XIII — El lictor de Thrax

Durante los diez días que siguieron viví la vida de un cliente, en una celda del nivel superior (de hecho, no lejos de la que había sido la de Thecla). Con el fin de que el gremio no fuera acusado de haberme detenido sin proceso legal, dejaron la puerta abierta, pero fuera había dos oficiales armados con espadas, y nunca la traspasé salvo un breve tiempo al segundo día, cuando fui conducido ante el maestro Palaemon para que yo volviera a contar mi historia. Ése fue mi juicio, si se quiere. Durante el resto del tiempo, el gremio meditó sobre mi sentencia.

Se dice que es una cualidad peculiar del tiempo conservar los hechos, y que lo hace volviendo verdaderas nuestras falsedades pasadas. Así sucedió conmigo. Había mentido al decir que amaba el gremio, que no deseaba otra cosa que permanecer en él. Ahora descubría que esas mentiras se volvían verdades. La vida de un oficial, y aun la de un aprendiz, me parecían infinitamente atractivas. No sólo porque tenía la certeza de que moriría, sino verdaderamente atractivas en sí mismas, porque las había perdido. Ahora veía a los hermanos desde el punto de vista de un cliente, y por tanto los veía poderosos, los principios activos de una maquinaria enemiga y casi perfecta.

Sabiendo que mi caso no tenía esperanzas, aprendí en mi propia persona lo que el maestro Malrubius había inculcado en mí cuando yo era niño: que la esperanza es un mecanismo psíquico al que no afectan las realidades externas. Yo era joven y estaba bien alimentado; se me permitía dormir y, por tanto, tenía esperanzas. Una y otra vez, despierto y dormido, soñaba que justo cuando yo estuviera por morir, Vodalus llegaría. No solo, como lo había visto lucharen la Necrópolis, sino a la cabeza de un ejército que barrería la decadencia de siglos, y nos transformaría una vez más en los amos de las estrellas. A menudo creía oír el paso de ese ejército resonando en los corredores; a veces llevaba mi vela hasta la pequeña rendija de la puerta porque creía haber visto el rostro de Vodalus fuera en la oscuridad.


Como he dicho, creía que moriría. La cuestión que ocupó mi mente durante esos lentos días era por qué medios. Había aprendido todas las artes del torturador; ahora pensaba en ellas: a veces de una en una, tal como nos las habían enseñado, otras todas juntas, en una revelación del dolor. Vivir día tras día en una celda subterránea pensando en el tormento, es el tormento mismo.

Al undécimo día fui convocado por el maestro Palaemon. Vi otra vez la luz roja del sol, y respiré ese viento húmedo que indica en invierno que la primavera casi ha llegado. Pero cuánto me costó dejar atrás la puerta abierta de la torre y ver la puerta de los cadáveres en el muro encortinado, y al viejo Hermano Portero allí, ocioso.

Cuando entré en el estudio del maestro Palaemon, me pareció muy grande, todavía muy preciado para mí, como si los papeles y los libros polvorientos me pertenecieran. Me pidió que me sentara. No llevaba máscara y me pareció más viejo que en mis recuerdos.


—El maestro Gurloes y yo hemos discutido tu caso —dijo—. Hemos tenido que comunicárselo a los otros oficiales y también a los aprendices. Es mejor que sepan la verdad. La mayoría está de acuerdo en que mereces la muerte.

Esperó a que yo hiciera algún comentario, pero no lo hice.

—Y, sin embargo, se dijo mucho en tu defensa. Varios oficiales en encuentros privados me insistieron a mí, y también al maestro Gurloes, en que se te permitiera morir sin dolor.

No sabría decir por qué, pero me pareció sumamente importante saber cuántos amigos así tenía, y lo pregunté.

—Más de dos, y más de tres. El número exacto no interesa. ¿No crees que mereces morir con dolor?

—Mediante el Revolucionario —dije, con la esperanza de que si pedía esa muerte como favor, no me sería concedida.

