Anotación número 17.

SÍNTESIS: Una mirada a través del Muro Verde. He fallecido. Pasillos.

Me siento como desmayado. Ayer, en el preciso instante en que creía haber desentrañado todos los enigmas, haber hallado todas las x, apareció una nueva incógnita en mi ecuación.

Los puntos, sobre todo las coordenadas de esta historia, de donde parte todo, son naturalmente la Casa Antigua, son el punto de partida del eje x, y, z, sobre el que descansan todos los fundamentos de mi mundo.

Por el eje x (el Prospeckt 59) fui a pie a la Casa Antigua. Los acontecimientos de ayer giraban en torno mío como un torbellino violento; las casas boca abajo y los hombres como antípodas, mis brazos ajenos a mí, el severo perfil del doctor, el chapoteo de la gota de agua en el lavabo… Todo esto lo había vivido sin duda alguna y ya no era capaz de olvidarlo. Y continuamente bullía algo bajo la superficie ablandada, allá dentro, donde estaba el alma.

Había llegado a la angosta calle que corre a lo largo del Muro Verde. Más allá del muro se me venía encima toda una ola de raíces, flores, ramajes y hojas; esta ola se encabritaba y amenazaba barrerme para convertirme a mí, a un ser humano, el más exacto de todos los organismos, en un animal. Pero por fortuna me separaba el Muro Verde de este mar salvaje y claro. Oh, sabiduría inmensa, divinamente constructora de barreras. Creo que el Muro es la invención más importante de la humanidad: el hombre solamente ha podido ser una criatura civilizada al levantarse el primer Muro, únicamente se convirtió en hombre culto cuando construimos el Muro Verde, aislando de este modo nuestro mundo automático y perfecto de ese otro irracional y feo con árboles, pájaros y animales.

A través del lechoso vidrio percibí el corto hocico de un animal; sus ojos amarillentos me miraban fijamente, llenos de sorpresa. Nos observamos mutuamente durante un rato, estableciendo contacto con nuestras miradas, que son como unos abismos hasta cuyo fondo se penetra desde el mundo exterior. Entonces oí cómo una voz íntima me decía: «Tal vez este animal, esta bestia, con su lecho de hojas secas y su vida, desordenada, es más feliz que nosotros».

Esbocé un ademán despectivo con la mano; los ojos amarillentos pestañearon, el animal retrocedió escapando a la espesura de la verde jungla. ¡Qué ser tan miserable! ¿Más feliz que nosotros? ¡Qué ocurrencia tan absurda! Tal vez más feliz que yo… aun sería posible… pero yo soy una excepción, estoy enfermo.

Había llegado a la Casa Antigua. La vieja conserje estaba delante del portal. Fui en seguida a encontrarla y le pregunté:

— ¿Está ella aquí?

La boca encogida se abrió lentamente:

— ¿Quién es… ella?

— Pues I, ¿quién iba a ser?… Aquel día vine con ella… en el avión.

— ¡Ah, sí! Sí, acaba de llegar.

¡Estaba aquí! La vieja permanecía sentada al lado de un arbusto de «vermouth», y una rama casi le tocaba la mano; ella acariciaba las hojas plateadas y hasta sus rodillas llegaba un rayo de sol que era como una caricia. De repente, todo me pareció fundido en un solo ser: yo, la vieja, el sol, el arbusto y los ojos amarillos. Una misteriosa vena nos vinculaba y en esta vena pulsaba una sangre ardiente y loca…

Me avergüenza tener que escribir lo que sigue, pero ya que prometí llevar al papel toda la verdad, he de decirlo: me incliné sobre la vieja y besé su boca, blanda, arrugada. Y ella se frotó los labios, sonriente.

A través de aquellas estancias familiares me dirigí luego hacia la alcoba. Ya tenía el pomo en la mano cuando me asaltó cierto temor con la fuerza de un rayo: «¡Tal vez no esté sola!» Traté de escudriñar el silencio. Pero solamente oía una llamada oscura, muy cerca de mí, pero no en mi interior, sino a mi lado… era mi corazón.

Penetré en la habitación. Allá seguían el lecho ancho, anticuado, el espejo, el armario con la llave vieja y el llavero de otra época. Pero ella no estaba.

