II — Severian

La memoria me oprime. Habiendo sido criado entre los torturadores, nunca conocí a mis padres. Mis hermanos aprendices tampoco conocían a los suyos. A veces, pero sobre todo cuando el invierno se acerca, unos pobres desdichados vienen a suplicar a la Puerta del Cadáver, con la esperanza de ser admitidos en nuestro antiguo gremio. A menudo entretienen al hermano portero narrándole los tormentos que están dispuestos a infligir en pago de abrigo y comida; a veces traen animales como muestra de lo que hacen.

Se los rechaza a todos. Las tradiciones de nuestros días de gloria, anteriores a la degeneración actual, y a la anterior, y aun a la más anterior, una edad cuyo nombre apenas recuerdan hoy los eruditos, prohíben el reclutamiento de esa gente. Aun en el tiempo del que escribo, cuando el gremio había quedado reducido a dos maestros y menos de una veintena de oficiales, se respetaban esas tradiciones.

Desde niño lo recuerdo todo. Lo primero es haber apilado piedras en el Patio Viejo. Se encuentra al sur y al este del Torreón de las Brujas, y está separado del Patio Grande. El muro que nuestro gremio tenía que ayudar a defender estaba en ruinas ya entonces, con una gran abertura entre la Torre Roja y la del Oso, por cuyas derrumbadas placas de metal refractario solía yo trepar para mirar desde lo alto la necrópolis que desciende por ese lado de la colina.

Cuando fui mayor, la necrópolis se convirtió en mi campo de juegos. Los senderos serpenteantes eran patrullados durante las horas del día, pero los centinelas se interesaban mucho más en las tumbas recientes del terreno más bajo, y sabiendo que éramos torturadores, rara vez se atrevían a expulsarnos de nuestros escondites en los bosquecillos de cipreses.

Se dice que nuestra necrópolis es la más antigua de Nessus. Eso es por cierto falso, pero el error mismo es testimonio de verdadera antigüedad, aunque los autarcas no eran sepultados allí, ni siquiera cuando la Ciudadela era una fortaleza, y las grandes familias — entonces como ahora— preferían disponer de sus muertos de largos miembros en bóvedas privadas. Pero los armígeros y los optimates de la ciudad preferían las cuestas más elevadas, cerca del muro de la Ciudadela; y los comunes, más pobres, yacían debajo hasta los últimos extremos de las tierras llanas, apretados contra las viviendas que llegaron a bordear el Gyoll, cuyas orillas ocupaban los alfareros. De niño rara vez iba solo hasta tan lejos; ni siquiera recorría la mitad del camino.


Éramos siempre tres: Drotte, Roche y yo. Más tarde intervino Eata, el mayor de los demás aprendices. Ninguno de nosotros había nacido entre los torturadores, pues nadie nace entre ellos. Se dice que en tiempos antiguos había en el gremio hombres y mujeres, y que tenían hijos e hijas que eran iniciados en los misterios, como se hace ahora entre los fabricantes de lámparas y los herreros y muchos otros. Pero Ymar el Casi Justo, al observar lo crueles que eran las mujeres, y cuan a menudo se excedían en los castigos que él había decretado, ordenó que ya no hubiera mujeres entre los torturadores.

Desde entonces nuestro número se mantiene sólo con los hijos de los que caen en nuestras manos. En nuestra Torre Matachina una cierta barra sale de un tabique a la altura de la ingle de un hombre. Los niños bastante pequeños como para mantenerse erguidos debajo de ella, son criados como propios; y cuando nos envían una mujer encinta, la abrimos, y si el bebé respira, y si se trata de un niño, contratamos una nodriza. Así ha sido desde los tiempos de Ymar, y esos días se han perdido en el olvido hace ya centenares de años.

De modo que ninguno de nosotros conoce a sus ancestros. Cualquiera de nosotros hubiera elegido un exultante, si pudiera, y es un hecho que nos entregan a muchas personas de alto linaje. Cuando éramos niños cada cual hacía sus conjeturas, e intentaba interrogar a los hermanos mayores entre los oficiales, aunque éstos se encerraban en su propia amargura y decían poco. En el año de que hablo, Eata, que se creía descendiente de esa familia, dibujó en el techo y sobre su camastro las armas de uno de los grandes clanes del Norte.

Yo, por mi parte, había adoptado como propio el emblema grabado en bronce sobre la entrada de cierto mausoleo. Era una fuente que se levantaba sobre las aguas con una nave volant, y debajo una rosa. La puerta había sido arrancada hacía mucho; en el suelo había dos ataúdes vacíos. Tres más, demasiado pesados para que yo pudiera moverlos y todavía intactos, aguardaban en los salientes a lo largo de una pared. Ni los ataúdes cerrados ni los abiertos eran el atractivo del lugar, aunque a veces yo me echaba a descansar en lo que quedaba del relleno de estos últimos. Lo que quizá más me atraía era la pequeñez del recinto, las gruesas paredes de mampostería y la estrecha y única ventana enrejada, junto con la puerta falsa (macizamente pesada) que estaba siempre abierta.

