XXV — La taberna de los amores perdidos

Por suerte, o tal vez por desgracia, los lugares con los que me he relacionado a lo largo de mi vida han sido, con escasas excepciones, de carácter sumamente duradero. Si lo quisiera, mañana mismo podría volver a la Ciudadela y (creo) al mismo camastro donde dormí cuando aprendiz. El Gyoll fluye todavía a las afueras de mi ciudad, Nessus; el jardín Botánico aún resplandece al sol, con esos extraños claustros en los que un único estado de ánimo se preserva para siempre. Cuando pienso en lo efímero de mi vida, advierto que está constituido sobre todo de hombres y mujeres. Pero hay unas pocas casas, además, y sobre todas ellas destaca la taberna junto al Campo Sanguinario.

Habíamos andado durante toda la tarde, amplias avenidas abajo, estrechas calles arriba, y siempre entre los mismos edificios de piedra y ladrillo. Por fin llegamos a terrenos que no parecían terrenos, pues no había en ellos una villa elevada. Recuerdo que advertí a Agia que se avecinaba una tormenta; la sentía en el aire, y vi una línea de amarga negrura a lo largo del horizonte.

Ella se rió de mi.

—Lo que ves, y lo que sientes también, no es más que el Muro de la Ciudad. Siempre es así aquí. El Muro impide el movimiento del aire.

—¿Y esa línea de oscuridad? Asciende hasta la mitad del cielo.

Agia rió otra vez, pero Dorcas se apretó contra mí.

—Tengo miedo, Severian.

Agia la oyó.

—¿Del Muro? No te hará daño a no ser que se derrumbe sobre ti, y ha permanecido en pie durante una docena de edades. —La interrogué con la mirada y añadió:— Cuando menos así de antiguo parece, y quizá lo sea más todavía. ¿Quién puede saberlo?

—Podría abarcar el mundo entero. ¿Se extiende completamente alrededor de la ciudad?

—Por definición. Lo que está cercado es la ciudad, aunque hay campo abierto en el norte según he oído, y leguas y leguas de ruinas en el sur, donde nadie vive. Pero ahora mira entre esos álamos blancos. ¿Ves la taberna?

No la vi y así lo dije.

—Bajo el árbol. Me prometiste una comida y allí es donde la quiero. Tenemos el tiempo justo para comer antes de que te enfrentes con el septentrión.

Ahora no —dije—. Cumpliré mi promesa una vez que el duelo haya acabado. Si quieres, haré los arreglos necesarios ahora mismo. —No distinguía aún ningún edificio, pero vi algo extraño en el árbol: una rústica escalera de madera junto al tronco.

—Hazlo. Si te matan, invitaré al septentrión… y si no acepta, a ese marinero arruinado que está siempre invitándome. Beberemos por ti.

Una luz brillaba entre las ramas más altas del árbol, y pude distinguir un sendero que conducía hasta la escalera. Delante de ella, un cartel mostraba una mujer deshecha en lágrimas arrastrando una espada ensangrentada. Un hombre monstruosamente gordo con un delantal salió de la sombra y se quedó junto al cartel frotándose las manos mientras esperaba nuestra llegada. A lo lejos, podía oír el tintineo de las ollas.

—Abban a sus órdenes —dijo el gordo cuando llegamos junto a él—. ¿Qué desean? — Advertí que observaba nervioso mi averno.

—Una cena para dos que tendrá que ser servida a… —Miré a Agia.

—La nueva guardia.

—Bien, bien. Pero no puede ser tan pronto, sieur. Llevará más tiempo prepararla. A no ser que se conformen con carne fría, una ensalada y una botella de vino.

Agia se impacientó.

—Queremos un pollo asado… joven.

—Como desee. Haré que el cocinero empiece los preparativos ahora mismo, y pueden entretenerse con algo horneado después de la victoria del sieur hasta que el ave esté lista. —Agia asintió y la mirada que intercambiaron me dio la seguridad de que ya se conocían.— Entretanto —continuó el tabernero—, si tienen tiempo, podría procurarles un cubo de agua caliente y una esponja para esta otra joven señora, y si lo desean, una copa de Medoc y algunos bizcochos.

Cobré de pronto conciencia de que no había comido nada desde que al amanecer desayunara con Calveros y el doctor Talos, y también de que Agia y Dorcas tal vez tampoco habían probado bocado en todo el día. Cuando asentí, el tabernero nos condujo a la ancha escalera en espiral que subía apoyada en un tronco de diez pasos de diámetro.

—¿Nos ha visitado antes, sieur?

Sacudí la cabeza.

