XXII — Dorcas

Cuando oí por primera vez hablar de él, me había imaginado que el averno crecería en macizos, como las flores del invernadero de la Ciudadela. Más tarde, cuando Agia me hubo contado más acerca del Jardín Botánico, imaginé un lugar como la necrópolis donde jugaba de niño, con árboles y tumbas desmoronadas y senderos pavimentados de huesos.

La realidad era muy diferente: un lago oscuro en un pantano infinito. Los ácoros casi nos impedían caminar, y silbaba un viento frío al que parecía que nada detendría hasta llegar al mar. Crecían juncos junto al sendero por el que andábamos, y una vez o dos un ave acuática levantó el vuelo, dibujando un negro perfil contra un cielo nuboso.

Le había estado hablando a Agia de Thecla. Ahora ella me tocó el brazo.

—Puedes verlos desde aquí, aunque tendremos que ir hasta la mitad del lago para coger uno. Mira donde señalo… esa mancha blanca.

—Desde aquí no parecen peligrosos.

—Han dado cuenta de mucha gente, te lo puedo asegurar. Hasta es posible que algunas víctimas estén enterradas en este jardín.

De modo que había tumbas después de todo. Le pregunté dónde estaban los mausoleos.

—No los hay. Tampoco ataúdes, ni urnas mortuorias ni nada por el estilo. Mira el agua que te empapa los pies.

Lo hice. Era parda como el té.

—Tiene la propiedad de preservar los cadáveres.

Les meten plomo a los cuerpos por la garganta y luego los hunden aquí, señalando antes la posición en un mapa para poder pescarlos en caso de que alguien quiera verlos.

Yo había estado dispuesto a jurar que no había nadie a una legua de distancia de donde nos encontrábamos. O cuando menos (si, tal como se suponía, los segmentos del edificio de cristal realmente limitaban espacios) dentro de los límites del Jardín del Sueño Infinito. Pero no bien Agia hubo callado, cuando la cabeza y los hombros de un viejo aparecieron por entre los juncos a una docena de pasos de distancia.

—¡No es cierto! —gritó—. Sé que eso es lo que dicen, pero no es cierto.

Agia, que había dejado que el corpiño del vestido desgarrado le colgara de cualquier modo, se lo sujetó en seguida.

—No sabía que estuviera hablando con nadie además de mi compañero.

El viejo no tuvo en cuenta el reproche. Sin duda estaba demasiado concentrado en la observación que había alcanzado a oír como para prestarle demasiada atención.

—Tengo aquí la cifra… ¿quieren verla? Usted, joven sieur… cualquiera puede notar que es una persona instruida. ¿Quiere mirar? —Parecía llevar una pértiga. Vi que la cabeza se alzaba y descendía varias veces, y al fin comprendí que empujaba alguna clase de embarcación hacia nosotros.

—Más dificultades —dijo Agia—. Mejor que nos vayamos.

Pregunté si no sería posible que el viejo nos transportara a través del lago, para evitar el largo rodeo de una caminata.

El viejo sacudió la cabeza.

—Demasiado peso para mi pequeño bote. Aquí sólo hay lugar para Cas y para mí. Con ustedes dentro, zozobraríamos.

La proa apareció a la vista y advertí que había dicho la verdad: el esquife era tan pequeño que ya no parecía pedirle demasiado que mantuviera al mismo viejo a flote, aunque estaba encorvado y reducido por la edad (parecía aún más viejo que el maestro Palaemon), al punto de que difícilmente pesaría más que un niño de diez años. Nadie lo acompañaba.

—Con su perdón, sieur —dijo—. Pero no puedo acercarme más. Tal vez esté mojado, pero no lo suficiente para que yo pueda seguir. Si se acerca al borde, le mostraré la cifra.

Sentí curiosidad por saber qué quería de nosotros, de modo que hice lo que me pedía; Agia me siguió de mala gana.

—Aquí está. —El viejo metió la mano dentro de la túnica y sacó un pequeño pergamino.— Aquí está la posición. Eche una mirada, joven sieur.

El pergamino estaba encabezado por un nombre al que seguía una larga descripción del lugar en que esa persona había vivido, con quién se había casado y qué había hecho él para ganarse la vida; todo lo cual fingí leer con gran atención. Bajo la descripción había un mapa toscamente trazado y dos números.

—Como usted ve, señor, debería ser bastante fácil. Este primer número, son los pasos desde el Fulstruam hacia el otro lado. El segundo número, hacia éste. Pues bien ¿puede usted creerme que todos estos años he estado tratando de encontrarla y no me ha sido posible? —Mirando a Agia, se enderezó hasta casi parecer erguido.

