XXXIV — La mañana

—¿Está usted dormido? —dijo el doctor Talos—. Espero que haya dormido bien.

—Tuve un sueño extraño. —Me puse de pie y miré a mi alrededor.

—Aquí sólo estamos nosotros. —Como calmando a un niño, el doctor Talos señaló a Calveros y las mujeres dormidas.

—Soñé que mi perro volvía y se echaba a mi lado. Hace años que lo he perdido. Aún podía sentir el calor de su cuerpo cuando desperté.

—Estaba acostado junto a una hoguera —señaló el doctor Talos—. Aquí no ha habido ningún perro.

—Un hombre vestido de modo muy similar al mío.

El doctor Talos negó con la cabeza.

—No podría haber dejado de verlo.

—Pudo haber dormitado.

—Sólo por la noche temprano. Estoy despierto desde las dos últimas guardias.

—Cuidaré el escenario y sus efectos —dije— si quiere acostarse ahora. —Lo cierto es que tenía miedo de volver a dormirme.

El doctor Talos pareció vacilar y luego dijo: —Eso es muy amable de su parte —y muy rígidamente se dejó caer sobre mi manta empapada de rocío.

Volví la silla de modo que yo pudiera contemplar el fuego, y me senté. Por algún tiempo estuve a solas con mis pensamientos. Primero pensé en el sueño y luego en la Garra, la poderosa reliquia que la casualidad había puesto en mis manos. Me sentí muy contento cuando Jolenta empezó a moverse; por fin se levantó y estiró sus miembros lozanos contra el cielo teñido de escarlata.

—¿Hay agua? —preguntó—. Quiero lavarme.

Le dije que creía que Calveros había traído el agua para nuestra cena desde donde se encontraba el bosquecillo; ella asintió y partió en busca de un arroyo. La aparición de Jolenta consiguió distraerme de mis pensamientos; la observé mientras se alejaba, y luego me volví hacia Dorcas. La belleza de Jolenta era perfecta. Ninguna otra mujer que hubiera visto podía aproximársele: la altura majestuosa de Thecla hacía que pareciese ruda y varonil en comparación, la rubia delicadeza de Dorcas era tan magra e infantil como Valeria, la muchacha olvidada que había encontrado en el Atrio del Tiempo.

Sin embargo, no me sentía atraído por Jolenta como me sintiera atraído por Agia; no la amaba como había amado a Thecla; y no deseaba la intimidad de pensamiento y sentimiento que había nacido entre Dorcas y yo, ni la creía posible. Como todo hombre que alguna vez la vio, la deseé, pero de la manera en que se desea a una mujer pintada en un cuadro. Y aun cuando la admirara (como lo había hecho la noche anterior en el escenario), no podía dejar de ver con cuánta torpeza andaba, ella, que inmóvil parecía tan graciosa. Esos muslos redondeados se rozaban entre sí, esa carne admirable pesaba en ella al punto que llevaba su voluptuosidad como otra mujer hubiera llevado un niño en el vientre. Cuando estuvo de vuelta, con unas gotas de agua clara brillándole en las pestañas y la cara tan pura y perfecta como la curva del arco iris, sentí como si todavía me encontrara solo.

—…dije que había fruta, si quiere. Anoche el doctor hizo que guardara un poco para el desayuno. —Estaba ronca, y parecía que le faltara el aliento. Yo la escuchaba como si fuera música.

—Lo siento —dije—. Estaba pensando. Sí, me gustaría comer algo de fruta. Muchas gracias.

—No se la traeré. Tendrá que ir usted mismo a buscársela. Está allí, detrás de ese soporte de armadura.

Lo que señalaba era en realidad una tela estirada sobre un marco de alambre plateado. Detrás de ella encontré un viejo cesto con uvas, una manzana y una granada.

—También a mí me gustaría comer un poco —dijo Jolenta—. Unas uvas, tal vez.

Se las alcancé, y pensando que Dorcas preferiría la manzana, la puse cerca de ella y escogí para mí la granada.

