XXXVIII — Hacia la tumba del monarca

Hasta el momento de dormirme estuve contemplando el cuchillo. No directamente, por supuesto; lo había envuelto de nuevo en los trapos y lo había escondido debajo del colchón. Pero echado en el catre, mirando el techo de metal tan parecido al que conociera de muchacho en el dormitorio de los aprendices, sentía el cuchillo bajo las rodillas.

Más tarde empezó a girar ante mis ojos cerrados, luminoso en la oscuridad y nítido desde el mango de hueso hasta la punta aguzada. Cuando por fin me dormí, también lo encontré en mis sueños.

Tal vez por eso dormí mal. Una y otra vez me despertaba, parpadeaba bajo la destellante luz de la celda, me ponía en pie y me estiraba e iba hasta la lumbrera a buscar la estrella blanca que era otra identidad. Entonces habría rendido de buen grado mi cuerpo prisionero a la muerte, de haberlo podido hacer con honor, y habría huido, surcando el cielo de medianoche, a unirme conmigo mismo. En esos momentos conocía mi poder, capaz de atraer mundos enteros y cremarlos como quema un artista sus tierras para obtener pigmentos. En el hoy perdido libro marrón que tuve y leí tanto tiempo que al fin memoricé todo el contenido (aunque una vez pareciera inagotable) aparece el siguiente pasaje: «He aquí que he soñado un sueño más; el sol y la luna y once estrellas me rendían obediencia.» Estas palabras muestran claramente cuánto más sabios que nosotros eran los pueblos de épocas muy antiguas; no en vano el libro se titula Libro de las maravillas de Urth el cielo.

Yo también tuve un sueño. Soñé que el poder de mi estrella bajaba hacia mí, y que yo me levantaba (Thecla y Severian a la vez) e iba hasta la puerta, y agarraba los barrotes y los torcía hasta abrir una brecha por donde era fácil pasar. Pero torcer los barrotes era como separar una cortina, y más allá se veía otra nueva cortina, y luego aparecía Tzadkiel, ni más grande ni más pequeño que nosotros, con la daga en llamas.


Cuando el nuevo día se derramó al fin por la lumbrera abierta, como un torrente de oro bruñido, y yo me puse a esperar el cuenco y la cuchara, examiné los barrotes; y aunque la mayor parte parecía normal, los del medio no estaban tan derechos.

El chico trajo la comida y dijo: —Aunque sólo lo oí nombrar una vez, aprendí mucho de usted, Severian. Me da pena que se vaya.

Le pregunté si.me iban a ejecutar.

Apoyando la bandeja, miró por sobre el hombro al aspirante de guardia apoyado en la pared.

—No, no es eso. Sólo lo van a llevar a otra parte. Hoy vendrá a buscarlo una voladora con pretorianos. —¿Una voladora?

—Porque puede volar por encima del ejército rebelde, supongo. ¿Usted ha viajado en alguna? Yo sólo las he visto despegar y aterrizar. Tiene que ser algo terrible.

—Sí. La primera vez que subí a una nos derribaron. Desde entonces he volado en muchas y hasta he aprendido a manejarlas; pero la verdad es que siempre me han aterrorizado.

El chico asintió. —A mí me pasaría lo mismo, pero me gustaría probar. —Incómodo, me ofreció la mano.— Buena suerte, Severian, lo lleven adonde lo lleven.

La estreché; estaba sucia pero seca, y parecía muy pequeña.

—Tufi —dije—. No es tu verdadero nombre, ¿no?

Sonrió. —No. Quiere decir que apesto.

—No para mi nariz.

—Como todavía no hace frío —explicó él— puedo ir a nadar. En invierno no tengo muchas oportunidades de lavarme, y me hacen trabajar todo el día.

—Sí, me acuerdo. Pero tu nombre verdadero es…

—Ymar. —Retiró la mano.— ¿Por qué me mira así?

