Anotación número 21.

SÍNTESIS: El deber de todo autor. El hielo se dilata. La forma más difícil del amor.

Ayer fue su día, pero no vino; me envió tan sólo unas líneas indescifrables, que nada decían. Pero yo estaba tranquilo, totalmente sosegado. Y por fin hice lo que me ordenaba en su carta; sí, por fin llevé su billete al conserje y seguí permaneciendo solo detrás de los cortinajes corridos de mi habitación; pero esto no lo hice porque fuera demasiado débil para oponerme a su voluntad.

¡Qué ridículo! Sencillamente fue por lo siguiente: los cortinajes me aislaban de una determinada sonrisa, que como las cataplasmas de un remedio quería ponerme sobre mis heridas, y también pude escribir con absoluta tranquilidad y paz esta página; esto fue lo primero. Y la segunda razón debió de ser ésta: seguramente temí perder en I la clave de todos los enigmas (la historia del armario, mi desmayo, etc.)

Me creo obligado a resolver este enigma sólo por el hecho de ser el autor de estas memorias, prescindiendo incluso de que todo lo desconocido suele repugnar por naturaleza al hombre; el homo sapiens es sólo humano en el pleno sentido de la palabra cuando en su gramática no existen los interrogantes, sino tan sólo los signos de exclamación, los puntos y las comas. Para ser justo y satisfacer a mis deberes como autor, hoy a las 16 horas tomé una aeronave y volé a la Casa Antigua.

Tenía un fuerte viento en contra. La máquina luchó con dificultad contra la densidad del aire, y unos ramajes invisibles y silbantes parecían azotarme el rostro. La ciudad, a mis pies, parecía hecha de unos bloques azules de hielo. Allá… una nube, una sombra rápida y oblicua… Y el hielo se tiñó de color gris plomizo y dilatóse como en la primavera, cuando uno se encuentra en cualquier orilla helada y espera que en el próximo instante todo empiece a crujir, a reventar, a arrancarse de su base. Transcurre un minuto tras otro, pero el hielo sigue rígido, aunque en uno mismo todo comienza a dilatarse; y a cada nuevo instante late más de prisa el corazón… (¿Por qué escribo todas estas cosas y de dónde proceden todas estas sensaciones tan extrañas? Será porque no existe un rompehielos capaz de romper el cristal fino y puro de nuestra existencia…)

No se veía a nadie en el portal de la Casa Antigua. Di una vuelta a todo el edificio y encontré por fin a la vieja junto al Muro Verde; había alzado la mano para proteger su vista, y miraba hacia arriba. Encima del muro flotaban unos triángulos agudos y negros: pájaros. Éstos se lanzaban graznando contra la verja protectora de ondas electromagnéticas y luego volvían otra vez.

Por el rostro moreno y arrugado de la vieja se deslizaban unas fugaces sombras, mientras me echó una breve mirada:

— No hay nadie: ni siquiera hace falta que entre…

¿Qué significaba esto? ¡Qué forma tan extraña de proceder conmigo, como si yo fuese el más insignificante de los seres! «Tal vez todos los de la Casa Antigua no sean más que de mi imaginación mientras escribo — estuve pensando —, pues yo soy el que les ha dado la vida al permitirles anidar en esta faceta donde antes solamente había unos desiertos blancos y rectangulares de papel. Si no estuviera yo, todos aquellos que andan a través de los cauces estrechos de mis líneas, jamás serían conocidos por nadie».

Desde luego, nada de todo esto le dije a la vieja, pues sé por experiencia que para un ser humano es la mayor de las afrentas el poner en duda su propia realidad, el dudar de su realidad tridimensional. Pero le repliqué en tono seco que ella tenía la obligación de abrir el portal. Sin volver a decir palabra, me dejó entrar.

