VIII — El conversador

Al día siguiente, le llevé a Thecla la cena por primera vez. Permanecí con ella durante una guardia. Con frecuencia, Drotte nos observaba a través de la rendija. Jugamos a juegos mundanos en los que ella era mucho mejor que yo, y al cabo de un tiempo conversamos sobre esas cosas que quienes han retornado, según se cuenta, dicen que están más allá de la muerte. Ella me contó lo que había leído en el libro más pequeño de los que yo le trajera; no sólo las aceptadas opiniones de los hierofantes, sino también varias teorías excéntricas y heterodoxas.

—Cuando esté en libertad —dijo—, fundaré mi propia secta. Les diré a todos que la sabiduría me fue revelada durante mi estancia entre los torturadores. Eso lo atenderán.

Le pregunté en qué consistiría su enseñanza.

—En que no existe agathodaemon o vida después de la muerte. Que la mente se extingue en la muerte como en el sueño, sólo que de un modo más profundo.

—Pero ¿quién dirás que te lo ha revelado?

Ella sacudió la cabeza; luego apoyó la barbilla puntiaguda sobre una mano, en una pose que revelaba de manera admirable la elegante línea del cuello.

—Todavía no lo he decidido. Un ángel de hielo, quizá. O un fantasma. ¿Cuál te parece mejor?

—¿No hay una contradicción ahí?

—Precisamente. —La voz se le enriquecía con el placer que le proporcionaba la pregunta.— En esa contradicción residirá el atractivo de esta nueva creencia. No se puede fundar una teología novedosa sobre la Nada, y ningún fundamento es tan seguro como una contradicción. Ahí tienes a los grandes triunfadores del pasado: dicen que sus deidades son los amos de todos los universos y sin embargo necesitan que sus abuelas los defiendan, como si fueran niños asustados por las gallinas. O dicen también: la autoridad que no castiga a nadie mientras haya oportunidad de reforma, ha de castigar a todos cuando ya no hay posibilidad de que nadie mejore.

—Esas cosas son demasiado complicadas para mí —dije.

—No, no lo son. Eres tan inteligente como la mayoría de los jóvenes. Pero supongo que vosotros los torturadores no tenéis religión. ¿Os hacen jurar que la abandonaréis?

—Nada de eso. leñemos una patrona celestial y preceptos, como cualquier otro gremio.

—Nosotros no. —Por un momento, pareció reflexionar sobre la cuestión.— Sólo los gremios los tienen, ¿sabes?, y el ejército, que también es una especie de gremio. Creo que estaríamos mejor si los tuviéramos. Sin embargo, los días festivos y las noches de vigilia se han convertido en exhibiciones, en meras oportunidades para lucir nuevos vestidos. ¿Te gusta esto? —Se puso de pie y extendió los brazos para mostrarme el estropeado vestido blanco.

—Es muy bonito —aventuré—. El bordado y el modo en que están cosidas las perlas.

—Es lo único que tengo… lo que tenía puesto cuando me trajeron aquí. Es para la cena, en realidad. Después de la media tarde y antes de que empiece la velada.

Le dije que estaba seguro que el maestro le haría traer otros si ella lo pedía.

—Ya lo hice, y dice que envió a alguna gente a la Casa Absoluta para traérmelos, pero que no pudieron encontrarla, lo cual significa que la Casa Absoluta trata de fingir que no existo. De cualquier modo es posible que toda mi ropa haya sido enviada a nuestro castillo del norte o a alguna de las villas. Hará que su secretario escriba pidiéndola.

—¿Sabes a quién envió? —pregunté—. La Casa Absoluta tiene que ser casi tan grande como nuestra Ciudadela, y pienso que sería imposible no encontrarla.

—Por el contrario, es muy fácil. Como no se la ve, puedes estar allí, y no saberlo nunca, si no tienes suerte. Además, con los caminos clausurados, les basta con alertar a sus espías para que den una dirección incorrecta a alguien en particular, y tienen espías en todas partes.

Empecé a preguntarle cómo era posible que la Casa Absoluta (que siempre me había imaginado como un enorme palacio con torres resplandecientes y grandes cúpulas) fuera invisible; pero Thecla ya estaba pensando en otra cosa totalmente distinta, acariciando un brazalete en forma de kraken, un kraken cuyos tentáculos le envolvían la cara blanca del brazo, y cuyos ojos eran esmeraldas en bruto.

—Me sorprendió que me permitieran conservarlo. Es muy valioso. De platino, no de plata.

—No hay nadie aquí que pueda ser sobornado.

—Podría venderse en Nessus para comprar ropa. ¿Sabes si alguno de mis amigos ha intentado verme?

Negué con la cabeza: —No serían admitidos.

—Entiendo, pero alguno quizá podría intentarlo. ¿Sabes que casi todos en la Casa Absoluta ignoran que este lugar existe? Veo que no me crees.

—¿Quieres decir que no saben de la Ciudadela?

—Eso lo saben, por supuesto. Partes de ella están abiertas para todos, y de cualquier manera es imposible no ver los chapiteles si se va hasta el extremo sur de la ciudad viviente, no importa de qué lado del Gyoll. —Golpeó con una mano la pared de metal de la celda.— No saben de esto… o cuando menos, muchos de ellos negarían que todavía existe.


