Puticlub, Estepona, Costa del Sol. Viernes, 15 de septiembre de 2006, 14-35.
Leonid Revnik seguía sentado en la mesa de Vasili Lukyanov en el club, pero esta vez esperaba noticias de Viktor Belenki, su número dos. Cuando Revnik tomó el control de la Costa del Sol después de que la policía hubiese organizado la Operación Avispa en 2005, encargó a Belenki la dirección de las empresas de construcción, a través de las cuales blanqueaban lo recaudado con el tráfico de drogas y la prostitución. Belenki tenía el barniz adecuado de empresario apuesto de éxito y además hablaba español fluido. Sin embargo, el barniz era del grosor de un traje caro, pues Viktor Belenki era un tipo rudo y violento con prontos de ira tan incandescente que hasta los esbirros más psicopáticos de Revnik le tenían miedo. Belenki también podía ser muy agradable y sumamente generoso, sobre todo si la gente hacía lo que él quería. Esto significaba que había desarrollado buenos contactos en la Guardia Civil, algunos de los cuales tenían gruesos fajos de euros de Belenki escondidos en sus garajes. Leonid Revnik esperaba que Belenki pudiese decirle dónde habían acabado el dinero y los discos que Lukyanov había robado de la caja fuerte del puticlub. Iba por el tercer cigarro del día. La caja fuerte vacía seguía abierta. El aire acondicionado estaba estropeado y él tenía un calor desagradable. Sonó el móvil encima de la mesa.
– Viktor -dijo Revnik.
– He tardado en obtener esta información, porque está fuera de la zona normal de jurisdicción de mi contacto -dijo Belenki-. Los guardias civiles que acudieron al lugar del accidente eran de una ciudad cercana a Sevilla llamada Utrera. Cuando encontraron el dinero, llamaron a la Jefatura de Policía en Sevilla y, como estaba claro que no era un viejo cualquiera que había muerto en un accidente de coche, pidieron instrucciones al máximo responsable: el comisario Elvira.
– Mierda -dijo Revnik.
– Y lo puso en manos del inspector jefe Javier Falcón. ¿Te acuerdas de él?
– Todo el mundo se acuerda de él por el atentado de junio -dijo Revnik-. Y entonces, ¿adónde ha ido a parar?
– A la Jefatura de Sevilla.
– ¿Tenemos todavía a alguien ahí?
– Por ahí es por donde me he enterado de todo esto.
– Vale, entonces, ¿cómo lo sacamos de ahí?
– Puedes ir despidiéndote del dinero -dijo Belenki-. Una vez que los forenses lo hayan examinado, lo guardarán a buen recaudo en el banco, a menos que quieras asaltar un furgón blindado de Prosegur.
– El dinero me importa un huevo. Vamos, sí me importa, pero… tienes razón. Los discos son otro cantar -dijo Revnik-. ¿Qué podemos conseguir con Falcón?
– No podrás comprarlo, eso seguro.
– ¿Entonces qué?
– Está la mujer -dijo Belenki-. Consuelo Jiménez.
– Ah, sí, la mujer -dijo Revnik.
En el semáforo, Falcón se miró los ojos en el espejo retrovisor, intentando encontrar pruebas de la obsesión que Calderón había visto en ellos. No necesitaba examinar las reveladoras manchas moradas; por la ligera falta de tacto en la mano izquierda, y por la sensación de llevar la pierna derecha de otra persona, sabía que lo que tenía agazapado en su mente empezaba a reflejarse en lo físico.
El trabajo recaía sobre los hombros de Falcón como una mochila con una carga excesiva y mal distribuida, y nunca desaparecía, ni siquiera por la noche. Por las mañanas abría un ojo, con la cara aplastada contra la almohada después de arañar una hora de sueño letal, y sentía el crujido de los huesos en el esqueleto. La semana de vacaciones que se había tomado a finales de agosto, cuando se reunió con su amigo Yacub Diuri y su familia en la playa de Esauira en Marruecos, perdió sus efectos en el primer día de vuelta a la oficina.