—Le creo —dijo Agia—, si eso le satisface. Pero lamento saberlo. Todas esas cosas nada tienen que ver con nosotros.

Se volvió para marcharse, pero el viejo extendió la pértiga para impedir que yo la siguiera.

—No haga caso de lo que dicen. Los ponen donde la cifra indica, pero no permanecen allí. Algunos han sido vistos en el río. —Miró vagamente hacia el horizonte.— Allí.

Le dije que dudaba que eso fuera posible.

—Toda esta agua que usted ve, ¿de dónde cree que viene? Hay un conducto subterráneo que la trae, si no fuera así, todo este lugar se secaría. Cuando empiezan a moverse de un lado al otro ¿qué le impediría a alguno atravesarlo a nado? ¿Qué se lo impediría a veinte? No existen corrientes que valga la pena nombrar. Usted y ella… vienen a buscar un averno ¿no es cierto? Por empezar ¿sabe por qué los plantaron aquí?

Negué con la cabeza.

—Por los manatíes. Están en el río y solían venir nadando hasta aquí por el conducto. Los parientes se asustaban al ver las caras que asomaban en el lago, de modo que el padre Inire hizo que los jardineros plantaran los avernos. Yo estaba aquí y lo vi. Es sólo un hombre pequeño con el cuello torcido y las piernas arqueadas. Si un manatí viniera ahora, esas flores lo matarían por la noche. Una mañana vine a buscar a Cas como hago siempre, a no ser que tenga que cuidar alguna otra cosa, y había dos conservadores en la orilla con un arpón. Un manatí muerto en el lago, dijeron. Yo salí con mi gancho y lo rescaté, pero no era un manatí, sino un hombre. Había escupido el plomo o no le habían metido la cantidad suficiente. Tenía tan buen aspecto como usted o como ella, y mejor que el mío, desde luego.

—¿Hacía mucho que había muerto?

—No hay modo de saberlo, porque el agua aquí los escabecha. Habrá oído decir que la piel se les pone como cuero y de verdad que es así. Pero no piense en la suela de unas botas cuando lo oiga, sino más bien en unos guantes de mujer.

Agia se nos había adelantado mucho y yo empecé a andar tras ella. El viejo nos seguía impulsando el esquife junto al sendero cubierto de ácoros.

—Les dije que habían tenido más suerte en un día que yo en cuarenta años. He aquí mis aparejos. —Sostuvo en alto un garfio de hierro atado a una cuerda.— No que no los haya atrapado en abundancia, y de muchas clases. Pero no a Cas. Empecé donde indicaba la cifra, al año siguiente de que ella hubiera muerto. No se encontraba allí, de modo que comencé a alejarme poco a poco. Al cabo de cinco años me encontraba lejos del lugar indicado, o así lo pensé entonces. Tuve miedo de que estuviera allí después de todo, de modo que empecé de nuevo. Primero, en el sitio indicado, luego, alejándome. Durante diez años. Volví a tener miedo, así es que lo que hago ahora es empezar por la mañana en el sitio indicado y arrojo allí mi garfio. Después voy al sitio donde abandoné la búsqueda la última vez, y me alejo en círculo algo más. Ella no está donde dice la cifra, lo sé; conozco a todos los que se encuentran allí ahora, y a algunos los he pescado cien veces. Pero ella anda errante, y sigo pensando que quizá vuelva.

—¿Era la esposa de usted?

El hombre asintió con la cabeza y me sorprendió que no dijera nada.

—¿Por qué quiere recuperar el cuerpo?

No me respondió. La pértiga no hacía ningún ruido al entrar y salir del agua; el esquife dejaba una ligera estela por detrás, y unas ondas minúsculas lamían los bordes de la senda de ácoros.

—¿Está seguro de que si la encontrara después de tanto tiempo la reconocería?

—Sí… sí. —Asintió con la cabeza, lentamente al principio, luego con más vigor.— Estará usted pensando que la saqué, le miré la cara y volví a arrojarla al agua. ¿No es cierto? Imposible. ¿Cómo no reconocer a Cas? Se preguntaba usted por qué quería recuperarla. Una de las razones es que el recuerdo que tengo de ella, el más fuerte, es el del agua parda al cubrirle la cara. Los ojos cerrados. ¿Conoce eso?

—No sé bien a qué se refiere.

