Capítulo 19

Casa de Falcón, calle Bailen, Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 22.05


Parecía más tarde de lo que era. Flowers acababa de marcharse. Falcón se quedó en el patio, desplomado en la silla con los pies extendidos. Estaba agotado por la actividad del día y la falta de avances y, después de la implacable sucesión de preguntas del hombre de la CIA, sentía la pesadez de los párpados y cierta tensión en los omóplatos. Ahora se sentía tan vacío como la hojarasca de una planta reseca en el rincón del patio, pero, con Darío en el centro de su conciencia, su mente cobraba vida con el horror de la situación del chico y su incapacidad de hacer nada para remediarlo.

Empezó a preguntarse si estaba destinado a encontrarse con casos de niños maltratados, traumatizados o perseguidos. Desde que descubrió la crueldad con que su padre, Francisco Falcón, lo había explotado cuando era pequeño, parecía haberse convertido en un imán para esos miembros más vulnerables de la sociedad. Tampoco se le escapaba la terrible ironía de su compulsión de descubrir lo que había ocurrido con el hijo desaparecido de Raúl Jiménez, Arturo; y después, tras averiguar que se había criado en Marruecos como Yacub Diuri, haber acabado explotándolo, convirtiéndolo en agente de los servicios secretos españoles, el CNI.

El patio estaba a oscuras. Había apagado la luz. Las vigas de madera crujían en algún lugar a lo lejos, en el amplio caserón. Se inclinó hacia delante, se pellizcó la piel del entrecejo, intentando arrancar ese horrendo nexo, pero lo único que sonsacó fueron imágenes de la cadena de acontecimientos de los últimos años. Un niño huérfano secuestrado por su tía, dos adolescentes utilizadas como esclavas sexuales enterradas en una tumba poco profunda, cuatro niños muertos cubiertos con sus delantales después de que el atentado del 6 de junio destruyese la escuela infantil. Se desentumeció las piernas, se levantó, recogió los vasos vacíos y los restos de patatas fritas y aceitunas, los llevó a la cocina. Esperaba que esta actividad detuviese la actividad febril de su cerebro. Ésta es la plaga de la humanidad moderna, pensó, un mundo tan lleno de información accesible, vidas tan cargadas de trabajo y relaciones, gente tan constantemente conectable que todos hemos desarrollado lo que Alicia Aguado probablemente denominaría taquirrumia. Nada de proceso meditativo, sólo una ralladura mental delirante.

Sonó un timbre, seguido de tres golpes secos, rotundos, en el portón de madera. Mark Flowers que volvía con más preguntas. Ideas de última hora. Atravesó la casa, por debajo de la galería, bordeó el patio. Más golpes secos en la puerta, como un dolor sordo, seguido de un toqueteo más agudo. Encendió las luces, abrió la puerta más pequeña que había dentro del portón de roble macizo. Era Consuelo, a la pata coja, con un zapato en la mano.

– Parecía que con el puño no te impresionaba -dijo, mientras volvía a calzarse-. Deberías arreglar el timbre, o poner una aldaba.

– El timbre funciona bien -dijo Falcón-, pero se tarda un tiempo en llegar de una parte de la casa a la otra.

– ¿Me vas a invitar a pasar?

– Claro -dijo.

Se besaron formalmente en las dos mejillas, reaccionaron con torpeza, y se dirigieron al patio. Consuelo se sentó delante de la mesa. Él le ofreció una copa. Le apetecía una manzanilla. Trajo dos y unas aceitunas. Se sentaron en silencio mirando al mismo punto, exquisitamente conscientes de la presencia del otro, pero comportándose como si estuviesen asistiendo a una actuación que no les interesaba, debido a la enormidad de lo que había ocurrido entre ellos.

– Me sorprende verte aquí después de lo que ocurrió la otra noche -dijo Falcón.

– No esperaba tener que venir a verte.

– ¿Has tenido que venir a verme?

– Nuestros caminos se cruzan, Javier. Parece que no podemos evitarnos -dijo Consuelo-. Es la única explicación que tengo para lo que está ocurriendo. Cuando nos conocimos yo era tu sospechosa. Luego pasé a ser tu amante.

– Luego me dejaste.

– Pero volví, Javier. Gracias a Alicia, volví como una persona diferente.