Jolenta sostuvo las uvas en alto.

—Cultivadas bajo vidrio por el hortelano de algún exultante… es demasiado temprano para que sean naturales. No creo que esta vida de cómico ambulante vaya a resultar tan mala, después de todo. Y además recibo la tercera parte del dinero.

Le pregunté si no había salido antes de gira con el doctor y el gigante.

—Usted no me recuerda ¿verdad? Creo que no. —Se metió una uva en la boca, y me pareció que se la tragaba entera.— No, nunca. Hubo un ensayo anterior, pero con esa muchacha incluida tan de pronto en la historia, tuvimos que cambiarlo todo.

—Con seguridad que yo alteré las cosas más que ella. Casi no apareció.

—Sí, pero usted tenía que aparecer. El doctor Talos interpretaba los papeles de usted mientras ensayábamos, además de los suyos, y me comunicó lo que usted debía decir.

—Dependía entonces de que nos encontráramos.

El mismo doctor se incorporó entonces, casi con un estallido. Parecía del todo despierto.

—Pues claro, claro. Le dijimos dónde nos encontraríamos cuando desayunamos, y si no hubiera aparecido anoche, habríamos representado «Grandes Escenas De», y hubiéramos esperado a otro día. Jolenta, ahora no recibirás la tercera parte de lo recaudado, sino la cuarta; es justo que lo compartamos con la otra mujer.

Jolenta se encogió de hombros y tragó otra uva.

—Despiértela ahora, Severian. Tenemos que marcharnos. Yo despertaré a Calveros. Luego empacaremos y repartiremos el dinero.

—No iré con usted —dije.

El doctor Talos me miró sorprendido.

—Tengo que volver a la ciudad. He de atender un asunto con la Orden de las Peregrinas.

—Entonces puede quedarse con nosotros hasta que lleguemos al camino principal. Será la forma más rápida de volver. —Quizá porque no me hizo preguntas, sentí que sabía más de lo que parecía saber.

Sin tener en cuenta nuestra conversación, Jolenta ahogó un bostezo.

—Tendré que dormir algo más antes de esta noche, o mis ojos no lucirán tan bien como sería necesario.

—Lo haré —dije—, pero me marcharé cuando lleguemos al camino.

El doctor Talos ya estaba despertando al gigante, sacudiéndolo y golpeándole los hombros con el bastón.

—Como desee —dijo, pero no supe si hablaba con Jolenta o conmigo. Le acaricié a Dorcas la frente y le susurré que era hora de ponernos en marcha.

—¿Por qué me despertaste? Estaba soñando el más bello de los sueños… Era tan real.

—También yo… antes de despertar, quiero decir.

—¿Hace mucho que has despertado, entonces? ¿Esa manzana es para mí?

—Me temo que será todo tu desayuno.

—Es todo lo que me hace falta. Mírala, qué redonda es, qué roja. ¿Cómo es aquello de «Rojo como las manzanas…» No lo recuerdo. ¿Quieres un mordisco?

—Ya he comido. Una granada.

—Pude suponerlo por las manchas que tienes en la boca. Creí que habrías estado chupando sangre toda la noche. —Me mostré sin duda desagradablemente sorprendido, porque en seguida añadió:— Bueno, parecías un murciélago negro inclinado sobre mí.

Calveros estaba sentado ahora, y se frotaba los ojos con las manos como un niño desdichado. Dorcas le dijo por sobre el fuego: —Es terrible tener que levantarse tan temprano ¿no es cierto, don? ¿También usted soñaba?

—Ningún sueño —respondió Calveros—. Nunca sueño. —(El doctor Talos me miró y sacudió la cabeza como diciendo: Muy poco saludable.} —Le daré algunos de los míos, entonces. Severian dice que también él tiene muchos.

Aunque despierto por completo, Calveros se quedó mirándola extrañado. —¿Quién es usted?

