XII — El traidor

Al día siguiente me dolía la cabeza y me sentía enfermo. Pero como (de acuerdo con una antigua tradición) se me dispensó de limpiar el Patio Grande y la capilla, donde estaban la mayoría de los hermanos, fui reclamado en la mazmorra. Al menos por unos instantes, la calma matinal de los corredores me apaciguó. Luego los aprendices descendieron ruidosos (Eata, ya no tan pequeño, tenía un labio hinchado y un brillo de triunfo en la mirada) llevando el desayuno de los clientes, carnes fría sobre todo, salvadas de las ruinas del banquete. Tuve que explicar a varios clientes que éste sería el único día del año en que se les serviría carne, y a uno tras otro fui asegurándoles que no habría tormentos: el día de la fiesta y el siguiente no se tortura, y aun cuando una sentencia exija tormento inmediato, se lo posterga. La chatelaine Thecla aún dormía. No la desperté, pero abrí la puerta, le llevé la comida y la puse sobre la mesa.

Hacia media mañana, oí otra vez ecos de pasos. Fui hasta el rellano y vi a dos catafractes, un anagnoste leyendo plegarias, el maestro Gurloes y una mujer joven. El maestro Gurloes me preguntó si disponía de una celda vacía y yo empecé a describirle las que estaban desocupadas.

—Entonces llévate a esta prisionera. Yo ya he firmado el ingreso.

Asentí con la cabeza y tomé a la mujer por el brazo; los catafractes la soltaron y se volvieron como autómatas de plata.

El refinamiento del vestido de satén (algo sucio y desgarrado ahora) indicaba que ella era una optimate. Una armígera hubiera llevado ropa de líneas más simples, aunque de telas más finas, y ninguna mujer de las clases pobres podría haber vestido tan bien. El anagnoste intentó seguirnos por el corredor, pero el maestro Gurloes se lo impidió. En los peldaños oí los pies calzados de acero de los soldados.

—¿Cuándo me…? —La voz de la mujer tenía una inflexión en la que estaba por manifestarse el terror.

—La llevarán al cuarto de exámenes.

Se aferró a mi brazo como si yo fuera su padre o su amante.

—¿Me llevarán?

—Sí, señora.

—¿Cómo lo sabe?

—Llevan a todos los que traen aquí, señora.

—¿Siempre? ¿Nunca sueltan a nadie?

—De vez en cuando.

—Entonces quizá me liberen, ¿no es cierto? —Hablaba con un tono de esperanza que me hacía pensar en una flor que crecía en la sombra.

—Es posible, pero muy improbable.

—¿No quiere saber lo que he hecho?

—No —dije. Daba la casualidad que la celda junto a la de Thecla estaba vacía; por un momento me pregunté si pondría allí a la mujer. Sería una compañía (las dos podrían conversar a través de las rendijas), pero las preguntas de la mujer y la puerta que yo tenía que abrir y cerrar podrían despertar a Thecla. Decidí hacerlo: la compañía, sentí, compensaría con mucho una pequeña pérdida de sueño.

—Estaba prometida a un oficial y descubrí que mantenía a una mujerzuela. Como se negó a abandonarla, pagué a unos malhechores para que le incendiaran la techumbre de paja. Ella perdió un colchón de plumas, unos pocos muebles y algo de ropa. ¿Es ése un crimen por el que deba ser torturada?

—No lo sé, señora.

—Me llamo Marcellina. ¿Cómo se llama usted?

Giré la llave en la cerradura de la puerta, mientras pensaba si le contestaría. Thecla, a la que ahora oí moverse, se lo diría de todos modos.

—Severian —dije.

—Y se gana el pan rompiendo huesos. Ha de tener dulces sueños por las noches.

Los ojos de Thecla, separados y profundos como pozos, estaban en la rendija de la puerta.

—¿Quién está contigo, Severian?

—Una nueva prisionera, chatelaine.

—¿Una mujer? Sé que lo es… la he oído. ¿De la Casa Absoluta?

—No, chatelaine. —Ignorando cuánto tiempo podría transcurrir antes de que las dos volvieran a verse, hice que Marcellina se mantuviera frente a la puerta de Thecla.