Sonaron las bocinas de los coches de atrás. Arrancó y pasó el semáforo. Entró en el casco antiguo por la Puerta Osario. Aparcó mal, cerca de la iglesia de San Marcos, y recorrió a pie la calle Bustos Tavera hacia el túnel peatonal que unía esa calle con un patio de talleres donde Marisa Moreno tenía su estudio. Sus pisadas resonaban con claridad por los grandes adoquines del túnel oscuro. De pronto salió al patio de luz cegadora, entrecerró los ojos para protegerse de la intensa luminosidad y observó los edificios dilapidados, la hierba que crecía en los viejos ejes traseros y en frigoríficos periclitados. Subió unas escaleras metálicas y llegó a una puerta situada justo encima de un pequeño almacén. Se oían ruidos de pisadas arrastradas y ruidos sordos en el interior. Llamó a la puerta.
– ¿Quién es?
– La policía.
– Momentito.
Abrió la puerta una mulata alta y delgada, de cuello inusualmente largo, con astillas pegadas en la cara y en el pelo cobrizo, recogido. Llevaba un vestido azul cobalto y la parte de abajo de un bikini como única prenda interior. Tenía gotas de sudor en la frente, sobre la ondulación de la nariz y entre los visibles huesos del pecho. Resollaba.
– ¿Marisa Moreno? -dijo Falcón, mostrando su placa de policía-. Soy el inspector jefe Javier Falcón.
– Ya le he contado cien veces al inspector jefe Luis Zorrita todo lo que sé -dijo Marisa-. No tengo nada que añadir.
– He venido a hablar con usted sobre su hermana.
– ¿Mi hermana? -dijo Marisa, extrañada, y Falcón no pasó por alto el momentáneo temor que le congeló las facciones.
– Tiene usted una hermana que se llama Margarita.
– Ya sé cómo se llama mi hermana.
Falcón hizo una pausa con la esperanza de que Marisa sintiera la necesidad de llenar el instante con más información. Lo miró fijamente.
– Usted dio parte de su desaparición en 1998, cuando faltaban dos meses para que su hermana cumpliese diecisiete años.
– Pase -dijo Marisa-. No toque nada.
El suelo del estudio estaba remendado con cemento en las zonas donde se habían desprendido las baldosas de arcilla. El aire olía a madera desnuda, aguarrás y aceites. Había astillas por todas partes y una pila de serrín en el rincón. Un gancho de carnicero lo bastante grande para sostener una res muerta pendía del tirante metálico que atravesaba la habitación de lado a lado. Había una motosierra eléctrica colgada del gancho agudo, con el cable sujeto sobre la barra. Tres estatuas oscuras y pulidas se alzaban bajo la herramienta recubierta de serrín y grasa, una de ellas decapitada. Falcón avanzó hacia el espacio que rodeaba la escultura. La estatua decapitada representaba a una mujer joven, con los pechos altos, perfectamente esféricos. Las caras de los hombres que la flanqueaban eran apáticas, con los ojos en blanco. La musculatura de sus cuerpos recordaba el salvajismo de una existencia apartada de la civilización. Los genitales eran sobredimensionados y, a pesar de estar fláccidos, parecían siniestros, como si estuviesen exhaustos por una reciente violación.
Marisa lo miraba mientras él observaba la sala, esperando la banalidad de sus comentarios. Todavía no había conocido a un hombre blanco capaz de reprimir una pequeña crítica, y sus guerreros con penes de marca mayor suscitaban abundante admiración lasciva. Lo que advirtió en la cara de Falcón no fue siquiera una ceja levantada, sólo una breve repugnancia al contemplar los cuerpos.
