Capítulo 3

Cárcel de Sevilla, Alcalá de Guadaira. Viernes, 15 de septiembre de 2006,13.05.


A través del cristal reforzado de la puerta, Falcón observaba a Calderón, que lo esperaba encorvado sobre la mesa, fumando, contemplando el cenicero de papel de aluminio. El juez, que era joven para su cargo, parecía mayor. Había perdido su lustre hidratado y juvenil. Tenía la piel cetrina y había perdido kilos que no le sobraban, lo que le confería un aspecto demacrado. Nunca había tenido mucho pelo, pero ahora se encaminaba claramente hacia la calvicie. Las orejas parecían haberse alargado, los lóbulos eran más carnosos, como si se hubiera dado un tirón inconsciente mientras cavilaba sobre sus enredos mentales. A Falcón le tranquilizaba ver al juez tan desmejorado; habría sido intolerable que el maltratador de mujeres conservase su ego arrogante habitual. Falcón abrió la puerta al guardia, que sostenía una bandeja de café, y entró detrás de él. Calderón se reanimó al instante, aproximándose a la imagen del supremo embaucador que fue en su día.

– ¿A qué, o a quién, debo este placer? -preguntó Calderón mientras se levantaba y recorría con el brazo la sala escasamente amueblada-. Privacidad, café, un viejo amigo… qué lujos inimaginables.

– Habría venido antes -dijo Falcón, sentándose-, pero, como probablemente sabrás, he estado ocupado.

Calderón lo observó atentamente y encendió otro pitillo, el tercero de su segunda cajetilla del día. El guardia dejó la bandeja y salió de la sala.

– ¿Y qué te induce a venir a ver al asesino de tu ex mujer?

– Al presunto asesino de mi mujer.

– ¿Es significativo, o sólo quieres ser preciso?

– Esta última semana es la primera ocasión que he tenido desde junio para pensar y… leer un poco -dijo Falcón.

– Bueno, pues espero que fuera una buena novela y no la transcripción de mi interrogatorio a cargo del Gran Inquisidor, el inspector jefe Luis Zorrita -dijo Calderón-. Como te puede decir mi abogado, no estuve muy fino.

– Lo he leído varias veces y también he leído el interrogatorio de Marisa Moreno a cargo de Zorrita -dijo Falcón-. Ha venido a verte muchas veces, ¿verdad?

– Por desgracia -dijo Calderón, asintiendo-, no han sido visitas conyugales. Charlamos.

– ¿Sobre qué?

– Nunca se nos ha dado muy bien la conversación -dijo Calderón, inhalando el humo con intensidad-. Teníamos otro lenguaje.

– Estaba pensando que, desde que estás aquí, es posible que hayas desarrollado algún otro tipo de habilidad comunicativa.

– Sí, pero no especialmente con Marisa.

– ¿Y por qué ha venido a verte?

– ¿Sentido del deber? ¿Culpabilidad? Quién sabe. Pregúntaselo a ella.

– ¿Culpabilidad?

– Creo que se arrepiente de haberle contado ciertas cosas a Zorrita -dijo Calderón.

– ¿Como qué?

– No quiero hablar de eso -dijo Calderón-. Contigo, no.

– Cosas como ese comentario que le hiciste en broma a Marisa sobre la «solución burguesa» al costoso divorcio…: mata a tu mujer.

– Cualquiera sabe cómo le habrá sonsacado eso el cabrón de Zorrita.

– A lo mejor no tuvo que presionar mucho -dijo Falcón como si tal cosa.

El cigarrillo de Calderón se detuvo camino de la boca.

– ¿Qué más crees que se habrá arrepentido de contarle a Zorrita? -preguntó Falcón.

– Me encubrió. Dijo que salí de su piso después del momento en que lo hice. Pensó que me hacía un favor, pero Zorrita tenía todos los horarios, porque se los había proporcionado la compañía de taxis. Fue una estupidez. Y eso me ha perjudicado. Ha dado la impresión de que yo necesitaba ayuda, sobre todo si se combina con el hecho de que los policías me encontraron a orillas del Guadalquivir intentando deshacerme del cadáver de Inés -dijo Calderón, que hizo una pausa, frunció el ceño y fumó concentradamente. Después añadió-: ¿Para qué coño has venido, Javier? ¿Qué te traes entre manos?

– Intento ayudarte -dijo Falcón.

– ¡Venga ya! -dijo Calderón-. ¿Cómo vas a querer ayudar al presunto asesino de tu ex mujer? Sé que Inés y tú ya no estabais muy unidos, pero… aun así…

– Me dijiste que eras inocente. Lo dijiste desde el principio.