Todo estaba vacío. Quietud. Detrás del Muro Verde aullaba el viento. Estaba lejos aquel día en que, hombro contra hombro y abrazados, ascendimos a través de los pasillos subterráneos… Sí, todo esto sucedió realmente. Atravesé unas arcadas de piedra, en las estancias altas y húmedas resonaban mis pasos y el ruido parecía los pasos de alguien que me persiguiese, pisando mis talones.

Unas paredes de ladrillos amarillentos, carcomidos por el tiempo, parecían contemplarme con sus huecos oscuros, reliquias de cuadradas ventanas. Yo abría puerta tras puerta: todas ellas rechinaban, ya fuesen de graneros o de otras casas, y atisbaba también hacia algún rincón desolado. Había callejones sin salida y pasillos laterales. En todos ellos penetré.

Atravesé un pequeño portal que había en la verja y detrás de éste encontré un campo de derribos, un recuerdo de la Guerra de los Doscientos Años: del suelo nacían unas costillas pétreas y desnudas, unos muros calcinados, había también una estufa antiquísima con un largo tubo y todo tenía el aspecto de una nave petrificada hasta el resto de la eternidad, en medio de un mar de olas de piedra amarillenta y tejas rojizas.

Era como si los hubiese visto en algún momento y tuviesen un especial significado para mí aquellos dientes amarillos… Como si estuviesen cubiertos por unas densas masas de agua: comencé a buscar. Caí en hoyos, tropecé con piedras, y unas espinas me arañaron el uniforme, mientras gruesas gotas de sudor corrían por mi rostro… ¡Todo en balde! No descubrí por ninguna parte la salida del corredor subterráneo: ¡había desaparecido! Pero tal vez era mejor así, pues esto me evidenciaba que no había sido todo más que un sueño ilusorio.

Agotado y cubierto totalmente de telarañas y polvo, regresé al patio principal. De pronto oí un leve susurro, unos pasos vacilantes, y me encontré ante aquellas orejas rosas y gachas, ante la risa maliciosa y sagaz de S. Arrugaba la frente y me miraba como si quisiera penetrar hasta el fondo de mi ser:

— ¿Está de paseo?

Nada respondí. Parecían estorbarme mis brazos.

— ¿Ya se encuentra un poco mejor?

— Sí, gracias, creo que pronto estaré totalmente restablecido.

Se apartó un poco y miró con insistencia hacia arriba. Su cabeza estaba por vez primera tan doblada hacia atrás que observé (nunca la había visto), la nuez de su garganta.

Encima de nuestras cabezas zumbaban algunas aeronaves a una altura no superior a unos 50 metros. Por la poca elevación del vuelo y por los prismáticos enfocados hacia el suelo, reconocí que se trataba de máquinas de los Protectores. Pero no solamente eran dos o tres, como de costumbre, sino diez o doce.

— ¿Por qué tantas? — le pregunté.

— ¿Por qué? ¡Ejem!… Un buen médico comienza el tratamiento ya en la persona sana. A esto se llama profilaxis.

Me saludó con un gesto de cabeza y se alejó sobre los baldosines de piedra del patio. Luego se volvió de nuevo y exclamó:

— ¡Sea prudente!

Me quedé solo. Quietud. Vacío. Encima del Muro Verde revoloteaban pájaros y el viento aullaba. ¿Qué había querido insinuarme?

Mi aeronave se deslizó rápida. Las nubes proyectaban sombras pesadas, y las cúpulas azules y los cubos de hielo transparente a mis pies se tornaban pesados y plomizos, grises: se dilataban…

Hora vespertina.

Abrí mi manuscrito para retener las ideas referentes al día de la Unanimidad que celebraremos dentro de poco. (Creo que estas ideas serán muy útiles para nuestros lectores.) Pero no me sentí capaz de escribir. Estuve escuchando durante todo el tiempo cómo el viento, con unas alas oscuras, se agitaba contra las paredes cristalinas de la casa, no hacía más que volverme continuamente para mirar a mi alrededor. Esperaba…

¿Qué es lo que esperaba? No lo sabía… Me alegré sinceramente al ver a U cuando entró en mi habitación, con sus mejillas mofletudas. Tomó asiento, se alisó la falda, tapándose las rodillas, y su sonrisa volvió a ser como una cataplasma para mis heridas.