Llamé quedamente:

— ¡l!, ¿estás ahí? — Y aun más abajo, con los ojos cerrados y la respiración contenida como si estuviera de rodillas delante de ella: — ¡l…, querida mía!…

Silencio. Del grifo del lavabo caían gotas, como en animado juego, a la pila. Me molestaba el ruido, no sabría decir porqué motivo; cerré el grifo y salí. Ya que, sin duda alguna, no estaba aquí, debía de encontrarse en otro de los pisos. Bajé por una escalera oscura, tratando de forzar una puerta tras otra, pero estaban cerradas todas ellas. Todo cerrado, a excepción de «nuestro piso», y allí no había alma humana. No obstante, algo me llevaba a volver allí. Con pasos torpes y lentos volví a subir, escalón tras escalón. Mis pies me pesaban como si fuesen de plomo. Recuerdo aún perfectamente que pensé: «Es un error creer que el peso de la gravedad es constante, de modo que todas mis fórmulas están…».

Me encogí repentinamente: abajo del todo resonó un violento portazo y alguien arrastraba los pies por los baldosines del vestíbulo. Mi sensación de pesadez desapareció de golpe y casi volando fui hacia la barandilla de la escalera.

Me incliné hacia abajo queriendo desembarazarme de todas mis angustias con un solo «tú», pero quedé rígido, petrificado. Unas orejas enormes, gachas y sonrosadas, una sombra doblemente curvada… ¡S!

Sin entregarme a largas reflexiones, llegué a una conclusión: «Bajo ningún precio ha de verme aquí». Me pegué a la pared y arrastrándome, de puntillas, acabé por llegar al piso sin cerrar. Durante unos segundos me detuve delante de la puerta. Mientras, el otro ascendía lentamente, con pisadas sonoras. ¡Ojalá no cruja la puerta! Imploré casi que no hiciera ruido, pero la puerta era de madera, de modo que crujió y chirrió en los goznes.

En mi huida precipitada pasaron al vuelo: amarillo, verde, rojo, el Buda y, antes de darme cuenta, me encontraba delante del armario de luna. Con el rostro pálido como la muerte, los ojos muy abiertos y asustados, me encontraba allí… Atisbé angustiosamente, y a través del bullicio de mi propia sangre oí cómo se abría ruidosamente la puerta del piso… Era él, sin duda…, él. Resaltaba la llave del armario; la cogí y el llavero comenzó a balancearse. De pronto recordé un detalle… Aquel día… I… Abrí violentamente la puerta del armario y me metí dentro, en el armario oscuro. Un paso y… de pronto perdí el suelo bajo los pies. Lentamente, muy lentamente fui cayendo al vacío, los ojos se me nublaron y perdí la conciencia; estaba muriéndome… sí, ¡me moría!

Posteriormente, al llevar al papel todos estos extraños sucesos, escarbé en la memoria durante mucho tiempo e incluso tuve que consultar toda una serie de libros hasta que se me hizo evidente el final: había sido víctima de un estado que nuestros antepasados llamaron «desmayo», el cual, en cambio, es totalmente desconocido para nosotros.

No sé durante cuánto tiempo estuve inconsciente, posiblemente diez o quince segundos. Al recobrar el sentido me encontraba rodeado de la más profunda oscuridad, pero seguía deslizándome hacia un fondo desconocido. Fui tanteando con la mano hasta que tropecé con un muro áspero en el que mis dedos se lastimaban hasta sangrar, de modo que aquello no era un simple juego de mi fantasía. Pero ¿qué era… qué sería?

Oí mi respiración jadeante. Temblaba literalmente de miedo; pasaba un minuto, dos, tres…, y sin embargo seguía bajando. Por fin experimenté una leve sacudida; volví a pisar tierra firme. Tanteando en la oscuridad, encontré el pomo de una puerta; abrí y di un paso. Una luz mortecina penetró en la oscura galería. Al volverme, observé alarmado que un pequeño ascensor a mis espaldas había vuelto a ponerse en movimiento hacia arriba: era bastante rápido.

Quise detenerle pero ya era demasiado tarde, tenía cortada la retirada y no sabía dónde me encontraba. Aquel pasillo era la única salida. Un silencio plomizo, apremiante, me acosaba. En las estancias abovedadas ardían unas lámparas pequeñas, una interminable hilera de oscilantes puntitos de luz.