– ¿Y ahora? -preguntó Falcón-. ¿Tenemos que agradecer a Alicia que hayas venido esta noche?

– Esta vez no -respondió Consuelo-. Hablé con ella. Me escuchó. Me ha hecho sentir más fuerte.

– Y eso no… No, lo olvidaba, has tenido que volver -dijo Falcón-. Sé por qué has venido, porque yo tampoco puedo dejar de pensar en Darío, pero ¿qué o quién en concreto te ha hecho cruzarte en mi camino esta vez?

– Esta vez, Javier, son nuestros enemigos.

Se miraron directamente a los ojos por primera vez desde que Consuelo apareció por la puerta.

– ¿Quieres decir que has tenido noticias de los rusos?

Asintió.

– Pero le dije al inspector Tirado que me llamase si había noticias -dijo Falcón-. Me aseguró que no había ocurrido nada. Ninguna llamada…

– Los llamé yo.

Falcón parpadeó. Ella le contó lo del correo electrónico y la llamada que había hecho desde el fondo del jardín del vecino.

– Y no tenemos grabación de esta conversación -dijo Falcón.

Ella le entregó dos hojas DIN A-4 con la transcripción del diálogo lo mejor que lo recordaba.

– No estaba muy tranquila cuando llamé. Ahora me doy cuenta de que fue una estupidez. Reaccioné en un estado de entusiasmo y pánico, que era como ellos esperaban que reaccionase.

Falcón asintió, leyó varias veces la transcripción.

– Dime algo, Javier -dijo al fin Consuelo, incapaz de soportar más el silencio-. Dime lo que piensas. Hazme preguntas. Todos los detalles, desde el principio.

– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó Falcón.

– El correo se envió a las dos de la tarde, pero no lo vi hasta después de las cuatro, luego tuve que cargar el teléfono y abrir una cuenta. Hice la llamada alrededor de las cinco.

– Hace cinco horas.

– No quería llamarte. Ya ves lo complicado que es -dijo Consuelo-. Quería hablar contigo cara a cara. He estado esperando fuera a que se marchara el americano.

– Háblame de la voz -dijo Falcón-. ¿Había una sola voz?

– La primera voz era extranjera. No sé cómo suena el español hablado por un ruso, pero estoy segura de que era extranjero. Lo único que dijo fue Diga y Momentito, pero se notaba.

– Así que la segunda voz fue con la que tuviste esta conversación, y era español.

– Sí, con toda seguridad hablante de español, pero no de España. Yo diría que era sudamericano.

– ¿O cubano? -dijo Falcón-. Todavía hay muchos cubanos que hablan ruso.

– Sí, probablemente. No presté atención a los detalles del acento. Me concentré en lo que decía y en el tono. Fue bastante amable conmigo. La segunda vez que preguntó si sabía por qué habían secuestrado a Darío, lo dijo de otra manera.

– Dijo: «¿Entiende por qué le han quitado a su hijo?» -dijo Falcón.

– Lo dijo como un médico que quería explicar la necesidad de la cuarentena de Darío. Como si tuviera una enfermedad contagiosa y fuese mejor para él. Me conmovió mucho.

– El siguiente…

– ¿Y tú qué? -dijo Consuelo-. Estaba enfadada y, no puedo negarlo, Javier, sigo enfadada.

– Recuerda, Consuelo, que soy tu amigo -dijo Falcón-. Al margen de lo que nos haya pasado con todo esto, sigo siendo tu amigo. Quiero que vuelva Darío tanto como tú. Yo no lo secuestré y no soy yo quien lo amenaza con hacerle daño, y haré todo lo que pueda para traerlo de vuelta sano y salvo.

– Por eso dije que son nuestros enemigos los que nos han unido esta vez -dijo Consuelo-. No me di cuenta hasta que transcribí la conversación.

– Están intentando hacer algo muy astuto. Quieren recordarte que yo soy el responsable de todo esto, no ellos -dijo Falcón-. Pero también necesitan que yo sea tu amigo, porque saben que lo que me vas a pedir es muy difícil.

– Comprendo que quieren que te corrompa-dijo Consuelo-. Creen que, como tienen a mi hijo, me han reducido a su nivel moral y que me acercaré a ti como amiga, o incluso como amante, con el fin de corromperte por mi propio interés.