– ¿Qué ha sido de Margarita? -preguntó Falcón, desviando la mirada hacia Marisa-. Usted denunció el 25 de mayo de 1998, y, cuando la policía pasó a hacer una comprobación en su casa un mes después, usted dijo que había vuelto a aparecer una semana después de su desaparición.
– Eso indica lo mucho que les importaba -dijo Marisa, que cogió un cigarrillo a medio fumar y lo volvió a encender-. Anotaron sus datos de contacto y no volví a saber nada más de ellos. No atendían mis llamadas, y cuando me acerqué a la comisaría no me hicieron ni caso, me dijeron que estaría con el novio de turno. Si eres guapa y mulata como ella, se creen que eres una especie de máquina de follar. Estoy segura de que no hicieron nada.
– Pero se fue a Madrid con un novio, ¿no es así?
– Les gustó mucho saberlo cuando se lo dije.
– ¿Dónde estaban sus padres, a todo esto? -preguntó Falcón-. Margarita todavía era una cría.
– Murieron. A lo mejor no lo dijeron en el informe. Mi padre murió en el norte, en Gijón, en 1995. Mi madre murió aquí en Sevilla en 1998 y, dos meses después, Margarita desapareció. Mi hermana estaba disgustada. Por eso me preocupé.
– ¿Su padre era cubano?
– Llegamos aquí en 1992. Corrían malos tiempos en Cuba; la ayuda rusa se había agotado después de la caída del Muro de Berlín en 1989. Hay una gran comunidad cubana en Gijón, así que nos establecimos allí.
– ¿Cómo se conocieron sus padres?
– Mi padre tenía una discoteca en Gijón. Mi madre era una bailaora de flamenco sevillana. Ella había ido a Gijón para actuar en la feria anual de la Semana Negra. Mi padre era buen bailarín de salsa y existe algo llamado el flamenco cubano, así que se enseñaron cosas mutuamente y mi madre cometió el error que cometen muchas otras mujeres.
– Entonces, evidentemente, no era su madre natural, ¿verdad?
– No, no sabemos qué fue de ella. Era cubana de ascendencia española, blanca y andaba metida en política. Desapareció poco después de que naciera mi hermana en 1981.
– Usted tenía siete años.
– No suelo pensar mucho en eso -dijo Marisa-. En Cuba pasan cosas así. Mi padre no volvió a hablar de ello.
– ¿Y quién se ocupó de usted?
– Mi padre tenía novias. Algunas se interesaban por nosotras… Otras no.
– ¿Y qué hacía su padre en Cuba?
– Era un cargo del gobierno. Funcionario de la Junta del Azúcar -dijo Marisa-. Pensaba que quería hablar de mi hermana, empiezo a preguntarme por qué.
– Me gusta formarme una idea clara de la situación familiar de las personas -dijo Falcón-. No parece que tuviera usted una vida muy normal.
– La verdad es que no, hasta que apareció mi madrastra. Era muy buena persona. Cariñosa. Nos cuidaba de verdad. Por primera vez en la vida nos querían. Hasta cuidó de mi padre cuando estaba moribundo.
– ¿Cómo fue eso?
– Cáncer de pulmón. Mucho tabaco -dijo Marisa, ondeando la colilla en la mano-. No se casó hasta después de recibir el diagnóstico.
Marisa exhaló una columna de humo hacia las vigas del techo de madera. Sentía que tenía que seguir manteniendo ese tono. Aguanta un rato con este nuevo inspector jefe y a lo mejor te deja en paz.
– ¿Qué hizo después de la muerte de su padre? -preguntó Falcón.
– Nos trasladamos aquí. Mi madre no soportaba el norte. Con tanta lluvia.
– ¿Y la familia de ella?
– Sus padres habían muerto. Tenía un hermano en Málaga, pero a él no le gustaban mucho los negros. No vino a su boda.
– ¿Cómo murió su madre?
– De un infarto -dijo Marisa, con los ojos brillantes por el recuerdo.
