntó Ramírez.

– Es lo mínimo que necesitaría para enfrentarse a Nikita Sokolov -dijo Ferrera.

Los dos coches avanzaron por la pista, con los motores al ralentí, y entraron en los edificios de la finca. Los establos estaban detrás de la casa principal y los coches se detuvieron delante. Silencio. No había movimiento. Esa hora de la tarde era demasiado temprana hasta para las cigarras. Salieron con las armas preparadas. Nadie cerró las puertas de los coches. Baena corrió al extremo opuesto del bloque de los establos, registró la parte del fondo, levantó el pulgar, entró en el edificio del extremo. Serrano se dirigió a la puerta contigua a la casita de campo. Ferrera se movió en silencio entre los edificios, atenta por si oía voces y movimiento.

La casa estaba abierta. Ramírez echó un vistazo rápido, sólo tres habitaciones. Vacías. Falcón señaló el techo. Subió las escaleras. Allí no había nada. Ferrera, que esperaba fuera, les dijo que había oído voces en el tentadero. Serrano salió de los establos y los cuatro se dirigieron al tentadero, empuñando las pistolas.

Falcón se plantó en medio de la entrada principal del tentadero. Había unas escaleras de piedra en el muro exterior del tentadero por donde los espectadores podían subir a mirar desde una zona de gradas techada sobre las puertas principales. Ramírez se fue por la derecha, Serrano por la izquierda.

Dos minutos. Ramírez salió corriendo.

– Serrano está posicionado a la entrada de los animales, por si acaso; allí hay un toro pequeño -dijo-. La otra salida posible sería correr por las gradas del tentadero y luego bajar por esta escalera de piedra.

Se oyó un bufido animal procedente del interior del tentadero.

– Al menos hay un caballo ahí dentro -dijo Falcón.

– Echemos un vistazo -dijo Ramírez.

Ramírez subió por las escaleras, reptó en los últimos cinco escalones, volvió a bajar.

– Dos tíos, los dos de aspecto gitano, un caballo. El caballo está atado. Lleva un peto alrededor. Un tío, que parece el Pulmón, tiene un capote. El otro tiene una cornamenta de toreo de salón.

– El Pulmón está practicando sus viejos movimientos.

– Hay una garrocha apoyada contra la pared del tentadero y una escopeta al lado.

– Ésta es la única salida a caballo, ¿verdad? -dijo Falcón.

– No hay manera de maniobrar con un caballo en el redil.

– De acuerdo -dijo Falcón-. Cristina, tú sube a la zona de gradas y cúbrenos. Entramos dentro de quince minutos.

Ferrera subió las escaleras agachada. Falcón hizo señas a Ramírez, que abrió la puerta. Se colaron dentro, cerraron la puerta después de entrar. Los dos hombres miraban hacia otro lado. Un cabezazo y un bufido indicaban que el caballo se había dado cuenta de que había intrusos.

– ¡Roque Barba! -gritó Falcón, apuntando con el arma directamente al hombre del capote-. ¡Policía!

Todo sucedió a una velocidad vertiginosa. El gitano soltó la cornamenta y, de un brinco, montó a caballo. El Pulmón tiró el capote al aire y cayó girando hacia Ramírez.

– ¡No se muevan! -gritó Ferrera desde arriba.

El gitano pulsó un botón de la barrera y se abrió la puerta principal del tentadero. Soltó la rienda y cogió la garrocha de picador. La escopeta estaba demasiado baja y no pudo alcanzarla. El Pulmón dudó, sopesando si debía ir a buscarla. El gitano colocó el caballo entre el Pulmón y Falcón, agachó la cabeza detrás del cuello del caballo y se metió la garrocha debajo del brazo. El Pulmón se agarró al peto lateral del caballo y dio una patada al aire. Con un espoleo de los tacones del gitano, el caballo salió por la puerta abierta. Falcón y Ramírez se apartaron; la punta de acero de la garrocha del picador pasó como un rayo a la altura de la cara. Ferrera disparó al cielo. Eso no les detuvo. En el espacio de veinte metros, el Pulmón levantó la pierna sobre la grupa del caballo. El gitano estiró la garrocha y ayudó a su amigo a colocarse detrás de la silla de montar. El Pulmón se agarró a su cintura. El caballo galopaba en paralelo al edificio de los establos. Falcón y Ramírez salieron corriendo del tentadero justo a tiempo para ver el caballo al galope, levantando polvo y dirigiéndose a los campos que había en la parte superior de la granja.

