Capítulo 27

Hotel La Berenjena. Martes, 19 de septiembre de 2006, 22.05


Alejandro Spinola seguía tendido de lado en el retrete de minusválidos, temblando, muy lejos ya de la imagen de hábil relaciones públicas de la Alcaldía. Tenía la boca conectada con las baldosas del suelo por hilillos de saliva sanguinolenta. Tenía arcadas y lloraba. Falcón se arrodilló a su lado, le dio una palmada en el hombro.

– ¿Todo bien, Alejandro? -preguntó Falcón-. ¿Te alegras de verme esta vez?

Asentimiento, con los puños embutidos entre los muslos, como un niño pequeño que se ha llevado la primera paliza en el patio del colegio.

– Bien -dijo Falcón-. Vamos a limpiarte.

Spinola se levantó junto al lavabo, se miró en el espejo. Tenía los labios cortados e hinchados, y había perdido un incisivo. Hundió la cara en sus brazos y sollozó.

– Lávate la cara, Alejandro. Tranquilízate. Tenemos que hablar antes de que empiece este acto.

Falcón ayudó a Spinola a quitarse la chaqueta. La camisa estaba tan empapada de sudor que el algodón era transparente. Mientras se lavaba la cara, Falcón pidió al recepcionista que trajera una camisa blanca. Spinola se quitó la corbata por la cabeza y deshizo el denso nudo. Se alisó la tela con dedos trémulos. Llegó una chica con una camisa. Spinola se la puso, se arregló el nudo de la corbata, se peinó y, mirando fijamente el espejo, se palpó los tiernos labios con las yemas de los dedos.

– Estoy acabado -dijo, y el estómago empezó a trepidar de emoción.

– Estás vivo y Viktor Belenki ha quedado fuera de juego -dijo Falcón, dándole palmadas en el hombro-. ¿Cuándo te comentó por primera vez sus planes de participación rusa en los proyectos de construcción de la isla de la Cartuja?

– En agosto -dijo Spinola, con un temblor incontrolable en los muslos-. Nos conocimos en Marbella.

– ¿Qué te dijo?

– Que tenían a Valverde, Ramos y al americano, Taggart, en vídeos donde aparecían follando con putas y consumiendo drogas -dijo Spinola-. Lo único que tenía que hacer yo era preparar el camino para que el consorcio I4IT/Horizonte hiciese la mejor oferta posible, y él se encargaría del resto.

– ¿Lo cual significaba que tenías que filtrar información sobre las demás ofertas a quién?

– A Antonio Ramos, el jefe de construcción de Horizonte. Era el que organizaba todo el proyecto urbanístico.

– ¿No podían haber arreglado todo esto antes de hoy?

– Alfredo Manzanares sólo lleva quince días a cargo del banco. Toda la financiación del acuerdo de Horizonte se estaba negociando con otras partes desde Dubái. Luego intervino el pez gordo en Estados Unidos, Cortland Fallenbach, y dijo que no aceptaba que un proyecto de esta magnitud fuese financiado, bueno, dijo que por Oriente Próximo, pero todos sabemos que se refería a los musulmanes. Ya sabes lo que piensan de las religiones no cristianas en I4IT. Le dijo a Antonio Ramos que iba a tener que recurrir al Banco Omni.

– ¿Eso cuándo fue?

– A principios de este mes.

– ¿Los rusos estaban implicados en la financiación desde Dubái?

– Creo que sí, pero no lo sé -dijo Spinola-. Se pusieron furiosos cuando se lo quitaron a Dubái.

– Así que los rusos perdieron su vía de entrada en el proyecto urbanístico a través de la financiación, que de paso les facilitaba el blanqueo de dinero, y tuvieron que buscar una táctica diferente.

