—Vuestra sorpresa no es mayor que la mía —les dije. Y al menos para tres de ellos era cierto.
Calveros (a quien jamás había esperado volver a ver después de que se hundiera en el lago, pero que en verdad yo había visto, tal como lo recordaba, luchando a mi lado ante el Sillón de justicia de Tzadkiel) se había vuelto demasiado grande para seguir considerándolo humano: la cara era aún más pesada y más deforme; la piel, blanca como la de la mujer del agua que una vez me había salvado de ahogarme.
La chica cuyo hermano me había pedido una moneda a la puerta de su choza se había convertido en una mujer de sesenta años o más, y el gris de la edad se superponía a la delgadez y el curtido de los largos caminos. Ya antes se había apoyado en el bastón como si fuese algo más que la insignia de su oficio. Ahora ella se alzaba con los ojos brillantes, erguida como un álamo joven.
Sobre Valeria no escribiré, salvo para decir que en cualquier sitio la habría reconocido al instante. Sus ojos no habían envejecido. Seguían siendo los ojos relucientes de la muchacha envuelta en pieles que había salido a mi encuentro en el Atrio del Tiempo; y sobre ellos el tiempo no tenía poder.
El quiliarca saludó y se arrodilló ante mí igual que el castellano de la Ciudadela, y tras una pausa embarazosamente larga, también se arrodillaron los otros hombres y el joven subalterno. Les indiqué que se levantaran, y esperando a que Valeria se recuperase (pues momentáneamente temí que se desmayara o algo peor), le pregunté al quiliarca si él había sido oficial subalterno cuando yo ocupaba el Trono del Fénix.
—No, Autarca. Yo era sólo un muchacho. —Sin embargo me recuerdas claramente.
—Mi deber es conocer la Casa Absoluta, Autarca.
En algunos lugares hay cuadros y bustos vuestros.
—No te…
La voz era tan débil que a duras penas la oí. Me volví para cerciorarme de que realmente era Valeria quien hablaba.
—No te muestran como eras de verdad. Te muestran como yo pensaba…
Esperé, curioso.
Ella agitó una mano. Era el gesto de una anciana muy débil.
—Como yo pensaba que serías cuando volvieras a mí, a la torre de nuestra familia en la Ciudadela Vieja. Te muestran como eres ahora. —Rió, y se echó a llorar.
Después de las de ella, las palabras del gigante sonaron como un clamor de ruedas de carro.
—Tiene el aspecto de siempre —dijo—. Yo no recuerdo muchas caras, Severian; pero recuerdo la suya.
—Está diciendo que tenemos una disputa pendiente. Preferiría dejarla así y estrecharle la mano. Calveros se levantó a tomarla, y vi que había cobrado dos veces mi altura.
El quiliarca preguntó: —Autarca, ¿le habéis dado la libertad de la Casa Absoluta?
—Sí. Sin duda es una criatura maligna; pero también lo eres tú, y yo.
Calveros rugió: —A usted no le haré mal, Severian. No se lo he hecho nunca. Si tiré lejos aquella joya fue porque usted creía en ella. Era dañina, o eso me pareció entonces.
—Y benéfica, pero todo esto ha quedado atrás. Olvidémoslo, si podemos.
La profetisa dijo: —También ha hecho daño diciendo que traeríais la destrucción. Yo le he dicho a esta gente la verdad, que traeríais un renacimiento, pero no quisieron creerme.
—Ha dicho la verdad tanto como tú —dije yo—. Para que nazca lo nuevo hay que hacer a un lado lo viejo. Quien va a plantar trigo mata la hierba. Los dos sois profetas, aunque de clases diferentes; s cada cual profetiza lo que el Increado le transmitió.
Entonces se abrieron de par en par las puertas de plata y lapislázuli del otro extremo del Hipogeo Amaran tino, puertas que en mi reinado sólo se usaban para procesiones solemnes y presentaciones ceremoniales de embajadores; y esta vez no irrumpió un oficial solitario sino dos docenas de soldados de caballería, armados de fusiles o lanzas de fuego. Todos sin excepción daban la espalda al Trono del Fénix.