– No hace falta que me expliques todo esto, Consuelo.

– Sí. Necesito que comprendas que sé exactamente lo que están haciendo. Me están convirtiendo en una puta, con la esperanza de que yo te induzca a corromperte, y a odiarles por ello. Sería capaz de matarles por eso, y ya no digamos por secuestrar a Darío.

Y en ese momento Falcón se enamoró otra vez de Consuelo. Si había pensado que la amaba en el aeropuerto se equivocaba, porque lo que lo inundaba ahora era una admiración tan absoluta que quería besar los labios que habían dicho esas palabras.

Entonces supo que por ella haría lo que fuera.

– Lo único que no está claro aquí, y dada la presión de la llamada es improbable que lo pensases, es si tienen a Darío o no -dijo Falcón.

– ¿Quieres decir que no pedí una prueba de que estuviera vivo?

– No exactamente. Estoy seguro de que a Darío lo tienen los rusos; lo que no sabemos exactamente es qué grupo lo tiene -dijo Falcón.

Le explicó que Leonid Revnik había pasado a dirigir la mafia rusa en la Costa del Sol después de que su predecesor huyese a Dubái y que Yuri Donstov había llegado a Sevilla. También expuso su teoría de la participación de la mafia rusa en el atentado de Sevilla.

– ¿Pero por qué iban a implicarse los rusos en algo así? -preguntó Consuelo.

– Porque se lo propusieron los conspiradores -dijo Falcón-. Lucrecio Arenas y César Benito no sabían colocar una bomba, necesitaban hombres violentos para esa misión. Ellos tenían acceso a esa gente, presumiblemente porque estaban haciendo blanqueo de dinero para ellos. La idea era que los rusos serían recompensados con las consecuencias políticas del atentado. Pero no fue así. Y no sólo eso, sino que toda su organización criminal estaba en peligro. Los rusos hicieron lo único posible y asesinaron a los cabecillas de la conspiración católica antes de que pudieran implicarlos.

– ¿Y toda esa cantidad de dinero y los discos?

– Representan una complicación. Llegaron a nuestras manos porque un gánster llamado Vasili Lukyanov se pasó del bando de Revnik al de Donstov -explicó Falcón-. Eso significa que posiblemente fueron hombres de ambos grupos los responsables de la colocación de la bomba en Sevilla, y también que los dos grupos querrán tener acceso a los discos, porque les proporcionarán la influencia que necesitan.

– ¿Qué hay exactamente en esos discos?

– En ellos aparece gente poderosa acostándose con prostitutas. La gente más importante que aparece, en lo que respecta a mi investigación, son los representantes de las dos empresas que yo creo que instigaron inicialmente el atentado de Sevilla: una corporación americana, llamada I4IT, que posee un holding español en Barcelona, llamado Horizonte.

– Y esas compañías ahora quieren excluir a los rusos porque ya no necesitan, ni les conviene, su aportación de violencia.

– No tengo pruebas de eso -dijo Falcón-. Lo único que sé es que la idea original que subyace a la bomba de Sevilla era tomar el control político del Parlamento Andaluz, y sólo puedo sospechar que en última instancia habría recompensas económicas para los implicados. Lo que se cuece ahora es de menor escala. Sólo son negocios. No sé de qué negocio se trata, pero probablemente tiene que ver con la construcción en Sevilla o alrededores. Creo que los rusos se metieron en el ajo a través de Lucrecio Arenas y César Benito, y todavía quieren su recompensa por el trabajo sucio que hicieron.

– Así que el grupo mafioso que tenga los discos puede ejercer presión sobre I4IT y Horizonte.

– Supongo que a Darío lo secuestró Yuri Donstov, que esperaba la entrega de los discos de Vasili Lukyanov cuando el accidente de coche puso en peligro toda su estrategia.

– ¿Y Leonid Revnik sabe que Lukyanov ha desaparecido con los discos?

– Suponemos que sí, porque el mejor amigo de Lukyanov apareció muerto de un disparo en los bosques que hay detrás de Estepona.

– Entonces también podría ser Revnik el que tiene secuestrado a Darío, e intenta entrar de nuevo en el juego.