—Estaba por preguntarle qué clase de taberna es ésta. Nunca vi nada que se le pareciera.

—Ni lo verá, sieur, excepto aquí. Pero debería haber venido usted antes… nuestra cocina es famosa, y cenar al aire libre despierta en uno el mejor de los apetitos.

Pensé que en verdad era así, si él lograba conservar una cintura semejante en un lugar en el que para acceder a cualquiera de los cuartos había que subir unos escalones; pero no dije nada.

—La ley, sabe usted, sieur, prohibe toda clase de edificios tan cerca del Muro. A nosotros nos lo permiten porque no tenemos paredes ni techo. Los que asisten al Campo Sanguinario vienen aquí, los combatientes y los héroes famosos, los espectadores y los médicos, aun los éforos. Ésta es la cámara de ustedes.

Era una plataforma circular perfectamente nivelada. Por encima y en torno, un follaje de color verde pálido protegía contra el sonido y las miradas. Agia se sentó en una silla de lona y yo (muy cansado, lo confieso) me arrojé junto a Dorcas, sobre un diván hecho de cuero y los cuernos entrelazados de antílopes y kobos. Cuando hube puesto el averno detrás del diván, desenvainé Términus Est y empecé a limpiar la hoja. Una ayudante de cocina trajo agua y una esponja para Dorcas, y cuando vio lo que yo estaba haciendo, trapos y aceite para mí. No demoré en quitar la empuñadura para tener la hoja libre y someterla a una buena limpieza.

—¿No quisieras lavarte? —le preguntó Agia a Dorcas.

—Me gustaría bañarme, sí, pero no si miran.

—Severian se girará si se lo pides. Esta mañana se comportó muy bien en un lugar donde estuvimos.

—Y usted, señora —le dijo Dorcas suavemente—. Preferiría que no mirara. Me gustaría disponer de un lugar privado si fuera posible.

Agia sonrió, pero yo llamé a la ayudante de cocina y le di una oricreta para que trajera un biombo plegable. Cuando estuvo instalado, le dije a Dorcas que si en la taberna no tenían ningún vestido que le gustara, yo le compraría uno.

—No —dijo ella. En un susurro le pregunté a Agia qué creía ella que le sucedía a la muchacha.

—Le gusta lo que lleva, es evidente. Yo he de andar sujetándome el corpiño con una mano, si no quiero quedar avergonzada para toda la vida. —Dejó caer la mano y sus altos pechos brillaron a la luz del sol.— Pero esos harapos dejan casi al descubierto las piernas y el pecho. Tiene un desgarrón a la altura de la ingle, además, aunque estoy segura de que no lo has notado.

El tabernero nos interrumpió conduciendo a un camarero que traía una bandeja con pastas, una botella y copas. Le expliqué que mis ropas estaban mojadas e hizo traer un brasero; luego procedió a calentarse él mismo junto al brasero, como si se encontrara en un apartamento privado.

—Hace buen tiempo en esta época del año —dijo—. El sol ha muerto y no lo sabe todavía, pero nosotros sí. Si a usted lo matan, echará de menos el próximo invierno, y si queda malherido, tendrá que quedarse dentro. Eso es lo que siempre les digo. Por supuesto, la mayor parte de los combates se libran antes del verano, resulta más apropiado entonces, por así decir. No sé si esto sirve de algo, pero no hace daño a nadie.

Me quité el manto y la capa de nuestro gremio, puse las botas en un banquillo junto al brasero, y me acerqué para que se me secaran los pantalones y las calzas; le pregunté si todos los que asistían a una monomaquia se detenían a reparar fuerzas en la taberna. Como cualquier hombre que siente que probablemente vaya a morir, me habría hecho feliz saber que aquello era parte de alguna tradición establecida.

—¿Todos? Oh, no —me dijo—. Que la moderación y San Amand lo bendigan, sieur. Si cada uno que viniera se demorara en mi taberna… vaya, no sería mi taberna; la habría vendido y estaría viviendo cómodamente en una casona de piedra con atroxes en la puerta y unos pocos jóvenes armados de cuchillos a mi alrededor para que dieran cuenta de mis enemigos. No, hay muchos que pasan sin siquiera echar una mirada a la taberna; no se detienen a pensar que cuando pasen por aquí la próxima vez, puede que sea demasiado tarde para probar mi vino.