– Alfredo Manzanares, como financiero, quería que todos los contratistas del trabajo tuvieran antecedentes impecables. Es de la línea dura del Opus Dei y, después del atentado de Sevilla, con todas sus relaciones con Lucrecio Arenas y la chorrada de los Reyes Católicos, no iba a permitir nada que tuviera el menor tufo. Así que, si le decían que tenía que utilizar las empresas de construcción de Viktor Belenki, no iba a funcionar. No sé cómo se lo habrán planteado Valverde y Ramos, pero eso, en efecto, es lo que le habrán pedido que acepte esta noche.

– De acuerdo, eso nos aporta información detallada fundamental sobre la reunión de esta noche -dijo Falcón-. Ahora sólo quiero que me expliques por qué le presentaste a Marisa Moreno a tu primo, Esteban Calderón, el año pasado.

– Me dijeron que lo hiciera -dijo Spinola-. En aquel momento no entendí por qué me lo pedían. Desconocía todas las implicaciones.

– Pero sabías que eran miembros de una organización criminal los que te pedían que presentases a una mujer al principal juez de instrucción de Sevilla -dijo Falcón-. Tal vez no sabías que estaban planificando un atentado o el asesinato de Inés, pero sabías que estabas dando acceso a los gánsteres a una persona importante del sistema judicial. ¿Por qué lo hiciste? ¿Tenían vídeos tuyos con los pantalones bajados? ¿Un tío soltero como tú? No, no lo creo.

Negó con la cabeza, se sorbió los mocos. Falcón registró la chaqueta de Spinola y los bolsillos del pantalón. Spinola no ofreció resistencia. Lo encontró. Una bolsita de polvos.

– ¿Coca?

Spinola asintió.

– ¿Es eso? -dijo Falcón-. ¿Hiciste todo esto a cambio de coca?

Spinola miró fijamente el lavabo, se le formó otra vez un nudo en la garganta. Sollozó varias veces más mientras le venía a la mente la visión repentina de su carrera truncada y su vida arruinada.

– No me pagan mucho -dijo-. Lo poco que gano me lo gasto en el juego. Ya sabes como es el juego, inspector jefe.

– ¿Algo más? -preguntó Falcón, con la sensación de que había más-. ¿Qué piensas de tu primo? El brillante jurista.

Spinola se encorvó como si sufriera una agonía, apoyó la cabeza al borde del lavabo.

– He vivido a la sombra de ese hijo puta toda mi vida -dijo-. ¿Sabes lo que es que tu padre señale a ese tío todo el tiempo como modelo al que debes aspirar, cuando sabes que toda su vida ha sido un cabrón de primer orden?

– Vale -dijo Falcón, tranquilizándolo-. Pensemos en lo de esta noche. Tú has hecho algo ilegal: filtrar información sobre las ofertas de construcción al consorcio I4IT/Horizonte es un delito, y tendrás que explicárselo al alcalde, a no ser que él también estuviese en el ajo.

– No, no, no, que no -dijo Spinola enfáticamente-. Él no sabe nada, ni tampoco Agesa ni la Oficina de Planificación.

– Vale -dijo Falcón-. Te voy a llevar a la oficina de seguridad, donde esperarás a que un guardia te lleve a ver al alcalde en cuanto llegue. El acto de hoy no puede continuar en estas circunstancias, y tú tienes que hacer lo correcto.

Se miraron a través del espejo. Spinola asintió. Volvieron juntos a la oficina. Falcón preguntó al supervisor de pantallas si había llegado la delegación del alcalde. Ni rastro. Llegaban tarde. Falcón necesitaba entrar en la suite de Sánchez/Belenki y podría requerir para ello la presencia del jefe de seguridad. Pidió al supervisor de cámaras que lo llamase y que consiguiese que otro guardia se ocupase de Spinola.

– ¿Ha llegado alguien más?

– El señor y la señora Cano.

– ¿Gente corriente?

– Una pareja de españoles sesentones.

Volvió el jefe de seguridad, se dirigieron a la suite de Sánchez/ Belenki y por el camino recogieron a Ferrera, que estaba de guardia delante. Falcón pulsó el timbre del interfono. No hubo respuesta. Volvió a tocar el timbre. Nada. El jefe de seguridad abrió la puerta.

