Anotación número 18.

SÍNTESIS: En la jungla de la lógica. Heridas y parches. Nunca más.

Ayer, cuando me retiré a dormir, me hundí en seguida en el mar sin fondo de los sueños, como si fuese una nave demasiado cargada. Sentí perfectamente la presión de las olas verdes, oscilantes. Luego me llevaron a la superficie, poco a poco, y a medio camino abrí los ojos: mi habitación estaba bañada de luz verdosa, matutina y fría. En la puerta de mi armario de luna jugaba cegándome la estrecha franja de un rayo de sol. Aquella luz me impedía respetar las horas reglamentarias de descanso.

Pensé que sería mejor abrir la puerta del armario. Pero no encontraba las energías necesarias para levantarme: me sentía como apresado por una tela de araña y también en mis ojos habían otras, como unas legañas pegajosas y enormes…

Me incorporé, sin embargo, abrí el armario… y de pronto vi detrás de la puerta de luna a I, que estaba quitándose el vestido. Estoy tan acostumbrado desde hace algún tiempo a las cosas más inverosímiles que ni siquiera me sorprendí… Tampoco le hice pregunta alguna. Entré en el armario, cerré la puerta de golpe y abracé a I con avidez, jadeante y como ciego.

Un agudo rayo de sol penetró a través de la hendidura como si fuese un filo brillante y agudo, y cayó de lleno sobre el cuello desnudo y echado hacia atrás de I… Me asusté tanto por aquella impresión que perdí la serenidad y exhalé un grito. Abrí los ojos…

Estoy en mi habitación. Todavía reina una luz matutina fría y verde. El sol se refleja en la puerta del armario. Aún me encuentro acostado. De modo que sólo se trataba de un sueño. Pero mi corazón late como si quisiera reventar en el pecho, en las yemas de los dedos siento un dolor agudo y también en las rodillas.

Por lo tanto, no debe de ser un sueño. No sé si duermo o si estoy despierto. Las magnitudes irracionales desplazan todo lo duradero y habitual, en lugar de las superficies sólidas y pulidas, en todas partes veo unas paredes gruesas. ásperas y blandas.

Mucho tiempo ha de pasar todavía hasta que suene el despertador. Sigo acostado, reflexiono y por fin llego a una conclusión extraña:

A toda ecuación, a cada figura geométrica, corresponde una línea curva o un cuerpo. Para las fórmulas irracionales, la raíz cuadrada de -1, no conocemos ningún cuerpo proporcional, puesto que no lo podemos ver…

Pero lo terrible es que estos cuerpos invisibles existen o han de existir sin duda, pues en las matemáticas muchas veces se introducen sombras extrañas, fantasmagóricas y espinosas, las raíces irracionales, como sombras proyectadas sobre una pantalla. Pero ni las matemáticas ni la muerte se han equivocado hasta ahora. Y si no podemos ver esos cuerpos en nuestro propio mundo, en el mundo de los planos, entonces es que deben morar en su propio cosmos, un cosmos extraordinariamente poderoso, oculto para ellos…

Sin esperar a que sonara el despertador, abandoné la cama de un salto y comencé a pasear por la habitación. Mi ciencia matemática, que hasta ahora había sido la única tierra aislada firme e inmutable de mi existencia, se había desprendido violentamente y bailaba sobre las agitadas olas. ¿Tal vez esto significaría que aquella ridícula alma era tan real como mis botas, a pesar de que en estos momentos no las podía ver, porque me encontraba al otro lado de la puerta del armario de luna? Y si mis zapatos no eran ninguna enfermedad, ¿por qué el alma había de serlo?

Me movía torpemente por un círculo vicioso y no encontraba salida alguna en esta fantasmagórico jungla de la lógica. Aquí había los mismos abismos desconocidos y terribles que detrás del Muro Verde, y en ellos vivían también seres extraños e insondables.