—Hablando de vino —dijo Agia, y me ofreció una copa. Estaba llena hasta el borde de un oscuro caldo carmesí. No era demasiado bueno, en realidad; hizo que me escociera la lengua y una cierta aspereza estropeaba su delicioso sabor. Pero en la boca de alguien que estaba tan fatigado y sentía tanto frío como yo, era un vino maravilloso. Agia se sirvió una copa; tenía las mejillas encendidas y le brillaban los ojos, y me di cuenta de que no era la primera vez que bebía. Le dije que guardara un poco para Dorcas, y ella dijo:— ¿Esa virgen de agua y leche? No lo bebería. Además, tú eres quien está necesitado de coraje… no ella.

No con verdadera honestidad, dije que no tenía miedo.

El tabernero exclamó: —¡Así es como debe ser! No tenga miedo y no se llene la cabeza de nobles pensamientos acerca de la muerte y los últimos días y todas esas cosas. Quienes hacen eso son los que nunca vuelven, puede estar seguro. Creo que iba usted a encargar una cena para usted y las dos señoritas que lo acompañan ¿no es así?

—La he encargado.

—Encargado, pero no pagado, es lo que quise decir. Además están el vino y los gateaux secs. Éstos han de pagarse aquí y ahora, ya que aquí y ahora fueron comidos y bebidos. Dejarán un depósito de tres oricretas para la casa, y pagarán dos más cuando vengan a comer.

—¿Y si no vuelvo?

—En ese caso no hay que pagar nada más, sieur. Así es cómo puedo dar de cenar a tan buen precio.

La completa insensibilidad del hombre me desarmó; le di el dinero y él dejó la plataforma. Agia espió por el extremo del biombo; Dorcas se estaba lavando detrás con ayuda de la criada, y yo volví a sentarme en el diván y tomé una pasta para acompañar lo que quedaba del vino.

—Si sujetáramos estas bisagras, Severian, podríamos deleitarnos por unos momentos sin que nadie nos interrumpiera. Quizá poniendo una silla, pero sin duda esas dos elegirían el peor de los momentos para ponerse a chillar y derribarlo todo.

Estaba por contestarle con una burla, cuando advertí un pedazo de papel plegado bajo la bandeja del camarero, y que sólo alguien que estuviera como yo, sentado en el diván, hubiera podido ver.

—Esto es realmente demasiado —dije—. Primero un desafío, y ahora una nota misteriosa.

Agia se acercó para ver de qué se trataba.

—¿Qué dices? ¿Ya estás borracho?

Le puse la mano sobre la redonda plenitud de la cadera, y al ver que no se resistía, la atraje hacia mí tirando del placentero soporte, hasta que ella pudo ver el papel.

—¿Qué supones que dice? —le pregunté—. «La Mancomunidad lo necesita: póngase en marcha cuanto antes…» «Su amigo es el que le diga: camarilla…» «Cuídese del hombre de pelo rosado…» Uniéndose a la broma, Agia continuó: —«Venga cuando tres guijarros golpeen su ventana…» Hojas yo hubiera dicho aquí. «La rosa ha apuñalado el iris, cuyo néctar…» Ése es tu averno matándome, sin duda. «Conocerás a tu verdadero amor por su túnica roja…» —Se inclinó para besarme, luego se sentó en mi regazo.— ¿No vas a mirar? —El corpiño desgarrado había vuelto a soltarse.

—Estoy mirando.

—No ahí. Tapa eso con la mano y mira la nota.

Hice lo que me dijo, pero dejé la nota donde estaba.

—Es realmente demasiado, como dije hace un momento. El misterioso septentrión y su desafío, luego Hildegrin, y esto ahora. ¿Te he mencionado a la chatelaine Thecla?

—Más de una vez mientras andábamos.

—La amaba. Leía mucho. No tenía mucho que hacer cuando yo la dejaba, salvo leer y coser y dormir; y cuando me encontraba con ella solíamos reírnos de la trama de algunas historias. Siempre estaban sucediéndoles este tipo de cosas a sus personajes, y continuamente se veían involucrados en asuntos elevados y melodramáticos para los que no estaban preparados.

Agia rió junto conmigo y volvió a besarme, con un largo beso. Cuando nuestros labios se separaron, ella dijo: —¿Qué es eso acerca de Hildegrin? Me pareció un tipo de lo más corriente.

Tomé otra pasta, toqué la nota con ella, y luego le di a morder un pedazo.

—Hace algún tiempo le salvé la vida a un hombre llamado Vodalus.

Agia se apartó de mi escupiendo migajas.

—¿Vodalus? ¡Estás bromeando!

—En absoluto. Así lo llamó su amigo. Yo era poco más que un muchacho, pero impedí que un golpe de hacha lo matara; en recompensa me dio un chrisos.

—Espera. ¿Qué tiene esto que ver con Hildegrin?

