Era un velero; unas veces se alzaba tanto que veíamos el casco oscuro y otras casi se perdía, hundido y girando en los abismos de las olas. Gritamos hasta enronquecer, todos, y dimos saltos y agitamos los brazos, y por último yo me puse a Pega en los hombros, donde se balanceó tan precariamente como yo en el bandeante howdah del balucho de Vodalus.
La tensa cangreja del barco osciló en el viento. Pega gimió.
—¡Se están hundiendo!
—No —le dije yo—, están saliendo.
El pequeño foque se vació a su vez, aleteando, y luego volvió a llenarse. No sé decir cuántos alientos o cuántos latidos de mi corazón pasaron hasta que vimos al agudo botalón apuñalar el cielo como un mástil clavado en una colina verde. Pocas veces el tiempo pasó para mí tan lentamente, y me parece que podrían haber sido varios cientos de latidos.
Un momento más y teníamos el barco a un tiro de flecha, arrastrando una soga por el agua. Yo me zambullí, nada seguro de que los demás me seguirían pero pensando que a bordo los podría ayudar más que en la balsa.
En seguida me pareció que había caído en otro mundo, más extravagante que el arroyo Madregot. Las infatigables olas y el cielo nublado desaparecieron como si no hubieran existido nunca. No habría podido decir por qué medios, pero percibía una corriente poderosa; aunque los inundados pastizales de mi inundada nación pasaran debajo de mí y sus árboles me llamaran con miembros suplicantes, el agua en sí parecía en calma. Era como si yo observara el lento rodar de Urth por el vacío.
Al cabo vi una cabaña con las paredes y la chimenea de piedra todavía en pie; la puerta abierta parecía hacerme señas. Sentí un terror súbito y desesperado como el día en que me había ahogado en el Gyoll, y nadé hacia arriba en busca de la luz.
Mi cabeza rompió la superficie; la nariz me chorreaba agua. Por un momento tuve la impresión de que balsa y barco habían desaparecido, pero una ola levantó el barco y divisé las curtidas velas. Comprendí que, aunque no lo pareciese, había estado bajo el agua mucho tiempo. Nadé con todas mis fuerzas, pero cuidándome de mantener la cara en el aire todo lo posible y cerrando los ojos cuando la hundía en el agua.
A popa estaba Odilo con una mano en la caña; al verme agitó el brazo y me animó con gritos que yo no oía. Un momento después apareció en la regala la cara redonda de Pega, y luego otra cara desconocida, castaña y arrugada.
Una ola me recogió como una gata recoge sus crías; caí cabeza abajo por la otra falda y en el seno me encontré con la soga. Odilo abandonó la caña (que de todos modos, como vi al trepar a bordo, estaba sujeta con una cuerda) y se unió a los demás para subirme. Como la barquita tenía apenas dos codos de francobordo, no me costó mucho apoyar un pie en el timón y dejarme caer por encima de la popa.
Aunque me había visto hacía menos de una guardia, Pega me abrazó como a un muñeco de paño.
Odilo se inclinó como si nos hubieran presentado en el Hipogeo Amarantino.
—¡Sieur, temí que hubiera perdido usted la vida en estos mares tempestuosos! —Hizo una nueva inclinación.— ¡Sieur, es un extremo placer y un completo asombro, sieur, si se me permite decirlo así, volver a verlo, sieur!
Pega fue más directa. —¡Todos pensamos que había muerto, Severian!
Le pregunté a Odilo dónde estaba la otra mujer; entonces la divisé, justo cuando devolvía al mar el agua de un cubo. Como mujer sensata, estaba achicando; y como mujer sensata, lanzaba el agua a favor del viento.