Detrás de un grueso vidrio me había parecido descubrir la existencia de algo infinitamente grande y al mismo tiempo pequeño, algo como un escorpión, cuyo veneno con el signo negativo estaba oculto y sin embargo todos sabían que existía: la raíz matemática de signo negativo… Pero posiblemente no era otra cosa que mi alma, que, igual que el veneno en el escorpión de nuestros antepasados, estaba oculta, dispuesta contra todo…

Sonó el despertador. Era ya pleno día. Todos mis pensamientos no habían muerto, ni siquiera desaparecido, sino que tan sólo quedaban postergados por la luz diurna, de la misma forma que los objetos visibles no mueren durante la noche, sino que únicamente quedan envueltos por la oscuridad. En mi cabeza se agitaba un mar de finas neblinas. Y a través de estas neblinas vi unas mesas largas de cristal y unas mandíbulas que se movían al compás. En algún lugar lejano se movía un metrónomo con suave tic, y al compás de esta música dulce y habitual fui contando hasta cincuenta de forma totalmente mecánica…

Cincuenta movimientos de mandíbula son los prescritos por la ley para masticar cada bocado. Siguiendo automáticamente el compás, fui escaleras abajo y quedé registrado en el libro de salida igual que todos los demás; pero experimentaba claramente que estaba aislado de todos cuantos me rodeaban; que estaba solo, cercado por un muro blanco que mitigaba todos los ruidos; y detrás de este muro estaba mi propio mundo.

Pero si este mundo sólo me pertenece a mí, ¿entonces qué tengo que ver con todas estas anotaciones mías actuales? ¿Por qué, entonces, hablo aquí de mis pesadillas y sueños tontos, de los armarios y de los pasillos infinitamente largos? Tengo que darme cuenta a pesar mío de que estoy escribiendo una novela de aventuras realmente fantástica, en lugar de un poema severamente matemático y exacto, en loor del Estado único. ¡Oh! Quisiera que se tratase solamente de una novela y no de mi vida actual, en la que abundan las magnitudes desconocidas, las raíces cuadradas de -1 y los descarrilamientos culpables.

Tal vez sea mejor que todo haya sucedido, pues usted, querido lector desconocido, en comparación con nosotros, no es seguramente nada más que un niño (hemos sido educados en el Estado único, y por esta razón hemos conseguido el estado de progreso más elevado y más perfecto humanamente). Y, como los niños, ustedes querrán encontrar, seguramente, todo lo amargo que les hemos de ofrecer, envuelto por una capa de dulce, para que lo ingieran y digieran con mayor facilidad…

Atardecer.

¿Conoce usted esta sensación?: en el avión nos dirigimos a toda velocidad hacia las alturas, la ventanilla está abierta y el viento me azota el rostro. Ya no existe la Tierra, pues ha caído en el olvido, está tan distante como Saturno, Júpiter y Venus. Así es como vivo ahora: el viento aúlla en mis oídos, he olvidado la Tierra e incluso a mi querida O. Pero la Tierra existe, y tarde o temprano habré de regresar a ella planeando. Sólo cierro los ojos ante aquel día en que, en la tabla sexual de anuncios, se cita su nombre: O-90…

Hoy, la distante Tierra tuvo a bien hacérmelo recordar. Según la prescripción del médico (estoy firmemente decidido a curarme), caminé durante dos horas a través de los Prospekts rectilíneos y desolados, totalmente vacíos de seres humanos. Todos estaban en los auditorios, tal como lo prescribe la ley; tan sólo yo no la cumplía.

Me imaginé una comparación angustiosa: imagínese un dedo que queda cortado de la mano, un solo dedo que camina de prisa, encogido y a grandes zancadas por las aceras cristalinas. Este dedo era yo. Y lo más extraño es que no sentía el menor deseo de regresar para incorporarme a la mano. Prefería seguir solo, o (bueno, ya nada tengo que ocultar) estar con aquella mujer, apoyarme contra su hombro, cogerla de la mano y perderme totalmente en ella.

Al regresar a casa, el sol se había puesto. Encima de los muros cristalinos, en la cúpula dorada de la torre de los acumuladores, en las voces y en las sonrisas de los números que se cruzaban conmigo, encontré la ceniza de la luz vespertina y moribunda. ¿No resulta extraño que los rayos en el ocaso tengan los mismos ángulos que los del sol naciente y, sin embargo, ambos resulten absolutamente distintos entre sí? La luz crepuscular es totalmente tranquila, casi un poco amarga; en cambio, la de la mañana está preñada de frescor y de melodías.