Ella era una gran, gran chatelaine, y yo era algo peor que un esclavo (ante los ojos de la gente común, que no comprende realmente las funciones de nuestro gremio). Sin embargo, cuando el tiempo hubo transcurrido y Drotte golpeó la puerta, fui yo el que se puso de pie, abandonó la celda, y subió de prisa hasta encontrarse con el aire limpio de la tarde, mientras Thecla se quedaba escuchando los lamentos y gritos de los demás. (Aunque la celda se encontraba a cierta distancia de la escalinata, Thecla alcanzaba a oír las risas del tercer nivel aun cuando no había nadie allí para conversar con ella.)


Esa noche en nuestro dormitorio, pregunté si alguno conocía los nombres de los oficiales que el maestro Gurloes había enviado en busca de la Casa Absoluta. Nadie lo sabía, pero mi pregunta provocó una animada discusión. Aunque ninguno de los muchachos había visto el sitio o conversado siquiera con alguien que lo hubiera hecho, todos habían escuchado historias. Casi todas trataban acerca de fabulosas riquezas: vajillas de oro, sillas tapizadas en seda y esa clase de cosas. Más interesantes fueron las descripciones que se hicieron del Autarca, que de adecuarse a todas ellas, habría sido una especie de monstruo; se decía que de pie era alto, pero sentado de talla normal; viejo, joven, una mujer disfrazada de hombre y así sucesivamente. Todavía más fantásticos eran los cuentos acerca del visir, el famoso padre Inire, que parecía un mono y era el hombre más viejo del mundo.

Acabábamos de empezar a intercambiar maravillas, cuando hubo un golpe a la puerta. El más joven abrió, y vi a Roche, vestido no con los calzones y la capa fulígenos de los reglamentos del gremio, sino con pantalones, camisa y chaqueta corrientes, pero nuevas y a la moda. Me hizo señas de que me acercara, y cuando fui hasta la puerta para hablarle me indicó que lo siguiera.

Cuando habíamos descendido un trecho de escalera, dijo: —Me temo que asusté al pequeño. No sabe quién soy.

—No con esa ropa —le dije—. Te recordaría si te viera vestido como solías hacerlo.

Eso le gustó y se rió.

—¿Sabes?, fue tan extraño tener que llamar a esa puerta. ¿Qué día es hoy? Dieciocho… todavía no hace tres semanas. ¿Cómo van tus cosas?

—Bastante bien.

—Parece que tienes dominada a la pandilla. Eata es tu segundo ¿no es así? No llegará a oficial hasta dentro de cuatro años, de modo que será capitán tres después de ti. La experiencia será buena para él, y lamento que tú no hayas tenido más antes de ocupar el cargo. Yo te estorbé el camino, pero en ese tiempo ni lo sabía.

—Roche, ¿a dónde vamos?

—Bien, primero iremos a mi cámara para que te vistas. ¿Aspiras a convertirte en oficial, Severian?

Estas palabras me las arrojó por sobre el hombro mientras bajaba a prisa las escaleras delante de mí, y no esperó a mi respuesta.

Mi traje era muy parecido al suyo, aunque de distinto color. También había abrigos y gorras para los dos.

—Estarás satisfecho con él —dijo mientras me ponía el abrigo—. Hace frío, y está empezando a nevar. —Me alcanzó un pañuelo de cuello y me dijo que me quitara los zapatos gastados y me pusiera un par de botas.

—Son botas de oficial —protesté—. No puedo llevarlas.

—No importa. Todo el mundo lleva botas negras. Nadie lo notará. ¿Te van bien?

Eran demasiado grandes, de modo que me puse otro par de calcetines.

—Se supone que yo he de hacerme cargo del dinero, pero como quizá tengamos que separarnos, sería mejor que llevaras unos pocos asimi. —Dejó caer unas monedas en mi mano.— ¿Listo? Vamos. Me gustaría volver a tiempo para dormir un poco si es posible.

Abandonamos la torre, y vestidos con nuestras extrañas ropas, bordeamos el Torreón de las Brujas para tomar el paseo cubierto que lleva más allá del Martello al patio que llaman Roto. Roche había estado en lo cierto: empezaba a nevar; los copos blandos, grandes como la yema de mi pulgar se movían en el aire con tanta lentitud que parecían haber estado cayendo durante años. No soplaba viento y oíamos cómo se quebraba bajo nuestras botas el delgado disfraz del mundo nuevo y a la vez familiar.

—Estás de suerte —me dijo Roche—. No se cómo lo lograste, pero gracias.

—¿Logré qué?

—Una excursión a la Ecopraxia, y una mujer para cada uno. Sé que lo sabes, el maestro Gurloes me dijo que ya te había notificado.

—Lo olvidé, y de cualquier modo no estaba seguro de que hablara en serio. ¿Iremos a pie? Hay un largo camino.

—No tanto como quizá creas, pero ya te dije que disponemos de fondos. Habrá fiacres en el Portalón Amargo. Siempre los hay… la gente está continuamente yendo y viniendo, aunque uno no lo crea así desde nuestro pequeño rincón.

