XXVIII — Carnificario

Desperté a la mañana siguiente en un lazareto, un largo cuarto de alto cielo raso donde nosotros, los enfermos, los heridos, yacíamos en camas angostas. Estaba desnudo, y durante largo tiempo mientras dormía (o tal vez se tratara de la muerte) me toqué los párpados y recorrí con lentitud mi cuerpo con las manos en busca de heridas, mientras me preguntaba, cómo podría habérselo preguntado alguien en una canción, cómo podría sobrevivir sin ropas ni dinero, cómo le explicaría al maestro Palaemon la pérdida de la espada y la capa que me había dado.

Porque estaba seguro de haberlas perdido o, mejor dicho, que de algún modo, eran ellas las que me habían perdido a mí. Un mono con cabeza de perro corría pasillo abajo, se detuvo junto a mi cama para mirarme y luego continuó su camino. Eso no me pareció más extraño que la luz que, filtrándose por una ventana que no podía ver, daba sobre mi manta.

Volví a despertar y me senté. Por un momento pensé que me encontraba otra vez en mi dormitorio, que yo era el capitán de aprendices, que todo lo demás, mi enmascaramiento, la muerte de Thecla, el combate de avernos, sólo había sido un sueño. Ésta no fue la última vez que ocurriría. Luego vi que el cielo raso no era de metal, como el de mi celda, sino de yeso, y que el hombre de la cama junto a la mía estaba completamente vendado. Aparté la manta y puse los pies en el suelo. Dorcas dormía con la espalda apoyada contra la pared a la cabecera de mi cama. Se había envuelto con el manto pardo; Términus Est estaba sobre su regazo; la empuñadura y el extremo envainado sobresalían a cada lado del montón de mis pertenencias. Me las ingenié para recoger mis botas y mis calzas, mis pantalones, mi capa y mi cinturón sin despertarla, pero cuando puse mi mano sobre la espada, murmuró y se aferró a ella, de modo que se la dejé.

Muchos de los enfermos estaban despiertos y me miraron, pero ninguno me habló. En el extremo del cuarto había una puerta que daba a una escalinata, y ésta descendía a un patio donde caballos de guerra golpeaban los cascos contra el suelo. Por un instante pensé que soñaba todavía: el cinocéfalo trepaba por las almenas del muro. Pero era un animal tan real como los corceles ronzadores, y cuando le arrojé un puñado de basura, dejó al descubierto unos dientes tan impresionantes como los de Triskele.

Un soldado en cota de malla salió a buscar algo en los bolsillos de su montura; lo detuve y le pregunté dónde me encontraba. Supuso que me refería a qué parte de la fortaleza y señaló una torrecilla detrás de la cual, dijo, estaba la Sala de Justicia; luego agregó que si iba con él, tal vez consiguiera algo de comer.

No bien hubo hablado, me di cuenta de que estaba hambriento. Lo seguí por un largo corredor en penumbras hasta un cuarto mucho más bajo y oscuro que el lazareto, donde dos o tres veintenas de demarchis como él se inclinaban sobre un almuerzo compuesto de pan, carne y verduras hervidas. Mi nuevo amigo me aconsejó que tomara un plato y les explicara a los cocineros que se me había dicho que fuera allí a recoger mi comida. Así lo hice, y aunque se sorprendieron un poco al ver mi capa fulígena, me sirvieron sin poner objeción.

Si los cocineros no mostraron curiosidad, los soldados fueron la curiosidad misma. Me preguntaron mi nombre, de dónde venía y cuál era mi rango (porque suponían que nuestro gremio estaba organizado como el de los militares). Quisieron saber dónde tenía el hacha, y cuando les dije que utilizábamos espada, dónde se encontraba ésta. Cuando les expliqué que tenía a una mujer conmigo que la custodiaba, me advirtieron que quizá se escapara con ella y me aconsejaron que le llevara algo de pan, pues no se le permitiría entrar donde estábamos comiendo. Descubrí que todos los hombres mayores habían mantenido mujeres en alguna oportunidad —seguidoras de campamentos, tal vez la especie más útil y menos peligrosa—, aunque pocos las tenían ahora. Luego de combatir en el norte durante el último invierno, habían sido enviados a pasar el nuevo invierno en Nessus, donde servían para mantener el orden. En el transcurso de una semana esperaban dirigirse otra vez al norte. Las mujeres habían vuelto a sus propias aldeas, donde vivían con padres o parientes. Les pregunté si no habrían preferido seguirlos al sur.

—¿Preferirlo? —dijo mi amigo—. Por supuesto. Pero ¿cómo? Una cosa es seguir a la caballería abriéndose camino mientras combate, pues eso no significa más de una legua o dos en los mejores días, y si se avanzan tres en una semana, puede usted apostar que se perderán dos en la siguiente. Pero ¿cómo podrían seguirnos en el camino de vuelta a la ciudad? Quince leguas por día. ¿Y qué comerían en el camino? Más les vale esperar. Si en nuestro sector se produce una nueva xenagia, tendrán algunos hombres nuevos. También vendrán otras muchachas, y se abstendrán algunas de las anteriores, de ese modo, si uno lo desea, tendrá la oportunidad de cambiar. He oído que trajeron a uno de los vuestros anoche, a un carnificario, pero estaba casi muerto. ¿Lo ha visto?