—Sí, eso sería lo adecuado. Pero…

Y aquí hizo una pausa. El momento pasó, luego otro. La primera mosca de abdomen tornasolado del nuevo verano, zumbó contra la ventana. Tuve ganas de aplastarla, de atraparla y soltarla, de gritarle al maestro Palaemon que hablara, de salir corriendo del cuarto; pero no podía hacer ninguna de esas cosas. En cambio, me quedé sentado en la vieja silla de madera junto a la mesa, sintiendo que ya estaba muerto, aunque todavía tenía que morir.

—No podemos matarte. Me llevó mucho tiempo convencer a Gurloes, pero es así. Si te matamos sin una orden judicial, no nos comportaremos mejor que tú: tú nos has traicionado, pero nosotros habremos traicionado la ley. Además, pondríamos al gremio en peligro para siempre. Un inquisidor lo llamaría asesinato.

Esperó a que yo hiciera algún comentario y entonces le dije: —Pero por lo que he hecho…

—La sentencia sería justa. Sí. Sin embargo, según la ley no tenemos derecho a quitar la vida con nuestra sola autoridad. Los que tienen ese derecho están justamente celosos de él. De acudir a ellos, el veredicto sería seguro. Pero si lo hiciéramos, la reputación del gremio quedaría pública e irrevocablemente manchada. Casi toda la confianza que hay depositada en nosotros, desaparecería para siempre. Hasta sería posible que en el futuro otros supervisaran nuestros propios asuntos. ¿Te gustaría ver a nuestros clientes vigilados por soldados, Severian?

La visión que yo había tenido en el Gyoll cuando estuve por ahogarme apareció ante mí, y era como entonces, de un sombrío aunque intenso atractivo. —Antes me quitaría la vida —dije—. Fingiré nadar y moriré en medio del canal, lejos de toda ayuda.

La sombra de una sonrisa cruzó la arruinada cara del maestro Palaemon.

—Me alegro de que me hayas hecho ese ofrecimiento sólo a mí. El maestro Gurloes se habría complacido no poco en señalar que por lo menos transcurriría un mes antes que eso de morir ahogado en el canal fuera verosímil.

—Soy sincero. Busqué una muerte sin dolor, pero es la muerte lo que busqué y no una extensión de la vida.

—Aun cuando estuviéramos en medio del verano, lo que propones no podría permitirse. Un inquisidor podría deducir que fuimos nosotros los que preparamos tu muerte. Por fortuna para ti, nos hemos puesto de acuerdo en una solución menos incriminatoria. ¿Sabes algo del estado de nuestro ministerio en las ciudades provincianas?

Negué con la cabeza.

—Es malo. Sólo en Nessus hay un cabildo de nuestro gremio. Los lugares menores lo más que tienen es un carnificario que quita la vida y aplica los tormentos que los jueces decretan. Un hombre semejante es universalmente odiado y temido. ¿Comprendes?

—Esa posición —respondí— es demasiado elevada para mí. —No había falsedad en lo que decía, en ese momento me despreciaba a mí mismo mucho más que al gremio. Desde entonces he recordado esas palabras con frecuencia, aunque no eran sino mías, y me han servido de consuelo en muchos infortunios.

—Hay una ciudad llamada Thrax, la Ciudad de las Habitaciones sin Ventanas — continuó el maestro Palaemon—. Abdiesus, el arconte de allí, envió una carta a la Casa Absoluta. Un alguacil de ésta se la transmitió al Castellar, y de él la he recibido yo. En Thrax necesitan un funcionario como el que te he descrito. En el pasado han perdonado a hombres condenados con la condición de que aceptaran el puesto. Ahora la traición pudre el campo, y desde que el cargo requiere cierto grado de confianza, se sienten reacios a volver a hacerlo.

—Lo entiendo —dije.

—En dos ocasiones anteriores se han enviado miembros del gremio a ciudades cercanas, aunque si esos casos fueron como éste, las crónicas no lo dicen. No obstante, son un precedente, y una posible solución al problema. Tienes que ir a Thrax, Severian. He preparado una carta de presentación para el arconte y sus magistrados. Te describe como muy capacitado en nuestro ministerio. Para un sitio así, no será una falsedad.

