Anotación número 19.

SÍNTESIS: Una magnitud infinitamente pequeña de tercer orden. La frente arrugada. Un vistazo más allá de la balaustrada.

En un pasillo, fantástico e inquietante, con lámparas y luces oscilantes… No, no allá, sino mucho más lejos, cuando me hallaba en uno de los rincones más ocultos del patio de la Casa Antigua, me había dicho: «Pasado mañana». Este «pasado mañana» es hoy y todo parece tener alas. El día vuela y también nuestro Integral se remontará pronto a los aires. Ha quedado acoplado ya el motor a propulsión.

Hoy lo hemos probado. ¡Qué salvas tan hermosas, enormes, magníficas! Cada una era como una salutación para este «hoy».

En el instante de la primera explosión, había unos diez números distraídos delante del escape y nada quedó de ellos sino un mantoncito de cenizas. Para satisfacción mía, puedo escribir aquí que este incidente no alteró en nada el programa del trabajo. Ni uno solo de nosotros movió siquiera una pestaña, pues tanto nosotros como las máquinas proseguimos — ellas con sus movimientos rectilíneos y circulares — nuestra labor del modo más exacto, como si nada hubiese sucedido.

Diez números no son más que una cienmillonésima parte de la masa del Estado único, es decir, una magnitud infinitamente pequeña de tercer orden. Nuestros antepasados estaban poseídos por una compasión analfabética, que nosotros hemos de considerar risible y ridícula.

Por otra parte, se me ocurre pensar ahora en algo bastante ridículo, referente a lo que ayer pude estar hilvanando mentalmente a causa de una mancha miserable y gris, y me sorprende que la haya llegado a mencionar en mis anotaciones. También esto es consecuencia, desde luego, del reblandecimiento de la superficie plana, que debe ser de la dureza de un diamante, como lo son nuestros muros de cristal.

Las dieciséis horas. No fui al paseo general. ¿Quién sabía si a lo mejor se le ocurría venir precisamente en este momento?… Y la casa estaba tan vacía, que casi me encontraba totalmente solo. A través de los muros, brillantes a causa de los rayos solares, pude ver perfectamente toda la larga hilera de habitaciones vacías, suspendidas en el aire tanto a mi derecha como a mi izquierda y debajo de mí. Una sombra gris y espesa ascendía por la escalera de brillo azulado, cuyos escalones casi no se veían debido a los resplandores del sol. Oí unos pasos y vi cómo cruzaba por delante de mi puerta; me sonrió y luego descendió por la otra escalera.

Se cerró la portezuela de mi numerador. En el campo estrecho y blanco vi a un número masculino desconocido (comenzaba por una consonante y por esta razón me di cuenta de que se trataba de un hombre). El ascensor empezó a zumbar y la puerta se cerró de golpe. Ante mis ojos aparecieron unas cejas gruesas y contraídas y encima una frente abultada, que parecía un sombrero muy echado sobre la cara, de modo que apenas se podían ver los ojos.

— Aquí hay una carta para usted — dijo el desconocido —. Es de ella. Le ruega que proceda exactamente como le indica en la carta.

Echó una mirada de reojo a su derredor. Pero no había nadie. Por fin me tendió la carta y se marchó. Volví a estar solo.

No, no estaba solo, pues el sobre exhalaba un aroma delicado, un perfume, y contenía un billete rosa. ¡Viene, viene por fin a verme! Pensé rápidamente en que debía repasar sus líneas en un abrir y cerrar de ojos para poder convencerme por mí mismo de que vendría, para poder cerciorarme de que era así, de que sería así… Pero ¿qué decía allí? Volví a leer la carta, una y otra vez… «Guarde el billete. Y, aunque no vaya, corra los cortinajes como si estuviera con usted. Lamento infinitamente…»

Rompí la carta hasta dejarla hecha trizas. Me vi en el espejo con el ceño fruncido. Cogí el billete rosa para romperlo también.

«¡Le ruega que proceda exactamente como le indica en la carta!…»

Mis manos parecían caer inertes y el billete rosa flotó, hasta posarse, sin ayuda, encima de la mesa. Era más fuerte que yo. ¡Y yo tenía que hacer lo que ella me ordenaba! ¿Tenía que hacerlo realmente? Bueno, hasta el atardecer quedaba todavía mucho tiempo… El billete seguía sobre la mesa.

¡Qué fastidio, no tener un certificado médico para hoy!

Quisiera marchar, caminar, caminar sin fin y sin límite a lo largo de todo el Muro Verde; después desplomarme encima de la cama. Pero tenía que acudir al auditorio número 13 y estar allí durante dos horas, permanecer sentado sin moverme de mi asiento, ¡dos largas horas!

Durante la disertación. ¡Que extraño!… De aquel aparato reluciente no salió como siempre la voz habitualmente metálica, sino otra, suave y mimosa. Era una voz de mujer, me recordaba la voz de aquella vieja de la Casa Antigua.

La Casa Antigua… Todo parece asaltarme como una ola inmensa y tengo que hacer acopio de fuerzas para no gritar a los cuatro vientos…

Escucho la voz suave y melodiosa, sin captar el sentido de sus palabras. Soy como una placa fotográfica en la que todo se destaca con especial agudeza: los reflejos lumínicos en el altavoz, el niño debajo…, la ilustración viva de la disertación… la pequeña boca, que va chupando una de las puntas del uniforme, los diminutos puños crispados y los hoyuelos en la muñeca.