—Otra mujer. ¿No es eso insólito? ¿A cuántas tenéis, Severian?

—Ahora, en este nivel, a ocho, chatelaine.

—Creía que con frecuencia tendríais más.

—Rara vez tenemos más de cuatro, chatelaine.

—¿Durante cuánto tiempo estaré aquí encerrada? —interrumpió Marcellina.

—No mucho. Pocos se quedan aquí mucho tiempo, señora.

Con enfermiza seriedad, Thecla dijo: —Yo estoy a punto de recobrar la libertad, téngalo por cierto. Él lo sabe.

La nueva dienta de nuestro gremio miró con mayor interés lo que la rendija de la puerta dejaba ver de Thecla.

—¿Está de veras a punto de que la dejen en libertad, chatelaine?

—Él lo sabe. Ha despachado cartas por mí ¿no es cierto, Severian? Y estos últimos días ha estado despidiéndose. A su manera es verdaderamente un buen muchacho.

—Ahora tiene que entrar, señora. Pueden seguir conversando, si quieren —dije.

Me sentí aliviado después de haberles servido la cena. Drotte me encontró en las escaleras y me aconsejó que me fuera a la cama.

—Es la máscara —le dije—. No estás acostumbrado a verme con ella.

—Puedo verte los ojos, y eso me basta. ¿No eres capaz de reconocer a todos los hermanos por los ojos y darte cuenta tanto si están enfadados como de buen humor? Te convendría irte a dormir.

Le dije que antes tenía algo que hacer, y fui al estudio del maestro Gurloes. Tal como yo había esperado, no estaba allí, y entre los papeles esparcidos sobre la mesa encontré lo que de un modo que no podría explicar sabía que iba a encontrar: la orden para torturar a Thecla.

Después de eso no pude dormir. En cambio fui (aunque no sabía que era la última vez) a la tumba en la que había jugado de niño. El bronce funerario del viejo exultante estaba falto de lustre, y algunas hojas se habían filtrado por la puerta entreabierta; excepto eso, todo lo demás era como siempre. Una vez le había hablado a Thecla de este lugar, y ahora la imaginaba conmigo. Ella había huido con mi ayuda y yo le prometía que allí nadie la encontraría, que le llevaría comida, y que cuando la persecución se hubiera enfriado, la ayudaría a conseguir un pasaje seguro en un dhow mercante en el que podría navegar secretamente por los sinuosos meandros del Gyoll hasta el delta y luego al mar.

Si hubiera sido un héroe, como los protagonistas de los viejos romances, la habría puesto en libertad aquella misma noche, venciendo por la fuerza o la droga a los hermanos de guardia. Pero no era fuerte, y no disponía de drogas, ni tenía arma más formidable que un cuchillo robado de la cocina.

Y si ha de saberse la verdad, entre lo más íntimo de mí mismo y el desesperado intento se interponían las palabras que había escuchado aquella mañana, la que siguió a mi consagración. La chatelaine Thecla había dicho que yo era «a su manera, un buen muchacho», y una parte ya madura de mí mismo sabía que aunque yo triunfara, contra toda probabilidad seguiría siendo a su manera, un buen muchacho. En ese momento creí que eso tenía importancia.


Por la mañana el maestro Gurloes me ordenó que lo asistiera en la imposición del tormento. Roche vino con nosotros.

Yo abrí la puerta de la celda. En un principio ella no entendió por qué estábamos allí, y me preguntó si tenía una visita o si la iban a dejar en libertad.

Cuando llegamos a nuestro destino, lo supo. Muchos hombres se desmayan, pero ella no. Con cortesía, el maestro Gurloes le preguntó si le gustaría una explicación de los varios mecanismos.

—¿Se refiere a los que van a utilizar?—Había un leve estremecimiento en su voz.

—No, no, yo no haría eso. Sólo las máquinas curiosas que verá de paso. Algunas son muy antiguas, y la mayoría ya apenas se usan.

Thecla miró alrededor antes de contestar. El cuarto de exámenes —nuestro taller— no está dividido en celdas, sino que es un espacio único, con tubos de viejos motores por pilares y atestado de herramientas de nuestro ministerio.

—La que van a utilizar conmigo ¿es antigua también? —preguntó ella.