—Está aquí, sieur. Ahora estamos todos aquí, todos juntos, sieur. Yo mismo fui el primero en llegar a esta embarcación. —Odilo hinchó el pecho con disculpable orgullo.— Pude ayudar un poco a las mujeres, sieur. Pero a usted, sieur, nadie lo había visto desde que, si cabe formularlo así, sieur, echamos nuestros destinos a las olas. Es una enorme felicidad, sieur, sí, una verdadera delicia… —Se recompuso.— Claro que un joven oficial de su constitución física e indudable arrojo no podía correr gran peligro, sieur, allí donde humildes personas habíamos salido con bien, sieur. Aunque por poco margen, sieur. Por escasísimo margen. Y sin embargo a las jóvenes les inquietaba no verlo, sieur, por lo cual espero y confío que las perdone.
—No hay nada que perdonar —le dije—. Gracias a todos por vuestra ayuda.
El dueño del barco, un viejo marino, hizo un gesto complejo (medio oculto por la gruesa chaqueta) que fui incapaz de entender y escupió a barlovento.
—Nuestro salvador —dijo Odilo, radiante— es…
—No importa —espetó el marino—. Vaya allí y adrice la mayor. El foque también se ha enredado. Vamos, muévase o esto se va a la banda.
Hacía diez años o más que había navegado en el Samru, pero entonces había aprendido cómo opera un aparejo de largo a largo y yo no me olvido de nada. Antes de que Odilo y Pega lograran vislumbrar los misterios de un simple cordaje, ya había adrizado la hinchada vela mayor, y con la ayuda del estay, librado el foque y recogido el paño.
Vivimos el resto del día con miedo a la tormenta, impulsados por los fuertes vientos que la precedían, siempre escapando pero nunca del todo seguros. Hacia la noche el peligro pareció reducirse, y nos pusimos al pairo. El marino nos dio una taza de agua a cada uno, una ración de pan duro y una rebanada de carne ahumada. Yo sabía que tenía ganas de comer, pero descubrí que estaba desesperadamente hambriento, como todos los demás.
—Hay que abrir bien los ojos y buscar comida —instruyó solemnemente a Odilo y las mujeres—. A veces en los naufragios se encuentran cajas de galletas o barriles de agua. Supongo que éste es el mayor naufragio que ha habido nunca. —Hizo una pausa, escrutando el velero y el mar de alrededor, alumbrado aún por la demorada incandescencia del nuevo sol de Urth.— Hay islas, o había, pero tal vez no las encontremos, y no tenemos comida ni agua suficiente para llegar a las Tierras Jánticas.
—He observado —dijo Odilo— que en el curso de la vida los acontecimientos alcanzan un nadir a partir del cual luego se elevan. La destrucción de la Casa Absoluta, la muerte de nuestra amada Autarca… si por piedad del Increado no está viva aún en algún lugar…
—Está viva —le dije—. Créame. —Cuando vi que me miraba con ojos esperanzados, sólo pude agregar débilmente:— Siento que está viva.
—Confío en usted, sieur. Pero como decía, entonces las circunstancias empeoraron. — Miró en torno, e incluso Thais y el viejo marino asintieron.— Y no obstante vivimos. Yo descubrí una mesa que flotaba y pude ofrecer mi auxilio a estas pobres mujeres.
Juntos descubrimos más muebles y construimos la balsa, en la cual no tardó en sumársenos nuestro eminente huésped; y por último nos rescató usted, capitán, por lo cual le estamos enormemente agradecidos. Diría yo que hay en esto una tendencia. Creo que por algún tiempo nuestras circunstancias se inclinarán a mejorar.
Pega le tocó el brazo.
—Usted habrá perdido a su mujer, Odilo, y a su familia. Es admirable que no los mencione, pero sabemos cómo puede sentirse.
Él sacudió la cabeza. —Nunca me casé. Aunque a menudo lo he lamentado, hoy me alegro. Ser mayordomo de todo un hipogeo, y particularmente del Hipogeo Amarantino en los tiempos del padre Inire, como era yo en mi juventud, requiere un esfuerzo incesante; apenas queda una guardia para dormir. Con anterioridad al lamentado deceso de mi padre, hubo cierta joven, servitrix confidencial de una chatelaine, si puedo decirlo así, con quien tenía esperanzas… Pero la chatelaine se retiró a sus dominios. La joven y yo nos escribimos durante un tiempo. —Suspiró.— Indudablemente encontró otro, pues una mujer siempre encontrará otro si lo desea. Espero y confío que fuera digno de ella.
