XVI — La tienda de harapos

Fue en esa caminata por las calles de la todavía adormilada Nessus cuando mi pena, que iba a obsesionarme con tanta frecuencia, me sobrecogió de veras por primera vez. Cuando estaba preso en la mazmorra, la enormidad de lo que había hecho, y la enormidad del correctivo que sin duda me impondría el maestro Gurloes, la habían mitigado. El día anterior, mientras caminaba por la Vía del Agua, la alegría de la libertad y la conmoción ante el exilio habían llegado a borrarla. Ahora me parecía que no había nada en todo el mundo más allá del hecho de la muerte de Thecla. Cada retazo de oscuridad entre las sombras, me recordaba su pelo; cada resplandor me recordaba su piel. Apenas podía resistir la tentación de volver corriendo a la Ciudadela para ver si no estaría aún sentada en la celda, leyendo a la luz de la lámpara de plata.

Encontramos un café con mesas alineadas a lo largo del borde de la calle. Era todavía bastante temprano como para que casi no hubiese tránsito. Un hombre muerto (había sido sofocado, creo, con un lambrequín, pues hay quien practica ese arte) yacía en la esquina. El doctor Talos le registró los bolsillos, pero no encontró nada.

—Bien, pues —dijo—. Tenemos que pensar. Tenemos que idear un plan.

Una camarera trajo tazas de moca y Calveros cogió una. La revolvió con el dedo índice.

—Amigo Severian, quizá es necesario que explique nuestra situación. Calveros, mi único paciente, y yo somos oriundos de la región que rodea el lago Diuturna. Nuestra casa se quemó, y necesitados de un poco de dinero para restaurarla, decidimos aventurarnos al extranjero. Mi amigo es un hombre de fuerza extraordinaria. Reúno una muchedumbre, él quiebra algunos leños y levanta diez hombres a la vez y yo vendo mis medicinas. No es mucho, dirá usted. Pero hay más. Tengo una obra y hemos conseguido alguna utilería. Cuando la situación es favorable, él y yo representamos ciertas escenas y aun invitamos a participar a algunos miembros de la audiencia. Ahora, amigo, dice usted que va hacia el norte, y por la cama en la que durmió anoche, entiendo que está sin fondos. ¿Puedo proponerle una aventura conjunta?

Calveros, que sólo pareció haber entendido la primera parte del parlamento, dijo lentamente: —No está del todo destruida. Las paredes son de piedra, muy gruesas. Parte de la bóveda se salvó.

—Exactamente. Planeamos restaurar nuestro querido y viejo hogar. Pero vea el dilema en que nos encontramos: estamos ahora de regreso y a medio camino, y el capital acumulado aún dista mucho de ser suficiente. Lo que propongo…

La camarera, una joven delgada con los cabellos desordenados, trajo un cuenco de gachas para Calveros, pan y fruta para mí y una pasta para el doctor Talos.

—¡Qué muchacha tan atractiva! —dijo éste.

Ella le sonrió.

—¿Puede sentarse con nosotros? Parece que no hubiera otros clientes.

Después de echar una mirada hacia la cocina, la camarera se encogió de hombros y acercó una silla.

—Quizá quiera un pedacito de esto… Yo estaré demasiado ocupado hablando como para comer algo tan seco. Y un sorbo de moca, si no tiene inconveniente en beber de mi taza.

Ella dijo: —Usted cree que él nos permitiría comer gratis ¿no? Pues no. Lo cobra todo a máximo precio.

—¡Ahí Entonces no es usted la hija del propietario. Temía que lo fuera. O su esposa. ¿Cómo puede haber resistido la tentación de detenerse a cortar semejante pimpollo?

—Hace sólo un mes que trabajo aquí. El dinero que dejan en la mesa es todo lo que recibo. Ustedes tres, por ejemplo: si no me dan nada, los habré servido por nada.