A través de la ventana y la puerta podía mirar sin ser visto toda la brillante vida de los árboles y los arbustos y la hierba de fuera. Los jilgueros y los conejos que huían tan pronto como yo me aproximaba, no podían oírme ni olfatearme cuando yo estaba allí. Observé cómo el cuervo hacía su nido, y después alimentaba a sus polluelos a dos codos de mi cara. Vi al zorro que pasaba trotando con el rabo alzado; y una vez aquel zorro gigante, casi mayor que los más grandes sabuesos y que los hombres llaman lobo melenudo, pasó de prisa al atardecer empeñado en vaya uno a saber qué cometido desde las zonas arruinadas del sur. El cara-cara maldijo a las víboras por mí y el halcón remontó vuelo desde la cima de un pino.

Basta un momento para describir estas cosas que observé durante tanto tiempo. Las décadas de un saros no me bastarían si intentara descubrir todo lo que significaron para el pequeño aprendiz andrajoso que yo era entonces. Dos pensamientos (que eran casi sueños) me obsesionaban, lo que los volvía infinitamente preciosos. El primero era que en un tiempo no muy distante, el tiempo mismo se detendría… los días coloridos que se habían prolongado a lo largo de tantos años como las cadenas de pañuelos de un prestidigitador, acabarían para siempre, el torvo ojo del sol se cerraría al fin. El segundo era que había en algún sitio una luz milagrosa —que a veces yo imaginaba como una vela y otras como una antorcha— que daba vida al objeto iluminado, de modo que la hoja arrancada de un arbusto desarrollaba patas esbeltas y antenas temblorosas, y un tosco pincel pardo abría unos ojos negros y se escurría subiendo a un árbol.

Sin embargo, a veces, sobre todo durante las horas somnolientas de alrededor del mediodía, había poco que observar. Entonces me volvía otra vez hacia el blasón y me preguntaba qué tendrían que ver conmigo un barco, una rosa y una fuente, y miraba fijamente el bronce funerario que yo había encontrado, limpio y guardado en un rincón. El muerto yacía cuan largo era, y tenía cerrados los ojos, de pesados párpados. A la luz que atravesaba el ventanuco le miré la cara y pensé en la mía, que se reflejaba en el metal pulido. Mi nariz recta, mis ojos profundamente encajados en las órbitas, y mis mejillas hundidas se parecían mucho a los de él, y deseaba saber si también sus cabellos habían sido oscuros como los míos.

En invierno rara vez iba a la necrópolis, pero en verano ese violado mausoleo y otros semejantes me procuraban sitios de observación y sereno reposo. Drotte, Roche y Eata también venían, pero nunca los guié hasta mi refugio favorito, y ellos, lo sabía, tenían lugares secretos propios. Cuando estábamos juntos rara vez nos escurríamos dentro de una tumba. En cambio hacíamos espadas con ramas y librábamos continuas batallas o arrojábamos pinas a los soldados o dibujábamos tableros sobre la tierra de las tumbas recientes y jugábamos a las damas con piedras, cuerdas, caracoles y candilejas.

También nos divertíamos en el laberinto que era la Ciudadela y nadábamos en la gran cisterna bajo el Torreón de la Campana. El lugar era frío y húmedo, inclusive en el verano, bajo el techo abovedado junto al estanque circular de aguas infinitamente profundas y oscuras. Pero apenas era peor en invierno, y tenía la suprema ventaja de ser un lugar prohibido, de modo que nos deslizábamos hasta allí en secreto, cuando se suponía que estábamos en alguna otra parte, y no encendíamos las antorchas hasta después de haber cerrado detrás de nosotros la compuerta enrejada. Entonces, cuando las llamas subían desde el alquitrán ardiente, ¡cómo bailaban nuestras sombras sobre esos fríos muros!

Como ya dije, el otro lugar donde nadábamos era el Gyoll, que atraviesa Nessus como una gran serpiente fatigada. Cuando llegaba el tiempo cálido, íbamos juntos hasta allí a través de la necrópolis: primero dejábamos atrás los viejos sepulcros consagrados que estaban más cerca del muro de la Ciudadela, luego marchábamos entre las jactanciosas casas mortuorias de los optimates, después atravesábamos la selva de piedra de los monumentos comunes (tratábamos de parecer muy respetables cuando teníamos que pasar junto a los guardias corpulentos apoyados sobre sus pértigas). Y por fin cruzábamos la llanura donde había montículos desnudos que señalaban la inhumación de los pobres, montículos que se convertían en charcas después de la primera lluvia.

