Anotación número 11.

SÍNTESIS: No, no puedo. De modo que nada de síntesis.

Atardecer. Reina una ligera niebla. El cielo aparece cubierto por unos velos dorado lechosos. Nuestros antepasados sabían que arriba moraba un escéptico aburrido, el mayor de todos sus escépticos…, «Dios». Nosotros sabemos, en cambio, que el vacío cristalino azulado es la simple y la pura nada.

Claro que yo, personalmente, no sé si detrás de ello se oculta algo, pues he tenido demasiadas experiencias. El saber de uno que está convencido de ser infalible…, esto es lo que se llama fe. Yo tenía una firme fe en mí mismo. Pero luego…

Ahora me he situado delante del espejo y, por primera vez en mi vida, me contemplo con plena claridad y conciencia. Me contemplo sorprendido, como a un extraño. Éste soy yo… ¡Pero no!, éste es otro; unas cejas negras y rectas y entre las dos un profundo pliegue vertical, como si fuese un rasguño (no puedo acordarme siquiera de si antes existía o no esta arruga).

Unos ojos acerados, azules y, debajo, unas sombras oscuras producidas por el insomnio; y detrás del acero… jamás supe lo que hay detrás. Y desde mi puesto de observación de mí mismo, estoy muy cerca y no obstante infinitamente lejos de mí. Me contemplo, es decir, miro al otro, y estoy convencido de que éste, el de las cejas rectas como una regla, es un extraño. No le conozco y es ésta la primera vez que me tropiezo con él. Pero el verdadero yo soy yo mismo, y no él…

No. Punto. Todas estas son tonterías, todas estas son sensaciones absurdas. Estos pensamientos no son más que unos delirios febriles, una consecuencia del envenenamiento de ayer. Pero ¿con qué me habré envenenado en realidad, con el líquido verde… o tal vez con ella? No importa. Escribo y llevo todo esto al papel, sólo para demostrar por qué caminos tan erróneos y extraños puede ir el ser humano, y por dónde puede perderse y extraviarse la razón pura y exacta de la inteligencia. La misma inteligencia que fue capaz de hacer comprender a nuestros antepasados aquel Infinito tan terrible…

En el numerador aparece una casilla: R-13. Bueno, que suba. Incluso celebro su visita. No me gustaría tener que seguir tan solo ahora.

Veinte minutos después:

En la superficie del papel, en el mundo bidimensional, estas líneas aparecen una debajo de otra, pero en aquel otro mundo… Pierdo el sentido de los números: 20 minutos… quizás representen también 200 o incluso 200.000. Se me antoja sumamente extraño que deba trasladar al papel mi conversación con R, en forma tranquila, uniforme, sopesando cada una de las palabras. Me da la impresión de que estoy sentado con las piernas cruzadas en un sillón delante de mi cama y observo, lleno de curiosidad, cómo yo mismo me agito violentamente en esa misma cama.

Cuando R entró en el cuarto, me sentía absolutamente tranquilo. Alabé sinceramente los versos de la condena, que habían sido obra suya, y le dije también que aquel demente había sido vencido y destruido sobre todo por aquellos versos.

— Si me hubiesen encargado a mí — añadí — hacer una descripción esquemática de la máquina del Bienhechor, sin ninguna duda habría añadido sus versos.

Los ojos de R perdieron de pronto su brillo habitual. y sus labios se volvieron lívidos.

— Pero ¿qué le sucede?

— ¿Qué me sucede? ¡Pues que estoy harto! Todo el mundo no hace más que hablar de aquella condena. Y no quiero, no, no quiero oír hablar de ella.

Frunció el ceño y comenzó a frotarse la espalda, esa maleta de extraño contenido que siempre me ha intrigado.

Medió una pausa. Había encontrado algo en su maleta, lo extrajo y lo desenrolló: sus ojos sonreían, mientras hablaba con voz enérgica:

— Escribo algo para su Integral de usted… Aquí está…

Volvía a ser el mismo de siempre: sus labios chasqueaban y las palabras salían como un surtidor.

— Es la vieja leyenda del Paraíso…, claro que amoldada a nosotros, trasladada al presente. A aquellos dos, en el Paraíso, se les había puesto ante una alternativa: o dicha sin libertad o libertad sin dicha. Y aquellos ignorantes eligieron la libertad. Era de esperar. Y la consecuencia natural y lógica fue que durante siglos y siglos añoraron las cadenas. En esto consistió toda la miseria de la humanidad. Y solamente nosotros somos los que nos hemos dado cuenta de cómo puede recuperarse la dicha…

»Por favor, no me interrumpa.