– ¿Vivía usted aquí por aquel entonces?
– Estaba en Los Ángeles.
– Lo siento -dijo Falcón-. Debió de ser duro. No era una mujer muy mayor.
– Cincuenta y un años.
– ¿La vio antes de que muriera?
– ¿Y a usted qué le importa? -replicó Marisa, apartando la mirada, en busca de un cenicero.
Este poli empezaba a meterse en su piel.
– Mi madre murió cuando yo tenía cinco años -dijo Falcón-. Da igual que uno tenga cinco o cincuenta y cinco. No es algo que se supere.
Marisa se volvió lentamente; nunca había oído a un sevillano, y mucho menos policía, hablar así. Falcón fruncía el ceño mirando al suelo.
– Así que volvió de Los Ángeles, ¿y desde cuándo estaba allí? -preguntó.
– Estuve allí un año -dijo Marisa-. Pensé que debía cuidar de mi hermana.
– ¿Y qué ocurrió?
– Volvió a marcharse de casa. Pero para entonces tenía ya dieciocho años, así que…
– ¿Y no ha sabido nada de ella desde entonces?
Se hizo un largo silencio en el que la mente de Marisa parecía flotar fuera del estudio y Falcón pensó por primera vez que estaba llegando a alguna parte.
– ¿Señora Moreno? -dijo Falcón.
– No he sabido nada de ella… no.
– ¿Está preocupada por ella?
Marisa se encogió de hombros y, por algún motivo, Falcón pensó que no iba a creerse lo que oyese a continuación.
– No estábamos muy unidas, por eso se marchó la primera vez sin decirme nada.
– ¿Es eso cierto? -dijo Falcón, clavándole la mirada desde el otro lado del estudio-. ¿Entonces qué hizo usted cuando se marchó la segunda vez?
– Acabé el curso que estaba haciendo en Bellas Artes, alquilé el piso de mi madre, que habíamos heredado mi hermana y yo…
– ¿Es donde vive ahora, en la calle Hiniesta?
– Y me fui a África -dijo, asintiendo-. Estuve en Malí, Niger, Nigeria, Camerún, el Congo, hasta que la cosa se puso peligrosa y me fui a Mozambique.
– ¿Y los tuaregs…? ¿No pasó algún tiempo con ellos?
Silencio, mientras Marisa registraba que Falcón se había enterado de eso por otra persona.
– Si ya sabe todo esto, inspector jefe, ¿por qué me interroga?
– Lo sé, pero al oírlo de su boca se me aclaran las cosas.
– Le he dejado pasar para hablar de mi hermana.
– Con la cual no está usted muy unida.
– Parece haber ampliado sus intereses desde que empezó a consumir mi tiempo de trabajo.
– ¿Y luego se fue a Nueva York…?
Marisa gruñó. Dio una calada al cigarrillo para que no se apagase.
– Ha hablado con Esteban, ¿verdad?
– ¿Cómo lo sabe?
– Le mentí sobre lo de Nueva York -dijo Marisa-. Vi una película sobre un artista, con Nick Nolte como protagonista, y asumí el papel de su ayudante. Nunca he estado en Nueva York.
– ¿Le mintió en algún otro punto?
– Probablemente. Tenía que aparentar una imagen.
– ¿Una imagen?
– Sí, así es como ven a las mujeres la mayoría de los hombres con los que he estado cierto tiempo.
– Usted describió a Esteban Calderón como su amante ante el inspector jefe Zorrita.
– Es lo que era… y todavía lo es, en cierto modo, aunque la cárcel no ayuda -dijo Marisa-. Lamento que matase a su mujer. Siempre era tan comedido, ¿sabe?, aunque apasionado, como suelen ser los sevillanos, pero también era abogado, con mentalidad de abogado.
– Entonces, ¿usted cree que fue él?
