VII — La traidora

Era ya la hora en que debía llevar la comida a los oficiales de turno en la mazmorra. Drotte estaba a cargo del primer nivel, y lo dejé para el final ya que quería hablar con él antes de volver a subir. La verdad era que mi cabeza todavía estaba llena de los pensamientos engendrados por la visita al archivista y quería hablarle a Drotte de ellos.

No se lo veía por ninguna parte. Puse la bandeja y los cuatro libros sobre su mesa y lo llamé con un grito. Un momento más tarde oí su respuesta: venía de una celda que estaba no muy lejos. Corrí hacia allí y miré por la ventana enrejada de la puerta, a la altura de los ojos; la cliente, una mujer de aspecto macilento y de mediana edad, yacía en un camastro. Drotte estaba inclinado sobre ella, y había sangre en el suelo.

Estaba demasiado ocupado como para volver la cabeza.

—¿Eres tú, Severian?

—Sí. Te he traído la cena y los libros para la chatelaine Thecla. ¿Puedo ayudar en algo?

—Se pondrá bien. Se arrancó los vendajes para morir desangrada, pero llegué a tiempo. Deja la bandeja sobre mi mesa ¿quieres? Y podrías terminar de servir la comida en mi lugar, si te sobra un momento.

Titubeé. A los aprendices no se les permite tener trato con los encomendados al cuidado del gremio.

—Ve. Todo lo que tienes que hacer es empujar las bandejas a través de las rendijas.

—Traje los libros.

—Empújalos también por la rendija.

Por un instante más observé cómo se inclinaba sobre la mujer pálida tendida en el camastro; luego me volví, busqué las fuentes que Drotte aún no había repartido, y me puse a trabajar. La mayoría de los clientes todavía tenían fuerzas para levantarse y recoger la comida que les pasaba. Unos pocos ya no, y dejé sus fuentes fuera de la puerta para que Drotte se las diera más tarde. Había varias mujeres de aspecto aristocrático, pero ninguna que pareciese ser la chatelaine Thecla, la exultante recién llegada que debía, al menos por el momento, ser tratada con deferencia.

Como pude haberlo adivinado, estaba en la última celda. Le habían puesto una alfombra además de la cama, la silla y la pequeña mesa habituales; en lugar de los andrajos acostumbrados llevaba un vestido blanco de mangas amplias cuyos extremos, al igual que el ruedo de la falda, estaban tristemente sucios ahora; a pesar de todo, el vestido conservaba todavía un aire de elegancia que era tan extraño para mí como para la celda. Cuando la vi por primera vez, estaba bordando a la luz de una vela aumentada por un reflector de plata; pero sintió sin duda mis ojos puestos sobre ella. Ahora debería gratificarme decir que no había miedo en su rostro, sin embargo, no sería cierto. Había terror allí, aunque dominado casi hasta la invisibilidad.

—Está todo bien —la tranquilicé—. Le he traído la comida.

Ella asintió con la cabeza y me dio las gracias; luego se puso de pie y se acercó a la puerta. Era más alta aún de lo que yo había esperado, casi demasiado alta para mantenerse erguida en la celda. La cara, aunque más triangular que en forma de corazón, me recordó la de la mujer que había estado con Vodalus en la necrópolis. Tal vez fueron los grandes ojos violetas, de párpados sombreados de azul, o el cabello negro que, cayendo en V sobre la frente, sugería la capucha de un manto. En realidad no importa la razón, lo cierto es que la amé de inmediato… La amé, por lo menos, en la medida en que un muchacho estúpido puede amar. Pero como era un muchacho estúpido, no lo sabía.

Una mano blanca, fría, ligeramente húmeda e imposiblemente estrecha, rozó la mía cuando le alcancé la fuente.

—Ésta es la comida ordinaria —le dije—. Creo que si lo pide puede conseguir algo mejor.

—Usted no lleva máscara —dijo—. La suya es la primera cara humana que veo aquí.

