Capítulo 2

Afueras de Sevilla. Viernes, 15 de septiembre de 2006, 8.30


Hacía veinticinco minutos que había salido el sol sobre las llanuras del fértil terreno aluvial del Guadalquivir. La temperatura rondaba los 30o C cuando Falcón volvió en coche a la ciudad a las 8.30 de la mañana. Al llegar a casa, se tumbó vestido en la cama, con el aire acondicionado encendido, e intentó dormir. Era inútil. Se tomó otro café antes de dirigirse a la oficina.

En este corto trayecto paralelo al río, pasó por delante de la verja de punta de lanza de la Maestranza, la plaza de toros, cuya fachada encalada, lisa y brillante como el glaseado de una tarta tenía ventanas de ojo de buey, puertas rojo oscuro y postigos ornamentados con pintura ocre. Las altas palmeras próximas a la Torre del Oro se combaban ante el cielo ya blanqueado, y, al cruzar el puente de San Telmo, las aguas lentas tenían un tono casi verdoso, sin destellos otoñales.

El vacío de la Plaza de Cuba y las calles comerciales contiguas eran un indicio de que el calor estival seguía hostigando a la urbe ya abatida. Aunque los sevillanos habían vuelto de las vacaciones de agosto, los pisos sofocantes, los apagones eléctricos y el aire tórrido, irrespirable, del casco antiguo socavaban en poco tiempo la renovada vitalidad. Todavía no habían llegado las tormentas del final del verano, que fregaban impecablemente los adoquines, regaban los árboles agradecidos, aclaraban la turbiedad de la atmósfera y devolvían el color al cielo macilento. Los abanicos de las señoras, sin descanso desde mayo, ya no se abrían con el chasquido habitual, y las muñecas exánimes temblaban sólo de pensar en otro mes de inacabables palpitaciones.

A las 10.15 no había nadie en la oficina. El papeleo del atentado del 6 de junio en Sevilla seguía apilado hasta la altura de la rodilla alrededor de su mesa. La instrucción de la causa judicial contra los dos sospechosos restantes tardaría meses, posiblemente años, en elaborarse, y no había garantía de éxito. El gráfico mural colgado frente a la mesa de Falcón con todos los nombres y conexiones lo decía todo: había un agujero en lo que los medios denominaban «Conspiración Católica», o, mejor dicho, no un agujero, sino un callejón sin salida.

Cada vez que se sentaba a trabajar se le presentaban los mismos cinco hechos:


1) Aunque se había probado la vinculación de los dos sospechosos detenidos con los dos cabecillas de la trama -los cuatro eran católicos devotos y ultraderechistas, de ahí el nombre de la conspiración-, ninguno de ellos tenía la menor idea de quién colocó la bomba que destruyó un edificio de pisos y una escuela infantil cercana, en una zona residencial de Sevilla, el 6 de junio.

2) Los cabecillas, Lucrecio Arenas y César Benito, fueron asesinados antes de que se les pudiera detener. Al primero le dispararon cuando se disponía a zambullirse en su piscina de Marbella y al segundo lo degollaron brutalmente con un arma blanca y murió asfixiado en una habitación de hotel en Madrid.

3) Durante los últimos tres meses un sinfín de organismos, a instancias del Consejo de Administración, había registrado las oficinas del Banco Omni en Madrid, donde Lucrecio Arenas ocupó el cargo de director general. Entrevistaron a todos sus antiguos colegas y contactos empresariales, inspeccionaron sus propiedades e interrogaron a la familia, pero no encontraron nada.

4) También registraron el edificio del Grupo Horizonte en Barcelona, donde César Benito era arquitecto y miembro del Consejo de Administración de la rama de construcción. Registraron sus pisos, sus casas de la Costa del Sol y su estudio, y entrevistaron a todos sus conocidos, pero tampoco sacaron nada en limpio.

5) Intentaron obtener acceso al edificio de I4IT (Europa) en Madrid. Esta compañía era la rama europea de un grupo de inversión con sede en Estados Unidos dirigido por dos cristianos conversos de Cleveland, Ohio. Eran los accionistas mayoritarios de Horizonte y, gracias a un bufete de abogados bien remunerados, habían obstaculizado todas las investigaciones, arguyendo que la policía no tenía derecho a irrumpir en sus oficinas.


Cada vez que Falcón se sumía en sus reflexiones, sentado en la silla del despacho, se topaba con el gráfico y la dura pared de ladrillo.