—Ponen una especie de cemento en los párpados. Supongo que para mantenerlos siempre cerrados, pero cuando el agua los alcanzó, los ojos se abrieron. Explíquelo. Es lo que recuerdo, lo que me viene a la mente cuando intento dormir. El agua parda que le cubría la cara, y los ojos azules que se abrían. Cada noche me despierto cinco, seis veces. Antes de sumergirme yo mismo, me gustaría tener otra imagen… el rostro emergiendo de nuevo, aunque sólo fuese en el extremo de mi gancho. ¿Comprende lo que le digo?


Pensé en Thecla y en la sangre corriendo por debajo de la puerta de la celda, y asentí.

—Además hay otra cosa. Cas y yo teníamos un pequeño comercio. Hacíamos trabajos de esmalte. El padre y el hermano de ella los fabricaban, y nos acomodaron en la Calle de la Señal, poco más o menos en la mitad, junto a la casa de subastas. El edificio se encuentra todavía allí, aunque nadie viva en él ahora. Yo iba a ver a mis parientes políticos y colocaba las piezas en las estanterías. Cas les ponía precio, las vendía y ¡lo mantenía todo tan limpio! ¿Sabe durante cuánto tiempo hicimos eso? ¿Atendimos nuestro pequeño negocio?

Meneé la cabeza.

—Cuatro años, menos un mes y una semana. Luego murió. Cas murió. No pasó mucho antes que todo hubiera terminado, pero fue la mejor época de mi vida. Ahora duermo en un pequeño ático. Un hombre que conocí hace muchos años, aunque eso fue tiempo después de que Cas hubiera partido, me deja dormir allí. No hay una pieza de esmalte en ese lugar, ni un vestido, ni siquiera un clavo de la vieja tienda. Dígame ahora esto. ¿Cómo puedo saber que no fue más que un sueño?

Pensé que el viejo tal vez estuviera bajo los efectos de un hechizo, como la gente de la casa de madera amarilla; de manera que dije: —No tengo modo de saberlo. Quizá, como usted dice, sólo haya sido un sueño. Creo que se atormenta usted demasiado.

Como sucede en los niños, el humor del viejo cambió en un instante, y se echó a reír.

—Es fácil ver, sieur, que a pesar del atuendo que lleva bajo el manto, usted no es un torturador. Sinceramente me gustaría llevarlo, y también a la querida de usted. Pero como no puedo, hay un individuo aguas arriba que tiene un bote más grande. Viene aquí bastante a menudo, y a veces habla conmigo, como usted. Dígale que yo espero que los ayude.

Se lo agradecí y fui de prisa detrás de Agia, que se había adelantado. Renqueaba y recordé todo lo que había andado después de haberse lastimado la pierna. Cuando estaba por alcanzarla y ofrecerle mi brazo, di uno de esos pasos en falso que tan avergonzados nos hacen sentir en el momento, aunque después uno se ría, y con ese paso, desencadené uno de los más extraños incidentes de mi, obviamente, extraña carrera. Empecé a correr y al hacerlo me acerqué demasiado al lado interior de una curva del sendero.

En un momento saltaba yo sobre los enredados ácoros, y en el siguiente me debatía cubierto por un agua oscura y helada, entorpecido por el manto. En el tiempo que dura un respiro, sentí otra vez el terror de morir ahogado; luego me incorporé y saqué mi cabeza del agua. Recordé los hábitos desarrollados durante tantos veranos en el Gyoll: arrojé el agua por la boca y la nariz, aspiré profundamente, y me quité de la cara la capucha empapada.

No bien recobré la calma, me di cuenta de que había dejado caer Términus Est, y en ese momento la pérdida de la espada me pareció más terrible que la posibilidad de enfrentarme con la muerte. Me sumergí sin siquiera quitarme las botas, abriéndome camino entre una masa de juncos, cuyos tallos, aunque multiplicaban la amenaza de muerte, terminaron por salvar a Términus Est, que sin duda habría llegado al fondo, sepultándose en el cieno a pesar del aire retenido en la vaina, si los tallos no hubieran detenido su caída. De este modo, a ocho o diez codos por debajo de la superficie, mi mano encontró la bendita forma familiar de la empuñadura de ónix.

En el mismo instante, mi otra mano tocó un objeto completamente distinto. Era otra mano humana, y el apretón (porque aferró la mía en el momento mismo en que la toqué) coincidió de manera tan perfecta con la recuperación de Terminas Est, que pareció que el dueño de la mano me la estuviera devolviendo, como antes hiciera la alta señora de las peregrinas. Primero sentí una oleada de demente gratitud, luego un miedo infinito: la mano tiraba de mí arrastrándome hacia las profundidades.

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