—Soy sólo un aprendiz. No llevaré máscara hasta el año próximo.

Se sonrió y me sentí como cuando había estado en el Atrio del Tiempo, en un lugar abrigado y con comida. Tenía una boca ancha, con dientes muy blancos y pequeños; cuando sonrió le brillaron los ojos, profundos como la cisterna bajo el Torreón de la Campana.

—Lo siento —dije—. No la oí.

La sonrisa volvió a aparecer, e inclinó a un lado la adorable cabeza.

—Le dije cuánto me alegró ver al fin una cara, y le pregunté si usted me serviría la comida en el futuro, y qué es esto que me trajo.

—No, no será así. Sólo hoy, porque Drotte está ocupado. —Traté de recordar qué comida le había traído (ella había puesto la bandeja sobre la mesita y yo alcanzaba a verla a través del enrejado). No lo logré, aunque mi cerebro estuvo a punto de reventar con el esfuerzo. Finalmente dije de modo no muy convincente:— Probablemente sea mejor que se la coma. Pero creo que podrá conseguir una comida mejor si se lo pide a Drotte.

—Pues yo tengo intención de comerla. La gente siempre me felicita por la esbeltez de mi figura, pero créame, lo devoro todo, como un lobo feroz. —Tomó la bandeja y me la mostró como si supiera que me haría falta toda clase de ayuda para develar el misterio de lo que había dentro.

—Todas esas cosas verdes son puerros, chatelaine —dije—. Las marrones son lentejas. Y eso es pan.

—¿Chatelaine? No necesita ser tan formal. Usted es mi carcelero y puede llamarme como se le antoje. —Ahora había regocijo en sus ojos profundos.

—No tengo la menor intención de insultarla —le dije—. ¿Querría que la llamara de otro modo?

—Llámame Thecla, ése es mi nombre. Los títulos son para las ocasiones solemnes, los nombres para las informales. Aunque supongo que será una ocasión muy solemne cuando reciba mi castigo.

—Para los exultantes generalmente lo es.

—Pienso que habrá un exarca, si lo dejáis entrar, todo vestido de retazos escarlatas. Varios otros además… quizás el Estaroste Egino. ¿Estás seguro de que esto es pan? — Lo tocó con uno de sus largos dedos.

—Sí —dije—. Con seguridad que la chatelaine ya había comido pan antes.

—No como éste. —Tomó la delgada rebanada y la desgarró con los dientes, rápida y limpiamente.— No es malo sin embargo. ¿Dices que si lo pido me traerán mejor comida?

—Así lo creo, chatelaine.

—Thecla. Pedí unos libros… hace dos días cuando llegué aquí. Pero no los he recibido.

—Los tengo yo —le dije—. Aquí. —Volví corriendo a la mesa de Drotte, los recogí y le pasé el más pequeño por la rendija.

—¡Oh, magnífico! ¿Hay otros?

—Tres más. —El libro marrón también pasó por la rendija, pero los otros dos, el libro verde y el infolio con escudo de armas en la portada, eran demasiado anchos.— Drotte abrirá la puerta más tarde y se los dará —le dije.

—¿No puedes hacerlo tú? Es terrible mirar a través de esta rendija, verlos y no poder tocarlos.

—Se supone que ni siquiera puedo traerle la comida. Drotte es quien debería hacerlo.

—Pero lo hiciste. Además, si fuiste tú el que trajo los libros. ¿Cómo es que no debes dármelos?

Argumenté sin demasiada convicción, ya que sabía que en el fondo ella estaba en lo cierto. El propósito de la regla que impedía a los aprendices trabajar en la mazmorra, era impedir las fugas; y sabía que a pesar de lo alta que era, esta esbelta mujer jamás podría conmigo, y aun cuando pudiera, no tendría oportunidad de salir sin que se lo impidieran. Fui a la puerta de la celda donde Drotte todavía se afanaba sobre la cliente que había intentado suicidarse, y volví con las llaves.