El largo pasillo me recordaba las galerías de nuestros metropolitanos, pero éste no estaba construido de vidrio grueso, transparente e irrompible, sino de un material anticuado que yo no conocía. Tal vez era la galería subterránea destinada a refugio por la gente durante la Guerra de los Doscientos Años… Pero, fuese lo que fuese… había de internarme en él, sin remedio.

Anduve unos veinte minutos. Luego el pasillo torció a la derecha, se ensanchó, las lámparas esparcían una luz más viva. Oí unos ruidos sordos, desconocidos. No podía distinguir si eran voces humanas o ruido de máquinas, pero de todos modos me encontré de pronto frente a una verdadera puerta pesada y opaca. ¡Del otro lado de la puerta, venían los ruidos!

Llamé con el puño. Primero con cautela, luego con mayor fuerza. Se oyó un chirrido y la puerta se abrió lentamente.

No sé quién de los dos quedó más sorprendido… Cara a cara, me encontré de pronto con el pequeño doctor.

— ¿Usted… aquí? — exclamó asustado.

Yo le miraba fijamente, en silencio, y no entendía palabra de lo que decía, como si jamás hubiese oído el sonido de una voz humana. Seguramente quería que me fuera, pues me agarró con su fina mano, como de papel, por el antebrazo y me condujo nuevamente al pasillo.

— Permítame — le dije —, quería…, pensaba que usted, quiero decir I-330…

— ¡Aguarde! — me interrumpió, desapareciendo rápidamente.

¡Por fin, sí, por fin! Estaba aquí. Me la imaginé con su vestido de seda amarilla, su sonrisa irónica, sus pestañas caídas sobre las pupilas, y mis labios temblaron. También mis manos y mis rodillas temblaban, y se me ocurrió una idea descabellada: las vibraciones son tonos, de modo que mis temblores deben de sonar también; pero ¿por qué no los oigo?

Luego vino ella, con los ojos dilatados, muy abiertos. Y yo… yo me hundí en ellos.

— No pude soportar esto más tiempo. ¿Dónde estuvo metida todos estos días? — La contemplé fijamente, como hechizado, y tartamudeé, casi febrilmente: — una sombra, a mis espaldas… Estaba como muerto… El armario su amigo el doctor dice que tengo un alma… incurable.

— Un alma. ¡Incurable! ¡Pobre! — me respondió I con una sonora carcajada.

De pronto se me disipó mi estado febril. Me rodeaba su risa burlona, melodiosa, lo que me causaba gran bienestar. El doctor, tan simpático, tan magnífico:

— Bueno… ¿Qué?… — le pregunto.

— No hay motivo para asustarse. Ha venido por pura casualidad, luego se lo contaré todo. Dentro de un cuarto de hora estaré de vuelta.

El doctor se marchó. Ella, en cambio, esperó un momento hasta que la puerta se cerró con sordo ruido. Luego rodeó con sus brazos mi nuca y se me acercó mimosa; el contacto de su cuerpo era como una puñalada que penetraba cada vez más profundamente en mi corazón. Estábamos los dos… a solas… Abrazados, ascendimos por unos escalones oscuros e interminables.

Ambos guardábamos silencio. No podía ver nada, pero intuía que ella caminaba con los ojos cerrados y los labios entreabiertos… que escuchaba una leve melodía: aquella melodía era el casi imperceptible temblor de mi cuerpo.

Llegamos a uno de los patios de atrás; uno de los muchos que posee la Casa Antigua; vi una cerca parecida a unas costillas de piedra, desnudas, y un muro medio derrumbado, cuyos restos se erguían como dientes amarillos. Ella entornó los ojos y dijo:

— Pasado mañana, a las dieciséis horas…

¡Y se fue!

¿Ha sucedido realmente todo esto? No sé. Pasado mañana lo sabré. Solamente ha quedado una clara huella, una sola: un rasguño en un dedo de mi mano derecha. Pero hoy, cuando fui al Integral, me aseguró el segundo constructor que había visto personalmente cómo con el dedo rocé la rueda de la pulidora. Tal vez sea ésta la verdad. ¡Yo no lo sé… ya no sé nada…, absolutamente nada!

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