—¡Exactamente, exactamente! Pero ¿y esto? ¿In tentamos hacerle un obsequio precioso y usted lo rechaza? —El doctor Talos se inclinó hacia ella y me dio la impresión de que no sólo tenía cara de zorro (una comparación quizá demasiado fácil, porque las hirsutas cejas rojizas y la afilada nariz la sugerían en seguida) sino también de zorro embalsamado. He oído decir a los que se ganan la vida cavando, que no hay tierra en ningún lugar del mundo que al abrirla no descubra fragmentos pretéritos. No importa dónde se vuelva la pala, siempre descubre pavimentos rotos y metal herrumbrado; y los eruditos escriben que la especie de arena que los artistas llaman policroma (por que en su blancura se mezclan motas de todos los colores) no es en realidad arena, sino el vidrio del pasado, reducido ahora a polvo por eones de tumbos en el mar. Si hay capas de realidad bajo la realidad que vemos, al igual que hay capas de historia bajo el terreno que pisamos, en una de esas realidades más profundas la cara del doctor Talos era una máscara de zorro sobre una pared, y me maravilló ver cómo se volvía e inclinaba hacia la mujer, logrando mediante esos movimientos, que parecían hacer que expresión y pensamiento jugaran con la sombra de la nariz y las cejas, una asombrosa y realista apariencia de vivacidad.— ¿Lo rechazaría usted? —volvió a preguntar, y yo me sacudí como si despertara.

—¿A qué se refiere? —quiso saber la mujer—. Uno de ustedes es un canificario. ¿Me está hablando del obsequio de la muerte? El Autarca, de poros más brillantes que las mismas estrellas, protege la vida de sus súbditos.

—¿El regalo de la muerte? ¡Oh, no! —rió el doctor Talos—. No, mi querida. Ése siempre lo ha tenido. Lo mismo que él. No pretendemos darle lo que ya le pertenece. Él obsequio que le ofrecemos es la belleza, con la fama y la fortuna que de ella derivan.

—Si me está queriendo vender algo, le advierto que no tengo dinero.

—¿Venderle algo? ¡En absoluto! Muy por el contrario, le estamos ofreciendo un nuevo empleo. Yo soy un taumaturgo, y estos optimates son actores. ¿No ha soñado nunca con actuar en el teatro?

—Me parecieron de aspecto extravagante, los tres.

—Necesitamos una ingenua. Puede aspirar al papel, si quiere. Pero debe venir con nosotros ahora… no tenemos tiempo que perder y no volveremos a pasar por aquí.

—Volverme actriz no me hará hermosa.

—Yo la haré hermosa porque necesitamos una actriz. Ése es uno de mis poderes. — Se puso de pie.— Ahora o nunca. ¿Vendrá?

La camarera se puso también de pie mirándolo a la cara.

—Tengo que ir a mi habitación…

—¿Acaso tiene algo más que harapos? Necesito volverla atractiva y enseñarle la letra, todo en una jornada. No puedo esperar.

—Páguenme el desayuno, y le diré que me marcho.

—¡Tonterías! Como miembro de nuestra compañía, he de ayudar a conservar los fondos que nos harán falta para comprar sus vestidos. Y eso sin mencionar que se comió mi pasta. Páguelo usted misma.

Por un instante ella vaciló. Calveros dijo: —Puede confiar en él. El doctor tiene su propio estilo de concebir el mundo, pero miente menos de lo que la gente cree.

La voz profunda y lenta pareció comunicarle confianza.

—Muy bien —dijo—. Iré.

En unos instantes, los cuatro nos encontrábamos lejos, pasando junto a tiendas que aún estaban casi todas cerradas. Después de andar un rato, el doctor Talos anunció: —Y ahora, mis queridos amigos, tenemos que separarnos. Yo consagraré mi tiempo al realce de esta sílfide. Calveros, tú recogerás nuestro deteriorado proscenio y el resto de la utilería en la posada donde tú y Severian habéis pasado la noche… confío en que eso no presente dificultades. Severian, representaremos, creo, en el Cruce de Ctesifon. ¿Conoce el lugar?

Asentí, aunque no tenía idea de dónde se encontraba. La verdad es que no pensaba volver a reunirme con ellos.