Al encontrarme delante de ella, con la puerta de la celda cerrada detrás de mí, no pude hablar. Puse los libros sobre la mesa, junto al candelabro, la bandeja de comida y la jarra de agua; apenas había sitio para ellos. Cuando terminé, me quedé esperando, sabiendo que tenía que irme. Pero no podía moverme.

—¿No quieres sentarte?

Me senté en la cama, dejando la silla para ella.

—Si esto fuera mi suite en la Casa Absoluta, podría ofrecerte mayor comodidad. Desafortunadamente, nunca fuiste mientras yo estaba allí.

Negué con la cabeza.

—No tengo otra cosa que ofrecerte más que esto. ¿Te gustan las lentejas?

—No quiero comer, chatelaine. Cenaré pronto, y apenas hay bastante para usted.

—Es cierto. —Tomó un puerro y luego, como si no supiera qué hacer con él, se lo engulló como un charlatán de feria que se traga una víbora.— ¿Qué comerás?

—Puerros y lentejas, pan y carnero.

—¡Ah, a los torturadores les dan carnero… ésa es la diferencia. ¿Cómo te llamas, maestro torturador?

—Severian. Pero eso no la ayudará, chatelaine; eso no cambiará nada.

Se sonrió.

—¿Qué es lo que no cambiará nada?

—Hacer amistad conmigo. No puedo devolverle la libertad. Y no lo haría… ni siquiera si no tuviera otro amigo en el mundo más que usted.

—Nunca pensé que podrías hacerlo, Severian.

—Entonces ¿por qué se molesta en conversar conmigo?

Ella suspiró y la animación se le fue del rostro como la luz del sol abandona la piedra en la que el mendigo busca calor.

—¿Con quién más puedo conversar, Severian? Puede que hable contigo por un tiempo, unos días o unas pocas semanas, y después muera. Sé lo que estás pensando… que si volviera a mi suite, nunca dispondría de una mirada para ti. Pero te equivocas. Uno no puede hablar con cada uno porque hay demasiados cada uno, pero el día antes de que me trajeran aquí, conversé un instante con el hombre que sostenía mi montura. Lo hice porque tenía que esperar, pero además dijo algo que me interesó.

—No volverá a verme. Drotte le traerá la comida.

—¿Y tú no? Pídele que te deje hacerlo. —Me tomó las manos con sus manos heladas.

—Lo intentaré —dije.

—Hazlo. Hazlo, por favor. Dile que quiero una comida mejor que ésta y que me sirvas tú… espera, yo misma se lo pediré. ¿Ante quién tiene que responder?

—Ante el maestro Gurloes.

—Le diré a… ¿Drotte se llama?, que quiero hablar con él. Tienes razón, no podrán negarse. Quizás el Autarca quiera ponerme en libertad… ellos no lo saben. —Un relámpago le cruzó los ojos.

—Le diré a Drotte que quiere verlo cuando se desocupe —dije, y me puse de pie.

—Espera. ¿No vas a preguntarme por qué estoy aquí?

—Sé para qué está aquí —dije mientras cerraba la puerta—. Para que finalmente la torturen como a los demás. —Era cruel decirlo, y lo dije sin pensar, como suelen hacerlo los jóvenes, sólo porque lo tenía en la mente. Pero a pesar de todo era verdad, y mientras giraba la llave en la cerradura, en cierto modo me sentí contento de haberlo dicho.

Varias veces antes de ésa, habíamos tenido exultantes como clientes. La mayor parte entendía, desde el principio, la situación en que se encontraba, como la chatelaine Thecla. Pero cuando después de algunos días aún no habían sido torturados, la esperanza reemplazaba a la razón y comenzaban a hablar de excarcelaciones… de cómo amigos y familiares maniobrarían para sacarlos de allí, y de lo que harían cuando fueran libres.