Por un momento me absorbieron tan completamente que olvidé cuántos años habían pasado desde la última vez que Valeria me viese; para mí no había sido un lapso de años, sino de acaso menos de cien días en total. Así que hablando de costado, a la vieja manera que tanto había usado cuando presenciábamos juntos algún largo ritual, la disimulada manera que había aprendido de muchacho para hablar a espaldas del maestro Malrubius, murmuré:
—Esto valdrá la pena verlo.
Al oírla jadear la miré, y vi las mejillas manchadas de llanto y todo el daño que el tiempo había causado. Amamos más cuando comprendemos que el objeto de nuestro amor no tiene ninguna otra cosa; y creo que yo nunca amé a Valeria como en ese momento.
Le puse una mano en el hombro, y aunque no eran lugar ni momento para escenas íntimas, siempre me he alegrado de haberlo hecho porque no hubo tiempo para nada más. La giganta cruzó el umbral a gatas, primero una mano, como una bestia de cinco patas, luego el brazo. Era más grande que los troncos de muchos árboles que se consideran viejos y blanca como la espuma del mar; pero la deformaba una quemadura que se abría y sangraba en el momento mismo en que aparecía.
Hubo un jadeo, y no sólo de Valeria sino de todos, creí oír, salvo de Calveros. Junto con la otra mano asomó el rostro de la ondina, y también la brillante masa de pelo verde, tan enorme que parecía colmar el vano de la puerta. Más de una vez he oído decir hiperbólicamente que alguien tiene los ojos como platos; de los ojos de la giganta era cierto; lloraban lágrimas de sangre, y más sangre le goteaba de la nariz.
Comprendí que había remontado el Gyoll desde el mar, y desde el Gyoll había recorrido el afluente que vagaba por los jardines y en cuyas aguas yo había flotado con Jolenta. Exclamé:
—¿Cómo te han arrebatado de tu elemento?
Tal vez porque era mujer no tenía una voz tan profunda como yo había esperado, aunque sí más profunda que la de Calveros. Pero había en esa voz una cierta ligereza, como si esa criatura que se debatía por cruzar el umbral mientras hablaba, tan claramente moribunda, sintiera, con todo, una vasta dicha que no debía nada a su propia vida ni a la del sol.
—Porque iba a salvaros… —dijo.
Con estas palabras se le llenó la boca de sangre; la escupió, y fue como si hubieran abierto algún desagüe en un matadero.
—¿De las tormentas e incendios que el Sol Nuevo traerá a Urth? —le pregunté—. Te lo agradecemos, pero ya nos han prevenido. ¿No eres una criatura de Abaia?
—Aun así. —Se había arrastrado a través del umbral hasta la cintura. Ahora la carne parecía tan enorme que su propio peso la desprendería de los huesos. Los pechos colgaban como esos almiares que un niño ve alzarse por encima de él. Comprendí que nunca podríamos devolverla al agua: que moriría en el Hipogeo Amarantino y harían falta cien hombres para desmembrar el cadáver y cien más para enterrarlo.
El quiliarca preguntó: —Entonces ¿por qué no te mataríamos? Eres una enemiga de la Comunidad.
—Porque vine a preveniros. —Había dejado caer la cabeza en la terraza, donde yacía en un ángulo tan antinatural que parecía tener el cuello roto; y sin embargo aún hablaba.
—Puedo darte una razón más convincente, quiliarca —dije—. Porque yo lo prohíbo. Una vez ella me salvó, en mi niñez, y recuerdo su cara como recuerdo todo. Si pudiera, la salvaría ahora mismo. —Mirándole el rostro, un rostro de belleza sobrenatural y a la vez una masa horrible, pregunté:— ¿Te acuerdas?
—No. Todavía no ha ocurrido. Ocurrirá, porque tú lo dices.
—¿Cómo te llamas? Nunca lo supe.
—Juturna. Quiero salvarte… antes no. Salvaros a todos.
Valeria siseó: —¿Cuándo ha buscado Abaia nuestro bien?
—Siempre. Habría podido destruiros…
Por un lapso de seis alientos fue incapaz de continuar, pero yo indiqué a Valeria y los demás que guardaran silencio.