En el margen más bajo de la necrópolis se levantaba el portal de hierro que ya he descrito. A través de él se transportaban los cuerpos destinados a los yacimientos del alfarero. Cuando dejábamos atrás esos portones herrumbrosos, sentíamos por primera vez que estábamos realmente fuera de la Ciudadela, y por tanto infringiendo claramente las reglas que gobernaban nuestras idas y venidas. Creíamos (o fingíamos hacerlo) que seríamos torturados si nuestros hermanos mayores descubrían la infracción; en realidad, no sufriríamos nada peor que una tunda, tal es la bondad de los torturadores a los que yo iba a traicionar.

Mucho mayor peligro había para nosotros en los elevados edificios de apartamentos que bordeaban la calle sucia por donde marchábamos. A veces pienso que el gremio ha durado tanto tiempo porque encauza de alguna manera el odio del pueblo, desviándolo del Autarca, los exultantes y el ejército y aun, en cierto grado, de los pálidos cacógenos que a veces visitan Urth desde las estrellas más lejanas.

El mismo presentimiento que indicaba a los guardianes nuestra identidad, parecía informar también a los residentes de los edificios; a veces nos arrojaban agua sucia desde las ventanas altas, y nos seguía un murmullo de enfado. Pero el miedo que engendraba ese odio también nos protegía. No se empleaba verdadera violencia contra nosotros, y una o dos veces, cuando se sabía que algún braviograve tiránico o un burgués venal había sido entregado a la misericordia del gremio, recibíamos vociferantes sugerencias sobre qué hacer con él: la mayoría obscenas y muchas imposibles.

En el lugar donde nos bañábamos, el Gyoll había perdido sus orillas naturales cien años atrás. Aquí había una extensión de nenúfares azules de dos cadenas de ancho encerrada entre paredes de piedra. Peldaños destinados al desembarco de botes conducían al río en diversos puntos; los días de calor cada uno de los peldaños era ocupado por una pandilla de diez o quince muchachos pendencieros. Nosotros cuatro no teníamos tanta fuerza como para dispersar a esos grupos, pero ellos no podían (o por lo menos no querían) negarse a admitirnos, aunque nos amenazaban siempre que nos acercábamos, y luego se burlaban de nosotros cuando estábamos entre ellos. Pero poco después, empezaban a alejarse dejándonos dueños exclusivos del lugar hasta el próximo día de natación.

Decidí describir todo esto, porque nunca volví allí desde el día en que salvé a Vodalus. Drotte y Roche creían que era porque yo temía que nos quedásemos afuera después de cerrar. Eata sospechaba la verdad, creo; antes de acercarse demasiado a la virilidad, los muchachos tienen casi una intuición femenina. Fue a causa de los nenúfares.

La necrópolis nunca me pareció una ciudad de muerte; sé que las rosas purpúreas (que otros consideran tan horribles) cobijan centenares de pequeños animales y pájaros. Las ejecuciones que he visto, y las que yo mismo he llevado a cabo tan a menudo, no son más que un oficio, una carnicería de seres humanos que en general son menos inocentes y menos valiosos que el ganado. Cuando pienso en mi propia muerte o en la muerte de alguien que ha sido bueno conmigo, o aun en la muerte del sol, la imagen que acude a mi mente es la del nenúfar, con sus lustrosas hojas pálidas y sus flores azules. Bajo la flor y las hojas hay raíces negras delgadas que se hunden profundamente en las aguas oscuras, y que son tan delgadas y fuertes como cabellos.

Cuando éramos jóvenes nada pensábamos de esas plantas. Chapoteábamos y flotábamos entre ellas, las hacíamos a un lado sin tenerlas en cuenta. El perfume de los nenúfares contrarrestaba hasta cierto punto el hedor pestilente del agua. El día que salvé a Vodalus, me zambullí bajo un denso grupo de plantas como había hecho miles de veces.

Ya no subí. De algún modo, había penetrado en una región donde las raíces parecían mucho más gruesas que las que yo conocía. Estaba atrapado por un centenar de redes a la vez. Tenía los ojos abiertos, pero no podía ver nada, sólo la telaraña negra de las raíces. Me eché a nadar, y sentí que aunque mis brazos y piernas se movían entre millones de finos zarcillos, mi cuerpo no avanzaba. Los agarré a puñados y los desgarré, pero seguía tan inmovilizado como antes. Parecía que los pulmones se me subían a la garganta sofocándome, como si fueran a estallar. El deseo de tomar aliento, de absorber el oscuro fluido frío que me rodeaba, era abrumador.