En cuanto el aire de la habitación rozó la cara de Falcón, supo que estaban en apuros. La sangre hace algo con la atmósfera: la electriza, de manera que otros seres humanos saben que deben andarse con pies de plomo.

La sala de estar estaba a oscuras y vacía. Las puertas de la terraza estaban abiertas. Había anochecido, las polillas revoloteaban y se golpeaban contra la puerta del dormitorio, que mostraba una rendija de luz baja. En la habitación contigua, el televisor estaba encendido. Falcón empuñó el arma, dio cuatro pasos, abrió la puerta de una patada. Una lámpara de lectura proyectaba luz sobre el cuerpo de Isabel Sánchez del pecho para abajo. Sólo llevaba ropa interior. Una figura perfecta. Las piernas tan largas y esbeltas que recordaban las de un potro. La cara estaba a oscuras. Falcón entró plenamente en la habitación. Isabel no se movió. Falcón encendió la luz. Ése fue el error. La visión de la belleza que había visto en las pantallas de televisión de circuito cerrado había desparecido. Un espantoso agujero negro en vez de la nariz y la boca.

También había luz en el baño. El grifo abierto en la ducha. Falcón dio un paso a la izquierda, se asomó. Había un agujero en la mampara de cristal de la ducha, que tenía varias fisuras. Al otro lado había un hombre desplomado contra la pared de mármol, derramando sangre por un agujero de la cabeza entrecana. El agua de la ducha limpiaba y relimpiaba las constantes gotas de sangre que manaban de la cabeza.

– ¿Qué es eso, joder? -preguntó el jefe de seguridad, detrás del hombro de Falcón.

– Probablemente es Leonid Revnik -dijo Falcón.

– Debía de ir escondido en el asiento trasero, o en el maletero, cuando entraron -dijo el jefe de seguridad.

– Cristina, pide a alguno de los guardias de seguridad que te lleven al calabozo para que Viktor Belenki confirme quién es esta persona que está en su suite. Ten cuidado. Ten el arma preparada. Anda suelto un asesino y, por el modo en que ha disparado a Isabel Sánchez, creo que es Nikita Sokolov. Ve con Ramírez. Nos vemos en la oficina de seguridad.

El jefe de seguridad envió una alerta a todos los guardias del complejo hotelero. Falcón le dio una sucinta descripción de Nikita Sokolov. Con un poco de papel higiénico, cerró el grifo sobre el cuerpo inerte de Revnik.

– Entró por la terraza de atrás -dijo el jefe de seguridad-, pero no saltó el sensor de luz.

Al volver a la oficina de seguridad, fueron directos a la sala de pantallas. Las pantallas de la derecha estaban apagadas. El supervisor no había visto nada.

– Si te pegas bien al lateral del edificio, es posible que no se dispare el sensor de luz -explicó.

– Reproduce el vídeo de la suite número seis -dijo el jefe de seguridad.

El supervisor la rebobinó diez minutos. La luz exterior no se había encendido. Miraron atentamente y sólo vislumbraron un vago movimiento oscuro, nada más.

– ¿Ha llegado la delegación del alcalde? -preguntó Falcón.

– Sí, han entrado directos en el cine -dijo el guardia.

– ¿Cómo? Se suponía que Spinola tenía que hablar con el alcalde en cuanto llegase -dijo Falcón-. ¿Y qué ha sido del guardia que se ocupaba de vigilarle?

– No sé. Yo he estado mirando las pantallas -dijo el supervisor-. No puedo…

El jefe de seguridad levantó la mano, habló por radio con el guardia, hizo la pregunta, escuchó.

– No apareció. Pensó que responder a mi alerta sobre el levantador de pesas era más importante, y está en los jardines buscándolo.

– Buscad a Spinola, tiene que estar en alguna parte de esas pantallas. No puedo creer que no lo vieseis salir de esta oficina -dijo Falcón-. ¿Por qué el alcalde no se tomó unas copas y unos canapés antes de la proyección?