Uno se retiraría a sus propiedades y no molestaría más a la corte del Autarca. Otro se ofrecería como voluntario para conducir un grupo de lansquenetes en el norte. Entonces los oficiales de turno en la mazmorra oían historias de perros de caza y brezales remotos, de juegos campestres, desconocidos en cualquier otro lugar, que se jugaban bajo árboles inmemoriales. La mayoría de las veces, las mujeres eran realistas, pero ellas también, a medida que el tiempo pasaba, hablaban de amantes altamente situados (abandonados ahora desde hacía meses o años) que jamás las abandonarían, y luego tendrían hijos o adoptarían huérfanos. Uno sabía que después de estos niños destinados a no nacer, y que nunca tenían nombre, vendría el tema de la ropa; con la liberación llegarían nuevos atavíos, y los viejos serían quemados; hablaban de colores, de inventar nuevas modas y resucitar otras viejas.

Por fin llegaba el momento, tanto para los hombres como para las mujeres, en que en lugar de un oficial con la comida, aparecía el maestro Gurloes con tres o cuatro oficiales y quizás un examinador y un fulgurador. Yo quería, en lo posible, evitarle a la chatelaine Thecla esas esperanzas. Colgué las llaves de Drotte en el sitio acostumbrado y cuando pasé por la celda en la que ahora estaba limpiando la sangre derramada en el suelo, le dije que la chatelaine deseaba hablarle.

A los dos días fui convocado ante el maestro Gurloes. Había esperado permanecer de pie frente a la mesa, con las manos detrás, como habitualmente hacíamos los aprendices, pero me dijo que me sentara, y quitándose la máscara guarnecida de oro, se inclinó hacia mí de un modo que implicaba una causa común y una relación amistosa.

—Hace una semana o tal vez algo menos, te envié al archivista —dijo.

Asentí con la cabeza.

—Cuando trajiste los libros, entiendo que fuiste tú mismo quien se los entregó a la cliente. ¿Es eso correcto?

Le expliqué lo que había sucedido.

—No hay nada de malo en eso. No quiero que pienses que voy a ordenar trabajos adicionales por lo que has hecho, y mucho menos hacer que te inclines sobre una silla. Ya casi eres un oficial… cuando tenía tu edad, me hicieron girar el alternador. La cosa es, Severian, que la posición de la cliente es muy elevada. —El maestro hablaba ahora en un ronco murmullo.— Altas conexiones.

Dije que me había dado cuenta.

—No sólo una familia armígera. Sangre azul. —Se volvió y después de registrar las desordenadas estanterías de detrás de la silla, tomó un libro.— ¿Tienes idea de cuántas familias exultantes hay? Esto es sólo la lista de las que todavía existen. Un compendio de las extinguidas ocuparía toda una enciclopedia, supongo. Yo mismo he extinguido a algunas de ellas.

Rió, y yo reí junto con él.

—Dedica cerca de media página a cada una. Hay setecientas cuarenta y seis páginas.

Asentí con la cabeza para mostrar que entendía.

—La mayoría no conoce a nadie en la corte… no pueden permitírselo o tienen miedo. Ésas son las pequeñas. Las grandes familias están obligadas: el Autarca quiere una concubina a la que pueda tomar como rehén en caso de que se muestren descorteses. Pues bien, el Autarca no puede jugar a las cartas con quinientas mujeres. Las más cercanas han de ser unas veinte, las demás conversan entre sí y bailan y no lo ven de cerca más de una vez por mes.

Le pregunté (tratando de mantener firme mi voz) si el Autarca se acostaba en realidad con todas estas concubinas.