—Yo… —Dorcas se volvió hacia mí, asustada.

—Dorcas —dije yo.

—Sí, Dorcas. ¿No lo recuerda? Nos conocimos detrás del telón, anoche. Usted… su amigo nos presentó y dijo que yo no debía tenerle miedo porque sólo fingía lastimar a la gente. En el espectáculo. Yo dije que lo entendía, porque Severian hace cosas terribles, pero en realidad es tan bueno… —Dorcas volvió a mirarme.— Tú lo recuerdas, Severian, ¿no?

—Pues claro. No creo que tengas que preocuparte por Calveros sólo porque lo ha olvidado. Es corpulento, lo sé, pero esa talla es como mis ropas fulígenas… le hace parecer mucho peor de lo que es.

Calveros le dijo a Dorcas: —Tiene usted una magnífica memoria. Me gustaría poder recordarlo todo de ese modo. —La voz le resonaba como un rodar de piedras pesadas.

Mientras hablábamos, el doctor Talos había traído la caja con el dinero. La hizo resonar para interrumpir nuestra conversación.

—Venid, amigos, os he prometido una distribución justa y equitativa de los beneficios de nuestra representación, y cuando eso se haya acabado, será hora de ponernos en camino. Vuélvete, Calveros, y extiende la manos sobre tu regazo. Sieur Severian, señoras, ¿queréis acercaros también?

Yo había notado, por supuesto, que cuando habló de repartir las contribuciones de la noche anterior, el doctor había especificado que serían divididas en cuatro partes; pero yo había supuesto que quien no recibiría nada sería Calveros, pues parecía el esclavo del doctor. Ahora, sin embargo, después de revolver el contenido de la caja, el doctor Talos puso un brillante asirni en las manos del gigante, me dio otro a mí, un tercero a Dorcas y un puñado de oricretas a Jolenta; luego empezó a distribuir oricretas de una en una.

—Notaréis que hasta ahora todo es dinero legítimo —dijo—. Lamento informaros que hay aquí además un número bastante crecido de monedas dudosas. Cuando la especie no sujeta a duda se haya acabado, cada uno de vosotros tendrá su parte de ellas.

—¿Ha tomado ya la suya, doctor? —preguntó Jolenta—. Creo que los demás tendríamos que haber estado presentes.

Las manos del doctor Talos, que venían trasladándose de cada uno de nosotros al siguiente mientras contaba las monedas, se detuvieron un momento.

—Yo no tengo participación —dijo.

Dorcas me miró como para confirmar lo que pensaba y murmuró: —Eso no parece justo.

—No es justo, doctor —dije—, usted participó en el espectáculo de anoche como cualquiera de nosotros, y recogió el dinero, y por lo que he visto, procuró el escenario y los decorados. En el peor de los casos tendría que recibir una parte doble.

—Yo no tomo nada —dijo el doctor Talos con lentitud. Era la primera vez que lo veía confundido—. Me complace dirigir lo que ahora puedo llamar la compañía. Escribí la pieza que representamos y como… —(miró alrededor de él como buscando una comparación)— … como esa armadura de allí desempeño mi parte. Estas cosas constituyen mi placer, y son toda la recompensa que necesito.

»Ahora bien, amigos, habréis observado que hemos quedado reducidos a unas pocas oricretas y que no son suficientes para completar otra vez la ronda. Para ser preciso, sólo quedan dos. Quien lo desee puede quedarse con ellas siempre que renuncie a los aes y las monedas dudosas. ¿Severian? ¿Jolenta?

Con cierta sorpresa de mi parte, Dorcas dijo: —Yo me quedo con ellas.

—Muy bien. No he de discriminar la distribución del resto, sencillamente lo repartiré. Advierto a los que lo reciban, que tengan cuidado al pasarlo. Hay sanciones para estas cosas, aunque fuera del Muro… ¿Qué es esto?

Me volví y vi a un hombre vestido con gastadas ropas grises que avanzaba hacia nosotros.

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