Para hablar de algo, le comenté lo que la chatelaine Thecla había dicho: que mucha gente de la Casa Absoluta no sabía que existíamos.

—Así es, estoy seguro. Cuando te crías en el gremio, éste parece el centro del mundo. Pero cuando eres algo mayor, esto lo descubrí por mí mismo y confío en que a ti no te ocurra, algo estalla en tu cabeza y descubres que el gremio no es la pieza clave de este universo después de todo, sino sólo un oficio impopular pero bien pagado al que has ido a parar no sabes muy bien por qué razones.

Como Roche había vaticinado, había coches, tres, esperando en el Patio Roto. Uno pertenecía a un exultante con blasones pintados en las puertas y palafreneros de exótico uniforme, pero los otros dos eran fiacres, pequeños y sencillos. Los conductores, con sus gorras de piel, se inclinaban sobre un fuego que habían encendido sobre el empedrado. Visto desde lejos, a través de la cortina de nieve, no parecía más grande que una chispa.

Roche agitó un brazo y gritó, y un conductor subió al asiento de un salto, hizo restallar el látigo, y avanzó resonante hasta nosotros. Una vez dentro del coche, le pregunté a Roche si el conductor sabía quiénes éramos, y él me dijo: —Somos dos optimates que tuvieron algo que hacer en la Ciudadela y ahora se dirigen a la Ecopraxia para una noche de placeres. Eso es todo lo que sabe y todo lo que necesita saber.

Me pregunté si Roche tenía mucha más experiencia que yo en semejantes placeres. Parecía improbable. Con la esperanza de descubrir si había visitado antes nuestro destino, le pregunté dónde quedaba la Ecopraxia.

—En el barrio Algedónico. ¿Has oído hablar de él?

Asentí y dije que el maestro Palaemon una vez había mencionado que era una de las partes más antiguas de la ciudad.

—En realidad, no. Más hacia el sur hay otras partes que son mucho más antiguas, un baldío de piedra donde sólo viven homófagos. La Ciudadela se levantaba a cierta distancia al norte de Nessus ¿lo sabías?

Negué con la cabeza.

—La ciudad sigue arrastrándose río arriba. Los armígeros y los optimates quieren agua más pura, no para bebérsela, sino para sus peceras, para nadar y pasear en bote. Claro que además, cualquiera que viva demasiado cerca del mar resulta algo sospechoso. De modo que las partes más bajas, donde el agua es peor, van siendo abandonadas. Al final la ley procede, y los que se quedan atrás tienen miedo de encender el fuego por lo que el humo pueda acarrearles.

Yo estaba mirando por la ventanilla. Habíamos atravesado ya una gran puerta desconocida para mí, pasando de prisa junto a unos guardianes con yelmo; pero todavía estábamos dentro de la Ciudadela, descendiendo por una calle estrecha en medio de dos hileras de ventanas cerradas.

—Cuando eres oficial, puedes ir a la ciudad tantas veces como quieras, con tal de no estar de turno.

Eso yo ya lo sabía, por supuesto; pero le pregunté a Roche si lo encontraba agradable.

—No exactamente… En realidad, sólo he ido dos veces. Y más que agradable lo he encontrado interesante. Saben quién es uno, naturalmente.

—Dijiste que el conductor no lo sabía.

—Bueno, probablemente no. Esos conductores van por todo Nessus. Puede que viva en cualquier parte y que no vaya a la Ciudadela más de una vez al año. Pero los vecinos saben. Los soldados cuentan. Siempre saben y siempre cuentan, eso es lo que todo el mundo dice. Pueden salir de uniforme, si quieren.

—Esas ventanas están todas oscuras. No creo que viva nadie en esta parte de la Ciudadela.

—Todo se vuelve más pequeño. Nadie puede hacer mucho para evitarlo. Menos alimento significa menos gente, hasta que llegue el Sol Nuevo.

A pesar del frío, me sentí ahogado en el fiacre.

—¿Falta mucho todavía? —pregunté.

Roche rió entre dientes.

—Estás nervioso ¿no es eso?

—No, no lo estoy.

—Claro que lo estás. No te preocupes, es natural. No te pongas nervioso por estar nervioso, si entiendes lo que quiero decir.

—Estoy tranquilo.

—Puede ser rápido, si eso es lo que quieres. Tampoco tienes por qué hablar con la mujer. A ella no le importa. Por supuesto, hablará si eso te gusta. Tú eres el que paga… en este caso, yo, pero el principio es el mismo. Hará lo que tú quieras dentro de los límites de lo razonable. Si le pegas o aprietas demasiado, cobran más.

—¿Hace eso la gente?

—Aficionados, ya sabes. No creí que tú lo desearas y no creo que nadie del gremio llegue a eso, a no ser quizá cuando están borrachos. —Hizo una pausa.— Lo que estas mujeres hacen es ilegal, de modo que no pueden quejarse.

El fiacre se inclinó de un modo alarmante y salimos de la calle angosta a una todavía más estrecha que corría retorcida hacia el este.

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