— Regresé hoy bastante temprano de mi clase — trabajaba en una clase de educación —. Por cierto que allí hay una caricatura pintada en la pared. Imagínese, una caricatura mía, en la que parezco un pescado. Bueno, tal vez tengo semejanza con un pez.

— ¡Cómo puede decir eso! — le repliqué rápidamente (mirada desde cerca, realmente nada tiene de pez, y lo que yo he escrito de sus «agallas» no responde, desde luego, a la realidad).

— En el fondo no tiene, además, la menor importancia. Pero el caso es que alguien ha osado hacerme la caricatura. Naturalmente, he tenido que decírselo a los Protectores. Quiero mucho a los niños y creo que la forma más difícil y sublime del amor es la dureza, ¿me comprende?

¿Cómo no voy a comprenderla, si esto coincide absolutamente con mis propias ideas? No puedo hacer otra cosa que leerle un párrafo de mis anotaciones para confirmárselo. Se trata de lo siguiente:

«Muy tenuemente, metálicamente claras, martillean mis ideas…»

Sus mejillas coloradas comienzan a temblar, se me acercan y de pronto sus dedos secos y duros atenazan mi mano.

— ¡Démelas! Las haré imprimir en discos para que mis niños las aprendan de memoria. Lo necesitamos con tanta precisión como los habitantes de Venus, tal vez lo necesitemos nosotros aun más que ellos.

Mira en torno suyo, y susurra:

— ¿Lo ha oído usted también? Se dice que el día de la Unanimidad ha de ser el de…

Me levanté de golpe:

— ¿Qué es lo que… el día de la Unanimidad?

De pronto las paredes confortables, las cuatro paredes de mi morada, dejan de existir. Es como si me hubiese lanzado al vacío, donde una violenta tormenta barre los tejados y unas nubes oscuras se precipitan sobre la tierra…

U me rodeó los hombros con el brazo y dijo con voz firme:

— Siéntese, mi querido amigo, y no se exalte inútilmente. ¡Se dicen tantas cosas!… Si quiere, estaré a su lado aquel día. Puedo rogar a alguien que se cuide de mis niños y así podré estar con usted. También usted no es más que un niño, mi querido amigo, y necesita…

— ¡No, no! — la interrumpí, y esbocé un gesto negativo —. Bajo ningún concepto, pues si así ocurriera pensaría realmente que soy un niño que no puede estar sin vigilancia. ¡No, de ninguna manera! — Tengo que confesar que para aquel día tenía otros proyectos.

Ella sonrió, lo que por lo visto quería decir: «¡Ay, qué chiquillo más terco!» Luego se sentó. Bajando la mirada al suelo, tapóse nuevamente, con un gesto pudoroso, las rodillas con la falda y cambió de tema.

— Creo que por fin me tengo que decidir… Por usted… No, por favor, no me apremie: tengo que pensarlo despacio…

¡Pero si yo no la apremiaba! Y eso que me daba cuenta que debía sentirme dichoso y que era un gran honor para mí poder coronar el otoño de la existencia de un ser humano.

…Durante toda la noche creí oír el pesado batir de unas alas oscuras y tuve que cubrirme el rostro con las manos como si así pudiera salvaguardarme de sus golpes. Luego… una silla. Pero ya no era una silla moderna de las nuestras, sino otra, muy anticuada, de madera. Y trotaba como un caballo… El flanco delantero derecho y el trasero izquierdo, el anca izquierda de delante y el posterior derecho…

La silla se acercaba a mi cama, saltaba sobre mi cubrecamas y yo la abrazaba. ¡A una silla de madera! ¡Todo resultaba muy incómodo, y dolía!

¿Es que no existe ningún medio para eliminar estas pesadillas enfermizas o para convertirlas en algo útil y razonable?

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