Asentí, resignado. Sin embargo, mientras estaba allí, manteniendo la inexpresiva cara de un oficial cuya sola voluntad es obedecer, sentí que una nueva vergüenza me quemaba. Aunque no tan ardiente como la de haber deshonrado al gremio, era más nueva y dolorosa, pues no me había acostumbrado todavía al malestar que producía en mí, como me había sucedido con la otra. La vergüenza era que me alegraba partir, que mis pies anhelaban ya el contacto con la hierba; mis ojos, los extraños paisajes; mis pulmones, el nuevo aire limpio de lugares lejanos y despoblados.

Le pregunté al maestro Palaemon dónde quedaba la ciudad de Thrax.

—Gyoll abajo —dijo—. Cerca del mar. —De pronto calló, como hacen a veces los viejos, y continuó luego:— No, no, ¿en qué estoy pensando? Gyoll arriba, por supuesto. —Y en ese instante, centenares de leguas de olas en movimiento y el grito de las aves marinas, se desvanecieron para mí. El maestro Palaemon sacó un mapa del armario y lo desenrolló para mostrármelo, inclinándose sobre él hasta que los lentes con los que miraba esas cosas, casi tocaron el pergamino.— Allí —dijo, y me señaló un punto del joven río al pie de las cataratas bajas—. Si tuvieras los fondos necesarios podrías viajar en barco. Tal como están las cosas, irás a pie.

—Entiendo —dije, y aunque recordaba la delgada pieza de oro que Vodalus me había dado, segura en su escondite, no podía valerme de ella. El gremio había decidido enviarme con no más dinero del que puede disponer un oficial joven, y tanto por prudencia como por honor, debía partir de esa manera.

Con todo, sabía que era injusto. Si no hubiera visto a la mujer con rostro en forma de corazón, es muy posible que jamás le hubiera llevado el cuchillo a Thecla, comprometiendo así mi posición en el gremio. En cierto sentido, aquella moneda había comprado mi vida.

Muy bien, dejaría mi vieja vida atrás…

—¡Severian! —exclamó el maestro Palaemon—. No me estás escuchando. Nunca fuiste un alumno desatento en nuestras clases.

—Lo siento. Estaba pensando en muchas cosas.

—Sin duda. —Por primera vez, realmente se sonrió, y por un momento fue el de antes, el maestro Palaemon de mi niñez.— Y yo que estaba dándote tan buenos consejos para el viaje. Ahora tendrás que pasarte sin ellos, aunque de todas formas los habrías olvidado. ¿Sabes lo de los caminos?

—Sé que no hay que utilizarlos. Nada más.

—El Autarca Maruthas los clausuró. Eso fue cuando yo tenía tu edad. Viajar alentaba la sedición, y él quería que los productos entraran y salieran de la ciudad por el río, de modo que pudiera imponérseles tasas con facilidad. La ley ha permanecido en vigencia desde entonces, y hay una fortificación, según he oído decir, cada cincuenta leguas. Con todo, los caminos siguen donde estaban. Aunque se encuentran en mal estado, se dice que algunos los utilizan por la noche.

—Entiendo —dije—. Clausurados o no, los caminos harían más fácil el tránsito que viajar por el campo como lo exigía la ley.

—Lo dudo. Mi intención es advertirte que los evites. Son patrullados por ulanos con la orden de matar a quienquiera que encuentren, y como tienen permiso de saquear los cuerpos de los que matan, no son muy proclives al perdón.

—Entiendo —le dije, mientras me pregunté cómo era posible que supiera tanto de viajes.

—Bien. El día ya casi ha pasado. Si quieres, puedes dormir aquí esta noche, y partir por la mañana.

—Dormir en mi celda quiere decir.

Asintió. Aunque sabía que apenas podía verme la cara, sentí que algo en él me estaba examinando.

—Ahora lo dejaré, entonces. —Traté de pensar qué tendría que hacer antes de volver la espalda para siempre a nuestra torre; no se me ocurrió nada, aunque parecía que seguramente algo tendría que hacer.— ¿Puedo disponer de una guardia para prepararme? Cuando llegue el momento partiré.

—Eso es fácil de conceder. Pero antes de partir, quiero que vuelvas aquí… Tengo algo que darte. ¿Lo harás?

—Desde luego, maestro, si usted así lo quiere.

