Casa de Falcón, calle Bailén, Sevilla. Viernes, 15 de septiembre de 2006,3.00
El teléfono tembló bajo el cálido aliento de la noche despiadada.
– Diga -dijo Falcón, que estaba sentado en la cama con uno de los cientos de expedientes relativos al atentado de Sevilla del 6 de junio sobre las rodillas.
– ¿Estás despierto, Javier? -preguntó su jefe, el comisario Elvira.
– A esta hora de la mañana es cuando pienso mejor -dijo Falcón.
– Pensaba que la mayor parte de la gente de nuestra edad sólo se preocupaba por las deudas y la muerte.
– Yo no tengo deudas… al menos financieras, vaya.
– Acaban de despertarme para hablar de la muerte… de una muerte concreta -dijo Elvira.
– ¿Y por qué te han llamado a ti, y no a mí?
– En algún momento antes de las once y treinta y cinco, que fue cuando se dio parte, hubo un accidente de tráfico en el kilómetro treinta y ocho de la autopista de Jerez a Sevilla en dirección norte. En realidad, ocurrió a ambos lados de la autopista, pero las muertes se produjeron en dirección norte. Me han dicho que es muy desagradable y necesito que te acerques allí.
– ¿No puede encargarse la Guardia Civil? -dijo Falcón, mientras echaba un vistazo al reloj-. Vaya, se lo han tomado con calma.
– El tema es complicado. Al principio pensaron que era sólo un vehículo, una camioneta, que había chocado con los guardarraíles de la mediana, y que la carga había salido despedida. Tardaron un tiempo en darse cuenta de que había otro vehículo, detrás de unos pinos, al fondo de un barranco, al otro lado de la autopista.
– Eso tampoco es motivo para implicar al Grupo de Homicidios.
– El conductor del vehículo que circulaba en dirección norte ha sido identificado como Vasili Lukyanov, de nacionalidad rusa. Cuando al fin consiguieron inspeccionar el interior del maletero de su coche, descubrieron que se había abierto una maleta que contenía un montón de dinero… Vaya, una barbaridad de dinero. Hablamos de millones de euros, Javier. Así que quiero un examen forense completo del vehículo y, aunque se trata claramente de un accidente, quiero que lo investigues como si fuera un homicidio. Este caso podría aportar datos para otras investigaciones que se desarrollan en el país. Y, lo que es más importante, quiero que se contabilice y se guarde el dinero en un lugar seguro. Mandaré un furgón blindado a la zona en cuanto consiga levantar a alguien.
– Supongo que hablamos de un miembro de una banda mafiosa rusa -dijo Falcón.
– Sí. Ya he hablado con el Centro de Inteligencia contra el Crimen Organizado. Lo han confirmado. Área de especialidad: prostitución. Zona de operaciones: Costa del Sol. Y he contactado con el inspector jefe Casado, ¿te acuerdas de él? El del GRECO, el Grupo de Respuesta Especial al Crimen Organizado en la Costa del Sol.
– El que nos hizo una presentación en julio sobre la instauración de un GRECO en Sevilla para investigar la actividad de la mafia aquí -dijo Falcón-. Y no ha ocurrido nada.
– Se ha retrasado la cosa.
– ¿Y por qué no se encarga él de este caso?
– Precisamente por ese retraso, está en Marbella, ocupándose de veinte investigaciones allí -dijo Elvira-. Y, además, todavía no ha empezado a trabajar sobre la situación de Sevilla.
– Sabrá más que nosotros y tendrá información sobre la actividad de Lukyanov en la Costa del Sol.
– Exacto, por eso nos va a mandar a uno de sus hombres, Vicente Cortés, que vendrá con alguien del Centro de Inteligencia contra el Crimen Organizado.
– Bueno, yo ya estoy despierto, así que voy para allá -dijo Falcón, y colgó.
El afeitado era el juicio matinal en el que se procesaba su barba de tres días. La historia de siempre con unas cuantas líneas más. La mente grabando sus dudas y temores. Le habían dicho que no esperaban de él la resolución definitiva del atentado de Sevilla. Lo sabía. Se había fijado en los demás inspectores jefes que hacían su desagradable trabajo en el mundo de la violencia y lo dejaban siempre en la oficina. Pero él no podía, al menos esta vez. Se pasó la mano por el pelo bien rapado. Los acontecimientos trascendentales de los últimos cinco años habían tornado el tono entrecano en gris acero, pero a pesar de todo no se teñía, a diferencia de los demás inspectores jefes. La luz y los restos del bronceado veraniego destacaban el ámbar de sus ojos castaños. Hacía muecas mientras la cuchilla abría surcos a través de la espuma.
