Graznó un cuervo; y cuando la piedra retrocedió vi el cielo estrellado y la sola estrella brillante (azul ahora de velocidad) que era yo. Una vez más estaba entero. ¡Y cerca! Ni la bella Skuld, la del alba, brillaba tanto ni tenía un disco tan amplio.
Por largo tiempo —al menos por un tiempo que me pareció largo— estudié mi otra identidad, lejana todavía allende el círculo de Dis. Una o dos veces oí rumor de voces, pero no me molesté en averiguar de quiénes eran; y cuando al fin miré alrededor estaba solo.
O casi. Un gamo me observaba desde la cresta de una colina baja, a mi derecha, con un débil fulgor en los ojos y el cuerpo perdido en la profunda oscuridad de los árboles que coronaban la cima. A mi izquierda, una estatua miraba fijamente con ojos ciegos. Por fin cantó un grillo, pero la hierba estaba enjoyada de escarcha.
Como en el prado del Madregot, sentí que me encontraba en un lugar conocido y que no era capaz de identificarlo. Pisaba piedra, y la puerta que había empujado también era de piedra. Tres peldaños angostos llevaban a una extensión de hierba cortada. Bajé, y detrás la puerta se cerró silenciosamente, cambiando de naturaleza —o eso pensé entonces— mientras se movía; de modo que una vez cerrada dejó de parecer una puerta.
Yo estaba de pie en una cañada muy estrecha, de cien pasos a lo sumo de linde a linde, entre colinas redondas. En las colinas había puertas, algunas no más anchas que si fuesen de habitaciones privadas, algunas más grandes que el portal del obelisco que se alzaba detrás de mí. Las puertas y los embanderados senderos que llevaban a ellas me dijeron que estaba en los terrenos de la Casa Absoluta. La larga sombra del obelisco no era proyectada por la luna sino por el inicial cuarto creciente del sol, y apuntaba hacia mí como una flecha. Yo estaba en el oeste: dentro de una guardia o menos el horizonte subiría a ocultarme.
Por un momento lamenté haber dado la Garra al quiliarca; quería leer la inscripción grabada en la puerta de piedra. Luego me acordé de la vez en que había examinado a Declan en la oscuridad de la cabaña, y me acerqué más y leí.
Era un encumbrado bloque de calcedonia azul, y me sentí conmocionado. Me consideraban muerto, eso parecía evidente; y habían elegido ese agradable valle para representar mi lugar de reposo. Yo habría preferido la necrópolis vecina a la Ciudadela — el sitio donde realmente he de reposar al final, o al menos debería creerse que reposo—, o la ciudad de piedra, a la cual podría aplicarse mucho mejor mi primera observación.
Eso me indujo a preguntarme en qué parte de los terrenos estaba, así como a especular sobre si el monumento lo habría erigido el padre Inire o alguna otra persona. Cerré los ojos, dejando que la memoria vagara a su antojo, y para mi asombro encontré el pequeño escenario que con Dorcas y Calveros había remendado para el doctor Talos. Era exactamente el mismo lugar, y mi absurdo monumento se alzaba donde en otro tiempo yo había fingido tomar al gigante Nod por una estatua. Recordando aquel monumento, miré al que había visto al entrar de nuevo en Briah y descubrí que era, como había pensado, una de esas inofensivas criaturas medio vivas. Ahora se me acercaba lentamente, los labios curvados en una sonrisa arcaica.
Durante un aliento admiré el juego de mi luz en sus miembros pálidos, pero me pareció que sólo habían pasado dos o tres guardias desde que el amanecer llegara a las faldas del monte Tifón, y la vitalidad que sentía ahora no me ponía en disposición de contemplar estatuas ni buscar descanso en alguno de los recluidos cobijos dispersos en los jardines. No lejos de donde había visto el gamo, un umbral oculto daba acceso a la Casa Secreta. Corrí hasta él, murmuré la palabra que lo gobernaba y entré.
¡Qué extraño, pero qué bueno, era pisar de nuevo esos pasajes angostos! La sofocante constricción y los peldaños acolchados, como de escalera colgante, convocaban mil recuerdos de citas y enredos: cacerías de lobos blancos, castigos a prisioneros de la antecámara, reencuentros con Oringa.
De haberse cumplido, como en un principio había planeado el padre Inire, que sólo él y el Autarca reinante conocieran esos pasillos tortuosos y esas confinadas cámaras, habrían sido muy parecidos a cualquier mazmorra en todo caso menos agradables. Pero los Autarcas se los habían revelado a sus amadas, y esas amadas a sus propios galanes, de modo que no habían tardado en albergar al menos una docena entera de intrigas en cualquier noche amable de primavera, y a veces quizá cien. El administrador provincial que llevaba a la Casa Absoluta ciertos sueños de aventura o romance raramente se daba cuenta de que la gente pasaba con pie leve a una ana de su cabeza dormida. Entretenido con reflexiones de este cariz, había caminado una media legua o más (parándome de tanto en tanto para espiar salas públicas y apartamentos privados por las mirillas de las puertas) cuando tropecé con el cadáver de un asesino.