—Y, Severian, ten cuidado. Hay muchos en el gremio que son tus amigos y desean que esto no hubiera ocurrido nunca. Pero hay otros que consideran que has traicionado nuestra confianza y que mereces la agonía y la muerte.

—Gracias, maestro —le dije—. El segundo grupo está en lo cierto.

Mis pocas posesiones estaban ya en mi celda. Las empaqueté todas juntas, y el paquete resultó tan pequeño que pude ponerlo en la vaina que me colgaba del cinturón. Llevado por el amor y la pena por lo que había ocurrido, me encaminé a la celda de Thecla.


Todavía estaba vacía. El suelo había sido lavado y no había sangre en él, pero una gran mancha oscura se extendía por el metal. Su ropa había desaparecido y también sus cosméticos. Los cuatro libros que le había llevado un año antes estaban apilados junto a otros sobre la mesa. No puede resistir la tentación de tomar uno; había tantos en la biblioteca, que no lo echarían de menos. Había tendido la mano antes de darme cuenta de que no sabía cuál elegir. El libro de heráldica era el más hermoso, pero me pareció demasiado grande como para cargarlo por el campo. El libro de teología era el más pequeño, pero no mucho más que el marrón. Por fin fue el que escogí, con sus historias de palabras desvanecidas.

Dejando atrás el cuarto de almacenaje, subí las escaleras de la torre hasta el cuarto del cañón, donde las piezas destinadas a romper bloqueos esperaban en plataformas colgantes. Luego ascendí más todavía, hasta el cuarto de tejado de vidrio, de mamparas grises y sillas extrañamente retorcidas, y subí aún más alto por una delgada escalerilla de mano hasta los mismos resbalosos paneles, donde mi presencia ahuyentó a una bandada de tordos que se elevaron como manchas de hollín, mientras sobre mi cabeza, nuestra bandera fulígena flameaba y restallaba al viento.

Abajo, el Patio Viejo parecía pequeño y atestado, pero infinitamente confortable y hogareño. La rotura de la muralla era más grande de lo que jamás lo había advertido, aunque a cada lado de ella la Torre Roja y la Torre del Oso todavía se mantenían en pie, orgullosas y fuertes. Más cerca de la nuestra, la Torre de las Brujas era más delgada, oscura y alta; por un momento el viento me trajo el sonido de unas risas frenéticas y sentí un antiguo temor, aunque nosotros los torturadores siempre hemos estado en los más amistosos términos con las brujas, nuestras hermanas.

Más allá del muro, la gran necrópolis descendía hasta el Gyoll, cuyas aguas alcanzaba a ver entre los edificios medio carcomidos de las orillas. A lo lejos, al otro lado del río, la redondeada bóveda del khan no parecía más que una pequeña piedra, y la ciudad de alrededor una extensión de arena multicolor hollada por los maestros torturadores de antaño.

Vi un caique de proa y popa altas y agudas; con las velas desplegadas navegaba corriente abajo; y en contra de mi voluntad lo seguí un instante… Iba hacia el delta y los pantanos, hacia el mar resplandeciente donde la gran bestia Abaia, traída desde las orillas más lejanas del universo en los tiempos preglaciares, se revuelca hasta que llegue el momento en que ella y los de su especie devoren los continentes.

Luego abandoné el sur de mares ahogados por el hielo, y me volví hacia el norte, hacia las montañas y las fuentes del río. Durante largo tiempo (no sé cuánto, aunque el sol parecía ocupar otro lugar cuando volví a observarlo) miré hacia el norte. Con los ojos de mi mente podía ver las montañas, pero con los verdaderos, sólo la extensión ondulada de la ciudad de un millón de tejados. En realidad, las altas columnas de plata del Torreón y las cúpulas de alrededor, me impedían contemplar la mitad del panorama. Sin embargo, no me interesaban para nada y apenas los veía. En el norte se encontraba la Casa Absoluta y las cataratas y Thrax, la Ciudad de las Habitaciones sin Ventanas. Al norte se extendían las amplias llanuras, un centenar de bosques sin caminos y la podredumbre de las junglas en la cintura del mundo.

Cuando hube pensado en todas esas cosas hasta casi enloquecer, bajé nuevamente al estudio del maestro Palaemon y le dije que estaba listo para partir.

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