—Porque al tocarte vi en tu cabeza un relampagueo de piedras preciosas. Ymar, me parece que estoy empezando a dispersarme. Dispersarme en el tiempo… O en todo caso a ser consciente de que estoy disperso en el tiempo, ya que les pasa a todos. Qué extraño que nos hayamos encontrado así. —Vacilé un instante, la voz perpleja en el remolino de mis pensamientos.— Aunque quizá no sea nada extraño. Sin duda algo rige nuestros destinos. Algo aún más alto que los hierogramatos.

—¿De qué habla?

—Ymar, algún día tú gobernarás. Serás el monarca, aunque no creo que tú mismo te llames así. Procura gobernar para Urth y no meramente en su nombre, como tantos. Sé justo, tan justo al menos como permitan las circunstancias.

El dijo: —Se está burlando, ¿no?

—No —respondí—. Aunque lo único que sepa es que gobernarás, y que un día te sentarás disfrazado bajo un plátano. Pero estas cosas las sé.

Cuando Ymar y el aspirante se fueron, me metí el cuchillo bajo la caña de la bota y lo cubrí con la pernera. Mientras lo hacía, y sentado después en el catre, especulé sobre la conversación.

¿No sería posible que Ymar hubiera llegado al Trono del Fénix por la sola razón de que un epopto yo— lo había profetizado? Hasta donde tengo conciencia, no hay de esto ninguna crónica; y puede que haya creado mi propia verdad. O bien Ymar, sintiendo que es ahora dueño de su destino, dejará de hacer el esfuerzo cardinal que le habría valido una victoria señalada.

¿Quién puede decirlo? ¿Acaso la cortina de incertidumbre de Tzadkiel no vela el futuro incluso a quienes han escapado de sus brumas? Cuando lo dejamos ante nosotros, el presente se vuelve a hacer futuro. Yo lo había dejado, lo sabía, y aguardaba en lo hondo de un pasado que en mis propios días era poco más que un mito.


Las guardias se sucedieron, fatigadas, como hormigas arrastrándose del otoño al invierno. Cuando al fin hube concluido que la información de Ymar era errónea, que los pretorianos no vendrían ese día sino el siguiente —o no vendrían en absoluto—, miré por la lumbrera esperando entretenerme con las idas y venidas de las pocas personas que atinaban a pasar por el Patio Viejo.

Había anclada allí una voladora, pulida como un dardo de plata. Apenas la había visto cuando oí un medido paso de hombres en marcha, roto mientras subían la escalera, reanudado cuando llegaron al nivel en donde yo esperaba. Corrí a la puerta.

Un presuroso aspirante iba al frente. Detrás de él deambulaba un quiliarca abundante en medallas; bien incrustados bajo el cinturón, los pulgares proclamaban que no era un subordinado sino alguien infinitamente superior. A continuación, en una sola fila mantenida con la disciplinada precisión de tropas de miniatura a la orden de un niño (aunque menos visible que el humo), avanzaba un pelotón de guardias a cargo de un pontonero.

Mientras yo miraba, el aspirante agitó las llaves en dirección a mi celda, el quiliarca asintió y se acercó a escrutarme, el pontonero vociferó una orden y las botas del pelotón hicieron alto con estrépito, seguido al instante de un segundo grito y un estrépito más cuando los diez guardias fantasmas apoyaron las armas en el suelo.

La voladora difería muy poco de aquella en que yo había inspeccionado una vez los ejércitos de la Tercer Batalla de Orithya; y en verdad bien podía tratarse del mismo aparato, ya que esas máquinas pasan de una generación a otra. El pontonero me ordenó que me echara al suelo. Obedecí, pero le pregunté al quiliarca (un hombre de rostro enjuto y alrededor de cuarenta años) si durante el vuelo no podía mirar por el costado. El permiso fue denegado, sin duda por temor a que yo fuese un espía, lo que en cierto sentido era cierto, y tuve que conformarme con imaginar el gesto de adiós de Ymar.

Los once guardias que se alineaban en el asiento de popa, fundidos como fantasmas con el tapizado puntillista, eran casi invisibles detrás de la armadura catóptrica de mis propios pretorianos; y pronto me di cuenta de que en realidad eran mis propios pretorianos, y que sus armaduras, y más importante aún sus tradiciones, habían pasado de esa época inconcebiblemente temprana a la mía. Mis guardias se habían convertido en mis guardias: mis carceleros.