– Si Lukyanov tuvo la previsión de comprobar que eran los originales y que no había copias, entonces sí -dijo Falcón.

– Si yo fuera él, lo habría comprobado -dijo Consuelo-. Ese dinero y los discos estaban probablemente en la misma caja fuerte y lo robó todo junto.

– Lukyanov dirigía puticlubs. Controlaba a las chicas. Así que probablemente era el responsable de la filmación secreta de lo que hacían con esos hombres -dijo Falcón, mientras percutía sobre la transcripción con los dedos.

– ¿Y el dinero?

– Precisamente estaba pensando en eso -dijo Falcón-. Piden la devolución de ocho millones doscientos mil euros, pero Ramírez me dijo que sólo había contabilizados siete millones setecientos cincuenta mil.

– ¿Será que la Guardia Civil tenía la mano larga en la autopista? -conjeturó Consuelo.

– O que los rusos mienten.

– O que no saben. Hacen suposiciones.

Falcón empezó a dar vueltas por el patio.

– Te veo muy tranquila -dijo, de pronto-. No sé cómo…

– Porque al convertirme en su agente me han dado fuerzas -dijo Consuelo-. Sé que no le ocurrirá nada a Darío mientras pueda hacer algo por ellos.

– Una complicación adicional -dijo Falcón, pues se le iban ocurriendo ideas sobre la marcha-. La razón por la que necesitamos pruebas de que la persona con la que hablamos tiene secuestrado a Darío es que podrían tenerlo los dos grupos.

– Hasta ahora sólo uno de los grupos se ha puesto en contacto conmigo -dijo Consuelo-. Y utilizaron una dirección de correo que es sólo para los amigos y la familia.

– ¿Crees que sólo Darío pudo haberles dado esa dirección? -preguntó Falcón-. ¿Tienes alguna protección en ese ordenador? Es un PC familiar. Probablemente ni siquiera necesitas contraseña para acceder. Cualquiera pudo haberlo averiguado.

– De acuerdo -dijo Consuelo, pensando desesperadamente-. Todavía no se ha difundido nada en los medios, así que sólo está informado el grupo que ha llevado a cabo el secuestro.

– Eso es así en el mundo perfecto -dijo Falcón-, pero estos grupos mafiosos tienen contactos en todas partes. La corrupción es profunda. Han penetrado en la Guardia Civil y no me extrañaría que tuvieran a alguien en la Jefatura.

– Así que si tú echases mano de otros recursos, también se enterarían -dijo Consuelo, alarmada.

Falcón asintió, con la sensación de que la caja en la que estaban metidos era cada vez más pequeña y más oscura.

– Y… ¿y sus reivindicaciones? -dijo Consuelo.

La calma inicial empezaba a disiparse ahora que sentía el aislamiento en el que estaban.

– El primer obstáculo es el dinero -dijo Falcón-. No podemos meter la mano en la caja. El dinero ya está en el Banco de Bilbao y no tengo autoridad sobre él. Eso depende del comisario Elvira, y no nos conviene que él se implique en esto.

– Los rusos probablemente lo saben, o se lo han imaginado -dijo Consuelo esperanzada-. Probablemente decidieron que tenían que pedir el dinero, sobre todo tratándose de esa cantidad, porque si no parecería que los discos son demasiado importantes. Serán comprensibles con el dinero.

– No les queda otra -dijo Falcón-. No es una posibilidad.

– Si los rusos tienen a su gente en la Jefatura, ¿por qué no roban ellos los discos?

– No, es cierto, no somos exactamente una institución de alta seguridad -dijo Falcón-, los discos están en una caja fuerte en la sala de pruebas, que tiene mucho ajetreo y control durante las horas de oficina, sobre todo mientras se guardaba ahí dinero hasta que se lo llevaron esta tarde. Sólo hay dos personas que tengan la llave y la combinación de la caja fuerte: Elvira y yo.

– ¿Y sólo existen los originales?

– No, hay copias de algunas partes de los discos en el ordenador del Grupo de Homicidios y, para acceder a ellos, no sólo se necesitan las contraseñas del sistema, sino también el software de encriptación para descifrar las fotos.