– Pero bueno, inspector jefe Javier Falcón, tú sabes muy bien que el asesino siempre tiende a negarlo todo -dijo Calderón.

– Sí -replicó Falcón-. Y no voy a ocultarte que mi investigación sobre lo que ocurrió aquella noche tiene otras motivaciones.

– Claro -dijo Calderón, apoyándose en el respaldo de la silla, paradójicamente satisfecho por esta revelación-. No pensaba que quisieras sacarme del atolladero… sobre todo si has leído la transcripción tantas veces como dices.

– Hay algo que huele muy mal, no te lo voy a negar, Esteban.

– Ni yo -dijo Calderón-. No me importaría retroceder en el tiempo en toda mi relación con Inés.

– Tengo algunas dudas sobre la transcripción -dijo Falcón, intentando evitar una posible caída en la autocompasión-. Entiendo que la primera vez que pegaste a Inés fue cuando descubrió las fotografías de Marisa desnuda en tu cámara digital.

– Estaba intentando descargárselas en su ordenador -dijo Calderón a la defensiva-. Yo no sabía cuáles eran sus intenciones. Vamos, no es sólo que las encontrara, sino que me pareció que pretendía utilizarlas de algún modo.

– Estoy seguro de que para entonces Inés te conocía muy bien -dijo Falcón-. Así que, ¿por qué dejaste la cámara a la vista? ¿En qué estabas pensando cuando le sacabas fotos a tu amante desnuda?

– Yo no las saqué, fue Marisa… mientras yo dormía. Pero lo hizo con delicadeza. Me dijo que había dejado unos «regalitos» en la cámara -dijo Calderón-. Y no dejé la cámara a la vista. Inés me hurgó en los bolsillos.

– ¿Y por qué llevabas la cámara cuando la cogió Marisa?

– Saqué unas fotos en una cena de abogados a la que asistí ese mismo día -dijo Calderón-. Era mi coartada, si Inés encontraba la cámara.

– Cosa que sabías que ocurriría.

Calderón asintió, fumó, hizo memoria; algo que hacía con frecuencia últimamente.

– Me quedé dormido en casa de Marisa -dijo-. Eran las seis de la mañana y la verdad es que no estaba tan sereno como de costumbre. Aparentemente, Inés estaba dormida. Pero no. Cuando me quedé dormido, se levantó y encontró las fotos.

– Y ésa fue la primera vez que le pegaste -dijo Falcón-. ¿Has pensado un poco en eso desde que estás aquí?

– ¿Vas a ser también mi loquero, Javier?

Falcón le mostró las manos vacías.

– Si no le sacaste tú las fotos a Marisa, y el único motivo por el que llevabas la cámara era el tener una coartada para Inés, ¿cómo es que estaba al alcance de tu amante para que se fotografiase desnuda?

Calderón miró fijamente la pared durante un tiempo hasta que, paulatinamente, empezó a cortar el aire con los dedos del pitillo.

– Me dijo que me había registrado los bolsillos de la americana. Dijo: «Soy de familia burguesa; aunque me rebelo contra ello, me sé todos los trucos» -dijo Calderón-. Siempre te registran los bolsillos. Es lo que hacen las mujeres, Javier. Forma parte de su educación. Son muy exigentes con los detalles.

– ¿Te dio voluntariamente esa información?

– No, le pedí explicaciones.

– ¿Por algún motivo?

– No sé -dijo Calderón-. Creo que estaba buscando los zapatos. Me ponía nervioso pensar en volver a casa y tener que enfrentarme con Inés. Nunca había pasado toda la noche fuera. Supongo que la conducta de Marisa me resultó un poco extraña.

– ¿Qué piensas ahora de todo eso?

– Son cosas propias de tu mujer… pero no de una amante -dijo Calderón, apagando el cigarro en el cenicero de papel de aluminio-. Es lo que hizo Inés cuando llegué a casa.

– Fumas mucho, Esteban.

– No puedo hacer nada más, y al menos esto me tranquiliza.

– Quizá debieras buscar un método de relajación alternativo.

Calderón levantó la vista, suspicaz.

– Puedes seguir intentándolo, Javier, pero no me voy a tumbar en tu diván.

– ¿Y en el diván de otra persona? -dijo Falcón, pasando una página de su cuaderno-. Otra pregunta sobre la transcripción…

Calderón encendió un cigarro con agresividad. Inhaló profundamente, sin apartar los ojos de Falcón, y expulsó el humo por la comisura de los labios.