De haber sido capaz, yo habría intervenido para aliviar la tensión; pero dividido como estaba entre la comprensión y la gracia, no se me ocurrió nada inocuo que decir. Las infladas maneras de Odilo lo hacían parecer ridículo, y sin embargo yo tenía conciencia de que esas maneras habían evolucionado a lo largo de muchos años, a través de los reinados de muchos Autarcas, como forma de preservar a la gente de palacio, así como Odilo había sido preservado últimamente de la destitución y la muerte; y ahora tenía conciencia de que yo mismo había sido uno de esos Autarcas.
Pega había empezado a hablarle en un tono que era casi un susurro y, aunque yo oía la voz por encima del golpeteo de las olas contra la banda, no alcanzaba a discernir qué decía. Tampoco estaba seguro de querer oírlo.
El viejo marinero había estado hurgando en la pequeña bóveda que cubría las dos últimas anas de la popa.
—Sólo tengo cuatro mantas —anunció.
Odilo interrumpió a Pega para decir: —Entonces yo me las arreglaré sin nada. Ya se me ha secado la ropa y no tengo por qué sentirme incómodo.
El marino arrojó una manta a cada mujer y otra a mí y se quedó con la restante.
Puse la mía en las rodillas de Odilo.
—Yo no voy a dormir por un rato; tengo que pensar algunas cosas. ¿Por qué mientras tanto no la usa? Cuando tenga sueño trataré de tomarla sin despertarlo.
Thais empezó: —Yo… —Y vi casualmente que a Pega le daba un codazo tan fuerte que le cortó la respiración.
Odilo dudada; en la luz declinante yo apenas le distinguía la cara demacrada, pero sabía que seguramente estaba muy cansado. Por fin dijo: —Es una gran amabilidad, sieur. Gracias, sieur.
Hacía rato que yo había terminado mi ración de pan y carne ahumada. No deseando darle tiempo a que se arrepintiera, fui a la proa y contemplé el mar. Las olas guardaban todavía un fulgor de crepúsculo, y yo sabía que esa luz era mía. En aquel momento comprendí qué puede sentir el Increado y conocí los dolores que él conoce por la muerte de las cosas que crea. Incluso él, me parece, estará sujeto a la ley —es decir, a la necesidad lógica— de que no puede existir nada eterno en el futuro que no esté, como él mismo, arraigado en la eternidad pasada. Y mientras lo contemplaba en sus dichas y quebrantos, se me ocurrió que yo era muy parecido a él, aunque mucho más pequeño; y que acaso así se considere una hierba respecto al gran roble, o una de las innumerables gotas de agua en el Océano.
Cayó la noche y salieron todas las estrellas, tanto más brillantes por haberse escondido a la mirada del Sol Nuevo como niños asustados. Las recorrí, buscando no mi propia estrella —que como bien sabía, nunca volvería a ver— sino el Final del Universo. No lo encontré, ni ésa ni ninguna noche desde entonces; y sin embargo seguro que está allí, perdido entre la miríada de constelaciones.
Un resplandor virescente asomó detrás de mi hombro como un fantasma, y recordando las facetadas linternas de color del Samru, pensé que habíamos enarbolado una luz similar; me giré a mirar y era el resplandeciente rostro de Luna, del que había caído el horizonte oriental, como un velo. Ningún hombre la había visto tan brillante como yo esa noche. ¡Qué extraño pensar que era la misma cosa tenue y endeble que apenas la noche anterior yo había visto junto al cenotafio! Supe entonces que el viejo mundo de Urth había muerto, como el doctor Talos ya había predicho, y que nuestro barco flotaba, no allí, sino en las aguas de la Urth del Sol Nuevo, que es llamada Ushas.