– Llegaban tarde -dijo el supervisor-. Hay una cena después. Lo único que sé es que los huéspedes del consorcio Horizonte/I4IT los esperaban en la zona de recepción y entraron directos en el cine.

Ramírez y Ferrera entraron jadeantes y sudorosos.

– Belenki ha confirmado que se trata de Leonid Revnik -dijo Ramírez.

– ¿Belenki está a buen recaudo? -preguntó Falcón.

– Yo lo he esposado a la cama, y la puerta de la sala de personal está cerrada. No pude hacer mucho más -dijo Ramírez.

– Ahora vamos al cine -dijo Falcón-. Cuando encontréis a Spinola, avisadnos.

Las puertas del cine estaban cerradas. El tenue sonido de la proyección traspasaba las puertas de madera insonorizadas. El jefe de seguridad dio unas palmadas en el hombro de Falcón, señaló la sala de proyección. Habían tiroteado la cerradura. Todos empuñaron las armas. Ramírez empujó la puerta. No se abría. Había algo apoyado contra la puerta al otro lado. Entre todos lograron abrirla. Aparte de un cadáver en el suelo había otro hombre, sentado tranquilamente con las piernas cruzadas, junto al equipo de proyección.

– Mark -dijo Falcón, asintiendo.

Flowers no dijo nada, parecía cansado, ojeroso. El hombre muerto había caído a su lado, con la cara girada hacia la esquina de la sala.

– ¿Quién es? -preguntó Falcón.

– No lo sé -dijo Flowers, suspirando, como si esta muerte le hubiera arrancado algo.

Falcón se arrodilló sobre el muerto, que tenía una bala en la sien. Falcón le palpó el pelo, sintió que era falso. Levantó la peluca, vio que el muerto tenía la cabeza totalmente afeitada.

– ¿Qué ha pasado aquí, Mark?

– La proyeccionista puso en marcha la película y le dije que saliese. Cerré la puerta en cuanto salió. Al cabo de un par de minutos alguien intentó forzar la puerta. No hay ojo de la cerradura, así que no pude ver quién era. Me quedé detrás de la puerta. El hombre disparó a la cerradura. Lo primero que entró en la sala fue una pistola. La reconocí como una Makarov de nueve milímetros. En vista de la secuencia de acontecimientos, no me molesté en hacer preguntas. En cuanto apareció su cabeza, le disparé.

Falcón tiró de la chaqueta del hombre, le levantó la camisa del pantalón y mostró su espalda desnuda, que estaba cubierta de tatuajes: unas letras rusas, un crucifijo y alas de ángel.

– Debe de ser Yuri Donstov, también llamado el Monje, a juzgar por estos tatuajes -dijo Falcón, mientras registraba los bolsillos, que estaban vacíos, ni siquiera contenían un triste llavero.

– Al ver el arma presupuse que era ruso -dijo Flowers, a quien el agotamiento tranquilizaba prematuramente-. Estos tatuajes deben de indicar que es de la mafia.

– Vas a tener que darme tu pistola, Mark -dijo Falcón.

Flowers alargó la mano hacia un estante bajo que había debajo del equipo de proyección y entregó su arma silenciada.

– Levántate -dijo Falcón, entregando el arma a Ferrera.

Registró a Flowers, encontró un disco.

– ¿Y esto de dónde ha salido?

– Se lo encontré al amigo ruso -dijo Flowers.

– ¿Sabes lo que contiene?

– Creo que contiene el material del que hablamos la otra noche.

Falcón se volvió hacia los agentes que tenía detrás.

– Montad guardia a Viktor Belenki. Buscad al levantador de pesas, Nikita Sokolov. Encontrad a Spinola. Cristina, ve a buscar unas esposas y tráelas aquí. Hablaré con el alcalde cuando estemos preparados.

Todo el mundo salió. Falcón empujó la puerta de la sala de proyección con el codo, pasó por delante de Flowers.

– ¿Qué hora es, Mark?

– Me has pillado, Javier.