– Adelante -dijo-. Soy todo oídos.

– ¿Por qué crees que Marisa le dijo al inspector jefe Zorrita que había conocido a Inés?

– Zorrita dijo que tratar con mentirosos era como tratar con niños. Marisa intentó mentir en ese punto, pero él desmontó el embuste.

– Zorrita graba los interrogatorios, no toma notas. He escuchado la grabación del interrogatorio de Marisa -dijo Falcón-. Si había un dato que no te convenía que cayera en manos de Zorrita era el hecho de que Marisa e Inés se habían visto antes, y, sobre todo, las circunstancias de ese encuentro.

– Probablemente -dijo Calderón, no muy atento a algo que no consideraba un avance.

– Zorrita encontró un testigo de ese encuentro el 6 de junio, en los jardines de Murillo. No era muy difícil, porque, al parecer, hubo bastante enfrentamiento entre las dos mujeres. El testigo dijo que llegaron a las manos, como un par de putas que competían por el mismo territorio.

– Parece que ese testigo se movía por sitios poco recomendables.

Se sonrieron sin humor.

– Según este testigo, Marisa tuvo la última palabra -dijo Falcón, hojeando su cuaderno-. Dijo algo en la línea de: «No lo olvides, Inés: cuando te pega es porque folla tan bien conmigo toda la noche que no soporta ver tu carita de decepción por la mañana». ¿Es eso lo que te contó Marisa? Porque parece que no se lo mencionó a Zorrita.

– ¿Adonde quieres llegar?

– Primero, ¿cómo averiguó Marisa que pegabas a Inés? No tenía cardenales. ¿Se lo contaste tú?

– No.

– A lo mejor una de las lecciones más feas que aprendió en sus primeros años de vida en La Habana era cómo distinguir a una mujer maltratada.

– ¿Adonde quieres llegar, Javier? -preguntó Calderón, con temple de abogado en un juicio.

– Por la declaración de Marisa, Zorrita se quedó con la impresión de que Inés se impuso a su rival. Mencionó varias veces esta frase de Inés: «La puta del puro».

– Eso es lo que me contó a mí -dijo Calderón, prestando ahora toda su atención.

– Zorrita pensó que Marisa le había contado todo eso porque seguía furiosa por haber sido humillada públicamente por Inés, pero es evidente que no fue así. Marisa humilló a Inés. El testigo dijo que Inés se marchó como «el chucho del pueblo». Entonces, ¿con qué intención Marisa le habló a Zorrita sobre ese encuentro?

– Crees que fue algo calculado -dijo Calderón.

– He escuchado la grabación. Zorrita sólo tuvo que insistir un par de veces para sonsacarle toda la historia. Y la historia, su versión, fue crucial para redoblar tus motivos para pegar a Inés y tal vez, incluso, para llegar a matarla. Es una historia que te convendría apartar a toda costa de la mente del agente encargado de la investigación.

Calderón fumaba tan intensamente que se estaba mareando del subidón de nicotina.

– Mi última pregunta relacionada con la transcripción -dijo Falcón-. El inspector jefe Zorrita vino a verme unas horas después de interrogarte. Le pregunté si te habías desmoronado y si habías confesado, y su respuesta fue: «Algo parecido». Reconoció que, al ver que rechazabas al abogado, Dios sabe en qué estarías pensando en ese momento, Esteban, pensó que podía ser más despiadado contigo en el interrogatorio. Eso, unido al horror del resultado de la autopsia, parece que te hizo dudar y, según creyó Zorrita, fue entonces cuando creíste que podrías haberlo hecho.

– Estaba muy confuso -dijo Calderón-. El orgullo me llevó a rechazar al abogado. Yo era abogado. Podía arreglármelas solo.

– Cuando Zorrita te pidió que describieras lo que ocurrió cuando volviste a casa aquella noche, dijo que presentaste los acontecimientos como un guión de una película.

– No lo recuerdo.

– Utilizaste la tercera persona del singular. Estabas describiendo algo que habías visto… como si estuvieras fuera de tu cuerpo, o detrás de una cámara. Era evidente que estabas en una especie de trance. ¿No te comentó algo de eso tu abogado?

– A lo mejor él también estaba un poco avergonzado.

– Parece haber cierta confusión sobre lo que viste al volver a casa -dijo Falcón.

– Mi abogado y yo hemos hablado de eso.

– En tu versión de guión de película, te describes como «cabreado», porque no querías ver a Inés.