Ahora balancea su pequeña pierna por encima del borde de la mesa-mostrador y una manita parece querer agarrar el aire… ¡Pronto caerá el niño! Pero… de pronto, un grito. Una mujer vuela, más que corre, hacia el estrado, coge al niño antes de caer y lo coloca nuevamente en el centro de la mesa para regresar acto seguido a su asiento. Veo unos labios rosados, suavemente enarcados, unos ojos húmedos y azules. ¡Es O! De pronto reconozco y descubro la ley de regularidad casi matemática, la necesidad de este incidente sin importancia.

Ella está sentada en la fila posterior, a mi espalda. Me vuelvo hacia ella, que, obediente, deja de mirar al niño de la mesa para ofrecerme sus pupilas. Ella, yo y la mesa en el estrado somos como tres puntos unidos por una línea, y esta línea forma la proyección de unos acontecimientos inevitables y aun invisibles.

Cuando regreso a mi casa, las calles aparecen como sumidas en su letargo verdoso, las lámparas arden fulgurantes. Pronto, las agujas del reloj pasarán de una determinada cifra, y luego… estoy seguro… haré algo inaudito. En mi interior oigo el tic tac de un extraño reloj. Es mi corazón. Y éste quiere que las gentes piensen que estoy con ella. Yo, en cambio, sólo la quiero a ella. ¿Qué me importan sus deseos? No tengo la menor intención de correr los cortinajes para complacer a gentes extrañas.

A mis espaldas oigo unos pasos rastreros y vacilantes. No me vuelvo porque sé que se trata de S. Sé que me sigue hasta el portal y seguramente observará luego mi habitación desde la otra parte de la calle hasta que corra los cortinajes que deben ocultar los delitos de esta mujer… No, él, mi Protector, mi ángel de la guarda, ha decidido el asunto… Estoy fuertemente decidido a no correr las cortinas.

Cuando enciendo la luz de mi habitación, veo a O delante de mi mesa. Ha cambiado de forma inquietante: los vestidos cuelgan de sus miembros, sus brazos caen sin fuerza y su voz suena débil:

— He venido por mi carta. ¿La ha recibido? ¡Necesito una respuesta… inmediata!

Me encojo de hombros y la miro severamente a los ojos azules, como si ella tuviera la culpa de todo. Después de un prolongado silencio, digo irónico, acentuando cada una de mis palabras:

— ¿Una respuesta? Pues la respuesta es que tiene razón, toda la razón. En todo.

— De modo que eso quiere decir… — Procura ocultar su temblor, que, a pesar de todo, no se me escapa, tras una sonrisa forzada —. Bueno, entonces me marcharé en seguida… Inmediatamente…

Pero no se mueve, sino que sigue en el mismo lugar con los ojos clavados en el suelo y los hombros casi desarticulados. Encima de la mesa hay todavía el billete rosa arrugado de la otra. Lo escondo debajo de una página de mi manuscrito. Tal vez lo quiera ocultar más ante mis propios ojos que ante O.

— Ya ve, escribo sin interrupción. Tengo ya ciento setenta páginas… Y me parece que todo esto será muy distinto de lo que yo mismo pensaba…

Su voz sólo es la sombra de una voz:

— ¿Se acuerda de… la página siete? Entonces lloré y una lágrima mía cayó sobre el papel, y usted…

Se interrumpe. Y de sus ojos azules y grandes brotan de nuevo lágrimas que surcan sus mejillas. De pronto, excitada, añade:

— ¡No puedo más, me voy!… ¡Nunca más volveré! Pero quisiera… Quiero tener un hijo de usted. Déme un hijo y entonces me iré para siempre.

Veo cómo debajo del uniforme tiembla todo su cuerpo y me doy cuenta también de que yo, en este instante… Cruzando las manos detrás de mis espalda, digo sonriendo:

— ¿Es que quiere acabar sus días encima de la máquina del Protector?

— ¡Y a mí qué me importa, si ya lo siento en mi interior con exactitud! Y aunque lo tuviera tan sólo un día, si tan sólo pudiera ver una vez el pequeño hoyuelo en su bracito, como antes, encima de la mesa…

Tengo que pensar nuevamente, quiera o no, en los tres juntos. Ella, yo, y aquellos puños pequeños y crispados encima de la mesa del auditorio.

De colegiales nos llevaron cierto día a la torre de los acumuladores. En la plataforma superior, me incliné sobre la barandilla de cristal y miré hacia abajo. En la profundidad, los seres humanos eran como unos simples puntitos, entonces me asaltó un leve vértigo: «¿Qué sucedería si ahora me precipitase al vacío?», me pregunté entonces. Aquella vez, me agarré con todas mis fuerzas a la barandilla, pero ahora, en cambio, me arrojaría al abismo.

— ¿Lo quiere realmente? ¿A pesar de que sabe con exactitud que?…

— ¡Sí, quiero!…

Saqué el billete rosa de la otra de debajo del manuscrito y bajé hasta el puesto de inspección. O me cogió por el brazo y gritó algo, que no llegué a comprender del todo hasta que volví a estar a su lado. Se había sentado en el borde del lecho y tenía las manos cruzadas en el regazo.

— ¡Dése prisa!…

La cogí brutalmente por la muñeca (mañana seguro que tendrá un cardenal en el mismo sitio donde el chiquillo tenía sus hoyuelos). Luego cerré la llave de la luz y hasta las ideas murieron. Oscuridad, fulgores… Así me precipité por encima de la barandilla a las profundidades del abismo.

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