– ¿No llevas el Patek Philippe cuando trabajas?

– Uso Breitling para las operaciones -dijo Flowers.

– ¿Y por eso te pagó Cortland Fallenbach?

– Era una oportunidad -dijo Flowers, encogiéndose de hombros-. Mira, somos funcionarios públicos. No nos pagan mucho y tengo muchas ex mujeres. Creo que ya te lo he comentado en alguna ocasión. Las ex americanas son más exigentes que las europeas. Y además están los críos. Son demasiados gastos. ¿Por qué crees que me reincorporé al trabajo después de jubilarme? No creerás que prefiero jugármela con estas mierdas a estar tumbado en un barco en los Cayos de Florida, ¿verdad Javier?

– ¿Y la señora Zimbrick?

– Me gusta tratar bien a mi novia. No hay que ponerse antipático con ella. Es civil. Es profesora de inglés.

– Esto no es lo que llamarías escaqueo, ¿verdad, Mark?

– ¿Qué puedo decir, Javier, si no queda más remedio?

– ¿Estás aquí por invitación de Cortland Fallenbach?

– Soy su asesor de seguridad. Entramos en contacto después de que me pidieses que investigase a I4IT en junio. Le dije que iba a necesitar ayuda y aceptó.

– ¿Qué ha pasado esta noche?

– Me dijo que nadie, bajo ningún concepto, debía interrumpir la proyección de la presentación de I4IT/Horizonte -dijo Flowers-. Pero no me hizo suponer que la cosa fuera a acabar así.

– Tú ibas armado.

– La gente se calma cuando la apuntas con un arma -dijo Flowers-. Y si el otro va armado, estáis iguales.

– Vamos a tener que meterte en el calabozo hasta que podamos hablar con el cónsul americano.

Llamaron a la puerta. Entró Cristina, esposó a Flowers al soporte del equipo de proyección.

– Es el momento de hacer un anuncio -dijo Falcón.

– Qué buen chico eres, Javier -dijo Flowers-. Yo que tú reproduciría el DVD y escucharía el aullido de esos cabrones.

Había pasado el tiempo volando y en aquel momento acababa la película. Falcón encendió las luces y encerró a Flowers en la sala de proyección. Las puertas dobles del cine se abrieron y el grupo salió, liderado por el alcalde, que hablaba con el banquero, Alfredo Manzanares. Falcón le mostró su placa de policía, intentó guiarlo a la sala de conferencias donde, supuestamente, habían servido antes las copas y los canapés. Valverde y Ramos intervinieron, bloquearon la entrada, y protestaron con estruendo.

– Abre la puerta de la sala de proyección, Cristina -dijo Falcón.

La mujer de Agesa gritó al ver el cadáver. Cortland Fallenbach vio a Mark Flowers y se quedó lívido.

– Creo que coincidirá conmigo en que esto requiere una explicación -dijo Falcón-. Cierra la puerta, Cristina. Lleva a estas personas a la sala privada donde tenían prevista la cena. Nadie debe salir de esa sala bajo ningún concepto. Como ven, hay un asesino suelto. La detective Ferrera va armada.

La visión del cadáver había subyugado por completo al grupo y todos entraron en la sala privada como un rebaño de ovejas camino del redil de un matadero.

Falcón hizo un aparte con el alcalde en la sala de conferencias y, ya había empezado su devastadora introducción sobre los acontecimientos de ese día, cuando sonó su móvil.

– Han disparado a Belenki -dijo Ramírez-. Lo han matado.

Dieron golpes en la puerta. Un guardia de seguridad dijo que lo necesitaban en la oficina principal. Falcón llevó al alcalde junto a los demás en la sala privada donde Ferrera montaba guardia.

– Cierra la puerta. Que no salga ni entre nadie -dijo, y se marchó.

En la oficina de seguridad, el supervisor daba palmadas en una de las pantallas mostrando al bajo y fornido levantador de pesas, Nikita Sokolov, empuñando un arma y caminando a grandes zancadas hacia el edificio principal.