—La más venerable de todas —contestó el maestro Gurloes. Esperó a que ella dijera algo más, lo que no sucedió, y continuó con sus descripciones—. Estoy seguro de que habrá oído hablar de la Cometa… todo el mundo la conoce. Allí detrás… si avanza un paso por este lado la podrá ver mejor… es lo que llamamos «el aparato». Con él se escribe cualquier lema que se haya ordenado en la carne del cliente, pero rara vez funciona. Veo que está mirando el viejo poste. No es más que lo que parece, sólo una estaca para inmovilizar las manos y un látigo correctivo de trece correas. Solía estar en el Patio Viejo, pero las brujas se quejaron y el chatelain hizo que lo trasladáramos aquí abajo. Eso fue hace cerca de un siglo.

—¿Quiénes son las brujas?

—Me temo no tener tiempo para eso ahora. Severian puede explicárselo cuando estén de vuelta en la celda.

Thecla me miró como diciéndome: «¿Es posible de veras que vuelva allí?», y yo aproveché la ventaja de encontrarme al otro lado del maestro Gurloes para tomar la mano helada de la chatelaine.

—Más allá…

—Espere. ¿Puedo elegir? ¿Hay algún modo de persuadirlo… a hacer una cosa en lugar de otra? —El tono de la voz de Thecla era todavía valiente, pero más débil ahora.

Gurloes negó con la cabeza.

—No tengo voz en el asunto, chatelaine. Tampoco usted. Cumplimos con las sentencias que nos son encomendadas, sin hacer más que lo que se nos dice, sin el menor cambio. —Embarazado, se aclaró la garganta.— Lo que sigue es interesante, me parece. Lo llamamos el Collar Permisivo. Se sujeta con correas al cliente en ese asiento, y se coloca la almohadilla contra el esternón. Cada vez que el cliente respira, la cadena se ajusta, y cada vez le es más difícil respirar. En teoría puede seguirse así por siempre, con inhalaciones superficiales y ajustes pequeños.

—Qué horrible. ¿Qué es lo que está detrás? Ese lío de alambre y el gran globo de cristal sobre la mesa?

—¡Ah! —dijo el maestro Gurloes—. Lo llamamos el Revolucionario. El sujeto se tiende aquí. ¿Quiere usted hacerlo, chatelaine?

Durante largo rato Thecla pareció tranquila. Era más alta que ninguno de nosotros, pero con el terrible miedo que se le advertía en el rostro, su altura ya no resultaba imponente.

—Si no lo hace —continuó—, nuestros oficiales tendrán que obligarla. No le gustará eso, chatelaine.

Thecla dijo en un susurro: —Creí que me los mostraría todos.

—Sólo hasta que llegáramos a este sitio, chatelaine. Es mejor que la mente del cliente esté ocupada. Ahora tiéndase, por favor. No volveré a pedírselo.

Ella se tendió en seguida, rápida y graciosamente, como a menudo yo la había visto tenderse en la celda. Las correas con que Roche y yo la sujetamos eran tan viejas y resquebrajadas, que me pregunté si resistirían.

Había cables que era preciso rebobinar desde una parte del cuarto de exámenes a la otra, y habría que ajustar reóstatos y amplificadores magnéticos. Antiguas luces como ojos inyectados en sangre, brillaban en el panel de mandos, y un zumbido como el de un insecto enorme llenaba toda la estancia. Por unos instantes la antigua máquina de la torre volvió a la vida. Un cable se soltó, y unas chispas azules como de brandy ardiendo recorrieron los accesorios de bronce.

—Relámpago —dijo el maestro Gurloes mientras reacomodaba el cable suelto—. Hay otra palabra para él, pero no la recuerdo. De cualquier modo el Revolucionario funciona mediante relámpagos. Por supuesto que no la alcanzarán, chatelaine. Pero es el relámpago lo que la pone en marcha.

—Severian, levanta esa palanca hasta que esta aguja esté aquí. —Un carrete, que hacía apenas un momento estaba frío como una serpiente, ahora quemaba.

—¿Qué provoca?