Con unos chinos y un polo azul marino salió del dormitorio, apoyó las manos en la barandilla de la galería y se asomó. No se veían estrellas. Contempló el patio central del caserón del siglo XVIII heredado de su desacreditado padre, el artista Francisco Falcón. Una luz solitaria bosquejaba toscamente los pilares y arcos con un brillo sulfuroso que iluminaba al muchacho de bronce que estaba de puntillas en la fuente y realzaba los lejanos recovecos tras los pilares de la columnata, donde una planta, tan reseca que se había convertido en rumorosa hojarasca, todavía acechaba en una esquina. Tendría que tirarla, pensó por centésima vez. Hacía varios meses que se lo había pedido a la asistenta, Encarnación, pero la mujer tenía extraños apegos: sus vírgenes móviles, sus vía crucis, aquella planta marchita.
Tostada con aceite de oliva. Un café corto y cargado. Entró en el coche cuando la cafeína agudizaba sus reacciones. Atravesó la ciudad sofocante y precaria, todavía exhausta por el bullicio diurno, con el asfalto quebrado como una galleta gruesa, los adoquines apilados en las aceras, las calles perforadas y con sus entresijos vitales al aire, la maquinaria lista para atacar. Parecía que todas las calles estaban valladas y sujetas con cinta adhesiva, circundadas de bolardos hasta el infinito. El aire apestaba a polvo romano desprendido de las ruinas subterráneas. ¿Cómo podía uno tranquilizarse en semejante tumulto de obras de reconstrucción? Por supuesto, todo tenía su razón de ser. Aquello no tenía nada que ver con el atentado de unos meses antes, sino con las elecciones municipales que se iban a celebrar a principios de 2007. Así que la población tenía que sufrir el tormento de la beneficencia impulsada por el titular del cargo.
No se tardaba mucho en salir de la ciudad a esas horas de la mañana, todavía de noche, cuatro horas antes del amanecer. Cruzó el río y accedió a la circunvalación en cuestión de minutos, volando por la autopista hacia Jerez de la Frontera en menos de un cuarto de hora. No tardó mucho en ver las luces: los halógenos quirúrgicos, el azul revuelto, el rojo desconcertante, el amarillo lento, giratorio, mórbido. Paró en el arcén detrás de una grúa enorme. Los chalecos reflectantes incorpóreos flotaban en la oscuridad. Apenas había tráfico. Cruzó la autopista y entró en la zona de ruido del generador que alimentaba la cruda iluminación de la escena. Había tres Nissan 4x4 de los típicos colores blanco y verde de la Guardia Civil, dos motocicletas, un camión de bomberos rojo, una ambulancia verde fluorescente, otra grúa más pequeña, luces halógenas sobre soportes, cables por todas partes y una explosión de diamantes de cristal desde el parabrisas de la camioneta accidentada hasta el arcén.
Los bomberos tenían preparados sus instrumentos cortantes, pero estaban esperando a que apareciese el equipo forense. Cuando llegó Falcón, pararon otros coches en el lado opuesto. Se presentó, al igual que hicieron el juez de guardia, los forenses Jorge y Felipe y el médico forense. El guardia civil les explicó cómo se había producido el accidente.