– Ahora le da igual -dijo el supervisor-. Ya no se esconde de las cámaras.

– Se dirige hacia el edificio principal, así que, por lo que se ve, pasa de marcharse -dijo Falcón-. Debe de haber vuelto para reunirse con su jefe, Yuri Donstov. Mantén a los demás huéspedes en el restaurante, desaloja la zona de recepción, apaga las luces dentro, mantenlas encendidas fuera. Pase lo que pase, no quiero que disparen a este hombre a menos que sea absolutamente inevitable. ¿Dónde está Spinola?

– Salió saltando por encima de los portones principales -dijo el supervisor-. Se ha escapado y no tenemos gente para perseguirlo.

Falcón llamó al detective Serrano, que esperaba con Baena en el coche, en la gasolinera cercana. Le dijo que buscase a Spinola, que debía de andar por la carretera principal.

– Cuidado con él. Está nervioso. Procura que sobreviva. Que no haya accidentes.

Cuando Falcón llegó a la zona de recepción, las luces estaban apagadas en el patio. Las tiendas y la galería de arte estaban a oscuras. Entre él y la puerta principal había dos gruesas columnas de mármol. Detrás de las columnas había cuatro paneles de cristal, dos de los cuales eran puertas dobles. El Mercedes de la delegación del alcalde estaba aparcado, fuera. No había conductor. Falcón se escondió detrás de una columna. No tuvo que esperar mucho.

Apareció Nikita Sokolov en plena noche, con sus colosales cuádriceps tensos contra la tela de sus pantalones, los bíceps con un grueso cordón de venas marcadas en el polo, que ondeaba a la altura de la cintura. Tenía un grueso vendaje blanco en el antebrazo derecho, donde le había rozado la bala del Pulmón. Empuñaba el arma con silenciador. Intentó abrir la puerta del Mercedes. Estaba cerrada con llave. Se asomó por la ventanilla del conductor, se pasó el arma a la mano izquierda y, con la culata, pegó un fuerte golpe en el cristal. Rebotó. Ahora que había hecho su trabajo, Revnik y Belenki estaban muertos, su misión cumplida, estaba pensando en huir. Inspeccionó el edificio principal no iluminado. No le gustó. Salió corriendo hacia la izquierda. Desapareció en la oscuridad.

Falcón le dijo al jefe de seguridad que se quedase en la zona de recepción mientras él atravesaba corriendo el patio por un pasillo hacia las cocinas, que estaban totalmente en silencio en el exterior y dentro eran una algarabía de pedidos a gritos con muchos tacos de por medio, traqueteo de sartenes con grasa crepitante. Recorrió el pasillo de superficies de acero inoxidable. Diminutos suboficiales de cocina con cuchillos de hoja ancha, sartenes flameantes, sopletes y cuchillas de carnicero, giraron la cabeza al verlo pasar corriendo. Preguntó por el chofer del alcalde, nadie respondió. Encontró a un lavaplatos, le preguntó si había algún comedor de personal. El hombre le acompañó, pasando por delante de calderos bullentes y planchas metálicas crepitantes, que despedían gotas de aceite caliente. Le señaló una puerta con una ventana de ojo de buey al final de un pasillo corto, y le dijo que había también una entrada exterior.

– ¿Ahí qué hay?

– Cubos de la basura.

Falcón miró por el ojo de buey. El chofer del alcalde estaba cenando en la sala vacía. Había una ventana de barrotes por la parte exterior, y una puerta, ambas a la derecha del conductor. Falcón se arrodilló y entró a gatas en el comedor. El conductor frenó el tenedor camino de la boca.

– Policía -dijo Falcón-. Siga comiendo. No me mire.

Caminó a gatas por debajo de la ventana y, se disponía a levantarse, cuando de golpe se abrió la puerta que daba a los cubos de basura y entró Sokolov. Con el polo azul, el brazo peludo estirado, el vendaje blanco, el arma amartillada y el dedo en el gatillo.

– ¡Las llaves! -exclamó a voz en grito.