—No.

—Una de nuestras patrullas trajo la noticia, y cuando el chiliarca lo supo, mandó buscarlo, pues es seguro que en un par de días necesitaremos los servicios de uno de ellos. Juran que no lo tocaron, pero tuvieron que traerlo en una litera. No sé si se trata de un camarada suyo, pero quizá quiera usted echar un vistazo.

Prometí que así lo haría, y después de agradecer la hospitalidad de los soldados los dejé allí. Dorcas me preocupaba; y las preguntas de los soldados, aunque bien intencionadas, llegaron a inquietarme. Había demasiadas cosas que no podía explicar: cómo había sido herido, por ejemplo, si no sería yo el hombre al que aludían los soldados, y de dónde había salido Dorcas. No entender estas cosas me intranquilizaba y hacía que me sintiera como cuando hay un período entero de nuestra vida que ha quedado a oscuras, y no importa a dónde haya llegado la última pregunta acerca de los temas prohibidos, la siguiente nos traspasará el corazón.

Dorcas estaba despierta y de pie junto a mi cama, donde alguien había dejado un plato de caldo humeante. Se alegró tanto al verme, que yo mismo me sentí feliz, como si la alegría fuera contagiosa como la peste.

—Creí que habías muerto —me dijo—. Habías desaparecido, y también tus ropas; creí que se las habían llevado para sepultarte con ellas.

—Me encuentro bien —dije—. ¿Qué sucedió anoche?

Dorcas se puso seria en seguida. Hice que se sentara a mi lado en la cama y comiera el pan que yo le había llevado y bebiera el caldo mientras me contestaba.

—Estoy segura de que recordarás haber luchado con aquel hombre que llevaba ese casco tan extraño. Te pusiste una máscara y entraste en la arena junto con él, aunque te rogué que no lo hicieras. Casi en seguida te hirió en el pecho y tú caíste. Recuerdo haber visto la hoja, una cosa horrible, como un gusano chato hecho de hierro, a medias metido en tu cuerpo y tiñéndose de rojo a medida que se bebía tu sangre.

»Luego se cayó. No sé cómo describirlo. Era como si todo lo que había visto hubiera estado equivocado. Pero no era así… recuerdo lo que vi. Te erguiste otra vez y parecías… yo no sé, como si te hubieras perdido, como si una parte tuya se hubiera alejado. Creí que iba a matarte en seguida, pero el éforo te protegió diciendo que debía permitirse que utilizaras el averno. El del hombre estaba quieto, como había estado el nuestro cuando lo arrancaste en aquel horrible lugar, pero el tuyo había empezado a retorcerse mientras el capullo se abría… creí que ya estaba abierto, una espiral blanca de pétalos… Pero ahora creo que yo había estado pensando demasiado en las rosas y que el capullo no había estado abierto. Había algo más debajo, una cara como la que tendría el veneno, si el veneno tuviera cara.

»Tú no lo notaste. Lo recogiste y el averno empezó a girar hacia ti, lentamente, como si estuviera despierto sólo a medias. Pero el otro hombre, el hiparca, no podía creer lo que había visto. No dejaba de mirarte mientras esa mujer, Agia, le gritaba algo. Y de pronto se volvió y escapó. Los que estaban mirando no querían que lo hiciera, querían ver morir a alguien. De modo que trataron de detenerlo y él…

Los ojos se le llenaron de lágrimas; volvió la cabeza para evitar que yo las viera.

—Golpeó a varios de ellos con el averno, y supongo que los mató. ¿Qué ocurrió luego? —pregunté.

—No fue sólo que él los golpeó. El averno los atacó, como una serpiente. Los que se cortaron con las hojas no murieron de inmediato, gritaron, y algunos de ellos echaron a correr y cayeron y se incorporaron y volvieron a correr, como si estuvieran ciegos, derribando a otra gente. Por fin un hombretón lo golpeó por detrás y una mujer que había estado luchando con alguien acudió blandiendo un braquemar y cortó el averno. Entonces algunos de los hombres sujetaron al hiparca y oí que la espada de la mujer chocaba contra el yelmo del hiparca.

»Tú permanecías allí, de pie. No estaba segura de que supieras siquiera que él había huido, y el averno se inclinaba hacia ti. Pensé en lo que había hecho la mujer y lo golpeé con tu espada. Al principio era muy, muy pesada, pero luego casi no la sentí. Cuando la bajé, pensé que podría haberle cortado la cabeza a un bisonte. Sólo que había olvidado quitarle la vaina. Pero te sacó el averno de la mano. Entonces te tomé del brazo y te llevé…

—¿A dónde? —pregunté.

Ella se estremeció y metió un pedazo de pan en el caldo humeante.

—No lo sé. No me importaba. Era tan bueno andar contigo, saber que te estaba cuidando como tú me habías cuidado a mí antes de que consiguiéramos el averno. Pero cuando llegó la noche tuve un frío terrible. Te envolví con la capa y te la cerré por delante y parecías no tener frío, de modo que tomé este manto y me abrigué con él. El vestido se me deshacía en pedazos. Todavía está deshaciéndose.