– Menuda cagada -dijo Ramírez.

– No quise arriesgarme a disparar al caballo -dijo Ferrera desde arriba.

Todos contemplaban el galope del caballo cuando de pronto, desde el extremo más lejano del establo, salió otro jinete con un semental negro. El caballo del gitano tenía que cargar con el peto, y el semental negro, que era una belleza de animal, no tuvo dificultad para alcanzarlos.

– ¡Joder! -exclamó Ramírez-. ¡Si es Baena!

Baena iba agachado bajo el cuello del caballo con el culo levantado en el aire, con todo el aspecto de un jinete profesional. Agarró al Pulmón por la camisa que ondeaba al viento y tiró fuerte. El Pulmón no tenía estribos y se deslizó del caballo. Baena bajó del caballo y se abalanzó sobre él, con la pistola en la cara, mientras con la otra mano sostenía las riendas del semental. El Pulmón había caído de espaldas y estaba sin resuello, rodando y flexionando las piernas en el suelo de tierra, intentando inhalar aire con el pulmón que le quedaba. El gitano seguía cabalgando en el caballo con peto, que se encabritó sobre las patas traseras, mientras su jinete se levantaba en los estribos y daba tres o cuatro vueltas completas, mirando atrás. Ferrera corrió a buscar el coche, recogió a Falcón y Ramírez y se juntaron con el Pulmón, jadeante. Baena calmó al semental, que se había alarmado con la velocidad del coche.

– No sabía que cabalgabas así, Julio -dijo Falcón.

– Fui a una escuela de equitación durante años cuando era pequeño -dijo-. Tenía veleidades de rejoneador, pero ya sabéis lo que pasa. Poca gente lo consigue. Estuve un par de años en la policía montada, pero era muy aburrido. Os lo digo de verdad, cuando vi a ese semental ya ensillado, pensé, tengo que probarlo. Vale un cuarto de millón de euros.

Subieron al Pulmón al asiento trasero del coche, lo esposaron boca abajo. El gitano del caballo del peto seguía por allí, galopando con el animal.

– ¿Y el otro? -preguntó Ramírez-. Nos atacó con una garrocha.

– No tenemos tiempo para eso -dijo Falcón-. Todavía nos espera un largo día por delante. Llevad ese caballo a los establos y sigamos con lo que hemos venido a hacer aquí.

Volvieron a los edificios de la granja mientras Serrano y Baena llevaban el semental al establo. Ramírez colocó recto al Pulmón y lo sentó en la zona central del asiento trasero. Falcón entró por el otro lado.

– No voy a hablar con ustedes -dijo el Pulmón-. Los putos maderos de Estupefacientes.

– No tiene que hablar con nosotros -dijo Ramírez-. Lo llevamos de vuelta a Sevilla y lo entregamos a los osos rusos. Hablará mejor con ellos. Sus viejos amigos. Los que le suministran la droga, le hacen ganar mucho dinero y matan a su novia.

– ¿Qué?

– ¿No se ha enterado? -dijo Falcón.

– ¿La mataron? -dijo el Pulmón.

– Nosotros somos maderos de Homicidios -dijo Ramírez.

– Estamos buscando al tío que mató al cubano Miguel Estévez -dijo Falcón-. Es el mismo tío que entró en su habitación y, sin motivo alguno, disparó a Julia Valdés.

– En la cara -dijo Ramírez.

– Se llama Nikita Sokolov -dijo Falcón-. Era levantador de pesas. Un tipo bajo y fornido. Con piernas muy musculosas. ¿Se acuerda?

– Le gustará saber, Roque, que le hizo una herida -dijo Ramírez-. Con el disparo de su Beretta le hizo sangrar.

– Yo antes compraba la mercancía a los italianos -dijo el Pulmón-. Con esos tíos, al menos sabía dónde estaba. Hablaban mi mismo idioma. Pero en marzo apareció el ruso fornido y empezó a darme una mercancía diferente, muy pura. Miguel, el cubano, venía con él para traducir.

– ¿Y por qué fueron ayer a verle? -preguntó Falcón.

– Había una entrega prevista.

– ¿Y el arma? ¿Su Beretta? -preguntó Ramírez.