Había visto al chofer comiendo solo. No estaba preparado para que de pronto se levantase Falcón a su derecha y le apuntase con el revólver en el brazo. Se oyó un disparo, un ruido sordo y un chasquido cuando la bala traspasó la mesa de madera, antes de que el arma con silenciador se escurriese de la mano insensibilizada de Sokolov. A Falcón también se le cayó la suya, que fue a parar a la esquina. El ruso se volvió y se agachó, y Falcón se encontró precisamente donde no quería estar: delante del ex levantador de pesas olímpico.

Sokolov lo embistió, le golpeó en el estómago con el hombro. Le rodeó la espalda con un brazo de acero reforzado y lo levantó como si fuera una figura de cartón.

– ¡Péguele fuerte en la cabeza! -gritó Falcón al chofer.

Sokolov lo levantó a la altura del hombro y lo estampó contra la mesa de madera.

El chofer del alcalde se apartó de su sitio, retrocedió, cogió la silla metálica y la dejó caer de modo que el borde del asiento hizo un contacto espantoso con la parte posterior de la cabeza de Sokolov. El estruendo fue violentamente musical, como un acorde disonante de un pianista. Sokolov se volvió y por un instante el conductor pensó que había cometido un terrible error, pero la luz se apagó en los ojos del ruso y se desplomó en el suelo de baldosa. Falcón también estaba en el suelo, mirando con los ojos desorbitados al ruso inconsciente, intentando recordar cómo se respiraba.

Se abrió la puerta con la ventana de ojo de buey y entró el lavaplatos con una cuchilla de carnicero de acero inoxidable brillante en una mano y un rodillo en la otra.

– ¡Maldita sea! -exclamó, como si se hubiera perdido la última experiencia culinaria.


* * *

Alejandro Spinola corría por la carretera de Huelva hacia Sevilla, con el aire nocturno aterciopelado en su piel sudorosa, el olor a hierba seca y cálida en las narinas. De vez en cuando miraba atrás, pero siempre comprobaba que se alejaba de la oscuridad. No avanzaba muy rápido, porque no estaba en condiciones de hacerlo. Tenía la cabeza llena de la basura de su vida, los escombros de los acontecimientos de aquella noche.

No habría podido mirar al alcalde a la cara. No habría soportado acercarse al alcalde y a la gente de Agesa y a la Oficina de Planificación con los labios hinchados y sin un diente, diciendo que había tenido que hablar en privado con el jefe. No soportaba siquiera la idea de haber decepcionado al alcalde. Y luego estaba su padre. También tenía que enfrentarse a él. Todo el negocio sucio iba a salir a la luz, incluido lo que le había hecho a su primo, Esteban Calderón. Iba a ser intolerable y tendría que afrontarlo. Tenía que correr. Tenía que correr y correr sin parar hasta…

Los faros se acercaron lentamente por detrás de él, se detuvieron. Él se dio la vuelta, no vio nada más allá de los faros cegadores hasta que un hombre salió y empezó a correr tras él. ¿Quién coño…? Intentó hacer un sprint, pero no le quedaba gasolina, y la máxima velocidad que alcanzaba era un trote torpe. El coche volvió a arrancar, paró a su lado, bajó la ventanilla.

– Alejandro, somos de la policía -dijo el conductor-. Vamos, para y entra en el coche. Esto no tiene sentido.

Oía los pasos del otro hombre que le perseguía, sufrió un ataque de pánico. Vio los faros que venían en sentido contrario. Algo emocionante emergió en su garganta. Frenó en seco, se dio la vuelta, se agachó bajo los brazos del policía que lo seguía, le dio un empujón, rodeó la parte posterior del coche y se quedó de pie, justo en medio de los faros que venían en sentido contrario. La bocina del camión sonó en plena noche durante tres segundos, una luz blanca cubrió a Spinola de la cabeza a los pies, y la parrilla del radiador negra, seguida de treinta y cinco toneladas, se abalanzó sobre él con un crujido escalofriante.

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