– Lo que yo piense da igual. Lo que importa es lo que piense el inspector jefe Zorrilla -dijo Marisa, y de pronto se le encendió una luz-. Ah, ya sé. Acabo de recordar. La mujer que mató Esteban era su esposa. Qué interesante.
– ¿Le parece interesante?
– No sé qué hace usted aquí -dijo Marisa, dando otra calada al cigarro, evaluando de nuevo a Falcón.
– ¿Su hermana estaba con algún novio cuando se marchó por segunda vez?
– Siempre había algún hombre liado con Margarita.
– ¿Es guapa?
– Sí… y lo otro también.
– ¿Sexo?
– No exactamente -dijo Marisa, que se dirigió a una cómoda pequeña, abrió un cajón y soltó un fajo de fotos en la parte superior del mueble. Empezaba a sincerarse o, mejor dicho, quería hacerle creer que se estaba sincerando-. Mire, eche un vistazo. Las saqué tres semanas antes de que mi hermana cumpliese dieciocho años.
Falcón ojeó las fotos. De pronto se le alojó en el pecho una sensación de tristeza. No era sexo, a pesar de la desnudez provocativa. Hasta cuando estaba tumbada con las piernas estiradas, tenía un aire de inocencia. Una inocencia que ansiaba ser profanada a los ojos de los hombres. Por eso Marisa había hecho las fotos y sólo ella podía haberlas hecho. Ni en las poses más pornográficas Margarita perdía nunca su pureza infantil, mientras el espectador, o el voyeur, sentía que la bestia se empinaba sobre sus cuartos traseros y bailaba sobre sus patas peludas.
– Para ser sevillano, no es usted muy hablador, inspector jefe.
– No tengo nada que añadir -dijo Falcón, que dejó de mirar las fotos a mitad, después de comprender la intención de la mujer, y nada halagado por ello-. Hacen su trabajo.
– Es usted la primera persona que las ve.
– Me gustaría ver una fotografía de Margarita con algo de ropa encima -dijo Falcón-, para que podamos empezar a buscarla.
– Ya no está desaparecida -dijo Marisa-. No hace falta que la encuentren.
– Pero supongo que querrá saber de ella, ¿no?
Marisa volvió a encogerse de hombros, como si algo le incomodase. Le entregó una foto de carné de su hermana.
– Usted solía hurgar en los bolsillos de Esteban -dijo Falcón, cogiendo la foto-. ¿Por qué lo hacía? Quiero decir, usted es artista, lo percibo en la calidad de este trabajo. Así que debe de ser curiosa, pero no creo que le interesen las mierdas que puede encontrar en los bolsillos de un hombre.
– Mi madrastra hacía lo mismo cuando mi padre volvía a casa a las siete de la mañana. Se odiaba por ello, pero no podía evitarlo. Tenía que saber, aunque ya sabía.
– Eso no explica nada -dijo Falcón-. Podría entender que Inés quisiese hurgarle en los bolsillos, ¿pero usted? ¿Qué buscaba? Sabía que estaba casado, y no era feliz en su matrimonio. ¿Qué más quería saber?
– Mi madre era de una familia sevillana muy conservadora. Se ve muy bien en su hermano. Y se lió con un hombre negro de cuarenta y cinco años, y él le correspondía follándose a todo lo que se movía delante de sus narices. Su instinto burgués…
– El de ella, pero no el de usted. No era su madre natural.
– La adorábamos.
– ¿Ésa es su única explicación?
– Me asombra usted, inspector jefe.
– ¿Llaves? -dijo Falcón, interrumpiendo la digresión de Marisa, arqueando las cejas.
– ¿Cómo?
– Buscaba sus llaves.
– Por eso me sorprende usted -dijo Marisa, que dio otra calada a su colilla mascada y escupió virutas de tabaco-. Zorrita me dijo, muy ufano, que tenía argumentos muy sólidos para imputar a Esteban el asesinato de su esposa, su ex, y aquí está usted, intentando destripar el asunto por algún motivo que no acabo de entender.