– Yo seguía vendiendo mercancía italiana. No quería dejar de comprar a mis antiguos proveedores porque no sabía cuánto tiempo iba a durar la cosa rusa. Los rusos querían que vendiera su género en exclusiva. Hace unas semanas, el tipo grandón me colgó por la ventana para advertirme que pondría a otro camello si no dejaba de vender mierda italiana. Así que me preparé.

– ¿Pero no le dijo a su novia que se largase, verdad? -preguntó Ramírez.

– No pensé que vinieran a matarme -respondió el Pulmón-. Sólo era una entrega, pero estaba nervioso y decidí tomar precauciones. Y joder, ojalá le hubiera dicho a Julia que se fuera.

– ¿Y qué pasó?

– Uno de mis clientes me delató -dijo el Pulmón-. Les dijo a los rusos que seguía vendiendo producto italiano.

– ¡Aja! -dijo Ramírez-. Ahora tenemos el dato que nos faltaba. ¿El soplón fue Puerta?

– ¿Cómo lo sabe?

– Lo pescamos por un asunto relacionado -dijo Falcón-. Describió a los rusos. Vio todo lo que pasó desde fuera de su edificio.

– Ese capullo. Sigue loco por Julia. Y luego se enganchó mucho más. Necesitaba más dosis y se le agotó el dinero.

– Y apareció el ruso y le untó un poco -dijo Ramírez-. Puerta ha muerto. Se suicidó esta mañana. ¿Contento?

– Joder -dijo el Pulmón, agachando la cabeza.

– Tenemos que encontrar a Nikita Sokolov -dijo Falcón-. ¿Cómo entró en contacto con él?

– Llamé a Miguel, el cubano. Era mi único contacto.

– ¿Sabe cómo encontrar al oso ruso? -dijo Ramírez.

El Pulmón negó con la cabeza.

– Querido -dijo Ramírez-. Lo vamos a cubrir de miel y atarlo ahí fuera al sol a esperar a que aparezca Nikita.

La mirada del Pulmón osciló entre Ramírez y Falcón para ver si éste podía ser más cordial.

– Cuando llevemos a Sokolov a los tribunales -dijo Falcón, más razonablemente-, usted va a identificarlo.

– Está de coña.

– O eso o el tratamiento de miel -dijo Ramírez.

– Y supongo que le gustaría atrapar al tío que mató a Julia, ¿no? -preguntó Falcón.

El Pulmón bajó los hombros. Miró fijamente el suelo del coche y asintió.


* * *

Las cinco menos cuarto y Falcón iba camino de la plaza mayor de Osuna. Una ciudad extraña y poco pretenciosa, vista desde el exterior, pero las casas bajas, encaladas, de rojos tejados, daban paso a mansiones opulentas del siglo XVI, de los tiempos en que la riqueza del Nuevo Mundo entraba a espuertas en lo más profundo de Andalucía.

La Plaza Mayor tenía unas palmeras colosales que daban sombra a unos pocos bares, el casino de los años veinte y la plaza vacía. Yacub llegó pronto y Falcón lo vio sentado solo al sol en una mesa de la terraza. Tenía delante un café solo y un vaso de agua. Fumaba y parecía curiosamente impasible, en comparación con sus dos últimos encuentros.

Una vez terminados los cumplidos de rigor, Falcón se sentó delante de la mesita redonda de metal y pidió una ración de calamares y una cerveza, y después un café.

– Pareces más relajado -dijo Falcón.

– He pasado otra prueba de lealtad -dijo Yacub-. El GICM dice que Abdulá todavía no está preparado. Lo ponen a prueba en los entrenamientos y el comandante de su sección dice que necesita endurecerse mentalmente. No quieren perder a alguien de su inteligencia y potencial por falta de preparación. No piensan encargarle misiones durante al menos seis meses.

– Entonces tu estrategia ha funcionado.

– Es como hay que hacer con los radicales. Si no muestras el mismo fervor que ellos, te conviertes en sospechoso.

– ¿Te implicarán en la misión cuando esté preparado?

– No sé. Me han dicho que participaré, ¿pero quién sabe, con esta gente? -dijo Yacub-. En cualquier caso… eso no resuelve mi problema. He perdido a un hijo a manos del islam radical, sólo estoy en una posición ligeramente mejor para impedir que lo maten.

– Ahora tenemos tiempo -dijo Falcón.