– No quería una confrontación. Estaba cabreado, como lo estaba cuando Marisa me contó que se había encontrado con Inés en los jardines Murillo. Estaba casi dormido de pie. Eran días largos. Muchísimo trabajo, y luego los compromisos con los medios al final de la tarde.

Falcón pasó otra página de su cuaderno.

– Lo que me interesó es cuando dijiste: «Entró a trompicones en la habitación, se derrumbó en la cama y perdió el conocimiento inmediatamente. Sólo era consciente del dolor. Empezó a dar patadas desaforadamente. Se despertó sin saber quién era». ¿Qué es todo eso?

– ¿Es una cita textual?

– Sí -dijo Falcón, que colocó la grabadora en la mesa y pulsó el botón de play.

Calderón escuchaba, paralizado, mientras el humo se elevaba desde los valles de sus dedos.

– ¿Ése soy yo?

Falcón volvió a reproducir la grabación.

– No parece tan importante.

– Creo que Marisa te acercó un mechero a los pies -dijo Falcón.

Calderón se puso en pie de un salto como si le hubieran pinchado por debajo.

– Me dolió el pie durante días -dijo, con un recuerdo repentino-. Me salió una ampolla.

– ¿Por qué te puso Marisa un mechero en el pie?

– Para despertarme. Estaba profundamente dormido.

– Hay modos más agradables de despertar a tu amante que quemarle el pie con un mechero -dijo Falcón-. Tengo la impresión de que tenía que despertarte porque el horario previsto para que salieses de su casa era crucial.

Calderón se sumió de nuevo en la silla, encendió otro pitillo y contempló la luz que entraba por la ventana alta de barrotes. Parpadeó y se mordió el labio inferior.

– Me estás ayudando -dijo Calderón-. No se me escapa la ironía, Javier.

– Necesitas una ayuda diferente de la que yo te doy -dijo Falcón-. Ahora volvamos al primer punto de la transcripción. Una sola cosa más sobre aquella noche. Las dos versiones que le diste a Zorrita sobre cómo encontraste a Inés en el piso.

El cerebro de Calderón volvió a sumirse en alguna idea previamente ensayada y Falcón levantó la mano.

– No me interesa la versión que preparasteis tú y tu abogado para los tribunales -dijo Falcón-. Recuerda, nada de todo esto tiene que ver con tu caso. Lo que intento hacer puede que te ayude, pero la idea no es sacarte del atolladero, sino encontrar alguna manera de entrar yo.

– ¿Entrar dónde?

– En la conspiración. ¿Quién colocó la bomba de Goma 2 Eco en el sótano de la mezquita, que estalló el 6 de junio, detonó cien kilos de hexógeno ahí almacenado, derribó el edificio de pisos y destruyó una escuela infantil?

– Javier Falcón cumple la promesa que hizo al pueblo de Sevilla -dijo Calderón, gruñendo.

– Nadie lo ha olvidado… y mucho menos yo.

Calderón se inclinó sobre la mesa y recorrió a Falcón con la mirada, desde las pupilas hasta la coronilla.

– ¿Detecto algo parecido a una obsesión? -dijo-. Las cruzadas personales, Javier, no son recomendables en el trabajo policial. En todos los geriátricos españoles debe de haber algún detective jubilado que suspira desde las ventanas, con la mente todavía enredada en alguna chica desaparecida, o en un pobre chaval acosado. No sigas por ese camino. Nadie espera eso de ti.

– La gente me lo recuerda constantemente en la Jefatura y en el Palacio de Justicia -dijo Falcón-. Es más, lo espero yo de mí mismo.

– Te veo en el manicomio, Javier. Resérvame un sitio junto a la ventana -dijo Calderón, apoyándose en el respaldo, mientras examinaba las ascuas cónicas de su cigarrillo.

– No vamos a acabar en el manicomio -dijo Falcón.

– Te empeñas en que me tumbe en un diván -dijo Calderón, intentando recobrar la seguridad perdida-. ¿Y sabes lo que te digo? Que te jodan, a ti y a todos los demás. Preocúpate de tu locura. Sobre todo tú, Javier. Hace menos de cinco años de tu «crisis total», ¿no lo llamaban así? Y se ve que has estado trabajando mucho. Sabe Dios cuántas veces habrás revisado los expedientes del atentado antes de rebuscar en los informes de Zorrita, indagando los resquicios de mi caso. Deberías salir más, Javier. ¿Te has follado ya a esa Consuelo?