Ahora bien, cuando el doctor Talos se alejó a paso rápido con la camarera trotando junto a él, me encontré solo con Calveros en la calle desierta. Ansioso por que él también se fuera, le pregunté a dónde iba. Más me parecía estar hablando con un monumento que con un hombre.

—Hay un parque cerca del río donde se puede dormir de día, aunque no por la noche. Cuando empiece a oscurecer, despertaré e iré a recoger nuestras pertenencias.

—Me temo que no tengo sueño. Iré a dar un vistazo por la ciudad —dije.

—Entonces lo veré en el Cruce de Ctesifon.

Por alguna razón, sentí que él sabía lo que yo estaba planeando.

—Sí —dije—. Por supuesto.

Tenía los ojos apagados de un buey cuando se volvió y se encaminó con pasos largos y esforzados hacia el Gyoll. Como el parque de Calveros quedaba en el este y el doctor Talos se había llevado a la camarera hacia el oeste, yo decidí andar hacia el norte y de ese modo continuar mi viaje hacia Thrax, la Ciudad de Estancias sin Ventanas.

Entre tanto, Nessus, la Ciudad Imperecedera, en la que había vivido toda mi vida, aunque la conocía tan poco, se extendía a mi alrededor. Avancé a lo largo de una ancha avenida empedrada, sin saber, ni preocuparme por saber, si se trataba de una calle lateral o principal. A cada lado había senderos elevados para peatones y un tercero en el centro, que servía para dividir el tránsito que iba hacia el sur del tránsito que iba hacia el norte.

A izquierda y derecha los edificios parecían brotar del suelo como granos plantados en hileras, empujándose unos a otros para ganar espacio. Pero ninguno era tan alto como el Torreón Grande, ni tan viejo; ninguno tenía los muros de metal de nuestra torre, de cinco pasos de grosor; sin embargo, en la Ciudadela no había ningún edificio que pudiera compararse con éstos en color u originalidad de concepción, ni tan novedoso o fantástico como cualquiera de estas estructuras, aunque se levantaran en medio de centenares de otras semejantes. Como es costumbre en algunos sectores de la ciudad, la mayor parte de estos edificios tenían tiendas en los niveles inferiores, aunque no habían sido edificados con este fin, sino como casas gremiales, basílicas, estadios, conservatorios, almacenes de tesoros, oratorios, asilos, fábricas, conventos, hospicios, lazaretos, molinos, refectorios, casas mortuorias, mataderos y casas de juegos. Los diseños reflejaban estas diferentes funciones, a la vez que un millar de distintas tendencias estéticas. Un paisaje erizado de torres y minaretes se apaciguaba por momentos en la tranquilidad de bóvedas y amplias rotondas; por los muros escarpados ascendían tramos de peldaños tan empinados como escalerillas de mano, y los balcones envolvían las fachadas cobijándolas en la intimidad de granados y limoneros.

Estaba admirando estos jardines colgantes en medio de un bosque de mármol blanco y rosa; ladrillos de sardónice rojo, azul grisáceo, crema y negro, y mosaicos verdes, amarillos y tirios, cuando la figura de un lansquenete que montaba guardia a la entrada de una caserna, me recordó la promesa que le había hecho al oficial de los peltastas la noche anterior. Como tenía poco dinero y sabía que necesitaría el abrigo de la capa de mi gremio por la noche, lo mejor sería comprar un manto de tela barata que pudiera echarme encima. Las tiendas se estaban abriendo, pero las que vendían ropa no parecían tener nada que conviniera a mis propósitos, o los precios eran demasiado altos para mí.

La idea de ejercitar mi profesión antes de llegar a Thrax no se me había ocurrido todavía, y de habérseme ocurrido, la hubiera desechado, suponiendo que habría tan poca demanda de los servicios de un torturador, que hubiese sido poco práctico ponerme a buscar a aquellos que los requerían. Creía, en suma, que el poco dinero que llevaba en el bolsillo, me alcanzaría hasta llegar a Thrax; y no tenía idea del monto de las recompensas que me serían otorgadas. De modo que miraba los ricos balmacanes y linares, los jubones de paduasoy, matelassé y un centenar de otras telas costosas, sin entrar en los sitios que las exhibían o ni siquiera detenerme para examinarlas.