Como de costumbre, el mundo no había dejado de moverse, ni siquiera después de los atentados de Nueva York, Madrid y Londres, pero Falcón tenía que marcar el paso sin avanzar, deambulando sin rumbo por el laberinto de pasadizos en que se había convertido la conspiración. Como siempre, le obsesionaba la promesa que hizo al pueblo de Sevilla el 10 de junio en unas declaraciones emitidas en directo: que encontraría a los autores del atentado de Sevilla, aunque tuviese que dedicar a ese objetivo el resto de su carrera. Ésa era su principal preocupación cuando se despertaba solo en la oscuridad, aunque nunca se lo reconocería al comisario Elvira. Había penetrado en la conspiración, había accedido al castillo oscuro, pero no había sacado nada en limpio. Ahora sólo le quedaba la esperanza de encontrar la «puerta secreta» o el «pasadizo oculto» que le condujese a la parte menos visible.

Lo que había observado es que la única persona que, durante aquellos tres largos meses, nunca estuvo lejos de sus pensamientos era el desacreditado juez Esteban Calderón, y, por asociación, la novia del juez, una escultora cubana llamada Marisa Moreno.

– ¿Inspector jefe?

Falcón levantó la vista del pozo oscuro de su mente y se topó con la cara atenta de una de sus mejores detectives jóvenes, la ex monja Cristina Ferrera. No había nada muy concreto que la hiciera atractiva: la nariz pequeña, la sonrisa grande, el pelo corto, liso y rubio mate no contribuían gran cosa. Pero lo que tenía dentro -un gran corazón, valores morales inquebrantables y una extraordinaria empatía- se reflejaba claramente en el exterior. Y eso es lo que le resultó tan atractivo a Falcón cuando la vio en la entrevista de trabajo para ese puesto que ahora era suyo.

– Supuse que estarías aquí, pero no respondías -dijo Cristina-. ¿Te has levantado temprano?

– Un ruso muy pintoresco ha muerto en la autopista a causa de una barra de acero volante -dijo Falcón-. ¿Tienes algo para mí?

– Hace dos semanas me pediste que investigase la vida de la novia del juez Calderón, Marisa Moreno, para ver si encontraba algo sucio -dijo Ferrera.

– Qué casualidad, estaba pensando en esa persona -dijo Falcón-. Cuéntame.

– No te entusiasmes demasiado.

– Ya veo, por tu cara -dijo Falcón, desviándose de nuevo hacia el gráfico mural-, que lo que sea no es gran cosa para dos semanas de trabajo.

– No es un trabajo exhaustivo, y ya sabes cómo son las cosas aquí en Sevilla: todo lleva tiempo -repuso Ferrera-. Ya sabes que la chica no tiene antecedentes penales.

– ¿Y qué has averiguado? -preguntó Falcón, advirtiendo un tono diferente en la voz de la detective.

– Después de conseguir que alguien hurgase en los archivos de la policía municipal, encontré una referencia.

– ¿Una referencia?

– Denunció la desaparición de una persona. Su hermana, Margarita, en mayo de 1998.

– ¿Hace ocho años? -dijo Falcón, mirando al techo-. ¿Y eso es interesante?

– Es lo único que he podido encontrar -dijo Ferrera, encogiéndose de hombros-. Margarita tenía diecisiete años y ya había abandonado los estudios. La policía local no hizo nada, salvo vigilarla al cabo de un mes, y Marisa informó de que su hermana ya había aparecido. Todo indica que la chica se había ido de casa con un novio que Marisa no conocía. Se marcharon a Madrid hasta que se les acabó el dinero y volvieron en autostop. Eso es todo. Fin de la historia.

– Bueno, si rio hay nada más, eso me da una excusa para ir a ver a Marisa Moreno -dijo Falcón-. ¿Hay algo más?

– ¿Has visto el mensaje del director de la cárcel? Tu reunión con Esteban Calderón está confirmada para hoy a la una.

– Perfecto.

Ferrera salió del despacho y Falcón se sumió en sus cavilaciones sobre Marisa Moreno y Esteban Calderón. Había un motivo evidente por el que Calderón nunca se alejaba mucho de su mente: al juez de instrucción del atentado del 6 de junio, un profesional eminente, pero también arrogante, lo habían sorprendido, pocos días después de la explosión, en un momento absolutamente crucial de su investigación, intentando deshacerse del cadáver de su esposa, que era fiscal, a orillas del Guadalquivir. La mujer de Calderón, Inés, era la ex mujer de Javier Falcón. Como jefe de Homicidios, Falcón tuvo que acudir al lugar. Cuando abrieron la mortaja y vio con sus propios ojos los rasgos hermosos pero inanimados de Inés, se desmayó. Dadas las circunstancias, la investigación sobre el asesinato de Inés pasó a una persona de fuera, el inspector jefe Luis Zorrita, de Madrid. En un interrogatorio de Marisa Moreno, Zorrita había colegido que la noche del crimen Calderón salió de casa de Marisa, cogió un taxi para irse a casa y abrió la cerradura de su piso, con dos vueltas de llave, para entrar. Zorrita había recabado un sinfín de detalles escabrosos sobre abusos sexuales y violencia doméstica, y logró arrancar a un Calderón atónito una confesión que permitió procesarlo. Desde entonces, Falcón sólo había hablado con el juez en una ocasión, en los calabozos, poco después del asesinato. Ahora estaba nervioso, no porque temiese un resurgimiento de sus emociones anteriores, sino porque, después de la lectura del expediente, creía haber encontrado un minúsculo resquicio en el núcleo de la conspiración.