– ¿Hizo usted una copia de la llave de la casa de Esteban y entró allí por su cuenta, o mandó hacer un duplicado para otra persona, para que entrasen ellos?
– Mire, inspector jefe, una vez me encontré que tenía condones, cosa que nunca se ponía cuando estaba conmigo -dijo Marisa-. Cuando una mujer encuentra algo así, no deja de hurgar para ver si falta alguno.
– He hablado con el gobernador. Vamos a interrumpir sus visitas a la cárcel.
– ¿Por qué?
– Pensaba que sería un alivio.
– Piense usted lo que quiera.
Falcón asintió. Su ojo atisbo algo debajo de la mesa. Se arrodilló para cogerlo. Era una cabeza de madera manchada y pulida. La examinó a la luz. La cara tersa y sencilla de Margarita lo miraba con los ojos cerrados. Pasó el pulgar por el borde irregular del cuello, donde la motosierra había mordido la madera.
– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó Falcón.
– Un cambio de visión artística -dijo Marisa.
Falcón se dirigió a la puerta, con la sensación de que la primera fase de su trabajo ya estaba acabada. Le devolvió la cabeza a Marisa.
– ¿Demasiado perfecta? -preguntó-. ¿O no era lo que quería?
Marisa escuchó las pisadas por la escalera metálica y miró las facciones talladas de la cara de su hermana. Pasó los dedos por los párpados, la nariz y la boca. Su brazo, que sostenía todo el peso de la cabeza, temblaba. Dejó la cabeza en el suelo, fue a buscar el móvil que estaba en el banco de trabajo e hizo una llamada.
El policía la había puesto nerviosa, pero le sorprendió constatar que no le disgustaba. Y había muy pocos hombres que le gustasen a Marisa, muy pocos de ellos blancos, y ninguno policía.
Leonid Revnik no se había movido. Había mandado salir a sus esbirros de la habitación y éstos habían traído a un técnico para que arreglara el aire acondicionado. Se estaba tomando una copa de la media botella de vodka que quedaba en la nevera de Vasili Lukyanov. Viktor Belenki no lo había vuelto a llamar. Tenía que hacer un esfuerzo por relajarse, porque de vez en cuando se le iba la cabeza y se le tensaban los bíceps y los pectorales debajo de la camisa. Sonó el teléfono fijo en la mesa. Lo miró con suspicacia; ya nadie usaba esos trastos. Descolgó, habló en ruso sin pensar. Respondió la voz de una mujer en la misma lengua y pidió que le pasasen con Vasili Lukyanov.
– ¿Quién es? -preguntó él, al oír un acento extraño.
– Me llamo Marisa Moreno. He intentado llamar a Vasili al móvil, pero no respondía. Éste es el único número que me dio, aparte del otro.
La cubana. La hermana de Rita.
– Vasili no está. A lo mejor te puedo ayudar yo; soy su jefe -dijo Revnik-. Si quieres dejarle un mensaje, me encargaré dejárselo.
– Me dijo que lo llamase si tenía algún problema.
– ¿Y qué ha pasado? -preguntó Revnik.
– Un poli de homicidios que se llama inspector jefe Javier Falcón ha venido a verme al taller y ha empezado a hacerme preguntas sobre mi hermana Margarita.
Ese nombre, Falcón, otra vez.
– ¿Y qué quería de ella?
– Dijo que iba a encontrarla.
– ¿Y qué le dijiste?
– Le dije que no hacía falta que nadie la encontrase.
– Está bien -dijo Revnik-. ¿Has hablado con alguien más de esto?
– Dejé un mensaje en el teléfono de Nikita.
– ¿Sokolov? -preguntó, apenas capaz de controlar su ira al tener que pronunciar el nombre de otro traidor.
– Sí.
– Hiciste lo correcto -dijo Revnik-. Nos ocuparemos del tema. No te preocupes.