– El Range Rover conducía de Jerez a Sevilla por el carril de adelantamiento a una velocidad aproximada de 140 kilómetros por hora. La camioneta viajaba de Sevilla a Jerez por el carril de la derecha cuando reventó el neumático delantero izquierdo. La camioneta giró bruscamente hacia el carril izquierdo e impactó contra los guardarraíles de la mediana a una velocidad aproximada de 110 kilómetros por hora. El impacto provocó que el conductor saliese despedido por el parabrisas y desplazó una carga de barras de acero, tablones de madera y cañerías metálicas, que salió disparada por encima del capó de la cabina y voló hacia el carril de sentido contrario más próximo a la mediana. El conductor de la camioneta saltó por encima de la mediana y de los carriles de sentido contrario y fue a parar al guardarraíl del arcén. El Range Rover recibió el impacto de dos barras de acero a treinta metros del lugar donde chocó la camioneta con el guardarraíl. La primera traspasó el parabrisas, espetó al conductor en el pecho y continuó atravesando el asiento delantero, el trasero y el bastidor del vehículo, y por pocos milímetros no rozó el depósito de gasolina. El segundo traspasó el parabrisas trasero y entró en el maletero. Esta barra parece que abrió la maleta y dejó el dinero al descubierto. El conductor del Range Rover murió en el acto, perdió el control del coche, que debió de chocar contra parte de la carga de la camioneta, impulsando el vehículo lo suficiente para saltar los guardarraíles, estamparse contra los pinos y desaparecer por el barranco hacia el campo.
– Si la barra de acero le atravesó a una velocidad combinada de 250 kilómetros por hora -dijo el médico forense-, me extrañaría que quedase algo de él.
– Lo que ha quedado no es una estampa muy agradable -dijo el guardia civil.
– Echaré un vistazo -dijo el médico forense-, luego pueden empezar a sacarlo de ahí.
Felipe y Jorge concluyeron su inspección inicial del lugar y sacaron fotografías. Se reunieron con Falcón mientras el médico forense acababa su trabajo.
– ¿Qué coño hacemos aquí? -preguntó Felipe, bostezando con la boca más abierta que un perro-. No es un asesinato.
– El hombre es de la mafia rusa y lleva mucho dinero en el coche -dijo Falcón-. Cualquier prueba que recabemos puede utilizarse en alguna condena futura. Las huellas del dinero y la maleta, el teléfono móvil, la agenda; puede que haya algún portátil ahí dentro…
– Hay un maletín en el asiento trasero, que no resultó afectado por las barras de acero -dijo el guardia civil-. Y hay una nevera portátil en el maletero. No hemos abierto todavía ninguna de las dos cosas.
– Por eso necesitamos un Grupo de Respuesta Especial al Crimen Organizado en Sevilla -dijo Jorge.
– De momento, de esto nos encargamos nosotros. Van a mandar a alguien del GRECO de la Costa del Sol y a un tipo del CICO -dijo Falcón-. Echemos un vistazo al dinero. Elvira me ha llamado por el camino para decirme que ya ha pedido a Prosegur que manden un furgón.
El guardia civil abrió el maletero. De pronto se formó una multitud alrededor del vehículo.
– Joder -dijo uno de los policías en moto.
El dinero visible estaba en billetes usados y atados en fajos de billetes de cien y cincuenta euros. Parte de los fajos se habían abierto con el impacto de la barra de acero, pero no había dinero suelto por el exterior del vehículo.
– Vamos a hacer un poco de espacio -dijo Falcón-. Poneos los guantes. Sólo vamos a tocar este dinero los forenses y yo. Jorge, trae un par de bolsas de basura, una para cada tipo de billete.
Contaron los fajos con avidez. En el fondo de la maleta había varias capas de billetes de doscientos euros y, debajo de ellos, dos capas de billetes de quinientos. Jorge fue a buscar dos bolsas más. Falcón hizo sus cálculos.
– Sin contar este dinero suelto, tenemos aquí siete millones seiscientos cincuenta mil euros.
– Tiene que ser dinero de la droga -dijo el guardia civil.
– Es más probable que venga del tráfico de personas y la prostitución -dijo Falcón, que estaba llamando al comisario Elvira.
Mientras lo ponía al corriente, el furgón de Prosegur se detuvo delante del último Nissan 4x4. Dos tipos con casco sacaron un baúl metálico de la parte trasera. Falcón colgó. Felipe había envuelto con cinta adhesiva los fajos de dinero en prietos bloques negros y marcaba las bolsas de basura con etiquetas adhesivas blancas. Metieron los cuatro bloques en el baúl, que se cerró con dos llaves, una de las cuales se la entregaron a Falcón, que firmó el albarán.
El dinero se fue. Se relajó el ambiente.
Falcón sacó la nevera portátil, la abrió. Champán Krug y bloques de hielo casi derretidos alrededor de las botellas de Stolichnaya.
– Supongo que ocho millones de euros bien merecen una celebración -dijo el guardia civil-. Nos podríamos retirar todos, con esa pasta.