Volvieron a guardar silencio. Falcón se centró en el problema. Si, tal como intuía el cerebro empresarial de Consuelo, I4IT y Horizonte estaban excluyendo a los rusos de este nuevo trato, entonces podría ser crucial para los rusos saber que Juan Valverde, Antonio Ramos y Charles Taggart iban a estar en Sevilla al día siguiente por la noche.

– Has vuelto a quedarte callado, Javier.

Falcón cogió el móvil y llamó a Ramírez.

– ¿Cómo sabías que el dinero del accidente de Lukyanov había salido de la Jefatura? -le preguntó.

– Como tú habías firmado la entrada del dinero en la Jefatura, era técnicamente una prueba del Grupo de Homicidios, así que tuve que acompañar al comisario Elvira a la sala de pruebas y firmar la entrega a él, para que él pudiera firmar la entrega a Prosegur para el traslado al banco -dijo Ramírez.

– ¿Estaba el dinero en la caja fuerte?

– Todo lo que cabía -dijo Ramírez-. Había un bloque más en la caja de Prosegur.

– ¿Viste el interior de la caja fuerte cuando Elvira la abrió?

– Claro. Sacamos el dinero juntos.

– ¿Quedaba algo dentro?

– Los discos del accidente.

– ¿Comprobaste que se cerrase la caja fuerte con llave después?

– La cerró Elvira.

– ¿No se hizo otra copia de los discos?

– El chico del departamento de Tecnologías de la Información de la Jefatura vino a nuestro despacho. Sacó una, a veces dos, imágenes de cada fragmento de secuencia, que mostraba mejor las caras de los participantes, y eso es todo lo que tenemos en el ordenador de Homicidios.

– ¿Y las imágenes que me enviaste y que yo le pasé por correo electrónico al CNI?

– Eran sólo caras recortadas. No se veía nada sexual. Si alguien accediera a tu ordenador, esas imágenes no le servirían de nada -dijo Ramírez-. ¿Qué te preocupa?

– Sólo quería asegurarme -dijo Falcón-. ¿Cómo os fue a Pérez y a ti con el coche del Pulmón?

– Encontramos sus huellas por todo el coche y había una camiseta ensangrentada en el asiento trasero. Todas las manchas de sangre del coche se corresponden con el cubano Miguel Estévez -respondió Ramírez-. Es todo lo que encontramos in situ. Han llevado el vehículo a la Jefatura para que los forenses puedan examinarlo mañana.

El móvil de Consuelo, el que utilizó para llamar a los rusos, sonó. Falcón le lanzó una mirada. Ella miró la pantalla.

– El restaurante -dijo, y atendió la llamada.

– ¿Alguien vio salir al Pulmón del vehículo? -preguntó Falcón.

– Salir del vehículo no, pero encontramos a un viejo que vio a un tipo desnudo de cintura para arriba, con una mancha roja en todo el pecho y una mancha oscura en la parte delantera de los pantalones, corriendo por la calle Héroes de Toledo hacia el centro de la ciudad.

– Sigue trabajando en esa línea, José Luis -dijo Falcón-. Necesitamos al Pulmón.

– Tenemos a Serrano y Baena trabajando en eso. No estaban llegando a ninguna parte con los de Estupefacientes. Creo que ésta es una apuesta más segura. Se pondrán con ello mañana por la mañana a primera hora.

Falcón colgó. Consuelo puso fin a su llamada.

– ¿No es ése el móvil que supuestamente debe estar grabando el inspector jefe Tirado?

– Es el que utilicé para llamar a los rusos.

– ¿Eran ellos?

– Le di el número al gerente del restaurante antes de salir.

– ¿No llevas tu móvil habitual?

– Los rusos no me van a llamar a ése. Lo dejé en casa.

– ¿Quién sabe que estás aquí?

– Nadie.

– ¿Y la gente que está en tu casa?

– Creen que estoy durmiendo -dijo Consuelo-. Entré en el jardín del vecino, lo atravesé hasta la puerta principal y allí cogí un taxi.

– ¿Ya no confías en los chicos?

– No puedo -dijo Consuelo, con cara de desesperación.

– De acuerdo -dijo Falcón, levantando las manos para tranquilizarla-. ¿Qué quería el gerente del restaurante?

– Hace unos minutos ha entrado una persona que ha entregado un sobre a uno de los camareros y le ha dicho que me lo diesen a mí esta noche.

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