– ¿Y de qué nos va a servir el tiempo? ¿Crees que voy a lograr que cambie de opinión? Y, aunque fuera posible, ¿qué? ¿Esconderlo el resto de su vida? ¿Esconderme yo? -dijo Yacub-. No, Javier, no estás pensando bien. Lo que he aceptado en la última semana es que éste es un compromiso de por vida. Por eso sufrí tanto. He estado pensando a corto plazo. No podía ver más allá del horror de que Abdulá fuese arrastrado a esta organización. Como tengo la mentalidad de un diletante, me engañaba pensando que había salida. Ahora sé que no la hay, y he empezado a pensar mucho más a largo plazo. No años, sino décadas. Mi mentalidad occidental siempre me ha inducido a creer que había un «arreglo rápido», como lo llaman los americanos. Y, por supuesto que lo hay, pero siempre se rompe. Así que ahora he vuelto a mi modo de pensar árabe y he reaprendido el arte de la paciencia. Mi objetivo es diferente ahora. Acabaré con ellos, pero… al final.

– ¿Y el problema inmediato que tenías con tu amigo saudí, Faisal?

– Sí, quería darte las gracias por ser tan discreto con los británicos-dijo Yacub.

– Me presionaron mucho -dijo Falcón-. Hasta han metido a Mark Flowers.

– No te acerques a él -dijo Yacub-. Huele a podrido.

– Dime cómo han ido las cosas con Faisal.

– Eso fue parte de la prueba. Por eso el GICM me envió a Londres. Quieren saber dónde están mis lealtades -dijo Yacub-. Una de las cosas que saben con seguridad del mundo occidental es que es blando.

– ¿Blando en el sentido de sentimental?

– Creen que los occidentales ya no tienen la resistencia necesaria para el deber. Lo atribuyen a una cultura decadente en la que el amor, el dinero, la familia, todas las cosas por las que un occidental sería capaz de traicionar, ahora tienen mayor valor que las creencias políticas, patrióticas, religiosas y morales. El occidental se ha convertido en víctima de la importancia del yo en sus mentes. Y por eso querían ver en qué lugar aparecían mi hijo y mi amante en mi escala integral, en comparación con lo que consideran creencias más varoniles.

– ¿Hubo alguna sorpresa? -dijo Falcón.

– Me han obligado a pensar -dijo Yacub-. Ha sido humillante y estimulante.

Llegó la comida. El camarero sirvió un plato de calamares, patatas fritas y ensalada, pan y un vaso de cerveza.

– Pareces abatido, Javier -dijo Yacub-. ¿Te preocupa lo que te digo?

– Si nos hemos vuelto blandos y, como dices, hemos perdido de vista nuestras creencias, ¿por qué luchas por nosotros? ¿Por qué luchas?

– Ésa es una buena pregunta. Todo soldado necesita saber por qué lucha -dijo Yacub-. Antes de entrar en esto, pensaba que lo sabía. Pero al estar dentro, al concentrarme en aquello contra lo que lucho, ha sido cuando lo he comprendido. No es Sadam Husein ni Osama Bin Laden. Ahora son como fantasmas. Sino que es lo que Bush intentó poner en lugar de esos ogros: esa ideología occidental suprema. Así que, al ver a jóvenes volándose por los aires, matando a sus hermanos musulmanes por una creencia religiosa intensa, me pregunté: ¿lucho por la libertad y la democracia?

– ¿Eso no forma parte de tu causa?

– ¿Sabes por qué luchan los soldados? -dijo Yacub-. Luchan unos por otros. Por los compañeros de sección. No se arrastran a rescatar a un camarada herido por la democracia. No organizan un asalto contra una posición enemiga por la libertad de expresión.

– ¿Y tú? -preguntó Falcón-. Tú no tienes ninguna sección.

– Sólo tengo a los seres más cercanos a mí. Y comprendo que en este sentido soy occidental. La ideología crea fanáticos, y los fanáticos compiten entre sí por ser más fanáticos, hasta que desaparece toda la claridad original de la ideología -dijo Yacub-. Los fanáticos me han perjudicado al quitarme lo que es querido para mí, y yo les pediré cuentas por ello. Ahora conozco a mi enemigo. He convivido con la estrechez de sus mentes, he visto su visión del futuro, he oído sus opiniones intransigentes. También he tenido que asimilar su crueldad, y ahora empiezo a forjarme la mía propia.

Falcón se terminó los calamares, se tomó la cerveza. Yacub hacía que todas sus acciones parecieran banales. El camarero llegó con el café solo y un vaso de agua, se llevó las sobras de la comida.

– Has cambiado -dijo Falcón.