Ya no sabía en qué dirección se encontraba la superficie y no tenía tampoco conciencia del agua como agua. No sentía ningún miedo, aunque sabía que estaba muriéndome, o quizá ya estuviera muerto. Un tintineo fuerte y muy desagradable me sonó en los oídos, y empecé a tener visiones.

El maestro Malrubius, que había muerto varios años atrás, nos despertaba tamborileando sobre el tabique con una cuchara: ése era el sonido metálico que yo había oído. Yacía en mi camastro incapaz de levantarme, aunque Drotte y Roche y los muchachos más jóvenes estaban todos de pie, bostezando y buscando sus ropas. La capa del maestro Malrubius cayó hacia atrás; pude verle la piel caída del pecho y el vientre donde el tiempo había destruido músculos y grasa. Tenía un triángulo de vello en el vientre, gris como el moho. Traté de llamarlo, de decirle que yo estaba despierto, pero no podía hablar. El maestro echó a andar a lo largo del tabique, golpeando siempre con la cuchara. Al cabo de un tiempo que pareció muy largo, llegó a la portilla, se detuvo y se asomó. Yo sabía que me estaba buscando en el Patio Viejo de abajo.

Pero yo no podía ver muy lejos. Me encontraba en una de las celdas, bajo el cuarto de exámenes. Estaba allí tendido mirando el techo gris. Una mujer gritó, pero no pude verla, y yo oía menos sus sollozos que el repetido tintineo de la cuchara. La oscuridad se cerró sobre mí, pero en esa oscuridad asomó el rostro de la mujer, tan enorme como la cara verde de la luna. No era ella la que lloraba; yo aún podía oír los sollozos, pero esta cara me pareció impasible, plena, en verdad de esa especie de belleza que apenas admite expresión. Tendió las manos hacia mí, e inmediatamente me convertí en un pichón que yo había sacado de su nido el año anterior, esperando poder domesticarlo y enseñarle a que se posara en mi dedo. Las manos de la mujer, tan largas como los ataúdes en los que a veces descansaba en mi mausoleo secreto, me atraparon, me llevaron hacia arriba y me lanzaron luego hacia abajo, lejos de la cara de ella, y del sonido de sollozos, abajo, a la negrura, hasta que di contra lo que tomé por el fondo de lodo e irrumpí a través de él en un mundo de luz bordeado de negro.

Aún no podía respirar. Ya no lo necesitaba, y el pecho no se me movía. Me deslizaba a través del agua, aunque no sabía cómo. (Luego supe que Drotte me había arrastrado tirándome del pelo.) En seguida estuve tendido sobre las frías piedras lodosas junto con Roche, luego Drotte, luego Roche otra vez, que me echaba aliento en la boca. Yo me encontraba envuelto en ojos, como en los repetitivos dibujos de un caleidoscopio, y creí que algún defecto de mi propia visión multiplicaba los ojos de Eata.

Por último me aparté de Roche y vomité grandes cantidades de agua negra. Después me sentí mejor. Pude sentarme y respirar otra vez de manera algo torpe, y aunque no tenía fuerzas y las manos me temblaban, era capaz de mover los brazos. Los ojos a mi alrededor pertenecían a gente real, los ciudadanos de los edificios de apartamentos de la ribera. Una mujer trajo un cuenco con algo caliente que beber; no supe si era sopa o té, sólo que era un líquido caliente, algo salado, y que olía a humo. Fingí beber y descubrí más tarde que tenía unas leves quemaduras en los labios y la lengua.

—¿Estabas intentándolo? —preguntó Drotte—. ¿Cómo has subido?

Yo sacudí la cabeza.

Alguien de entre la muchedumbre dijo: —Salió disparado del agua.

Roche me ayudó a mantener firmes las manos.

—Creímos que saldrías por otro sitio. Que nos estabas haciendo una broma.

Yo dije: —Vi a Malrubius.

Un viejo, un botero, a juzgar por sus ropas sucias de alquitrán, apretó el hombro de Roche.

—¿Ése quién es?

—Fue maestro de aprendices. Ha muerto.

—¿No era una mujer? —El viejo estaba aferrado a Roche, pero me miraba a mí.

—No, no —le dijo Roche—. No hay mujeres en el gremio.

A pesar de la bebida caliente y del calor del día, yo tenía frío. Uno de los muchachos con los que a veces peleábamos trajo una manta polvorienta y me envolví en ella; pero pasó tanto tiempo antes de que yo fuera capaz de enderezarme y andar, que cuando llegamos al portal de la necrópolis, la estatua de la Noche sobre el mesón de la orilla opuesta era un minúsculo rasguño negro en el campo llameante del sol, y el portal mismo estaba cerrado.

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