—Cuando vi a Vodalus por primera vez, un hombre y una mujer lo acompañaban. Estaban rodeados de enemigos y Vodalus se quedó rezagado para pelear, mientras el otro hombre llevaba a la mujer a lugar seguro. (Decidí no decir nada sobre el cadáver, ni mencionar que yo había matado al hachero.) —Yo misma habría luchado… entonces hubiéramos sido tres. Adelante.

—Hildegrin era el hombre que acompañaba a Vodalus, eso es todo. Si lo hubiéramos encontrado antes, habría tenido cierta idea, o habría creído tenerla, de por qué un hiparca de la Guardia de Septentriones querría luchar conmigo. Y, además, por qué alguien ha decidido enviarme una especie de mensaje secreto. Ya sabes, todas esas cosas de las que la chatelaine Thecla y yo solíamos reírnos: espías e intrigas, citas a las que se acude enmascarado, heredades perdidas. ¿Qué sucede?

—¿Te repugno? ¿Soy tan fea?

—Eres hermosa, pero parece que estuvieras por indisponerte. Creo que bebiste demasiado de prisa.

—Ya está. —Con un rápido movimiento, Agia se quitó el vestido multicolor, que cayó en torno a sus pies polvorientos como un montón de piedras preciosas. La había visto desnuda en la catedral de las peregrinas, pero ahora, sea por el vino que habíamos bebido, porque la luz era menos intensa, o sólo porque entonces ella había sentido miedo y vergüenza cubriéndose los pechos y escondiendo su femineidad entre los muslos, me atraía mucho más. Me sentí estúpido de deseo, apreté el cuerpo cálido contra mi carne helada.

—Severian, espera. No soy una prostituta, pienses lo que pienses. Pero hay un precio que pagar.

—¿Cómo?

—Prométeme que no leerás esa nota. Arrójala al brasero.

La solté y retrocedí.

Como brota la fuente entre las rocas, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Me gustaría que pudieras ver cómo me estás mirando ahora, Severian. No, no sé lo que dice. Es sólo que… ¿no has oído nunca de ciertas mujeres que tienen un conocimiento sobrenatural? ¿Premoniciones? ¿Que saben cosas que es imposible que hayan aprendido?

El deseo que me asaltara, casi había desaparecido. Agia estaba asustada y enfadada, aunque yo no sabía por qué.

—Tenemos un gremio de mujeres así en la Ciudadela —dije—. No te pareces a ellas, ni por la cara ni por la voz.

—Sé que no soy así. Pero ésa es la causa por la que has de hacer lo que te digo. Nunca hasta ahora había tenido una premonición, y ahora la tengo. ¿No te das cuenta que por fuerza ha de significar algo tan verdadero y tan importante para ti que no puedes ni debes no tenerla en cuenta? Quema la nota.

—Alguien está tratando de advertirme algo y tú no quieres que la vea. Te pregunté si el septentrión era tu amante. Me dijiste que no, y te creí.

Ella comenzó a hablar, pero yo se lo impedí.

—Te creo, todavía. Había verdad en tu voz. Sin embargo, de algún modo estás intentando traicionarme. Dime ahora que no es así. Dime que actúas sólo en favor de mis intereses.

—Severian…

—Dímelo.

—Severian, nos encontramos esta mañana. Apenas sí nos conocemos. ¿Qué puedes esperar y qué esperarías, si no acabaras de abandonar la protección de tu gremio? He tratado de ayudarte de vez en cuando. Estoy tratando de ayudarte ahora.

—Ponte el vestido. —Tomé la nota de debajo de la bandeja. Ella se precipitó sobre mí, pero no me fue difícil mantenerla apartada con una mano. Más que escrita, la nota había sido garabateada con una pluma de cuervo; en la penumbra apenas sí podía descifrar unas pocas palabras.

—Debí haberte distraído y arrojarla al fuego. Eso es lo que debí haber hecho. Severian, suéltame…

—Quédate quieta.

—La semana pasada todavía tenía un cuchillo. Era una misericordia con una empuñadura de raíz de hiedra. Teníamos hambre y Agilus la empeñó. ¡Si ahora la tuviera te apuñalaría!

—Habría estado en tu vestido, y tu vestido está allí, en el suelo. —La empujé y ella retrocedió trastabillando (tenía bastante vino en el estómago como para que no fuera sólo por la violencia de mi empellón) hasta caer en la silla de lona. Llevé la nota a un sitio donde la última luz del sol penetraba aún entre el denso follaje, y leí:

La mujer que le acompaña ha estado antes aquí. No confíe en ella. Trudo dice que el hombre es un torturador. Usted es mi madre que ha vuelto.

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