– Como dije, desde fuera se puede intelectualizar todo lo que se quiera, pero yo sólo comprendí la verdad emocional al estar dentro -dijo Yacub-. Esta determinación, este sentido del norte que tengo ahora, proviene de saber que lucho por los que quiero.

– ¿No es venganza?

– Venganza, también, pero no es el único impulso -dijo Yacub-. La inquietante y perturbadora realidad es que el otro impulso es el amor. No sé si el amor y la venganza no estarán inextricablemente entrelazados. ¿Y tú, Javier? ¿Qué haces aquí? No me has traído aquí para hablar de todo esto.

– A lo mejor el GICM tiene razón y los occidentales nos hemos vuelto blandos -dijo Javier-. Anoche volví la espalda a todos mis principios. Negocié con criminales, robé pruebas, me corrompí y, al final, salí ileso por los pelos de un intento de asesinato.

– ¿Por qué?

– No por venganza -dijo Falcón-. Sólo por amor.

– ¿Amor a quién?

– A Consuelo. Y porque quiero a su hijo, Darío.

– ¿Y qué tiene que ver su hijo con todo eso?

– Lo han secuestrado.

Yacub se puso tenso y se inclinó ligeramente sobre la mesa para mirar a Falcón, mientras éste le relataba todos los horribles detalles de la noche anterior, que recordaba con intensidad surrealista.

– Así que si los rusos no tienen al chico, ¿quién lo tiene? -preguntó Yacub.

– Creo que está en Marruecos.

– ¿Por qué?

– Porque una de las llamadas amenazadoras que recibí, después de verte en Madrid, me dijo que ocurriría algo y que, cuando ocurriese, me daría cuenta de que era culpa mía y lo «reconocería». Y ahora lo reconozco. ¿Tú no…, Arturo? -preguntó Falcón, utilizando el viejo nombre español ya olvidado de Yacub.

– ¿Cuándo se lo llevaron?

– Mientras estaba reunido contigo en Londres -dijo Falcón-. Se lo llevaron de una tienda del Sevilla Fútbol Club, junto al estadio, mientras su madre estaba hablando por el móvil.

Los dos hombres se miraron, atentos como halcones de caza, sin atreverse a parpadear.

– ¿Y crees que el GICM es responsable del secuestro? -preguntó Yacub,

– No lo sé. Es posible.

– ¿Qué ganarían con ello?

– Confundirme. Presionarme. Desviar mi atención hacia otra parte -dijo Falcón-, de manera que puedan lograr lo que quieran con su nuevo recluta sin impedimentos.

– ¿Y…? Sigue. Dilo.

– Joder mi relación contigo -dijo Falcón-. Porque yo iba a saber que el único motivo por el que había ocurrido era por la relación existente entre tú y yo.

– Así que también están poniendo a prueba tu determinación -dijo Yacub-. ¿Y qué han averiguado?

– Que aunque los vínculos amorosos y familiares pueden considerarse blandos y sentimentales -dijo Falcón-, también nos han vuelto, a lo largo de la historia, tan salvajes e implacables como cualquier ideología o fanatismo religioso.

– Escúchame, Javier -dijo Yacub, clavándole la mirada desde el otro lado de la mesa con sus ojos oscuros-. No debes revelar en ninguna circunstancia, lo que te dije en Londres. Es de importancia vital. Si lo haces, te garantizo que no volverás a ver a Darío.

– ¿Qué demonios significa esto? -dijo Falcón-. Pensaba que tu estrategia había funcionado y que esa cosa saudí se había acabado.

– Se ha acabado, por el momento, pero los servicios secretos siguen queriendo saber qué ocurrió -dijo Yacub-. Y créeme recurrirán a todos los medios posibles para sonsacarte lo que te dije. Pero no debes decírselo.

– ¿Entonces sabes dónde está Darío?

– No, no lo sé. Pero creo que sé lo que está pasando, y averiguaré dónde está -dijo Yacub, levantándose.

Se abrazaron en la mesa. Yacub lo besó en la mejilla.

– Una cosa que no entiendo -dijo Falcón- es por qué me contaste todo aquello en Londres si sabías que podía ser tan peligroso para ti.

– Ante todo, eres mi único amigo de verdad -dijo Yacub-. Y, por extraño que parezca, hay algunas cosas que sólo están a salvo en manos de un buen amigo. En segundo lugar, era fundamental para mí que fueras la única persona que supiera y comprendiera toda la verdad.

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