Mientras uno de los equipos de bomberos levantaba con cabrestante las barras de acero del coche, el otro metía la mano por la ventanilla, cortaba el airbag y desmontaba el marco de la puerta con un soplete de oxiacetileno. Sacaron el cuerpo deshecho de Vasili Lukyanov y lo tendieron sobre una camilla en una funda abierta de transporte de cadáveres. Tenía intactos los brazos, los hombros y la cabeza, al igual que las piernas, las caderas y el torso inferior. El resto se había evaporado. La cara estaba surcada de profundas rayas rojas en los lugares donde el cristal del parabrisas había cortado la piel. El ojo izquierdo había reventado, faltaba parte del cuero cabelludo y el oído derecho era una lengüeta de cartílago destrozada. Mostraba una sonrisa espantosa con los labios parcialmente desgarrados y algunos dientes arrancados de las encías. Tenía manchas oscuras de sangre en las piernas. Los zapatos eran nuevos, con las suelas apenas raspadas.
Un bombero joven vomitó en las adelfas situadas junto a la carretera. Los enfermeros introdujeron a Lukyanov en la funda y cerraron la cremallera.
– Pobre cabrón -dijo Felipe, mientras metía el maletín en una bolsa-. Ocho millones en el maletero y acaba espetado por una barra de acero volante.
– Es más probable que te toque la lotería -dijo Jorge, mientras examinaba la cerradura de combinación del maletín, hacía un intento fallido de abrirla y acababa embolsándolo-. Más le valdría haber comprado un décimo y haberse quedado en casa.
– Mira esto -dijo Felipe, que acababa de abrir la guantera-. Una Glock de nueve milímetros y un cargador extra para el bueno del ruso.
Hojeó los papeles del coche y los documentos del seguro, mientras Jorge revisaba una selección de recibos de autopista.
– Algo para alegrarle el día -dijo Jorge, meneando una bolsita de plástico de polvo blanco que se había caído de entre los recibos.
– Y algo para amargárselo a otro -dijo Felipe, sacando una porra de debajo del asiento-. Todavía tiene sangre y pelo pegado.
– Tiene GPS.
– ¿Alguien tiene las llaves? -preguntó Felipe, girando la cabeza para mirar al grupo.
El guardia civil le entregó las llaves y Felipe encendió el contacto. Jugueteó con el GPS.
– Venía de Estepona, y se dirigía a la calle Garlopa, en Sevilla Este.
– Eso reduce la zona a unos cuantos miles de pisos -dijo Falcón.
– Al menos no decía Ayuntamiento, Plaza Nueva, Sevilla -dijo Jorge.
Todo el mundo se rió y luego guardaron silencio, como si eso no distase mucho de la verdad.
Durante una hora inspeccionaron el resto del coche. Cruzaron la autopista con bolsas de pruebas, las cargaron en la parte trasera de la furgoneta y se marcharon. Falcón supervisó la carga del Range Rover en la grúa.
Alboreó con un crujido en la bisagra del mundo mientras Falcón volvía al lugar donde la camioneta había chocado con el guardarraíl, cuyo metal galvanizado se abolló. Se habían llevado la camioneta, que ahora estaba en el arcén, inclinada y sujeta por la parte delantera detrás de la grúa. Llamó a Elvira para contarle que ya se había marchado el furgón de Prosegur y para asegurarse de que hubiera alguien en la Jefatura cuando llegase el dinero. Los forenses todavía tenían que examinarlo antes de enviarlo al banco.
– ¿Qué más? -preguntó Elvira.
– Un maletín cerrado con llave, una pistola, una porra ensangrentada, champán Krug, vodka y unos gramos de coca -dijo Falcón-. Parece que a Vasili Lukyanov le iba la juerga violenta.
– Más bien la juerga animal -dijo Elvira-. Lo detuvieron en junio por la presunta violación de una chica malagueña de dieciséis años.
– ¿Y salió sin cargos?
– Al final les retiraron los cargos a él y a otro bruto llamado Nikita Sokolov, después de ver las fotos de la chica, la verdad es que fue algo bastante milagroso -dijo Elvira-. Pero luego llamé a Málaga y parece que la chica y sus padres se han trasladado a una casa nueva de cuatro habitaciones, en una urbanización de las afueras de Nerja, y su padre acaba de abrir un restaurante en la ciudad… que es donde ahora trabaja la hija. Este mundo nuevo me hace sentir viejo, Javier.