Sonó el teléfono interno. El comisario Elvira comunicó a Falcón que acababa de llegar Vicente Cortés, del GRECO de la Costa del Sol. Falcón consultó a los forenses, que hasta el momento sólo habían encontrado huellas coincidentes con las de Vasili Lukyanov. Se disponían a empezar a examinar el dinero, pero necesitaban que Falcón les dejase la llave. Se dirigió a la sala de pruebas.

– Cuando acabéis, me lo decís. Me encargaré personalmente de guardar el dinero en la caja fuerte hasta que lo trasladen al banco -dijo Falcón-. ¿Y el maletín?

– Lo más interesante que contenía eran los veinte y pico discos -dijo Jorge-. Reprodujimos uno. Parecían vídeos de cámara oculta donde se veía a unos tíos follando con chicas jóvenes, esnifando cocaína, escenas sadomaso, ese tipo de cosas.

– Todavía no lo habéis pasado a un ordenador, ¿verdad?

– No, sólo lo metimos en un reproductor de DVD.

– ¿Dónde están los discos ahora?

– Ahí, en la parte de arriba de la caja fuerte.

Falcón los guardó con llave en el interior de la caja fuerte y subió en ascensor al despacho del comisario Elvira, donde le presentaron a Vicente Cortés, del Grupo de Respuesta Especial al Crimen Organizado, y Martín Díaz, del Centro de Inteligencia contra el Crimen Organizado, el CICO. Los dos hombres eran jóvenes, de treinta y tantos años. Cortés era un contable cualificado que, por el modo en que tensaba los hombros y los bíceps a través del tejido de la camisa blanca, debía de haber pasado por unas cuantas pistas americanas desde que se licenció en procesamiento de datos numéricos. Tenía el pelo castaño peinado hacia atrás, los ojos verdes y una boca siempre al borde de la mueca desdeñosa. Díaz era informático y lingüista, y do-minaba nada menos que el ruso y el árabe. Vestía un traje que probablemente le habían hecho a medida para sus casi dos metros de estatura. Jugaba al baloncesto a un nivel profesional. Tenía el pelo moreno, ojos castaños y la espalda algo encorvada, tal vez por tener que escuchar a su mujer, que era medio metro más baja que él. Ésta era la realidad de los profesionales encargados de investigar el crimen organizado: contables y cracks informáticos, en lugar de fuerzas especiales y policías adiestrados en el manejo de las armas.

Falcón puso al corriente a los tres hombres sobre los últimos acontecimientos. Elvira, un hombre de pelo oscuro peinado con láser, ordenaba las carpetas en su mesa y se repasaba el pulcro y perfecto nudo de la corbata azul. Era conservador, convencional y se ceñía estrictamente a las normas, con un ojo en su trabajo y el otro pendiente del jefe superior, Andrés Lobo.

– Vasili Lukyanov dirigía numerosos puticlubs en la Costa del Sol y en varias carreteras importantes de Granada -dijo Cortés-. El tráfico de personas, la esclavitud sexual y la prostitución eran sus principales…

– ¿Esclavitud sexual? -preguntó Falcón.

– Ahora puedes alquilar a una chica por el tiempo que quieras. Te lo hace todo, desde la limpieza de la casa hasta el sexo completo. Cuando te cansas de ella, la devuelves y coges otra. Cuesta mil quinientos euros por semana -dijo Cortés-. Las chicas son canjeadas en mercados. Pueden ser de Moldavia, Albania o incluso de Nigeria, pero las venden y revenden hasta diez veces antes de llegar aquí. El precio normal ronda los tres mil euros, dependiendo de la pinta que tengan. Cuando la chica llega a España, puede haber acumulado ventas de treinta mil euros, dinero que tiene que devolver. Sé que es ilógico, pero sólo para vosotros y para mí, no para la gente como Vasili Lukyanov.

– Encontramos cocaína en su coche. ¿Es una actividad complementaria o…?

– Recientemente se ha pasado a la distribución de cocaína. O, mejor dicho, el líder de su banda ha cerrado un trato para el tráfico de la mercancía desde Galicia y ahora han llegado a una especie de acuerdo con los colombianos para las operaciones en la Costa del Sol.

– ¿Y qué lugar ocupa Lukyanov en la jerarquía? -preguntó Elvira.

Cortés hizo señas a Díaz, para que respondiese él.