—No sabría describirlo, chatelaine, nunca lo he experimentado. —La mano de Gurloes movió una perilla en el panel de mandos y una luz que quitaba el color de todo aquello sobre lo que caía, bañó a Thecla.

Ella gritó. He oído gritos durante toda mi vida, pero el suyo, aunque no el más estridente, fue el peor; parecía seguir y seguir, como el chirrido de una carretilla.

Cuando la luz se apagó, todavía seguía consciente. Tenía los ojos abiertos y la mirada fija; pero no pareció que viera mi mano o que la sintiera, cuando la toqué. La oí respirar: unos jadeos rápidos y entrecortados.

—¿Esperamos hasta que pueda andar? —preguntó Roche. Me di cuenta de que pensaba en lo incómodo que sería cargar a una mujer tan alta.

—Llevadla ahora —dijo el maestro Gurloes—. Acabemos con el trabajo.

Cuando todas mis tareas estuvieron concluidas, fui a la celda a verla. Estaba completamente consciente, aunque no podía tenerse en pie.

—Tendría que odiarte —dijo.

Tuve que inclinarme sobre ella para entender sus palabras.

—Está bien —dije.

—Pero no te odio. Si odiara a mi último amigo, ¿qué me quedaría?

No había nada que decir a eso, de modo que nada dije.

—¿Sabes lo que fue? Transcurrió mucho tiempo antes de que pudiera darme cuenta.

La mano derecha de Thecla empezó a reptar hacia arriba, hacia los ojos. Se la tomé y la retiré con fuerza.

—Creí que veía a mi peor enemigo, una especie de demonio. Y era yo.

El cuero cabelludo le estaba sangrando. Lo cubrí con unas hilas limpias y se las aseguré, aunque sabía que pronto las perdería. Entre los dedos tenía oscuros pelos rizados.

—Desde entonces no puedo dominar mis manos. Puedo si lo pienso, si sé lo que están haciendo. Pero es tan difícil, y estoy tan cansada. —Volvió la cabeza y escupió sangre.— Me muerdo. Me muerdo el interior de las mejillas, y la lengua y los labios. Una vez mis manos trataron de estrangularme, y pensé oh, está bien, ahora moriré. Pero sólo perdí el conocimiento. Al fin parece que mis manos perdieron fuerza, porque desperté. Es como esa máquina ¿no es cierto?

—El Collar Permisivo —dije.

—Pero peor. Ahora mis manos están tratando de enceguecerme, de arrancarme los párpados. ¿Quedaré ciega?

—Sí —dije.

—¿Cuánto tiempo antes de morir?

—Un mes, quizá. Lo que hay en ti que te odia, se debilitará a medida que tú misma te vayas debilitando. El Revolucionario le dio vida, pero esa energía es tu energía, y al final moriréis juntos.

—Severian…

—¿Sí?

—Entiendo —dijo. Y luego—: Esto es algo propio de Erebus, de Abaia, un compañero adecuado para mí. Vodalus…

Me incliné más cerca de ella, pero no pude oír. Por fin dije: —Traté de salvarte. Quería hacerlo. Robé un cuchillo y me pasé la noche esperando una oportunidad. Pero sólo un maestro puede sacar a un prisionero de la celda, y habría tenido que matar…

—A tus amigos.

—Sí, a mis amigos.

Las manos se le movían otra vez, y le sangraba la boca.

—¿Me traerás el cuchillo?

—Lo tengo aquí —dije, y lo saqué de debajo de la capa. Era un cuchillo de cocina corriente con una hoja de un palmo poco más o menos.

—Parece afilado.

—Lo es —dije—. Sé como tratar estas cosas y lo afilé con cuidado.— Eso fue lo último que le dije. Le puse el cuchillo en la mano derecha y salí.

Por un tiempo, lo sabía, la voluntad de Thecla lo mantendría apartado. Mil veces me volvió el mismo pensamiento: podría volver a la celda, quitarle el cuchillo y nadie se enteraría nunca. Podría vivir mi vida en el gremio.

Si su garganta dejó escapar un estertor, no lo oí; pero después de estar mirando largo tiempo la puerta de la celda, un delgado hilo carmesí asomó deslizándose por el umbral. Entonces fui a ver al maestro Gurloes y le dije lo que había hecho.

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