– Hay mucha gente bien alimentada que sigue con hambre -dijo Falcón-. Tenías que haber visto la reacción de la gente al ver todo ese dinero en el maletero del coche del ruso.
– Pero lo has reunido todo, ¿verdad?
– No sé si se habrán llevado un par de fajos antes de que yo llegase.
– Te llamaré cuando llegue Vicente Cortés. Nos reuniremos en mi despacho -dijo Elvira-. Te vendría bien volver a casa y descansar un poco.
Fueron en busca de Alexei justo antes del amanecer y no pudieron levantarlo de la cama. Uno tuvo que bordear la fachada lateral del pequeño chalé y entrar en el jardín saltando un murete. Rompió la cerradura de la puerta corredera, se coló dentro y abrió la puerta principal a su amigo, que sacó la pistola Stechkin APS que conservaba desde que dejó el KGB, a principios de la década de los noventa.
Subieron las escaleras. El hombre estaba en el suelo del dormitorio, envuelto en una sábana con una botella vacía de whisky a su lado, inconsciente. Lo despertaron a patadas. Volvió en sí, quejumbroso.
Lo metieron en la ducha y abrieron el agua fría. Alexei gruñó como si siguieran dándole patadas. Le temblaban los músculos bajo los tatuajes. Mantuvieron el agua orientada hacia él durante un par de minutos hasta que le dejaron salir. Se afeitó con los dos hombres en el espejo y se tomó una aspirina con agua del grifo. Lo metieron en el dormitorio y lo observaron mientras se ponía su mejor traje de domingo. El ex hombre del KGB estaba sentado en la cama con su Stechkin APS oscilando entre las rodillas.
Bajaron las escaleras y salieron al calor. Acababa de salir el sol, el mar estaba azul, apenas había movimiento, sólo pájaros. Entraron en el coche y descendieron por la ladera.
Al cabo de diez minutos estaban en el club, sentados en el despacho de Vasili Lukyanov, pero con Leonid Revnik al otro lado de la mesa, fumándose un puro H. Upmann Coronas Junior. Tenía el pelo corto, entrecano, cortado a cepillo con un pico agudo entre las entradas; el pecho y los hombros eran anchos bajo una camisa blanca muy cara de Jermyn Street.
– ¿Hablaste con él anoche? -preguntó Revnik.
– ¿Con Vasili? Sí, al final conseguí localizarlo -dijo Alexei.
– ¿Dónde estaba?
– Camino de Sevilla. No sé dónde exactamente.
– ¿Y qué dijo? -preguntó Revnik.
– Que Yuri Donstov le había hecho una oferta que tú no le habrías hecho en un millón de años.
– En eso tiene razón -dijo Revnik-. ¿Y qué más?
Alexei se encogió de hombros. Revnik miró hacia arriba. Le arreó un duro puñetazo en el lado de la cabeza y lo tiró al suelo junto con la silla.
– ¿Qué más? -repitió Revnik.
Levantaron a Alexei y colocaron la silla en posición vertical. Ya empezaba a aparecer un chichón a un lado de la cara.
– Joder -dijo Alexei-. Tuvo un accidente.
Eso llamó la atención de Revnik.
– Cuéntame.
– Estábamos hablando y de repente dijo: «¿Qué cojones es eso…?», y de pronto, ¡BUM!, y se oyó un chirrido de neumáticos, un golpetazo, un choque y se cortó la comunicación.
Revnik dio un puñetazo en la mesa.
– Joder, ¿por qué no nos lo dijiste ayer por la noche?
– Estaba borracho. Perdí el conocimiento.
– ¿Sabes lo que significa eso? -dijo Revnik sin dirigirse a nadie en particular, sino apuntando a toda la habitación-. Significa que lo que llevaba dentro ahora está en manos de la policía.
Miraron la caja fuerte vacía.
– Lleváoslo -dijo Revnik.
Se lo llevaron al coche, subieron por las montañas. El olor a pino era muy intenso después del frescor de la noche. Se adentraron con él a pie entre los árboles y el ex hombre de la KGB al fin tuvo que utilizar su Stechkin APS.