»El antiguo Dios y nosotros a su lado, a la misma mesa; sí, señor. Nosotros hemos ayudado a Dios a vencer por fin al diablo…, porque no cabe duda de que fue el diablo el que instigaba a los hombres a que transgredieran su mandamiento: el mandamiento de no probar la fruta prohibida que los había de perder, él indujo a los hombres a violar la prohibición y a gustar de la funesta libertad, él, la astuta serpiente. Nosotros le hemos aplastado la cabeza a la sierpe satánica… Volvemos al Paraíso, volvemos a ser pobres de espíritu e inocentes como Adán y Eva. Ya no existe un bien o un mal. Todo carece de complicación y todo se ha vuelto simple y sencillo, paradisíaco, infantilmente simple.

»El Bienhechor, la máquina, el cubo, la campana de cristal, los Protectores…, todo es solemne y puro, cristalinamente claro y transparente. El poema habla de nuestra libertad, nuestro estado contiene la libertad y nuestra libertad es la dicha. Los hombres de antaño se habrían devanado los sesos pensando si todo esto sería lícitamente moral o no. Pero basta ya de ello. ¿Verdad que es un magnífico asunto para un poema? Y, además, un tema tan importante y grave.

Me acuerdo todavía de lo que estuve pensando: «¡Que inteligencia tan aguda y clara en esa figura tan fea y asimétrica! Por eso, sin duda, me identificaba tanto con él, porque se parecía a mi verdadero yo». (Me considero a pesar de todo como mi anterior y verdadero yo; todo lo que me ocurre no es más que un estado patológico.)

R parecía haber leído estos pensamientos en mi rostro. pues me dio una palmada en el hombro y exclamó sonriente:

— ¡Vaya… Usted…, Adán! Por lo demás… su Eva…

Comenzó a hurgar en el bolsillo y extrajo un librito de notas en que ojeó algo.

— Pasado mañana, no… dentro de tres días, O tiene un billete rosa para usted. ¿Cómo quiere que lo arreglemos?… ¿Como siempre? ¿Quiere que ella… con usted a solas?

— Naturalmente.

— Eso. Eso me parece también a mí. De lo contrario se avergonzaría. ¿Sabe?, ¡qué extraña historia!, conmigo no tienen más que un simple asuntillo rosa, pero con usted… A propósito, dígame una cosa: ¿quién era el cuarto miembro, cuál es la cuarta magnitud que se ha introducido misteriosamente en nuestro triángulo? Díganos… ¿de quién se trata? ¡Es usted un seductor!

De pronto se abrió una brecha ante mis ojos… O, mejor dicho, se descorrió un velo: creí oír nuevamente el frufrú de la seda, vi de nuevo la botella con el líquido verdoso, unos labios…

— Dígame — se me escapó —. ¿Ha probado alguna vez nicotina y alcohol?

R frunció los labios y me miró indagador. Era como si pudiese oír sus pensamientos: ¡y tú pretendes pasar por amigo mío?

— Pues…, en realidad…, no lo sé — me respondió pero conocí a cierta mujer…

— I — exclamé involuntariamente.

— ¿Cómo…, también usted ha estado con ella? — La risa sacudió todo su cuerpo. Mi espejo está colocado detrás de la mesa y desde mi sillón solamente pude ver el corte de mis cejas. Éstas se fruncieron y mi auténtico yo se precipitó violentamente sobre el otro, aquel salvaje, peludo, cuando oí su grito bestial y repelente:

— ¿Qué quiere decir con ese «también»? ¡Le exijo que!…

R tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa. Entonces fue cuando mi auténtico yo atacó al otro, al salvaje, peludo y jadeante, y dijo a R:

— Perdóneme, por el Bienhechor. Estoy gravemente enfermo, padezco de insomnio. Realmente no soy capaz de comprender lo que me sucede.

Los labios gruesos sonrieron fugazmente.

— Ya comprendo… todo esto lo conozco… Claro que solamente en teoría. Adiós…

Ya en el umbral de la puerta, se volvió, regresó nuevamente y arrojó un libro sobre la mesa.

— Ésta es mi última obra. La he traído para usted y por poco me olvido de dársela. Hasta la vista.

Volví a estar solo, o, mejor dicho, a solas con el otro,

Con las piernas cruzadas, permanecí sentado en el butacón y contemplé con gran curiosidad cómo mi otro yo se revolcaba por encima de la cama.

¿Cómo es posible que O y yo hayamos podido convivir durante tres largos años en plena armonía…, y ahora sólo sea suficiente una sola palabra acerca de la otra… acerca de I?… ¿Es que existen realmente todas estas sandeces del amor y de los celos en forma tan realista como la de los libros de nuestros antepasados? ¿Y esto ha de sucederme a mí precisamente? ¿Precisamente a mí? Pero si sólo estoy constituido por igualdades, ecuaciones, fórmulas y cifras… Y ahora, de repente, me ocurre esto.

No, no iré mañana ni tampoco pasado mañana, no volveré a verla nunca más. No puedo, no quiero volver a verla. Nuestro triángulo ha quedado destruido.

Estoy solo. Es de noche. Reina una ligera niebla. El cielo aparece cubierto por unos velos dorado lechosos. Ojalá supiese lo que se oculta detrás de él. ¡Ojalá yo mismo supiese quién soy!

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