Pronto mi atención se centró en otros artículos. Aunque yo nada sabía por ese entonces, miles de mercenarios estaban ofreciéndose para la campaña de verano. Había brillantes capas militares y mantas de montura, sillas de montar que resguardaban los riñones, gorras con visera rojas, ketenes de asta larga, abanicos de hojuelas de plata para transmitir señales, arcos curvados y recurvados para uso de la caballería, flechas en conjuntos idénticos de diez y veinte, estuches de cuero decorados con tachas doradas y de madreperla, y protectores que protegían la muñeca izquierda del arquero de la cuerda del arco. Cuando vi todo esto, recordé lo que el maestro Palaemon había dicho antes de que yo fuera ungido acerca del hecho de ir tras el tambor; y aunque había sentido algún desprecio por los marineros de la Ciudadela, me pareció oír el prolongado sonido de una carraca llamando al desfile y el brillante desafío que las trompetas lanzaban desde lo alto de las fortificaciones.

Cuando ya había olvidado por completo lo que estaba buscando, una mujer alta, de algo más de veinte años, salió de una de las tiendas oscuras para abrir las verjas. Llevaba un vestido de brocado multicolor sorprendentemente rico y andrajoso a la vez, y cuando la observé, el sol iluminó un desgarrón en la tela, justo debajo de la cintura, dando una palidez dorada a aquella zona de la piel.

No puedo explicar el deseo que experimenté por ella, entonces y después. De todas las mujeres que he conocido, ella fue, quizás, la menos hermosa… menos graciosa y voluptuosa que la que más he amado, mucho menos regia que Thecla. Era de altura media, nariz corta, pómulos anchos y de ojos pardos y rasgados. La vi abrir la verja, y la amé con un amor mortal y a la vez irresponsable.

Por supuesto, me acerqué a ella. No podría haberme resistido a aquel extraño encanto más de lo que hubiera resistido la ciega codicia de Urth, si hubiera caído de un acantilado. No sabía qué decirle y me aterraba la idea de que retrocediera ante mi espada y mi capa fulígena. Pero sonrió y hasta pareció admirar mi apariencia. Al cabo de un momento, en el que no dije nada, me preguntó qué quería; le pregunté si sabía dónde podría comprar un manto.

—¿Para qué lo quiere? —Tenía la voz más profunda de lo que había esperado.— Esa capa es tan hermosa. ¿Puedo tocarla?

—Por favor, si lo desea.

Alzó el borde y frotó suavemente la tela entre las palmas.

—Nunca vi un negro semejante… es tan oscuro que apenas si se alcanzan a ver los pliegues. Parece como si mi mano desapareciera. Y la espada. ¿Es eso un ópalo?

—¿Quiere examinarla también?

—No, no. En absoluto. Pero si realmente necesita un manto… —Hizo un ademán señalando el escaparate y vi que estaba lleno de ropas usadas de toda clase: jelabes, capotes, batas, cimares.— Muy barato. Verdaderamente razonable. Si entra, estoy segura de que encontrará lo que busca. —Entré por una puerta que hizo sonar una campanilla, pero la joven no me siguió como yo había esperado.

El interior estaba en penumbra, pero no bien hube mirado a mi alrededor, entendí por qué a la mujer no la había perturbado mi apariencia. El hombre que estaba tras el mostrador era más horripilante que cualquier torturador. La cara era casi una calavera, una cara con los ojos encajados en dos órbitas profundas, mejillas hundidas, y boca sin labios. Si no se hubiera movido o hablado, yo no habría creído en absoluto que estuviera vivo, ya que parecía un cadáver de pie detrás del mostrador, que cumplía allí el mórbido deseo de algún antiguo propietario.

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