Como la voladora era una flecha y yo a veces vislumbraba nubes veloces, esperé que el viaje fuese corto; pero transcurrió al menos una guardia, y quizás otra, antes de que sintiera bajar la nave y viese la pista de aterrizaje. Lúgubres muros de roca viva se alzaron a nuestra izquierda, giraron y se perdieron de vista.

Cuando el piloto retrajo la cúpula del techo, el viento que me azotó la cara era tan frío que supuse que habíamos volado a los campos de hielo del sur. Bajé; y lo que vi al alzar los ojos fue una alta ruina de nieve y piedra destruida. Rodeándonos por completo, unos mellados picos sin rostro asomaban a través de unas nubes acorraladas. Estábamos entre montañas, pero montañas que aún no habían sido talladas a semejanza de hombres y mujeres; montañas tan informes, pues, como las que se ven en las pinturas más antiguas. Me hubiera quedado mirándolas hasta el crepúsculo, pero un puñetazo en la oreja me dejó tendido.

Me levanté consumido de rabia impotente; también me habían maltratado después de que me arrestaran en Saltus y había logrado que aquel oficial se convirtiera en un amigo. Ahora sentía que no había conseguido nada, que el ciclo empezaba de nuevo, que estaba destinado a durar, y que tal vez continuaría hasta mi muerte. Decidí que no. Antes de que el día acabara, el cuchillo que yo llevaba en la bota segaría una vida.

Entretanto la mía me manaba de la oreja retumbante, caliente, como surgida de la caldera donde me embebía la carne helada.

Me arrastraron entre un torrente mucho mayor de carros, de vastos, presurosos carros cargados de más rocas destrozadas, carros de los que no tiraban bueyes ni esclavos pero que rodaban, por empinada que fuese la cuesta, lanzando al aire brillante densas nubes de polvo y de humo, bramando como toros cada vez que nos cruzábamos en el camino. Muy arriba, en la montaña, un gigante con armadura cavaba la roca con manos de hierro, más pequeño a lo lejos que un ratón.

Los presurosos carros dieron paso a premiosos hombres a medida que avanzamos entre cobertizos comunes, casi feos, cuyas puertas abiertas revelaban herramientas y máquinas curiosas. Le pregunté al quiliarca que planeaba matar adónde me habían llevado. Le hizo un gesto al pontonero y el guantelete del pontonero me dio otro golpe.

En una estructura redonda más grande que las demás, me llevaron por pasajes bordeados de gabinetes y asientos. Al fin nos detuvimos delante de una cortina circular que parecía la pared de una tienda o de un pabellón interior. A esas alturas yo había reconocido el edificio.

—Has de esperar aquí —me instruyó el quiliarca—. El monarca te hablará. Cuando te vayas, no…

Al otro lado de la cortina, una voz espesa de vino y sin embargo familiar exclamó: — Soltadlo.

—¡Obediencia y reverencia! —El quiliarca se irguió bruscamente y saludó junto con los guardias. Por un momento fuimos todos una colección de imágenes.

Como no se volvió a oír la voz, el pontonero me soltó las manos. El quiliarca murmuró: —Cuando te vayas de aquí, no dirás nada de lo que hayas visto y oído. De lo contrario morirás.

—Te equivocas —le dije—. El que morirá eres tú.

Hubo en sus ojos un miedo repentino. Yo estaba razonablemente seguro de que no se atrevería a indicarle al pontonero que me golpease, allí, bajo la mirada invisible del monarca. Y no me había equivocado; por el lapso de un latido nos miramos fijamente, victimario y víctima en ambos casos.

El pontonero ladró una orden y los hombres del pelotón volvieron la espalda a la cortina. Cuando el quiliarca estuvo seguro de que ningún guardia podría ver qué había dentro cuando la cortina se abriera, me dijo: —Pasa.

Asentí y avancé; la cortina era de triple seda carmesí, lujuriosa al tacto. Al apartarla vi lo que había esperado y me incliné ante el dueño de las dos caras.

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