– Cuestión peliaguda. No sabemos qué significa que haya aparecido en un coche con destino a Sevilla con casi ocho millones de euros -dijo Díaz-. Ocupa una posición importante. Los rusos obtienen enormes beneficios del comercio sexual, más que del tráfico de drogas, en este momento. La jerarquía ha sido inestable durante este último año, desde que tuvimos la Operación Avispa en 2005 y el jefe georgiano de la mafia rusa aquí en España huyó a Dubái.

– ¿A Dubái? -preguntó Elvira.

– Es el destino habitual de los criminales, terroristas, traficantes de armas, blanqueadores de dinero…

– O de los constructores -añadió Cortés-. Es la Costa del Sol de Oriente Próximo.

– ¿Y dejó un vacío de poder aquí en España? -preguntó Falcón.

– No -respondió Díaz-, su posición la ha ocupado Leonid Revnik, que fue enviado desde Moscú para tomar el control. No fue una decisión muy bien recibida entre los soldados de la mafia en esta zona, principalmente porque su primer acto fue la ejecución de dos «directores» importantes de la mafia de una de las brigadas moscovitas que habían invadido su territorio.

– Los dos aparecieron atados, amordazados y con un disparo en la parte posterior de la cabeza en la Sierra Bermeja, diez kilómetros al norte de Estepona -dijo Cortés.

– Creemos que había alguna antigua rivalidad que se remontaba a la década de los noventa en Moscú, pero ese ajuste de cuentas sembró el nerviosismo entre los soldados. Comprendieron que tenían que ocuparse del negocio y a la vez cuidarse de posibles ataques vengativos. Hasta el momento, ha habido cuatro «desapariciones» este año. No estamos acostumbrados a este nivel de violencia. Ninguno de los demás grupos mafiosos, ni los turcos e italianos que dirigen el mercado de la heroína, ni los colombianos y gallegos que controlan la cocaína, ni los marroquíes que trafican con personas y hachís, ninguno ejerce aquí esa espectacular violencia tan habitual en sus países de origen, porque ven España como un lugar seguro. Siguieron los pasos de nuestros viejos amigos, los traficantes de armas árabes, que gestionan sus negocios globales desde la Costa del Sol. Para todos ellos este país es una inmensa fábrica de blanqueo de dinero, lo que significa que no quieren llamar la atención. A los rusos, en cambio, parece que eso les importa un bledo.

– ¿Tenéis alguna idea de por qué Vasili Lukyanov se dirigía a Sevilla con ocho millones de euros en el maletero? -preguntó Elvira.

– No sé. No estoy al día de lo que sucede en Sevilla. Es posible que el CICO de Madrid tenga más datos sobre lo que sucede aquí. He cursado una solicitud de información -dijo Díaz-. No me extrañaría que se estuviera constituyendo aquí un grupo rival. Leonid Revnik tiene cincuenta y dos años y es de la vieja escuela. Supongo que sería suspicaz con alguien como Vasili Lukyanov, que no llegó a través del sistema carcelario ruso, sino que era un veterano de guerra afgano que entró en el negocio por su cuenta y trabajaba con mujeres, cosa que Revnik probablemente considera inferior, a pesar de la rentabilidad del sector.

– ¿Es muy rentable? -preguntó Elvira.

– Aquí en España tenemos cuatrocientas mil prostitutas que generan un volumen de negocio de dieciocho mil millones de euros -dijo Díaz-. Somos los principales usuarios de prostitutas y consumidores de cocaína de toda Europa.

– ¿Así que crees que Leonid Revnik desdeñaba a Vasili Lukyanov, y por tanto éste podía estar abierto a otras ofertas, debido a su experiencia en un negocio tan rentable? -preguntó Falcón.

– Es posible -dijo Díaz-. Revnik ha estado recientemente de viaje en Moscú. Esperábamos que volviera la semana que viene, pero regresó antes. Quizá se enteró de que Lukyanov iba a dar un paso. Lo que sí te digo con seguridad es que Lukyanov no podía hacer eso solo. Necesitaba protección; lo que no sé es quién le brindaba ese apoyo.

– ¿Y los ocho millones? -preguntó Elvira, todavía poco convencido.

– Es una especie de cuota de ingreso. De esa manera, Lukyanov se ve obligado a quemar sus naves -dijo Cortés-. Una vez robado todo ese dinero, nunca podrá volver con Revnik.

– Los discos del maletín que mencioné en mi informe inicial -dijo Falcón-. Grabaciones de cámara oculta, tíos mayores con chicas jóvenes…

– Los rusos hacen las cosas así. Corrompen a quien entra en contacto con ellos -dijo Cortés-. Quizá vamos a averiguar cómo pasaban sus vacaciones de verano nuestros urbanistas, concejales, alcaldes e incluso algún que otro comisario de policía.

El comisario Elvira se pasó la mano por el pelo perfectamente peinado.

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