Yacía de espaldas, como seguramente había yacido por lo menos desde hacía un año; la marchita carne de la cara había empezado a desprendérsele, de modo que sonreía como quien descubre que al fin y al cabo la muerte no es sino una broma. La mano estirada había soltado el dique envenenado que aún tenía en la palma. Mientras me inclinaba a inspeccionarlo, me pregunté si se las habría arreglado para herirse a sí mismo; cosas mucho más extrañas habían ocurrido dentro de la Casa Absoluta. Más probablemente, decidí, había caído víctima de una supuesta víctima; abordado, quizá, una vez que se reveló lo que se intentaba, o abatido por alguna herida antes de ponerse a salvo. Por un momento pensé en tomar el digue para reemplazar el cuchillo que había perdido hacía tantas quilíadas, pero la idea de esgrimir una hoja envenenada era repugnante.
Una mosca me zumbó junto a la cara.
La ahuyenté; luego miré pasmado cómo hurgaba en la carne seca, seguida por otra docena de moscas.
Di un paso atrás; antes de que pudiera alejarme, todas las espantosas fases de la putrefacción se presentaron en orden inverso, como pilluelos que en un hospicio empujan al frente a los más chicos; la carne ajada se hinchó e infestó de gusanos, retrocedió a la lividez de la muerte y finalmente retomó la coloración y casi la apariencia de la vida; la mano fláccida se cerró sobre el corroído mango de acero del digue hasta apretarlo como una tenaza.
Acordándome de Zama, yo me preparé a correr no bien el muerto se sentara, o a arrebatarle el arma y matarlo. Tal vez estos impulsos se cancelaron mutuamente; el hecho es que no hice nada y me quedé simplemente al lado de él, observándolo.
Se incorporó despacio y me miró con ojos vacíos.
—Más vale que guardes eso, no vayas a herir a alguien —le dije. Esas armas suelen ir envainadas con la espada, pero él llevaba una cuchillera en el cinturón y me hizo caso—. Estás desorientado —continué—. Lo más sensato sería no moverte hasta que vuelvas en ti. No me sigas.
No contestó nada, ni yo esperaba que contestase. Escabulléndome, me alejé lo más rápido posible. Unas cincuenta zancadas después oí sus pasos vacilantes; eché a correr, tratando de no hacer ruido y cambiando de un sendero a otro.
No sé decir cuánto duró. Mi estrella aún estaba subiendo y me pareció que yo habría podido dar la vuelta entera a Urth sin cansarme. Pasé a la carrera frente a muchas puertas extrañas y no las abrí, sabiendo que de un modo u otro todas llevarían de la Casa Secreta a la Casa Absoluta. Por fin llegué a una abertura sin puerta; una corriente de aire me trajo un llanto de mujer, y me detuve y crucé el umbral.
Me encontré en una logia con arcadas en tres lados. Los sollozos de mujer parecían provenir de la izquierda; fui hasta una de las arcadas y atisbé. Daba a la galería amplia y sinuosa que llamábamos Sendero de Aire; la logia era una de esas construcciones que aunque aparentan ser meramente ornamentales sirven a las necesidades de la Casa Absoluta.
Muy abajo, sombras en el suelo de mármol me indicaron que alrededor de la mujer había al menos una docena de pretorianos, apenas visibles, uno de los cuales la sostenía por el codo.
Entonces (no sé decir por qué azar) ella levantó la vista hacia mí. Tenía un hermoso rostro, de esa tez que llaman olivácea y también liso y ovalado como una oliva, y había en él algo que me partió el corazón; y aunque no la reconocía, una vez más tuve una sensación de retorno. Sentí que en alguna vida perdida había estado justo donde estaba ahora; y que en esa vida había visto a esa mujer exactamente de esa manera.
A poco tanto ella como las sombras de los pretorianos quedaron casi fuera de mi vista. Me moví de un arco a otro para no perderlos; y ella a su vez continuaba observándome, y la última vez que la vi me miraba por encima del hombro, cubierto con una túnica pálida.
En esa visión fugaz era tan hermosa y desconocida como en la primera. Su belleza era razón suficiente para que cualquier hombre la mirara, pero ¿por qué me miraba ella? Si yo había entendido algo de su expresión, era una mezcla de esperanza y miedo; quizá también ella tuviera la sensación de un drama que volvía a representarse una segunda vez.
Un centenar de veces repasé mis correrías y enredos en la Casa Secreta, bien como Thecla sola, bien como Severian y Thecla unidos, bien como el viejo Autarca. No logré encontrar el momento; y sin embargo existía. Y, mientras seguía andando, empecé a revisar esos recuerdos que están debajo de los últimos, recuerdos que en este relato apenas he mencionado, que se oscurecen a medida que van haciéndose extraños y quizá se remonten a Ymar, y más atrás de Ymar a la Edad del Mito.
Y sin embargo, por encima de todas esas vidas sombrías —e incomparablemente más vívidas, como la expresión de los ojos de una montaña cuando el bosque que hay a sus pies se ha hundido en una bruma gris— se movía la estrella blanca que era yo mismo. También yo estaba allí; y la vi enfrente, en apariencia muy lejos aún del sol carmesí (aunque mucho más cerca de lo que parecía), y supe entonces que después de tantos siglos ella iba a ser simultáneamente mi destrucción y mi apoteosis. A izquierda y derecha, la valerosa Skuld y la hosca Verthandi parecían satélites irrelevantes. Sobre la faz de la estrella blanca se deslizaba el oscuro lunar de Urth, casi perdido entre sombras; y en los momentos postreros de esa noche, perplejo y meditabundo, fui de un lado a otro bajo tierra.