El maestro Gurloes hizo girar los ojos y se tiró de la barbilla con su enorme mano, después de una pausa dijo: —Por motivos de decencia se recurre a las khaibits, a las que también llaman «las mujeres sombra», que son muchachas corrientes que se parecen a las chatelaines. No sé dónde las consiguen, pero tienen que ocupar el puesto de las otras. Por supuesto, no son tan altas. Claro que —agregó entre carcajadas— cuando están acostadas la diferencia de altura no importa demasiado. Pero parece ser que a menudo la situación se invierte. En lugar de reemplazar las khaibits a las señoras, son éstas quienes reemplazan a las khaibits. Pero el presente Autarca, todos y cada uno de cuyos actos son más dulces que la miel en las bocas de este honorable gremio, y nunca lo olvides… en su caso, si se me permite decirlo, y de acuerdo con lo que tengo entendido, es más que dudoso que disfrute de ninguna de ellas.

El alivio me inundó el corazón.

—No lo sabía. Es muy interesante, maestro.

El maestro Gurloes inclinó la cabeza para reconocer que en verdad lo era, y entrelazó los dedos sobre el vientre.

—Tal vez el gremio esté a tu cargo algún día, y entonces convendrá que sepas todas estas cosas. Cuando yo tenía tu edad, o quizá menos, solía imaginar que era de sangre exultante. Ya sabes, algunos lo han sido.

Se me ocurrió, y no por primera vez, que ya que el maestro Gurloes y el maestro Palaemon habían tenido que aprobar nuestra admisión, era natural que supiesen de dónde proveníamos todos los aprendices y los oficiales más jóvenes.

—Si lo soy o no, no puedo decirlo. Tengo el físico de un jinete, creo, y estoy por encima de la altura media, a pesar de haber tenido una dura infancia. Porque te diré que hace cuarenta años, era mucho, mucho más duro que ahora.

—Así me han dicho, maestro.

Suspiró, con el sonido de un almohadón de cuero cuando uno se sienta encima.

—Pero con el transcurso del tiempo he llegado a entender que el Increado, decidiendo para mí una carrera en nuestro gremio, me estaba haciendo un favor. Sin duda yo había hecho méritos en una vida previa, como espero estar haciéndolos ahora.

El maestro Gurloes calló un momento mientras contemplaba los papeles desordenados esparcidos en la mesa, las instrucciones de los juristas y los antecedentes de los clientes. Por fin, cuando estaba a punto de preguntarle si tenía algo más que decirme, recitó: — Jamás, en toda mi vida, he conocido a ningún miembro del gremio que fuera sometido a tormento. Y he conocido a varios centenares.

Yo aventuré el lugar común de decir que es mejor ser un sapo escondido bajo una piedra que una mariposa aplastada.

—Supongo que nosotros los del gremio somos algo más que sapos. Pero pude haber agregado que a pesar de que he visto a quinientos exultantes o más en nuestras celdas, nunca, hasta ahora, tuve a mi cargo a ninguna de esas concubinas más próximas al Autarca.

—¿La chatelaine Thecla pertenecía a ese grupo? Lo sugirió usted hace un momento, maestro.

Asintió con aire lúgubre.

—No sería tan grave si hubiera que someterla a tormento en seguida, pero esto no ocurrirá. Puede que pasen años. Puede que no sea nunca.

—¿Pero cree posible que la pongan en libertad, maestro?

—Aún no lo sé. Ella no es más que un peón en la partida que mantiene el Autarca con Vodalus. La hermana de nuestra exultante, la chatelaine Thea, ha huido de la Casa Absoluta para convertirse en amante de Vodalus. Tratarán de negociar a Thecla al menos por un tiempo, y mientras lo hagan, tenemos que tratarla bien. No demasiado, sin embargo.

—Entiendo —comenté. Me incomodaba terriblemente no saber lo que la chatelaine Thecla le había dicho a Drotte y lo que éste le había dicho al maestro Gurloes.

—Pidió mejor comida y he hecho los arreglos necesarios para que así sea. También pidió compañía, y cuando le dijimos que no se le permitirían visitas, nos instó a que uno de nosotros, por lo menos, le hiciera compañía de cuando en cuando.

El maestro Gurloes hizo una pausa para secarse con el extremo de la capa el rostro brillante.