—Cuando estábamos en la taberna prometí comprarte otro.

Ella sacudió la cabeza mientras masticaba la dura corteza.

—Sabes, creo que esto es lo primero que como en mucho, mucho tiempo. Me duele el estómago, por eso bebí vino en la taberna, pero este caldo hace que me sienta mejor. No me daba cuenta de lo débil que estaba.

»No quería que me compraras un nuevo vestido allí, porque habría tenido que llevarlo mucho tiempo, y siempre me recordaría ese día. Pero puedes hacerlo ahora, si quieres, porque me recordará este día, en que creí que habías muerto cuando en realidad estabas bien.

»Luego, me las ingenié para traerte de vuelta a la ciudad. Busqué un lugar donde alojarnos para que pudieras descansar, pero sólo había grandes casas con terrazas y balaustradas. Ese tipo de edificios. Algunos soldados se acercaron al galope y preguntaron si eras un carnificario. Yo no conocía la palabra, pero recordé lo que me habías dicho, de modo que les dije que eras un torturador; porque los soldados siempre me parecieron una especie de torturadores y sabía que nos ayudarían. Trataron de que montaras a caballo, pero te caíste; entonces algunos de ellos ataron sus capas entre dos lanzas, pusieron los extremos en las correas de las espuelas de dos caballos, y te cargaron. Uno de ellos quiso llevarme en su montura, pero yo me negué. Caminé a tu lado a lo largo de todo el camino y a veces te hablaba, pero no creo que me oyeras.

Se bebió por completo el caldo que le quedaba.

—Ahora quiero hacerte una pregunta. Cuando me estaba lavando detrás del biombo, oí que tú y Agia susurraban algo acerca de una nota. Luego estabas buscando a alguien en la taberna. ¿Quieres hablarme de eso?

—¿Por qué no me lo preguntaste antes?

—Porque Agia estaba con nosotros. Si habías descubierto algo, no quería que ella lo supiera.

—Estoy seguro de que Agia podría descubrir cualquier cosa que yo descubriese — dije—. No la conozco bien, de hecho no creo que la conozca tanto como a ti, pero sí lo suficiente como para saber que es mucho más inteligente que yo.

Dorcas sacudió de nuevo la cabeza.

—Es la clase de mujer capaz de proponer enigmas a los demás, pero no de resolverlos ella misma. Creo que piensa… no sé… oblicuamente. De modo que nadie pueda seguirla. Es la clase de mujer que la gente dice que piensa como un hombre, pero esas mujeres no piensan en absoluto como hombres; en verdad piensan menos como los hombres que la mayoría de las mujeres. Tienen pensamientos que es difícil seguir, pero eso no significa que sean precisos ni profundos.

Le conté lo de la nota y lo que decía, y le mencioné que la había copiado en un papel de la taberna y había comprobado que se trataba del mismo papel y de la misma tinta.

—De modo que alguien la escribió allí —dijo pensativa—. Tal vez fuera algún sirviente; recuerdo que el tabernero llamó al mozo de cuadra. Pero ¿qué significa?

—No lo sé.

—Puedo decirte por qué fue puesta allí. Yo estaba sentada en ese taburete de cuerno antes de que tú lo ocupases. Me sentía feliz, lo recuerdo, porque tú te sentaste a mi lado. ¿Recuerdas si el camarero —debió de ser él el que llevó la nota, la haya escrito o no— puso allí la bandeja antes de que yo me fuera a bañar?

—Puedo acordarme de todo —dije—, salvo lo de anoche. Agia estaba sentada en una silla de lona plegable; tú en el diván, eso es exacto, y yo estaba junto a ella. Había estado llevando el averno en la pértiga además de la espada, y había dejado el averno horizontalmente detrás del diván. La ayudante de cocina vino con agua y toallas para ti, y luego se marchó en busca de trapos y aceite para mí.

—Teníamos que haberle dado algo —dijo Dorcas.

—Le di una oricreta por traer el biombo. Eso es con seguridad lo que cobra por una semana de trabajo. De cualquier modo, tú te metiste detrás del biombo y un momento más tarde el tabernero trajo al camarero con la bandeja y el vino.

—Por eso no la vi entonces. Pero el camarero tenía que saber dónde estaba yo sentada, pues no había otro sitio. De modo que la dejó debajo de la bandeja con la esperanza de que yo la viera al salir. Otra vez: ¿qué decía la primera parte?

—«La mujer que la acompaña ha estado aquí antes. No confíe en ella.» —Tiene que haber sido para mí. De haber sido para ti, hubieran hecho una distinción entre Agia y yo, el color del pelo, por ejemplo. Y si hubiera estado destinada a Agia, la habrían puesto en el otro lado de la mesa, donde ella pudiera verla.

—De modo que tú le recordaste a su madre a alguien.

—Sí. —Una vez más los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No tienes edad suficiente como para tener un niño capaz de escribir esa nota.

—No lo recuerdo —dijo, y escondió la cara entre los pliegues sueltos del manto pardo.

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