– Volvamos a lo que ocurrió hacia las cuatro de la mañana del jueves 8 de junio en tu piso de la calle San Vicente -dijo Falcón, golpeteando el cuaderno con los dedos-. Según una versión, al entrar te encontraste a Inés de pie delante del fregadero y te «alegraste mucho de verla», pero, según la otra versión, estabas «cabreado», hubo una especie de paréntesis, te despertaste tumbado en el pasillo y, cuando volviste a la cocina, te encontraste a Inés muerta en el suelo.

Calderón tragó saliva mientras recordaba aquella noche en la oscuridad de su mente. Lo había pensado muchas veces, más veces que las que dedicaría el director más obsesivo a la edición y reedición de una escena cinematográfica. Ahora lo reproducía en secuencias cortas, pero a la inversa. Desde el momento de intensa culpabilidad en que, atrapado en el haz de luz de la linterna del policía, lo sorprendieron intentando arrojar a Inés al río, hasta ese estado dichoso, anterior al lapso, en que salió del taxi, con la ayuda del taxista, y subió las escaleras de su piso, sin otra intención que irse a la cama lo antes posible. Y ése era el punto al que siempre se aferraba: sabía que en aquel momento no tenía en mente la idea del asesinato.

– No hubo intencionalidad -dijo en voz alta.

– Empieza desde el principio, Esteban.

– Mira, Javier, lo he intentado de todas las maneras: hacia delante, hacia atrás y de dentro afuera, pero por mucho que lo intento siempre hay una laguna -explicó Calderón, encendiendo otro pitillo con la colilla del anterior-. El taxista me ayudó a abrir la puerta de mi piso, dos vueltas de llave. Me dejó allí. Entré en casa. Vi la luz de la cocina. Recuerdo que estaba cabreado, y repito, «cabreado», no colérico ni con ganas de matar a nadie. Sólo me irritaba tener que dar explicaciones cuando lo único que quería era dormir. Así que recuerdo esa emoción muy claramente, y luego nada, hasta que me desperté en el suelo del pasillo detrás de la cocina.

– ¿Qué te parece la teoría de Zorrita de que la gente tiene momentos en blanco sobre cosas terribles que ha hecho?

– Me he encontrado con situaciones así en mi actividad profesional. No lo dudo. He revisado hasta el último rincón de mi mente…

– ¿Y qué era eso de que te alegraste al ver a Inés?

– Mi abogado dice que Freud tiene un término que designa eso: «satisfacción del deseo», lo llamaba -dijo Calderón-. Cuando deseas intensamente que algo se cumpla, a veces tu mente se lo inventa. Yo no quería que Inés estuviese muerta en el suelo. Deseaba tanto que estuviese viva que mi mente sustituyó la realidad por mi deseo más ferviente. Ambas versiones salieron en medio de la confusión del primer interrogatorio con Zorrita.

– Ya sabes que éste es el quid de tu caso -dijo Falcón-. Los errores que he encontrado son pequeños: lo de que Marisa te revisó los bolsillos, lo de que llevó la voz cantante en la riña con Inés en los jardines Murillo y lo de que te quemó el pie para despertarte. Estas cosas no son nada en comparación con tu declaración grabada, en la que afirmas que entraste solo en el piso cerrado con dos vueltas de llave, viste a Inés viva, perdiste el conocimiento y luego la encontraste muerta. Tu turbación interior y toda esa chorrada de la satisfacción del deseo no tienen nada que hacer al lado de esos hechos contundentes.

Calderón volvió a fumar concentradamente. Se rascó el pelo ralo y torció el ojo izquierdo.

– ¿Y por qué crees que la clave es Marisa?

– Lo peor que podía ocurrir en aquel momento de nuestra investigación sobre el atentado era que nuestro juez de instrucción, y nuestra imagen más fuerte ante los medios, fuese detenido por el asesinato de su mujer -explicó Falcón-. Al perderte a ti, descarriló todo el proceso. Si tu caída en desgracia era planificada, entonces Marisa fue un factor crucial en su ejecución.

– Hablaré con ella -dijo Calderón, asintiendo, con las facciones endurecidas.

– No vas a hablar con ella -dijo Falcón-. Hemos cancelado sus visitas. Estás demasiado desesperado, Esteban. No queremos que reveles nada. Lo que tienes que hacer es desbloquear tu mente e intentar averiguar algún detalle que me ayude. Y sería aconsejable que te ayudase algún profesional.

– ¡Ah! -dijo Calderón, comprendiendo al fin-. El loquero.

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