—Pregúntale a tu marido. En un día o pocos. En cambio ha procurado domaros. Frenar a Catodon… proscribirlo. ¿Para qué? Abaia nos hubiera convertido en un gran pueblo.
Entonces recordé lo que me había preguntado Famulimus en nuestro primer encuentro: «¿Es todo el mundo una guerra de buenos y malos? ¿Nunca ha pensado que tal vez sea algo más?» Y me sentí en las fronteras de un mundo más noble, donde sabría lo que ese mundo debía ser. El maestro Malrubius me había transportado desde las junglas del norte de Océano hablando del yunque y el martillo, y aquí me parecía percibir un yunque. Aquel maestro Malrubius había sido un acuástor, como los que lucharían por mí en Yesod, creado por mi mente; por eso creía, como yo, que la ondina me había salvado porque iba a ser torturador y Autarca. Era posible que ni él ni la ondina estuvieran del todo errados.
Mientras yo vacilaba perdido en esos pensamientos, Valeria, la profetisa y el quiliarca intercambiaban susurros; pero pronto la ondina volvió a hablar.
—Vuestro día se apaga. Un Sol Nuevo… y vosotros sois sombras.
—¡Sí! —La profetisa parecía dispuesta a saltar de alegría.— Somos las sombras que la llegada del Sol Nuevo proyecta sobre Urth. ¿Qué otra cosa podemos ser?
—Se acerca otro —dije yo, pues creía oír un golpeteo de pies apremiados. Hasta la ondina alzó la cabeza para escuchar.
El ruido, fuera lo que fuese, creció más y más. Un viento extraño silbó por la larga cámara, agitando las antiguas colgaduras y derramando perlas y polvo en el suelo. Bramando como un trueno cerró las puertas que la cintura de la ondina había mantenido abiertas, y transportó ese perfume —agreste y salino, fétido y fecundo como el de la entrepierna de las mujeres— que una vez conocido no se olvida nunca; de modo que en aquel instante no me habría sorprendido oír un clamor de olas o un chillido de gaviotas.
—¡Es el mar! —grité a los demás. Luego, intentando ajustar la mente a lo que sin duda había ocurrido, dije—: Nessus debe estar bajo el agua.
Valeria se sofocaba: —Nessus se inundó hace dos días.
Mientras ella hablaba la alcé; su frágil cuerpo parecía más ligero que el de un niño.
Entonces llegaron las olas, los innumerables destrieros de Océano, con sus bridas blancas, y cubrieron de espuma los hombros de la ondina, de modo que por un momento la vi como si viera dos mundos juntos, a la vez mujer y roca. Ella las recibió levantando la pesada cabeza y lanzó un grito triunfal y desesperado. Era el aullido de una tormenta que azota el mar, un aullido que espero no volver a oír nunca.
Los pretorianos subían ruidosamente al estrado para escapar del agua; el joven subalterno que tan amedrentado y débil parecía agarró la mano de la hermana de Jader (que ya no era profetisa, pues no tenía nada más que profetizar) y la arrastró arriba con él.
—Yo no me ahogaré —rugió Calveros— y los demás no importan. Sálvese usted si puede.
Asentí sin pensar y con el brazo libre abrí la cortina. Los pretorianos se abalanzaron apiñados, con lo cual las campanas que habían sonado tres veces por mí repicaron enloquecidas, y rompiendo las ajadas cuerdas resecas, cayeron clamorosamente.
No con un susurro sino con un grito, porque la palabra no volvería a servir nunca, di la orden a la puerta sellada por donde había entrado. Se abrió, y entonces entró el asesino, mudo aún, medio inconsciente, aturdido por el recuerdo de las cenicientas llanuras de la muerte. Le grité que se detuviera, pero él ya había visto la corona y, debajo, el estragado rostro de la pobre Valeria.
Era sin duda un célebre espadachín; ningún maestro de armas habría golpeado con más rapidez. Vi el destello de la hoja envenenada, luego sentí el feroz dolor con que a través del cuerpo de mi pobre esposa entraba en el mío, donde reabrió la herida que tantos años antes había hecho la hoja de averno de Agilus.