—Comprendo —dije con la certeza de que entendía bastante bien lo que estaba por venir.

—Te ha solicitado a ti porque te ha visto la cara. Le dije que la acompañarías durante la comida. No pido tu aceptación, no sólo porque estás sujeto a mis instrucciones, sino porque sé que eres leal. Lo que sí te pido es que tengas cuidado de no disgustarla, ni de complacerla demasiado.

—Lo haré lo mejor que pueda —respondí, sorprendido por la firmeza de mi propia voz.

El maestro Gurloes sonrió como si yo le hubiera quitado un peso de encima.

—Tienes una buena cabeza, Severian, aunque todavía seas joven. ¿Has estado alguna vez con una mujer?

Cuando los aprendices hablamos entre nosotros acerca de este tema, acostumbramos inventar fábulas, pero no estaba entre aprendices ahora y negué con la cabeza.

—¿No has estado nunca con las brujas? Tal vez sea mejor así. Ellas me adiestraron en el ardiente comercio, pero no creo que les enviara a otro como el que yo era. Es probable, sin embargo, que la chatelaine quiera que le calienten la cama. No debes hacerlo. Su preñez no sería una preñez común, obligaría a retrasar el tormento y constituiría una vergüenza para el gremio. ¿Me sigues?

Asentí con la cabeza.

—Los muchachos de tu edad tienen sus problemas. Haré que alguien te lleve adonde se curan de prisa.

—Como desee, maestro.

—¿Cómo? ¿No me lo agradeces?

—Gracias, maestro —dije.


Gurloes era uno de los hombres más complejos que he conocido, porque era un hombre complejo que trataba de ser simple. Por lo menos, según la idea de simplicidad que tiene un hombre complejo. Así como un cortesano hace de sí mismo algo a la vez intrincado y brillante, a mitad de camino entre un maestro de baile y un diplomático dispuesto a asesinar si fuera necesario, Gurloes se había transformado en el opaco individuo que un demandante o un alguacil esperan ver cuando convocan al conductor de nuestro gremio; y eso es lo único que un verdadero torturador no puede permitirse. La tensión se notaba; aunque cada parte de Gurloes era como debía ser, ninguna de esas partes encajaba con las otras. Bebía mucho y tenía pesadillas, pero las tenía cuando había estado bebiendo, como si el vino, en lugar de cerrarle a cal y canto las puertas de la mente, las abriera y le permitiera ir de un lado a otro en las últimas horas de la noche, intentando atisbar un sol que no había aparecido aún, un sol que desvanecería los fantasmas de la gran cámara y le permitiría vestirse y dar órdenes a los oficiales. A veces iba hasta lo alto de nuestra torre, sobre los cañones, y aguardaba allí conversando consigo mismo, espiando a través de un cristal del que se dice que es más duro que la piedra, a la espera de los primeros destellos. Era el único de nuestro gremio —incluyendo al maestro Palaemon— que no tenía miedo de las energías que había allí y las bocas invisibles que hablaban a veces con seres humanos y a veces con otras bocas en otras torres y fortalezas. Amaba la música, y llevaba el compás sobre los brazos de su sillón con las manos y sobre el suelo con los pies, y más vigorosamente aún en el caso de escucharla que prefería, cuyos ritmos eran demasiado sutiles como para poder seguirlos. Comía mucho, pero muy de vez en cuando; leía cuando se creía a salvo de la vista de los demás, y visitaba a algunos de nuestros clientes, incluyendo a uno del tercer nivel, con los que conversaba de cosas que cuando escuchábamos a escondidas, ninguno de nosotros era capaz de entender. Los ojos le brillaban, aún más que los de cualquier mujer. Pronunciaba mal las palabras más corrientes: urticaria, salpinx, bordereau. Me es imposible describir el mal aspecto que tenía cuando hace poco volví a la Ciudadela, y el mal aspecto que tiene ahora.

Загрузка...