Me hallaba delante de la mesita de control, en el vestíbulo. U, la funcionaria de vigilancia, extrajo de en medio de un manojo de cartas un sobre y me lo tendió. Repito: U es una mujer honesta, y estoy convencido de que solamente quiere mi bien. Sin embargo, cada vez que he de contemplar sus mejillas, mofletudas como unas agallas, me asalta una sensación molesta e inquietante.

U me tendió con su mano huesuda la carta y exhaló un profundo suspiro. Pero aquel suspiro rozó el telón que me separa de mi mundo exterior, del medio ambiente; aunque me rozó muy levemente, porque no hacía más que pensar en aquel trozo de papel que temblaba entre mis dedos. Seguro que debía de ser una carta de I.

U suspiró de nuevo, y de forma tan manifiesta, que alcé sorprendido los ojos. Ella bajó la mirada, avergonzada, y procuró dar a sus mofletes la forma de una sonrisa dulce y seductora.

— ¡Oh, pobre, es para usted! — dijo, señalando la carta. Seguro que conocía su contenido, pues estaba obligada a censurarlo todo.

— ¿Por qué? ¿Es que realmente?…

— No, no, querido amigo, lo sé mejor que usted mismo. Vengo observándole desde hace tiempo y veo que necesita de alguien que vaya con usted a través de la vida, de su brazo; alguien que conozca la vida…

Su sonrisa parecía pretender aliviar la herida que me infligiría la carta que llevaba en la mano. Por fin añadió en voz baja:

— Quiero volverlo a pensar; quizás encuentre el medio de ayudarle. Puede estar tranquilo, cuando sienta suficientes fuerzas para hacerlo, entonces yo… No, no, todo esto me lo tendré que volver a pensar con detalle.

¡Gran Protector! ¿Es éste realmente mi destino? ¿Tal vez ella quiere darme a entender, con lo que acaba de decir, que me ha puesto el ojo encima?

Se me borraba todo de la vista, veía miles de sinuosidades y la carta parecía bailar fantasmagóricamente. Me acerqué a la pared para estar más cerca de la luz. El sol se apagó y la ceniza rojo oscura de mi interior, en el suelo y en la carta, que seguía sosteniendo en mi mano, adquirió un matiz grisáceo.

Abrí el sobre y eché una ojeada a la firma, y entonces se abrió dentro de mí una profunda herida… La carta no era de I, sino de O. En el ángulo inferior derecho vi una mancha azul pálida, debida por lo visto a una gota de agua. No puedo soportar manchas, sean de lo que sean y vengan de donde vengan, ya sean de tinta o de…

Antes, una mancha así sólo despertaba en mi interior una pequeña sensación de desagrado. Pero, ¿por qué ahora me parece tan grande como una nube y por qué oscurece todo en mi derredor? ¿Acaso vuelvo a tropezar con ese asunto tan descabellado del alma?

O escribía:


Desde luego, nada entiendo de redacción de cartas, pero no importa. De todos modos, ha de saber que no puedo vivir sin usted ni una sola hora, ni una primavera. R-13 es para mí tan sólo… (bueno, esto no tiene importancia para usted). Pero estoy muy agradecida a R-13, pues no sé cómo habría sabido superar las horas pasadas sin su ayuda.

En estos últimos días y en estas últimas noches he envejecido no diez, sino veinte años. Tenía la sensación de que mi habitación ya no era cuadrada, sino redonda, y de que erraba continuamente como un círculo, sin encontrar en parte alguna la salida.

No puedo vivir sin usted, porque le amo. Sé que ahora no necesita a nadie más que a ella en el mundo, y precisamente porque le amo tengo que renunciar a usted. Dentro de dos o tres días, cuando haya vuelto a recomponer algo, aunque sea muy poco, los jirones de mi antiguo ser, para que se parezca en algo a la antigua O, quiero anular mi abono con usted y así se sentirá aliviado. No volveré nunca más. Perdóneme…


Claro que sería lo mejor, ella tiene razón. Pero ¿por qué?, ¿por qué?…

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